Capítulo 16
Hugo
Cuando Hugo entró en su apartamento, sus dos amigos estaban esperando que les contara cómo le había ido con Valentina. Pero entre que aún estaba mareado y la decepción de ver cómo ella se le escapaba por aquella mujer que se le había pegado como una lapa, cuando Arturo y Diego le preguntaron él sólo pudo responder:
—No muy bien.
Y al mismo ritmo lento con que había entrado en la casa, cruzó el comedor y se fue a su habitación. No tenía ganas de hablar con nadie. Tenía el ánimo por el suelo y no podía quitarse de la cabeza la cara de Valentina, que, a pesar del beso de despedida, toda la noche había dado señales de que no lo estaba pasando tan bien como en la primera cita.
¿Por qué le habría hecho caso a Arturo? Todo lo que había ganado siendo él mismo, lo había perdido comportándose como todo el mundo espera que se comporte un hombre en una cita. Además, la aparición de aquella mujer que se pensaba que era un soltero ricachón había provocado el enfado de Valentina, aunque lo que pasó en realidad fue que Hugo no supo cómo sacarse de encima a aquella pesada. ¡Qué desastre!
Había probado a decirle que estaba con otra chica, que se equivocaba, que no tenía tanto dinero como parecía, pero sólo conseguía que ella se le fuera acercando más, como si en realidad se estuviera haciendo el estrecho. ¿Qué podía hacer? Pues había aguantado el tipo como había podido y le había reído las gracias. Con la mala suerte de que Valentina hubiera aparecido en el peor momento. Y entre el desastre de la cita y aquel colofón ya no le valía ningún tipo de excusa.
Se derrumbó en la cama, se quitó la ropa casi sin levantarse y se puso el pijama, que consistía en una camiseta vieja y unos pantalones cortos de deporte. Se metió bajo las sábanas e hizo todo lo posible para quedarse dormido cuanto antes para así evitar darle vueltas al fiasco de aquella noche.
«Mañana será otro día.»
Pero la mañana siguiente fue como cualquier otro domingo. Las horas de sueño no lo habían hecho recuperarse del desastre de la noche anterior. Además, como habían salido juntos por la noche, había quedado con Valentina que ese domingo no se verían. Así los dos podrían descansar. Hugo siguió sin ganas de hablar sobre el tema, y mucho menos con Arturo que seguro que le insistiría en que era él quien había cometido algún error porque la cita era perfecta.
Así que, desde primera hora de la mañana hasta la noche, estuvo en el comedor jugando a la Play, sin motivarse en el juego, haciéndolo sólo de forma mecánica. Podría haber hecho cualquier otra cosa y habría actuado con la misma falta de entusiasmo.
Por su parte, Arturo, al ver cómo había vuelto a casa la noche anterior, prefirió no decirle nada y dejarlo tranquilo. No lo molestó, no jugó con él, incluso se fue a visitar a sus padres para no estar por medio. Igual que Diego, cuya habitual visita de los domingos a casa de sus amigos había sido sospechosamente eludida por una comida familiar. Qué bien iba la familia cuando no se quería estar con los amigos.
A pesar de que intentaba centrarse en el juego, la mente de Hugo volvía una y otra vez a Valentina. ¿Qué podía hacer para recuperarla? No quería perderla por el error de una noche, y más después de haberlo provocado la extrema confianza en su amigo y la tonta aparición de una buscona. Todo el día le rondó la pregunta por la cabeza: ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer?
Y la respuesta, como siempre pasa con las buenas soluciones, no se le apareció hasta que estuvo tumbado de nuevo en la cama, a punto de dormirse. Debía ser impulsivo, debía ser él mismo, debía comportarse como se había comportado desde el primer día que había conocido a Valentina y contarle la verdad.
Cuando Arturo salió de su habitación, chocó de bruces con Hugo.
—Buenos días —dijo éste todo animado.
—Hola —respondió Arturo, sin entender dónde había dejado su amigo la depresión.
—Me voy a trabajar, que tengo que hablar con Martín.
Dicho esto, Hugo salió pitando del apartamento y dejó a un Arturo recién levantado sin saber qué diablos había pasado.
En la calle, Hugo se sacó el móvil del bolsillo y llamó a Valentina. Durante la noche, había decidido que hablaría con ella y le diría la verdad sobre lo sucedido la noche del sábado. Así que el primer paso era quedar con ella.
—El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura —fue la respuesta que recibió de la voz robótica.
—Mierda.
Volvió a probar. Tal vez Valentina tuviera el móvil en algún rincón de la tienda.
—El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura —repitió la voz robótica.
Hugo estaba en la entrada de la estación de metro y, a pesar de la revelación nocturna que había tenido, ahora le fallaba el primer paso. Volvió a probar.
—El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura.
Así pues, tomó otra decisión: iría a la tienda, donde seguro que la encontraría. Allí se podría disculpar y darle las explicaciones correspondientes en persona.
Las tres paradas que debía recorrer para llegar a Urquinaona, y que normalmente no le permitían ni pensar, en esa ocasión le parecieron las más largas de su vida. Tenía prisa. Debía hablar con Martín sin falta. Cuando salió del metro, echó a andar deprisa por la Via Laietana, como si le fuera la vida en ello. Giró por la calle Comtal y después empezó a bajar por Portal de l’Àngel. Pero cuando llegó a la altura de la calle Canuda se lo pensó mejor. ¿Y si fuera directamente a la tienda de Valentina? Por unos segundos se detuvo. No sabía qué hacer. Decidió que iría a decirle a Martín que tenía que hacer unos recados.
—Hola, Martín —saludó Hugo, decidido—. Tengo que hablar contigo.
—¿Ya te has decidido? —preguntó su jefe.
—No, sí, ¿sobre qué?
—Sobre lo de ser socios.
Se le había ido de la cabeza. Con todo lo de Valentina, se había olvidado de la oferta de Martín.
—Lo siento, jefe —se disculpó—. Tengo la cabeza en otros asuntos.
—¿En otros asuntos llamados Valentina? —preguntó Martín con malicia.
—Sí —respondió Hugo avergonzándose.
—No pasa nada. ¿Qué querías?
—Verás —empezó él—, el sábado la cagué un poco con Valentina y hoy quisiera hablar con ella...
—Llámala —lo interrumpió Martín.
—Ya lo he hecho y no contesta. Por eso te quería preguntar si te importa que vuelva dentro de un rato. Iré a buscarla a su tienda y lo aclararé todo.
—Por supuesto —respondió Martín, dándole unas palmadas en el hombro—. Ve y no la dejes escapar.
Martín apenas había terminado la frase y Hugo ya se había ido, agradecido por la comprensión. Era como si Valentina estuviera a punto de escapársele de las manos. Así que corrió para llegar a la tienda.
En pocos minutos se plantó en la puerta. Dentro sólo se veía a una chica de la misma edad que Valentina, pero con una cara de sobrada que asustaba. Debía de ser Victoria.
Sin siquiera saludar, Hugo entró en la tienda directo hacia el taller. Si Victoria estaba en el mostrador, Valentina tenía que estar en la trastienda. Por eso no tenía cobertura. Abrió la puerta, pero lo vio completamente vacío, a excepción de todos los trastos habituales.
—¿Adónde vas, lanzado? —le dijo la chica.
Hugo regresó sobre sus pasos y fue hacia el mostrador, antes de que ella pudiera salir de detrás de él.
—¿Dónde está? —preguntó nervioso.
—¿Quién? ¿Elvis, Papá Noel, el Papa?
—Valentina.
La chica se calló de golpe y lo miró de arriba abajo.
—Tú debes de ser Hugo, ¿no?
—Sí. ¿Dónde está? Tengo que hablar con ella.
—Tranquilo, Romeo —dijo ella, cuyos comentarios sarcásticos parecían no tener fin—. Yo soy Victoria.
—Vale. Pero, ¿dónde está?
—Tu palomita ha volado.
—¿Se ha ido con otro? —preguntó mientras el suelo se hundía bajo sus pies.
—No, pero se ha ido.
—¿Adónde?
—Con sus padres.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. La llamaron ayer para proponerle que se fuera unos días con ellos y se ha ido. Me ha dejado sola en la tienda.
—¿Y por qué no responde al móvil? —preguntó Hugo, a la vez que llamaba a Valentina de nuevo y ponía el altavoz.
—El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura. —La voz robótica volvió por cuarta vez.
—Porque seguramente lo tiene apagado o fuera de cobertura. Yo que sé, no soy su niñera.
Hugo pensó que para ser su mejor amiga dejaba mucho que desear.
—¿Sabes si te llamará? ¿Cuándo volverá? O lo que sea —preguntó él, con el ánimo por los suelos.
—No —respondió Victoria escuetamente.
Sin decir nada más, y completamente frustrado, Hugo salió de la tienda.
—De nada, figura —gritó Victoria medio enfadada, mientras Hugo se alejaba a largos pasos.
Aquellos altibajos sentimentales no eran buenos para él. Primero bien, luego mal, luego de nuevo bien, después mal, y así continuamente hasta detenerse en un punto medio que era peor que mal. No había podido hablar con Valentina. No podía, por tanto, saber lo que pensaba. Tampoco entendía cómo era que se había ido sin decirle nada. ¿Tan mal lo había pasado que no quería ni siquiera hablar con él? ¿Tan mal le había sentado la presencia de aquella mujer? Incluso puede que se hubiera ido por su culpa, y el único refugio que había encontrado hubieran sido sus padres. ¡Qué desastre!
Con todos esos pensamientos en la cabeza, Hugo regresó a la Comicón, pero mientras que antes había corrido, ahora sus pasos eran lentos. Tenía la mente turbia y todo su cuerpo se negaba a aceptar que había perdido a Valentina.
Cuando entró de nuevo en la tienda, Martín se quedó sorprendido al verlo. Hacía unos minutos parecía la persona más feliz y determinada del mundo. Incluso había pensado que le pediría a Valentina que se casara con él, pero ahora había regresado con un aspecto que daba pena. Le habían salido unas ojeras kilométricas y apenas levantaba los pies para andar.
—Oye, ¿qué te ha pasado?
Hugo no respondió. Fue directamente a una caja de cómics y empezó a colocarlos en las estanterías. Actuaba de forma mecánica.
—Hugo, ¿te encuentras bien? —preguntó Martín, acercándose a él.
Hugo lo vio y, con una mirada triste, le respondió:
—Sí. —Se notaba que forzaba una sonrisa falsa para que su jefe lo dejara tranquilo.
—Cuéntame qué ha pasado —insistió Martín.
—No responde a mis llamadas. No está en la tienda. Se ha ido con sus padres. Seguro que es por mi culpa. El sábado metí la pata hasta el fondo.
Era evidente que Hugo no estaba bien. Estaba a punto de llorar y la tristeza que proyectaba de él era contagiosa. Por un segundo, Martín también se sintió solo y desamparado, hasta que tocó su alianza. Todo estaba bien.
—Hugo, haremos una cosa. Aprovechando que no hay nadie en la tienda, la cerraremos un rato, nos iremos a tomar un chocolate caliente con churros a la calle Petritxol y me contarás con pelos y señales qué es lo que pasa. Intentaré ayudarte en todo lo que pueda.
Hugo volvió a mirarlo con aquellos ojos oscurecidos por el color morado de debajo. ¿Cómo le habían podido salir aquellas ojeras de forma tan repentina? Martín le pasó a su empleado un brazo por los hombros y se lo llevó fuera de la tienda. Cerró la puerta y la persiana tras de sí y colgó un letrerito que decía «Volvemos en un rato» con un Superman entrando en una cabina telefónica.
Con el aire fresco y después de empezar a tomar un buen chocolate caliente, Hugo parecía que se iba recuperando. O como mínimo lo suficiente para contarle a Martín los pormenores de su relación con Valentina, a la espera de que éste pudiera aconsejarle con conocimiento de causa.
Tras varios minutos durante los que las explicaciones se mezclaban con las cucharadas de chocolate y los mordiscos a los churros, Martín había podido haberse hecho una idea de lo que había sucedido entre Hugo y Valentina.
—¿De verdad crees que fue tan mal como para que no te llame? —preguntó finalmente Martín, que no lo había interrumpido en ningún momento.
—Fue mal, pero no creía que fuera para tanto. Esperaba que se lo tomara como un error, un fallo. Pero el hecho de haberse ido sin decirme nada creo que me deja las cosas bien claras, ¿no?
—No necesariamente —contestó Martín, mojando un churro en el chocolate—. Puede que haya perdido el móvil o que se lo haya dejado en casa. Con estos trastos todo es posible.
—Ya —dijo Hugo no muy convencido.
La conversación se interrumpió y Martín creyó que debía animar a su futuro socio.
—Pero la primera cita no fue tan mal, ¿no?
—Eso creía yo, pero Arturo y Diego me dijeron que seguro que Valentina me había mentido para que no me sintiera mal.
—¿Y te los creíste?
—No. —Dudó un segundo—. Sí. Yo en estas cosas no tengo experiencia.
—En estas cosas la experiencia sólo sirve para tener confianza, nada más. Cada persona es un mundo y, aunque Arturo te diga lo contrario, por lo que me cuentas si te pareció que Valentina lo pasaba bien es que lo pasaba bien.
—Eso pensé yo, pero luego...
—Pero luego nada. —Martín se puso serio—. Tú conoces a Valentina mejor que Arturo y Diego juntos, así que si tú crees que fue una buena cita lo fue. Y lo que pasó el sábado fue por hacerles caso. —Pasó un brazo por encima de la mesa y le golpeó el pecho con un dedo—. Debes ser tú mismo.
—Ya —dijo Hugo un poco más convencido—. ¿Y por qué no me llama?
—Respecto a eso sólo te puedo recomendar que tengas paciencia. No has hecho nada malo y seguro que Valentina opina como yo. Dale tiempo. Puede ser que haya perdido el móvil. Cuando pueda ver tus llamadas, te las devolverá desde donde esté. Simplemente estate tranquilo. Ya verás cómo Valentina volverá contigo.
A pesar de que las palabras de Martín estaban llenas de condicionales, Hugo sabía que era la versión más plausible de lo sucedido. Así que se obligó a recuperar el ánimo. No podía ser que se dejará abatir por algo que ni siquiera sabía con certeza. Debía darle tiempo a Valentina. Quizá estaba de viaje y lo llamaría cuando llegara a donde fuera.
Al cabo de unos minutos en que no se dijeron nada, Hugo parecía haberse recuperado de verdad, y después la conversación derivó hacia asuntos de la tienda, desde los nuevos envíos al cambio de escaparate, así como a la contratación de un nuevo empleado.
Una vez se terminaron el desayuno volvieron a la tienda para seguir trabajando y los sorprendió encontrarse con todo un grupo de mujeres mayores, las ya denominadas como «abuelas», aunque no lo fueran.
—Buenos días, señoras —dijo Martín, abriéndose paso entre ellas para subir la persiana y abrir la puerta.
—Oiga, así no se lleva un negocio —dijo una—. Hace un cuarto de hora que nos esperamos.
—Disculpen, pero nosotros también desayunamos, ¿sabe? —Martín no estaba para tratar con aquel tipo de clientas en particular. Ante esa respuesta, las exclamaciones de «¡Qué grosero!» «¡Qué mal educado!» y «¡No sé por qué le hemos hecho caso a Pepi!» se repitieron.
Martín terminó de levantar la persiana y dejó entrar a las señoras. Y mientras ellas se repartían por la tienda, mirando sin saber qué buscaban, le dijo a Hugo en un aparte:
—Si te las quitas a todas de encima en menos de una hora, te dejo que te vayas a casa y descanses, que lo necesitas. Pero no me dejes solo con ellas, por favor —rogó con cara de pena.
Hugo asintió con la cabeza.
—Señoras —Martín llamó la atención del batallón de «abuelas»—, aquí mi compañero las atenderá con mucho gusto.
De golpe, como si fueran fans locas por un autógrafo, se agolparon todas alrededor de Hugo para explicarle con dificultad qué necesitaban.
Él lamentó haber aceptado el reto de Martín, pero luego pensó que si algo podía distraerlo de Valentina era justamente aquel tipo tan peculiar de clientes.