Capítulo 12

Hugo

 

 

 

Esa noche, después de despedirse de Valentina, Hugo se fue a su casa. Estaba tranquilo y relajado, se sentía satisfecho. La cita, en su opinión, había sido un éxito. Después de cenar en un restaurante tranquilo, que no era nada del otro mundo pero en el que se servía una comida que quitaba el hipo, habían ido al cine y él tuvo la agradable certeza de que Valentina se lo había pasado genial. Al salir de la sala, estaba emocionada como si hubiera descubierto un mundo nuevo.

—¿Y hay más películas de Thor? —preguntó entusiasmada.

—Sí —dijo Hugo, contento—. De Thor, de Iron Man, del Capitán América, de Hulk y de Los Vengadores.

—Las tienes, ¿verdad?

—¿Por? ¿Quieres verlas?

—Hombre, pues sí.

Dicho eso, se cogió de su brazo y él le empezó a dar detalles de las películas, pero sin explicarle el final. En lugar de volver al centro en metro, como hacía buen tiempo, habían bajado a pie hasta casa de ella. Al llegar al portal, Valentina se detuvo.

—¿Quieres subir? —preguntó.

Hugo dudó. Era tarde y no quería parecer pesado, así que:

—No lo sé... —dijo—, creo que es demasiado tarde y...

Al oír su respuesta, Valentina se acercó a él y le dio uno de aquellos besos que, al cabo de horas, todavía sentía en los labios, como si fueran de hierro candente.

Sin esperar a que corrigiera su respuesta, Valentina abrió el portal y, cogiéndolo de la mano, tiró de él hacia dentro.

A pesar de que le gustaba subir por la escalera, esa vez pulsó el botón para llamar el ascensor y, mientras bajaba, se abalanzó sobre Hugo, que la recibió con los brazos abiertos. Empezó a besarle el cuello, mientras él la cogía con fuerza por la espalda, bajando suavemente las manos hasta sus nalgas, que agarró con fuerza.

Cuando la campanilla del ascensor los avisó de que había llegado a la planta baja, ninguno de los dos le prestó atención; estaban abrazados, intentando acariciarse entre una maraña de incómoda ropa.

—¡El ascensor! —exclamó Valentina—. Vamos a mi casa...

Metió a Hugo dentro y, de un empujón, lo estampó contra la pared del fondo de tal forma que el aparato se tambaleó, pero a ninguno de los dos le importaba. Estaban ocupados en asuntos más importantes. Las ardientes manos de Hugo ya habían encontrado la forma de meterse bajo la ropa de Valentina y le acariciaban la piel de los muslos con fiereza.

Por su parte, ella luchaba para encontrar la forma de acariciar otras partes más sensibles de Hugo, mientras él se dejaba hacer y la besaba apasionadamente.

Una fuerte sacudida que casi les hizo perder el equilibrio los avisó de que habían llegado. Sin soltarse, recorrieron los pocos metros hasta la puerta de Valentina y, mientras ésta buscaba nerviosa las llaves en su bolso, él no dudó en abrazarla por detrás, cogiéndole con fuerza los pechos, a la vez que pegaba contra sus nalgas lo que ella tan ansiosamente había buscado en el ascensor.

En cuanto cerró la puerta tras ellos, Valentina empezó a quitarle la ropa y, en apenas unos segundos, el cuerpo desnudo de Hugo se veía iluminado por la claridad que entraba por las ventanas, mientras ella lo observaba, vestida de pies a cabeza.

No pudo evitar empezar a besarlo más allá del cuello y, finalmente, se arrodilló frente a él para buscar lo que se le había resistido en el ascensor.

Él se dejaba querer —quién no lo habría hecho—, pero enseguida sintió la necesidad de ocupar sus manos con algo, así que la cogió por los brazos, la levantó y empezó a desnudarla prenda a prenda, mientras Valentina intentaba seguir con lo que estaba haciendo.

Sin saber cómo, se vio llevando sólo las zapatillas que le había regalado él, arrodillada en mitad del suelo de su comedor, cogiendo a Hugo por los muslos y dejándose llevar, mientras él le agarraba la rubia melena con fuerza.

Cuando se sintió satisfecho, Hugo la levantó de golpe y la apoyó de frente contra el respaldo del sofá, acercándose a ella por detrás. Al cabo de unos segundos, Valentina sintió complacida cómo sus cuerpos se unían milímetro a milímetro, cómo encajaban a la perfección, una vez tras otra, siguiendo un ritmo propio.

A pesar del ímpetu de sus movimientos, las manos de él eran tiernas con todas las partes de su cuerpo, acariciando cada centímetro como si fuera la última vez.

Poco a poco, Valentina fue controlando la situación, ralentizando los movimientos de Hugo hasta que éste paró.

—¿Te hago daño? —preguntó preocupado.

Aunque ella negó con la cabeza, lo apartó y se encaró a él con una mirada lasciva.

—No, pero en mi habitación estaremos más cómodos —dijo, cogiéndolo de la mano y llevándoselo hacia su cuarto, donde volvieron a abrazarse de todas las formas imaginables y posibles.

Tras un buen rato, ambos se sintieron más que satisfechos y, sin soltarse, se tumbaron en la cama y se regalaron largos besos.

—Tengo que irme. Mañana trabajo —dijo Hugo entristecido.

—Sabes que puedes quedarte a dormir, ¿verdad?

—Sí, pero no quiero ni imaginarme lo pesados que se pondrían Arturo y Diego si esta noche no aparezco por casa —explicó con una expresión de hastío.

Valentina sonrió.

—Además, no quiero tener que contarles con detalle lo que acaba de suceder —añadió él, antes de empezar a disculparse de mil maneras.

—Tranquilo, te entiendo. Tengo dos amigas que son iguales —contestó Valentina.

Con pesar, Hugo se separó de ella y empezó a vestirse mientras Valentina se arrebujaba entre las sábanas de su cama.

Cuando él estuvo vestido, fue a despedirse de ella en la cama, pero Valentina se abalanzó sobre él desnuda y dejó que las manos de Hugo disfrutaran una vez más de su piel. Antes de despedirse de él, le dio un profundo y apasionado beso.

 

 

Al salir a la calle, Hugo estaba tranquilo y relajado. Valentina era como un bálsamo. Aunque tenía ganas de caminar para asimilar todo lo que acaba de suceder, era demasiado tarde para cruzar media Barcelona a pie. Así que cogió el metro en la plaza Urquinaona y en unos pocos minutos se plantó frente a su portería.

Sabía que Diego lo estaría esperando, pues tenían prevista una sesión de Star Wars para el día siguiente: doce horas de ciencia ficción. Lo que no sabía era si encontraría a Arturo. Normalmente, éste salía todas las noches, aunque estaba tan emocionado por la cita de Hugo que bien podía haberse quedado en casa a esperarlo.

Como siempre, Hugo sacó las llaves mucho antes de llegar a su portería. No tenía prisa. Estaba disfrutando de ese momento mágico que había vivido. Seguramente había tenido la cita perfecta. Además, sabía que el domingo siguiente volvería a ver a Valentina en el trabajo, de modo que podría intentar tener otra cita y algo más.

—Pasito a pasito —se dijo a sí mismo.

No quería lanzar las campanas al vuelo, pero tenía unas ganas irrefrenables de hacerlo.

Al llegar a su casa, vio que como mínimo Diego estaba allí, ya que lo saludó desde el balcón antes de desaparecer en el interior del apartamento. Abrió el portal y, cuando iba a coger el ascensor, optó por subir por la escalera; tenía energía suficiente para hacerlo a pie. Peldaño tras peldaño llegó hasta el tercero, y cuando se disponía a abrir oyó aplausos dentro. Eran Arturo y Diego.

—¡Bravo! —gritó Diego.

—Lo has conseguido, chaval —dijo Arturo, acercándose a él mientras lo cogía por los hombros para hacerlo entrar en casa—. ¿Ya has pinchado?

—¿Pinchado? —repitió Hugo sin entenderlo.

—Pinchar, tomar un café... Dilo como quieras —respondió Arturo.

—No —dijo Hugo—. Era demasiado tarde para tomar café.

—Menudo idiota. ¿No sabes lo que significa tomar café?

—¿Tiene otro significado aparte del...? ¡Aaahhh!

Hugo por fin había comprendido y Arturo insistió.

—Entonces qué. ¿Has tenido suerte?

—No —respondió Hugo rápidamente para evitar dar explicaciones. Claro que en realidad había hecho algo más que tomar un café.

—¿No? ¿Tan seguro estás de volverla a ver?

—Bueno, sí. El domingo la veré.

—Éste es mi chico —dijo Arturo, dándole unas palmaditas en la espalda.

Sus dos amigos obligaron a Hugo a ir hasta el sofá para que les contara cómo había ido la cita.

—Ahora que lo pienso —dijo Arturo—, ¿has ido vestido así?

—Claro.

—¿Cómo que claro? ¿Adónde la has llevado?

—Bueno, hemos ido a cenar...

—¿A qué restaurante? —lo interrumpió Arturo.

—Un italiano de Via Laietana. ¿Qué pasa? —añadió, al ver la cara de asco de Arturo.

—No me jodas, Hugo. ¿A un italiano? Mira que hay restaurantes en Barcelona. —Arturo se calmó y siguió preguntando—: ¿Y después?

—Al cine.

—Vaya cagada, amigo mío. ¡Que no tenéis quince años!

—Como mínimo habréis ido a ver una película para chicas, ¿no? —intervino Diego.

—Pues no.

En el apartamento se hizo un silencio sepulcral. Arturo se frotaba las sienes y Diego iba atando cabos.

—No me digas que la has llevado a ver esa película que habíamos quedado en ver juntos —dijo finalmente.

—Pues sí. Pero volveré a ir contigo —se disculpó Hugo.

—¿Qué película es? —preguntó Arturo, asustado. Cualquier película que pudieran ir a ver sus dos amigos era muy peligrosa.

Hugo respondió susurrando.

—¿Qué? —preguntó Arturo.

Thor: El mundo oscuro —dijo Diego.

—¡¿Cómo?! ¿Has llevado a una chica a ver Thor?

Thor: El mundo oscuro —aclaró Diego.

—Eso da igual. ¿En serio, Hugo? ¿En serio la has llevado a ver Thor? —preguntó Arturo, alarmado.

—Pero si le ha gustado...

—A las chicas no les gusta Thor —aclaró Arturo—, ¿no lo entiendes? Te lo ha hecho creer para que no te sintieras mal por cagarla.

—Valentina no hace esas cosas —respondió Hugo, sin saber qué pensar.

«¿Existe el sexo por compasión?», se preguntó.

—Todas las chicas lo hacen —dijo Arturo.

Diego todavía seguía a lo suyo.

—Dijimos que la iríamos a ver juntos.

—¡Calla friki, que esto es grave! —soltó Arturo preocupado—. Al menos habrás pagado tú, ¿no? —preguntó.

—Hombre, claro —respondió Hugo.

—Bueno, algo es algo.

Se produjo otro momento de silencio. Diego estaba enfurruñado por la traición de su compañero, mientras que Arturo, de pie, no hacía más que dar vueltas para intentar encontrar una solución.

—Pero, ¿qué te ha pasado por la cabeza para invitarla a ver Thor? —preguntó Arturo, intentando comprender a su amigo.

—No sé... Tenía las entradas para el estreno. Hacía semanas que estábamos trabajando con los cómics... Supongo que quise que viera que los cómics no son sólo de papel y que resultan más divertidos de lo que ella creía.

—Eso sólo les gusta a los niños y a los frikis como vosotros. La tendrías que haber llevado a un restaurante elegante y luego a un local tranquilo donde poder intimar.

—¿Por qué? —replicó Hugo—. ¿Porque todo el mundo lo hace? ¿Porque es lo que harías tú?

—No, porque de ese modo tuyo no la impresionarás.

—¿Cómo quieres que la impresione si la primera vez que me vio me desmayé?

Diego soltó una carcajada. Ya se había olvidado de la traición de Hugo y, además, sabía que igualmente iría con él a ver la película. Arturo, que hasta entonces había estado serio y preocupado por los errores de su amigo, no pudo reprimir tampoco una sonrisa.

—Vale, de acuerdo. Pensemos en positivo —dijo—. Estando las cosas así, siempre puedes ir a mejor.

Hugo, que realmente no sabía qué pensar, lo miró y dijo:

—¿Tú qué me recomiendas?

—Veamos. Juegas con la ventaja de que aún la verás los domingos. Así que, por un lado, te puedes disculpar...

—Algo que no haré —contestó Hugo—. Creo que lo ha pasado bien y que para ella no he cometido ningún error.

—...Y por el otro —prosiguió Arturo como si no lo hubiera oído—, en la próxima cita puedes demostrarle que eres un auténtico gentleman.

—¿Cómo?

—Para empezar, te vistes como Dios manda y luego la llevas a un restaurante con estilo. No hace falta que sea muy caro, simplemente para que vea que conoces la ciudad...

—No estoy ligando con una turista, te lo recuerdo —lo interrumpió Hugo.

—Bueno, pues para que vea que sabes comer con clase. Y para terminar, la llevas a un sitio donde podáis tener un rinconcito apartado y podáis hablar de vuestras cosas. Ni de cómics, ni de películas, ni de videojuegos, sino de vuestras cosas.

—Es decir, que la dejes hablar a ella —dijo Diego cachondeándose de los consejos de Arturo.

—Tú calla, que lo más cerca que estás de una chica es cuando alguna se equivoca y se sienta a tu lado en el metro.

Diego se levantó y se fue a la cocina.

—Yo ya te diré adónde tienes que ir y lo que tienes que decir —concluyó Arturo.

 

 

Tras la conversación, Arturo le dio a Hugo un par de tarjetas. Una era la de un restaurante en el Passeig de Gràcia, y la otra, la de una sala de fiestas en la Diagonal. Dos lugares que, a priori, Hugo no pisaría ni en sueños; pero, después de lo que sus amigos le habían dicho, sobre todo Arturo, ya no sabía qué pensar.

A él le había parecido que Valentina lo pasaba muy bien durante la cena y en el cine. ¿Aquella chica de la que se había enamorado era capaz de hacerle creer que le había gustado una cosa cuando en realidad no había sido así? ¿Tan fría y superficial era?

Por otra parte, si Arturo estaba en lo cierto y la cita había resultado un fiasco, por mucho que trabajara con ella los domingos se negaría a tener otra cita con él y se habrían acabado las tardes apasionadas en el taller de la librería. Le daría largas o algo así.

¿Tan grave era llevar a una chica a ver una película de superhéroes? Hugo ya no sabía qué pensar.

Desanimado por sus supuestos errores, se fue a su habitación, se tumbó en la cama y empezó a jugar con su móvil. No podía creer que Valentina le mintiera, y menos cuando parecía que le había agradecido de corazón las zapatillas, la camiseta y todo lo demás. Tal vez Arturo tuviera razón y lo mejor fuera disculparse. Con el móvil en la mano, esa idea cada vez se iba haciendo más nítida, hasta que por fin se decidió a llamarla.

Pero, ¿debería hacerlo? No quería parecer un pesado ni un calzonazos. Se levantó de golpe y regresó al comedor, donde Arturo y Diego tenían una discusión sobre qué actor había sido el mejor Batman.

—Te digo que Christian Bale —afirmaba Arturo.

—Te lo parece porque es el más serio —replicaba Diego, negando con la cabeza—, pero sin duda el mejor fue Michael Keaton.

—No te niego que de los antiguos el mejor fuera Michael Keaton, pero de todos sin duda Bale —insistía Arturo.

Ninguno vio acercarse a Hugo; estaban tan enfrascados en la conversación que era imposible que se dieran cuenta de que estaba allí, así que tuvo que intervenir:

—El mejor fue Adam West —dijo firmemente.

Sus dos amigos callaron, se volvieron y lo miraron. Había conseguido lo que quería.

—Hugo —empezó Diego—, sabes que con estas cosas no se juega.

—Lo siento, pero tenía que haceros callar. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Os parece bien que la llame para disculparme?

Arturo se levantó de un salto y fue hacia él, y, antes de que Hugo pudiera reaccionar, le cogió el móvil.

—¡¿Estás loco?! Ni se te ocurra.

—¿Por?

—Pues porque así parecerás un inseguro, un calzonazos, un pesado...

—Vamos —lo interrumpió Diego—, lo que vendría a ser un idiota.

—Eso —afirmó Arturo.

—Pero tú me has dicho que me disculpe.

—Ya, pero tienes que hacerlo con estilo y no por teléfono.

—¿Por qué? —preguntó Hugo.

—Verás, querido amigo —dijo Arturo, pasándole un brazo por el hombro y llevándolo a dar una vuelta por el comedor—. A las mujeres les gusta que los hombres hagan las cosas de forma elegante y con clase. Para disculparte no vale una llamada, ni siquiera cara a cara el domingo cuando la veas. Debes hacerlo cuando vuelvas a quedar con ella.

—¿Ah, sí?

—Sí. Antes de llevarla a cenar, le dices que lo de Thor fue un pequeño error y que no volverá a pasar nunca. La cena en sí misma será la mejor disculpa, pero no estaría de más que tú también se lo dijeras para que comprenda que has reparado en tu equivocación.

—Ya entiendo.

—Eso espero —respondió Arturo—. Porque de esa disculpa depende tu futuro con ella.

—¿En serio?

—Claro. ¿No ves que si pasas por alto un error ella siempre se acordará de él?

—Y te lo restregará —intervino Diego.

—Y lo utilizará como excusa para no verte más —remató Arturo.

Hugo tragó saliva. No podía arriesgarse a eso. Sin soltarlo, Arturo lo llevó hasta su cuarto.

—Ahora descansa, intenta olvidar lo que ha pasado y mañana será otro día.

Hugo entró en su habitación y su amigo cerró la puerta tras él. La verdad era que no sabía cómo iba a descansar después de todo lo que le habían dicho. Y él que creía que dormiría plácidamente pensando en Valentina y en el beso que le había dado al despedirse, y en todo lo que había sucedido antes de eso.

Ella no podía estar fingiendo, a no ser que fuera una actriz buenísima. Sus actos eran sinceros; por lo tanto, no habría cometido tantos errores cuando se había despedido así de él. Si lo había pasado mal, no tendría que haberlo invitado a... tomar café, ¿no?

Poco a poco, Hugo se fue aclarando las ideas. En primer lugar creía que Valentina era sincera, y en eso, de momento, no cambiaría de opinión. Por lo que su cita había sido buena. En segundo lugar, tal vez Arturo tuviera un poco de razón. Era su amigo desde hacía años, de manera que le haría caso y variaría un poco el estilo de la siguiente cita. Y en tercer lugar, decidió que de momento no iba a disculparse. Vería cómo iba la segunda cita y cuál era la reacción de Valentina, y actuaría en consecuencia.

Si ella lo pasaba mejor, sabía que debía cambiar; si iba peor, mejor que siguiera siendo él mismo. Y si el resultado de la cita era más o menos similar, sabría que Valentina lo querría fuera como fuese.