Capítulo 11
Valentina
Valentina no quiso hablar del tema con Victoria. Ésta sabía que ese viernes había quedado con Hugo, pero no le había querido dar más información. Cada vez que tenía una cita a la que Victoria no iba, su amiga acababa en su piso, preguntándole cómo debía vestirse, y eso era algo insoportable. Habitualmente, Victoria se vestía para provocar, pero Valentina no quería dejar a Hugo sin aliento; le gustaría hablar con él. Ya lo dejaría sin aliento en otro momento.
Aprovechando que no tenían clientes y que Valentina quería prepararse con tiempo antes de quedar con Hugo, cerraron El estante a mediodía. Y fue entonces cuando Valentina cometió un error garrafal.
—Bueno —dijo Victoria sonriente—, ya me contarás cómo ha ido la cita.
—Sí, claro.
Valentina estaba bajando la persiana y apenas le prestaba atención.
—¿Ya sabes lo que te vas a poner?
—No, aún tengo que pensarlo —respondió Valentina, y justo un instante después se percató de que había metido la pata hasta el fondo.
—¿A pocas horas de la cita y aún no sabes qué te vas a poner? —exclamó Victoria, escandalizada.
Valentina no sabía cómo había podido ser tan tonta. Tan sólo tenía que haber dicho un sí rotundo y firme, y a continuación mencionar cualquier conjunto provocativo que recordara tener. Pero en lugar de eso había dicho que no.
—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó Victoria.
Valentina afirmó con la cabeza, consciente de que ya no había marcha atrás.
—En ese caso —prosiguió su amiga—, ve a comer y a las cuatro estaré en tu casa para echarte una mano.
En el lenguaje de Victoria, ese «echarle una mano» quería decir escoger ella lo que Valentina iba a ponerse.
Ésta volvió a asentir con la cabeza y se despidió de su amiga, que se fue a buscar el metro toda emocionada por la sesión de moda de la tarde.
Mientras comía, Valentina rezó para que Victoria tuviera un imprevisto que le impidiera ir a su casa. Cualquier cosa, desde que se hubiera roto una pierna a que se le hubiera quemado el piso. Enseguida pensó que eso mejor que no. Si no, la tendría que aguantar día y noche en su casa hasta que pudiera tener otra vivienda.
A cada minuto que pasaba veía más cerca las cuatro horas de insufrible pase de modelos. Y si Victoria le dijera a veces que algo le sentaba bien aún lo podría soportar, pero sus críticas eran constantes.
Para calmar los nervios, Valentina cogió el libro que tenía a medias, una edición muy nueva de Emma, que leía por enésima vez, pero casi sin advertirlo el timbre del portal sonó. Se levantó con toda la pereza del mundo, rezando para que sólo fuera publicidad. Sin embargo, antes de que pudiera responder al interfono, el timbre sonó de nuevo.
—¿Quién es? —preguntó desganada.
—Nosotras. —La voz de una Victoria emocionada resonó por el telefonillo.
Sin decir nada más, Valentina le abrió la puerta y segundos más tarde su amiga ya estaba en el rellano.
—Hola, guapa.
—Hola, Victoria —respondió ella enfurruñada—. ¿Por qué has dicho «nosotras»?
Antes de que Victoria respondiera, una voz salió del móvil de ésta.
—Hola, Valentina. —Era Laura—. A pesar de estar a miles de kilómetros, no quería perderme este momento —dijo entre risillas.
—Qué bien —contestó ella con falso entusiasmo.
No era la primera vez que Laura la aconsejaba por teléfono y su presencia a distancia significaba que Victoria demostraría todo su potencial para describir los vestidos que se pusiera Valentina, intentando que Laura comprendiera por qué no debía ponérselos.
Entraron en la casa y Valentina cerró la puerta. A continuación, se dirigieron a su dormitorio. Era el lugar de reunión perfecto. Grande, con vestidor y una cama en la que Victoria podía tumbarse mientras no dejaba de criticar a Valentina.
En cuanto entró en la habitación, Victoria se quitó los zapatos y la chaqueta y los tiró en un rincón del suelo, para después sentarse en la cama apoyando la espalda en el cabecero y dejando el móvil con Laura en la línea a su lado.
—¿Sabes adónde te va a llevar? —preguntó Victoria.
—No. Hemos quedado a las ocho en la entrada del metro de la plaza de Catalunya —respondió Valentina.
—Si no te ha dicho nada —prosiguió Victoria—, seguro que es una sorpresa.
—Un sitio elegante —puntualizó Laura.
—Un sitio donde pasar una agradable velada hablando de vosotros —prosiguió Victoria.
—Me parece a mí que no —respondió Valentina—. Lo conozco y no es de esa clase de chicos.
—¿Ah, no? ¿Y cuánto lo conoces? —preguntó Victoria con toda la mala intención.
Evitando mirar directamente a su amiga a los ojos, Valentina no pudo evitar pensar «Más de lo crees», recordando lo que había sucedido hacía apenas unos días.
—¿Y qué clase de chico es? —preguntó Laura en tono sarcástico.
—No quiere impresionarme —respondió Valentina, agradeciendo el cambio de tema.
—Todos los chicos quieren impresionar en su primera cita —afirmó Victoria con decisión.
—Éste no —insistió Valentina—. Si apenas tuvo valor para preguntarme si quería salir con él, ¿cómo va a llevarme a un sitio de alto copete, donde tenga que fingir algo que no es?
—Eso da igual —dijo Victoria—. Sea donde sea, tú tienes que ir arreglada para hacer que se caiga de culo.
—Eso no me hace falta. —Valentina recordó a Hugo desmayándose cuando lo conoció.
—Vayas donde vayas, seguro que necesitas un vestido corto y un buen par de tacones.
—A menos que me lleve al cine, por ejemplo.
—No te va a llevar al cine. —Victoria ya estaba cansada de tanta conversación—. Hazme caso.
Valentina prefirió no decir que tenía cierta idea de adónde podía llevarla Hugo, y un vestido corto y unos tacones de aguja no eran lo más apropiado. Pero dejó que Victoria le dijera lo que debía ponerse, pensando que ella luego haría lo que quisiera.
—Un vestido corto es demasiado arriesgado —opinó Laura.
—Un vestido corto en una cita nunca es arriesgado. Así seguro que controlas la situación.
—A no ser que tenga que subir una escalera —comentó Valentina.
—Vale —dijo Victoria en tono condescendiente—. ¿Tú qué te pondrías?
Valentina se fue a su vestidor y, al cabo de unos minutos, apareció vestida como casi todos los días que había visto a Hugo.
—Vamos, no me jodas —dijo Victoria, que, cuando se trataba de moda, no controlaba su vocabulario—. ¿Vas a trabajar o qué?
—No, pero sé que él va a ir como cualquier día.
—Claro, y yo los domingos me levanto temprano para ver amanecer —dijo Victoria sarcásticamente.
Sin previo aviso, se levantó y metió a Valentina en el vestidor a empujones.
—¿Chicas? —llamó Laura; se habían dejado el teléfono en la cama.
—¡Ahora vamos! —gritó Victoria desde el vestidor—. La estoy arreglando como Dios manda.
Minutos después, Valentina salió de allí embutida en un vestido rojo chillón que no recordaba que tuviera, y con unos zapatos de tacón de más de quince centímetros a conjunto, que su madre le había comprado en el último viaje que había hecho a Nueva York.
—¿Cómo quieres que vaya con esto? —preguntó, mientras se miraba en el enorme espejo que tenía en la pared de la habitación.
—¿Tan mal le queda? —preguntó Laura.
—¿Recuerdas a Amanda en la fiesta de fin de curso? —dijo Valentina.
—Sí —respondió Laura.
—Pues igual, pero sin serlo realmente.
—¡Quítate eso inmediatamente! —chilló Laura.
Valentina regresó al vestidor, mientras Victoria hablaba con Laura.
—Bueno, ahora como mínimo ya sabemos qué no debe ponerse.
—Ya sabes que los extremos nunca han sido buenos —opinó Laura.
Valentina regresó con unas manoletinas, unos pantalones ajustados que dejaban ver todas sus formas y una camiseta blanca.
—¿Vas de básicos Zara? —preguntó Victoria entre carcajadas.
—¿Qué lleva? —Laura estaba completamente perdida.
—Laura, cariño —dijo Victoria—, ya que tienes un móvil de última generación, ¿qué te parecería instalarte Skype o algo por el estilo? Así no haría falta que yo te lo explicara.
—Si apenas sé cómo funciona este cacharro —protestó Laura a miles de kilómetros.
—Unas manoletinas, unos vaqueros ajustados y una camiseta blanca básica.
—Pero, ¿en qué estás pensando? —le regañó Laura—. Debes llevar falda.
—Y manoletinas ni se te ocurra.
—Vale, vale —respondió Valentina, regresando al vestidor.
No era la primera vez que vivía una situación como aquélla, pero en esta ocasión estaba rozando el absurdo. Por primera vez en mucho tiempo, Valentina había quedado con un chico que no era un cerebro de mosquito que le hubiera proporcionado Victoria, sino alguien que ella había encontrado por su cuenta, al que no había conocido en una fiesta ni en nada por el estilo, y, lo más importante, ya sabía muy bien cómo era antes de la primera cita.
Como le había demostrado en numerosas ocasiones, Hugo no era el típico chico que lleva a su pareja a cenar y después a tomar unas copas. Seguramente había planeado algo especial, pero cada vez que ella les insinuaba eso a sus amigas, las dos le advertían de que el término «especial» siempre significaba muy elegante. Algo sobre lo que Victoria no admitía réplica.
Tras algunas pruebas más, y harta de que su amiga la criticara, Valentina regresó a su habitación con la ropa que llevaba habitualmente por casa.
—Eso seguro que no —bromeó Victoria.
—Chicas —dijo Valentina—, en serio. Os agradezco todo esto, pero realmente me estáis atosigando. Hugo es un chico normal y seguro que no hará nada para impresionarme. Simplemente será él mismo.
—Un friki que no sabe ni cómo pedirle salir a una chica —replicó Victoria.
—¿En serio no sabía qué decirte? —preguntó Laura.
—Sí —respondió Valentina rápidamente, mientras recordaba cómo ella sí había sabido qué decirle... o hacerle.
—Qué mono —dijo Laura.
—Bueno, vale —intervino Victoria—. Supongamos que tu chico «normal-que-no-quiere-impresionarte» hace lo que tú crees que hará. En ese caso no tienes problemas para ir vestida como siempre.
—Exacto.
—Pero —siguió Victoria—, ¿y si por una de esas casualidades del destino quiere impresionarte y, demostrándote que es algo más que un friki y que puede ser todo un caballero, te lleva a un lugar elegante y tú te presentas hecha una piltrafa?
Por primera vez esa tarde, Valentina no pudo dejar de darle la razón. Ella no tenía demasiadas dudas de adónde la iba a llevar Hugo, e incluso le apetecía, pero podía ser que Victoria tuviera razón. Mejor intentar buscar un término medio entre lo normal que quería ella y lo despampanante que le recomendaban sus amigas.
—Vale —aceptó finalmente—, vamos al vestidor e intentemos llegar a un acuerdo. Prefiero no fastidiarla en la primera cita.
—¿Ah, no? —preguntó Victoria—. Así que realmente ese chico te gusta y no le estás haciendo un favor.
—Sí... Bueno, no... Bueno, todavía no lo sé —contestó ella, dudando—. Dejadme que tenga una cita con él fuera del trabajo y ya veré.
—¡Uy, uy, uy, que Valentina se nos está enamorando! —exclamó Victoria para provocarla.
Laura rio por el teléfono.
—Te digo que no lo sé —dijo Valentina muy seria—. De momento vamos a ver qué me pongo.
No quería entrar en detalles sobre ese tema, porque sabía perfectamente que su astuta amiga Victoria acabaría por sonsacarle lo que ella intentaba mantener, no en secreto, pero sí en la intimidad.
Finalmente, tras muchas negociaciones, acordaron un conjunto arreglado pero deportivo, que tanto si el lugar de la cita era elegante como si no, no desentonaría. Valentina había conseguido llevar los vaqueros ajustados que quería y una camiseta blanca, pero sus amigas la habían forzado a añadir unos tacones de infarto —el que te daba si tropezabas y veías la caída que te esperaba—, y una americana azul marino, que, a pesar de ser de estilo deportivo, aportaba cierto toque elegante al conjunto.
Cuando faltaba apenas una hora para su cita con Hugo, Valentina fue a ducharse. Al salir del cuarto de baño, Victoria la esperaba con tal cantidad de maquillaje que parecía que quisiera pintar una pared.
—Venga, ven aquí, que te maquillo.
—Eso ni por asomo —dijo Valentina—. Una cosa es la ropa y otra el maquillaje, que hay días que tú te pasas mucho.
—Nunca he oído quejas en ese sentido —contestó Victoria en tono altivo.
—Eso porque no me preguntas a mí —dijo Valentina, mientras se oían las risas de Laura al otro lado del teléfono—. Además, todos estos domingos he podido comprobar que Hugo se queda embobado conmigo tanto si llevo maquillaje como si no, así que no me hace falta.
Victoria siguió insistiendo un rato, hasta que Valentina le dijo que no muy en serio, accediendo solamente a ponerse algo de rímel en las pestañas y a pintarse un poco los labios. Nada más. Y con el conjunto escogido, salió de su apartamento acompañada por sus amigas, una en persona y la otra al teléfono, que no se separaron de ella hasta que llegaron a la Gran Via.
—Que tengas suerte y, sobre todo, haz que se desmaye de nuevo —dijo Victoria, como si en vez de a una cita fuera a una batalla.
—Pásalo bien —dijo Laura por teléfono.
—Mañana ya os diré cómo ha ido —respondió Valentina, cruzando la calle y despidiéndose con la mano.
Sabía caminar con tacones, pero no le gustaba; no sabía cómo se había podido dejar convencer por Victoria para acabar con esas pintas. Si ella estaba en lo cierto, Hugo no la llevaría a un sitio elegante, sino que haría algo diferente, algo que una chica cualquiera no aceptaría pero que ella esperaba desde que le había propuesto salir a cenar.
Bajó el tramo final de la Rambla de Catalunya mucho más lentamente de lo habitual. Había quedado en la entrada del metro de la plaza de Catalunya, donde se daba cita todo el mundo a todas horas. Así que Valentina ya estaba mentalizándose para buscar a un chico de pelo oscuro, con gafas, cazadora y camisa de cuadros entre la gente. Cuando de repente alguien se acercó a ella.
—Hola.
—¿Quién...? —se sorprendió Valentina—. ¡Hugo! ¿Qué haces aquí?
—He llegado a la boca del metro y he visto tanta gente que he subido por la Rambla de Catalunya —dijo él en tono modesto—. Como siempre dices que bajas por la Rambla de Catalunya llueva, truene o haga sol...
Valentina no sabía qué decir. Hugo le había ahorrado el calvario de meterse en la aglomeración de gente y, sin proponérselo, había sido todo un caballero.
—Por cierto —añadió él—, veo que has crecido.
Valentina sonrió por el comentario relacionado con sus tacones, pero antes de que pudiera decir nada él siguió hablando:
—Toma —dijo, dándole una bolsa de plástico con el logo de la tienda de cómics en la que trabajaba—. La necesitarás.
Ella cogió la bolsa y miró dentro. Había una camiseta con el enorme martillo de Thor estampado.
—¿Me la tengo que poner? —preguntó Valentina—. Con los tacones no queda muy bien.
—Sigue mirando —dijo Hugo, con aquella sonrisa suya.
En el fondo de la bolsa había un paquete envuelto con papel de regalo de la misma tienda. Valentina lo cogió y lo abrió. Eran unas zapatillas de color morado de la marca Converse, y un par de calcetines a rayas.
—He supuesto que las necesitarías —añadió Hugo, mirándole los pies.
—Muchas gracias. Bajando hacia aquí pensaba cómo podría soportar una noche con esto.
Se apartó para sentarse en un banco y cambiarse el calzado.
—Espero que sean de tu número —comentó él un poco temeroso, sosteniéndole el bolso.
Valentina acabó de atarse los cordones, se levantó y le acarició la mejilla.
—Claro que sí —dijo —. Pero, ¿cómo...?
—¿Se me ha ocurrido comprártelas? —acabó la frase Hugo—. ¡Uy, si yo te contara! Desde que dije que tenía una cita, Arturo ha insistido tanto en que vendrías con tacones —porque, según él, todas las chicas van con tacones— que he preferido no jugármela y me he avanzado a... tus tacones —añadió con una sonrisa.
Valentina se la devolvió.
—¿Y la camiseta? —preguntó, todavía sorprendida por los inesperados obsequios.
—Ya te he dicho que la necesitarás.
—¿Adónde me llevas? —preguntó ella.
—Primero a cenar y luego al estreno de Thor: El mundo oscuro. Tengo pases para el estreno —explicó todo emocionado, mostrándole dos entradas.