Capítulo 17

Valentina

 

 

 

Todo fue muy precipitado. Victoria se había quedado a dormir en casa de Valentina, después de la fallida cita de ésta con Hugo, y habían podido acabarse de reconciliar de la discusión matutina viendo películas de Disney, que, aunque lo negara, a su amiga le gustaban tanto o más que a ella.

Valentina le había hecho caso a Victoria y la verdad era que le había ido bien. Al no llamar a Hugo por la noche, y desconectarse haciendo otras cosas, pudo reflexionar sobre lo sucedido y sobre cómo actuar a partir de entonces. Quería hablar con él, pero teniendo claro qué quería decirle. Así que lo dejó para la mañana siguiente, la del domingo.

Pensó que se levantaría tarde, algo que no podía hacer desde hacía semanas, y a la hora de comer o a primera hora de la tarde lo llamaría. Siempre y cuando encontrara el maldito móvil, claro.

Pero las cosas no fueron tal como ella había planeado.

A las siete de la mañana del domingo, lo que sonó no fue el despertador sino el teléfono fijo. Sólo podía ser una persona: su madre. En los años que hacía que vivía sola, la mayoría de la gente se ponía en contacto con ella a través del móvil, excepto su madre, lo que la obligaba a tener una línea fija para sus conversaciones.

—Buenos días, Valentina. —La voz alegre de la mujer sonó por el teléfono. ¿Cómo podía ser que a aquella hora ya estuviera tan despierta?—. Tu padre tiene una sorpresa.

—¿No puede esperar a que esté más despierta? A eso de las dos o las tres de la tarde —protestó Valentina, con el auricular en la oreja.

—Yo creo que querrás saberla ahora mismo. —Para su madre, una buena noticia podía ser cualquier cosa.

—¿Si cuelgo volverás a llamar?

—Claro.

—Pues entonces dame la noticia.

—Te paso a tu padre.

En ese momento, sonó la voz más pausada de éste.

—Buenos días, pequeña. Tengo una buena noticia para ti.

—Hola, papá, dime —dijo Valentina con desgana.

—Verás. Sabes que tengo contactos en el mundo editorial de París. —A su padre siempre le gustaba mencionar todos los detalles, lo cual sonaba rimbombante.

—Sí.

—Pues verás...

Algo se movió en la cama y Valentina pegó un saltó para salir de ella.

—¡AAAHHH! —gritó.

—¿Por qué gritas? ¿No ves que estoy durmiendo?

De golpe se acordó de que Victoria se había quedado a dormir y lo había hecho en su cama. Estaba tan poco acostumbrada a dormir acompañada...

—¿Qué te pasa? —se alarmó su padre por teléfono.

—Nada, papá. Es Victoria que me ha asustado y he pegado un grito.

—No me hagas estas cosas, que sabes que me preocupo por ti.

—De acuerdo, papá. —Valentina hizo una pausa—. ¿Qué me decías?

—¡Ah, sí! Verás, te he conseguido trabajo en París.

—¿Cómo? —Valentina se despertó de golpe.

—Trabajo en París. No es un gran empleo, pero tienes un contrato de medio año esperándote.

—Papá, estoy contenta con mi tienda.

—Ya lo sé, pero supongo que esta vez no dudarás en vivir esta experiencia.

—¿Por?

—Porque es un trabajo en una librería...

—¿Sí?

—En el número treinta y siete...

Su padre mantenía el suspense.

—¿Sí? —siguió preguntando Valentina.

—De la rue de la Bûcherie...

Valentina, que ya tenía preparado otro «¿Sí?», se calló de golpe y sólo pudo decir una cosa.

—¡¡No!!

—Sí —le confirmó su padre—. Tienes un trabajo de seis meses en Shakespeare & Co. Es una sustitución, pero te guardan la plaza.

—¿Cómo lo has logrado, papá?

—No quieras saberlo —respondió él bromeando.

—Vale —dijo Valentina.

A pesar de que su sueño era El estante, también lo era trabajar en esa librería parisina. De hecho, se hallaba entre sus visitas obligadas siempre que pisaba la capital francesa. Sus padres se la descubrieron la primera vez que los acompañó a la ciudad, y desde entonces siempre que la visitaba salía con un par de libros bajo el brazo.

—¿Cuándo empiezo? —preguntó Valentina, emocionadísima.

—Nos vamos esta tarde.

—¿Qué? —preguntó sorprendida. Estaba emocionada, pero no tanto como para irse medio año a París sin previo aviso. ¿Qué estaría pensando su padre?—. ¿No puede ser la semana que viene?

—Valentina, no me seas cría —dijo el hombre—. Prepara una maleta y te pasamos a recoger dentro de un par de horas.

Ella no respondió. Tan sólo se despidió de él con un gruñido y colgó el teléfono.

—¿Qué querían? —murmuró Victoria, acurrucada en la cama.

—Me voy a París...

—Muy bien. Tráeme un recuerdo. Preferiblemente un francés rico.

—Me voy a trabajar a París.

—Perfecto, pero... ¡¿Qué?! —exclamó Victoria, incorporándose de golpe.

—Mi padre me ha conseguido un trabajo en Shakespeare & Co. Me voy dentro de dos horas...

—¿Y qué voy a hacer yo sola en El estante? —preguntó Victoria, preocupada.

—Estaré fuera seis meses... —Valentina seguía a su rollo.

—¿Y El estante? —volvió a preguntar Victoria.

Valentina no sabía qué hacer. Estaba paralizada en mitad de la habitación, con el teléfono aún en la mano.

—¿Y Hugo podrá venir a París? —se preguntó en voz alta.

Victoria se temió lo peor. Prefería estar seis meses trabajando sola que ver cómo su amiga tiraba a la basura la oportunidad de su vida por un chico. Reaccionó rápido.

—¡Venga! ¿A qué esperas? Al baño. Y mientras tú te duchas, yo te preparo la maleta. Ya me encargo de cerrar la casa con mi llave cuando me vaya.

 

 

Dos horas después, tal como le había dicho su padre, la estaban esperando dentro de un taxi. Valentina se despidió de Victoria desde abajo y subió al vehículo.

—¿Qué hacéis aquí los dos? —les preguntó Valentina a sus padres.

—Nosotros también vamos —dijo su madre—. Tenemos que hacer un par de compras y de paso te acompañamos.

—Por cierto, ¿dónde voy a vivir? ¿Habéis reservado hotel?

—Mejor aún —dijo su padre, levantando el dedo índice—. Te hemos alquilado un apartamento cerca de Shakespeare & Co.

Valentina no podía creer que le estuviera pasando aquello. Había ido muchas veces a París, con sus padres y con Victoria, y conocía muy bien la ciudad, pero nunca había creído que llegaría a trabajar y a vivir un tiempo en ella. De golpe, un pensamiento cruzó su mente: Hugo.

Empezó a buscar y rebuscar su móvil en el bolso como si le fuera la vida en ello. Se iría a París, pero antes se despediría de Hugo. No quería que creyera que lo dejaba tirado.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó su madre.

—Necesito mi móvil.

—¿Te has dejado algo?

—Mi móvil. —Parecía que no la escuchaba.

—Si quieres hacer una llamada, toma el mío —dijo su padre, sacando el último modelo en tecnología.

—¿Te lo has vuelto a cambiar? —preguntó Valentina de forma casi inconsciente.

—Sí, y la verdad es que...

Las palabras de su padre se perdieron, ya que Valentina se estaba dando cuenta de que su móvil se había quedado en casa. Seguro que se le habría caído en algún rincón y no lo volvería a ver hasta que volviera. Se le ocurrió una idea.

—Dame eso. —Cogió el teléfono a su padre y marcó rápidamente un número, el único que se sabía de memoria: el de Victoria.

—Diga —respondió su amiga con voz de dormida.

—¿Has visto mi móvil?

—¿Aún no lo has encontrado? Creía que lo habías cogido esta mañana.

—No, ayer al final no lo encontré.

—¿Quieres que vaya a tu casa y lo busque?

—No —respondió Valentina, decepcionada.

Aunque su amiga lo encontrara, cuando pudiera llamar a Hugo ya sería demasiado tarde y él pensaría que ya no le importaba. ¡Qué desastre! Lo más triste era que no había podido decirle nada de lo del sábado, ni intentar resolver la situación, ni siquiera despedirse. Y ahora ya no podría hacerlo, porque no recordaba su número de teléfono. ¡Malditos móviles! ¿Por qué no hizo la copia de seguridad de sus contactos?

Antes la gente se sabía los teléfonos o se los apuntaba en una libreta. Ahora no, ahora se confiaba ciegamente en aquel frágil aparato.

 

 

Tras un buen rato en coche, llegaron al aeropuerto justo para facturar maletas, pasar los controles y ponerse a la cola de embarque de su avión con destino al aeropuerto de Orly. Casi sin darse cuenta, Valentina estaba sentada en su asiento, viendo cómo su ciudad, Barcelona, se alejaba bajo sus pies. Si sus padres la hubieran avisado con tiempo, habría podido despedirse debidamente de su ciudad, de sus amigos y de Hugo, sobre todo de Hugo. A veces sus padres le daban ese tipo de sorpresas sin reparar en las consecuencias, como cuando le compraron el local de El estante sin avisar. Nunca decepcionaban, pero le privaban de la oportunidad de prepararse para dar cualquier paso en su vida. Por eso nunca les contaba nada sobre sus romances. Porque, si por ellos fuera, ya se habría casado con la mitad de los ligues de una noche que Victoria le había presentado.

 

 

A Valentina no le entusiasmaba volar. No le molestaba, pero le gustaba más un viaje en tren o en coche, donde adquiría más conciencia del trayecto que recorría. A pesar de todo, los aviones siempre tenían un efecto soporífero sobre ella. Entre las pocas horas que había dormido y la vibración de los motores que le recorría el cuerpo, rápidamente cayó en un agradable sueño.

—¿Hugo? Soy Valentina —decía por teléfono.

—Hola.

—Te llamaba para decirte que no te preocupes por lo de ayer. A veces se cometen errores, pero siempre se pueden corregir.

—¿De verdad lo ves así? No sabes el peso que me quitas de encima. Pensaba que no volvería a verte.

—Claro que me vas a volver a ver, como mínimo unos cuantos domingos más —bromeaba ella.

Él no decía nada más. Valentina suponía que sonreía con aquella sonrisa suya tan peculiar que la había encandilado desde el primer día.

De repente ya no estaban hablando por teléfono, sino en persona. Y ella se acercaba para darle un dulce beso y sellar aquella fácil reconciliación. Pero cuando estaba a pocos centímetros, Hugo ya no era Hugo sino una versión de Shakespeare.

Valentina se apartaba de golpe y entonces veía que Hugo estaba a su derecha.

—¿A quién vas a escoger? —preguntaba Shakespeare—. Yo soy tu futuro. Él sólo es un chico.

—Yo te quiero —decía Hugo.

Valentina dudaba.

—Yo soy tu futuro —repetía Shakespeare.

—Yo te quiero —insistía Hugo.

—Yo soy tu futuro.

—Yo te quiero.

—Futuro.

—Te quiero.

—Futuro...

—Te quiero...

Poco a poco, tanto Hugo como Shakespeare eran absorbidos por una espiral que se lo llevaba todo y ambos la cogían de la mano. Valentina no tenía fuerza suficiente para sostener a los dos, hasta que uno de ellos se soltaba.

Abrió los ojos de golpe y dio un salto en el asiento como si se hubiera caído desde un par de metros.

—¿Qué te pasa? —preguntó su madre, que estaba a su lado.

—Nada, una pesadilla —respondió Valentina.

—Vuélvete a dormir. Aún falta un poco.

Valentina fingió dormirse de nuevo, pero en realidad se puso a mirar por la ventanilla mientras pensaba en el sueño que acababa de tener. Pero no podía recordar qué mano había soltado. Tan sólo que uno de los dos hombres se le escapaba. ¿Y si era Hugo?

No quería pensar en eso. En el sueño se había reconciliado con él. Pero ahora, a miles de metros sobre el suelo, le era imposible hacerlo, pues en la tienda no tenía teléfono. Simplemente quería decirle una cosa: tenía que ser él mismo, no lo que los demás le decían que fuera. Debía ser tal como era él, un «niño grande».