15
LA BÚSQUEDA
DE JANE FRANKLIN
Como conocía al dedillo todos los detalles de la Búsqueda, Jane Franklin creía que solo ella sabía dónde buscar y qué hacer. Para estar sobre el terreno, Sophy y ella se trasladaron a una pensión cerca del Almirantazgo. «Si los peces gordos del Almirantazgo se creen que estoy aquí con intención de interferir, honran demasiado mi insignificancia», le dijo a James Ross, en una de aquellas afirmaciones que significaban lo contrario, puesto que su intención era interferir lo más posible1.
Lo primero era rebatir las opiniones de que la Búsqueda era inútil, así que se volvió a evaluar el mapa esquimal para demostrar que había esperanza. Jane Franklin y los suyos escribieron a los periódicos y al Almirantazgo para pelear por la causa. Tocaron la fibra sensible de la nación, y para finales de 1849 habían dado un giro a la desesperanza que el regreso de Ross había traído consigo2. A principios de 1850 Jane estaba sumamente atareada: rogó a la Compañía de la Bahía Hudson y al «querido doctor Rae» que rastrearan el norte de la costa estadounidense; consiguió que el capitán Penny, un ballenero, entregara al Almirantazgo planes para una expedición (que Jane reescribió para él); aduló a Henry Grinnell, un estadounidense adinerado, para que financiara una expedición, y presionó al Almirantazgo («Entienden muy poco de los detalles de la Búsqueda», «El Almirantazgo no ha hecho nada voluntariamente, solo bajo presión»). «Se encierra día y noche con su sobrina, que es su única y más leal compañera […], día tras día, semana tras semana, haciendo todo lo posible por avanzar en el objetivo que su corazón más anhela», escribió un admirador. El The Times publicó dos apasionadas cartas firmadas por «Un observador» que parecían escritas por Sophy. ¿Acaso vamos a olvidar a nuestros valientes compatriotas, que buscan socorro en vano? El Almirantazgo estaba amodorrado, los intentos de rescate habían sido infructuosos. Richardson, demasiado viejo para la expedición, estaba satisfecho con no haber encontrado nada; Ross volvió pronto; necesitaban otra partida que rastreara desde el este. «Ojalá 1850 sea el año en que recuperemos nuestro vacilante honor»; no debe detenernos el miedo a que puedan ponerse en peligro otras vidas3.
Jane Franklin también envió sus propias expediciones, un total de cuatro entre 1850 y 1853. En 1850, el capitán Forsyth llevó el Príncipe Alberto hasta la parte más septentrional del estrecho del Príncipe Regente; entre 1851 y 1852, el capitán Kennedy lo condujo hacia el sur; en 1852, el capitán Inglefield exploró el norte de la bahía de Baffin a bordo del Isabel, y en 1853 Kennedy pilotó el Isabel hasta Valparaíso. Para la primera expedición de 1850, Jane Franklin compró una lancha del práctico a la que bautizó astutamente como Príncipe Alberto, por el marido de la reina Victoria. Como líder eligió al capitán Charles Forsyth de la Marina Real y como segundo de a bordo, de manera extraoficial, al entusiasta William Parker Snow, marino mercante. Ninguno de ellos tenía experiencia en el Ártico. Jane y Sophy estaban terriblemente ocupadas organizando todo lo necesario para la expedición. En general, fue un año ajetreado para la Búsqueda, pues se organizaron seis expediciones. El Almirantazgo envió al Enterprise y al Investigator al Ártico por el estrecho de Bering y más tarde, después de mucha presión por parte de Jane Franklin y sus simpatizantes, una expedición por el este con cuatro barcos bajo el mando del capitán Austin. También navegaron desde el este los dos barcos de Penny, el Lady Franklin y el Sophia; John Ross con dos barcos, gracias a la colaboración de la Compañía de la Bahía del Hudson y a donativos particulares; los dos barcos de Grinnell, y el Príncipe Alberto, con provisiones para dos años. No obstante, los apoyos estaban disminuyendo y el influyente Times advirtió de que las expediciones debían ser «un ÚLTIMO esfuerzo», pues era imposible que obtuviesen resultado alguno4. Justo antes de que zarpara el Príncipe Alberto, Jane Franklin ofreció información urgente de una fuente inusual, pues, queriendo intentar ayudar a su esposo por todos los medios posibles, había consultado a unas videntes. Aquella moda arrasaba en Gran Bretaña: la teoría era que las videntes podían informar sobre acontecimientos ocurridos en lugares lejanos, como si se tratase de una especie de telégrafo mental. Consultaron a muchas sobre el paradero de Franklin, incluso en la lejana Hobart, y obtuvieron respuestas de por lo menos diez. Todas diferentes y todas equivocadas: todas aseguraron que Franklin seguía vivo5.
Jane Franklin y Sophy Cracroft visitaron a dos videntes. Sophy describió a una de ellas, Ellen Dawson. En mayo de 1849, Ellen «vio» dos barcos en el hielo y a un anciano caballero, con aspecto saludable y feliz, dando órdenes a los demás. En una segunda visita, dijo que los barcos no podían atrevesar un muro de hielo, que necesitaban ayuda y que esta debía llegar por el oeste. Sophy preguntó por el capitán del segundo barco: siempre estaba pensando en la dama a la que amaba y que se negaba a casarse con él, respondió Ellen. Quería casarse con ella cuando volviese a Inglaterra con más dinero. «¿Tiene el dinero algo que ver con ello?», preguntó Sophy. No, respondió Ellen, la dama se casaría con él porque había estado fuera. Pero el barco estaba perdido. La dama sería desgraciada y jamás se casaría. (Por lo que parece, el romance de Sophy con Francis Crozier era lo suficientemente conocido como para haber llegado a oídos de una vidente, y lo cierto es que Sophy, profundamente perpleja, se lo estaba pensando mejor). Aunque parece que Jane y Sophy tomaron en serio a algunas de las videntes, no hicieron caso de la información que les dieron6.
A principios de 1850 Jane recibió el consejo sobrenatural que más le impresionó, procedente «de una fuente más elevada que aquellas que se fundamentan en meros razonamientos». Un tal capitán Coppin le contó que Louisa (también llamada «Weasey»), su hija de tres años recientemente fallecida, se había aparecido a algunos miembros de su familia. Cuando su hermana le preguntó por el paradero de Franklin, aparecieron unas letras en la pared. Las versiones difieren, pero todas incluyen las iniciales «E.P.R.» y las palabras «Victory» y «Victoria». Coppin instó a lady Franklin a rastrear el estrecho del Príncipe Regente, Victory Point y la Tierra de Victoria. Jane se apresuró a dar instrucciones a Forsyth y a Snow. «¡Mi pobre y querida señora!», escribió Snow. «Siempre se sintió profundamente impresionada e influida por lo que me contó de la “revelación”». Forsyth se estaba aproximando a aquella zona en cualquier caso, que había elegido porque no había nadie más rastreándola; las nuevas instrucciones solo hacían hincapié en buscar más hacia el oeste.
Aunque Weasey resultó tener razón, se suponía que la gente racional no debía dejarse influir por lo sobrenatural (Eleanor temía escandalizar a su padre cuando le escribió que las videntes las vitoreaban a Jane y a ella). Los periódicos de Jane Franklin omitieron cualquier mención del incidente Coppin, pero otros periódicos dejaban claro que había ocurrido. Coppin, constructor de barcos, se convirtió en un gran adepto de la Búsqueda, aunque Jane y él acordaron no hacer referencia al más allá al apelar a hombres de negocios. Jane y algunos otros se saltaron aquella norma con el Almirantazgo, donde no vieron con buenos ojos los informes que incluían orientación sobrenatural. Los oficiales anotaron en los márgenes cosas como «Se ha demostrado enteramente incorrecto», «Yo ya sé lo que pienso» y «¡Paparruchas!»7. Aquello no favoreció la imagen que se tenía de lady Franklin en el Almirantazgo.
En el aparato publicitario de Franklin no se menciona ninguna vidente. Preferían pintar encantadores cuadros de barcos partiendo hacia la Búsqueda, mientras en el muelle «las siluetas de lady Franklin y de su abnegada compañera, con los brazos extendidos, les señalaban el camino con una sonrisa esperanzada». Un artículo, al estilo de Sophy, elogiaba a la señorita Cracroft por su incesante atención y su ardiente participación en todos los esfuerzos de su Señoría, y la convertía en objeto de todas las alabanzas8.
A la partida de los barcos de 1850 le siguió una época tranquila, pues no se esperaba que nadie volviera antes de 1851. No obstante, en octubre recibieron unas noticias terribles: el Príncipe Alberto regresó sin haber encontrado nada. El fracaso se había debido principalmente a la incapacidad e inexperiencia del personal. Al capitán Forsyth le resultaba difícil trabajar con Snow; había demasiados oficiales inútiles, problemáticos o las dos cosas, y la tripulación, aunque era competente, no estaba acostumbrada a la disciplina naval. Forsyth visitó el estrecho del Príncipe Regente, el hielo le pareció impenetrable y volvió a casa9.
Destrozada, Jane Franklin cayó gravemente enferma. Sophy y ella (con amargura la primera y con tono acusador la segunda) echaron la culpa a Forsyth. Planearon volver a enviar al Príncipe Alberto en 1851 con las mismas instrucciones (hacia el sur por el estrecho del Príncipe Regente y después, hacia el suroeste). Como capitán, Jane eligió a William Kennedy, un métis canadiense (de ascendencia indo-escocesa) que se ofreció voluntario como muestra de gratitud por la ayuda que le había prestado Franklin cuando era niño. Condescendientes, Jane y Sophy lo elogiaron diciendo que era un diamante en bruto del agua más pura, lleno de valor, energía y modestia; pero carecía de experiencia en la navegación. Recibió clases sobre el uso de instrumentos náuticos y visitó a los Coppin para que le transmitieran las instrucciones de Weasey. Jane Franklin reclutó a John Hepburn, el antiguo asistente de Franklin, y como segundo de a bordo eligió a Joseph Bellot, un francés entusiasta, el más reciente de sus jóvenes y encantadores protegidos. Jane lo llamaba «mi hijo francés» y él la admiraba profundamente: «Esa noble pena, soportada con tanto valor, ese ardor infatigable en el impulso de proyectos que muchos consideran desesperados […]»10.
Pasaron algunos meses ajetreados hasta que el Príncipe Alberto volvió a estar listo, proceso que se vio complicado por dificultades económicas: no habían recaudado fondos suficientes y se habían superado los presupuestos de trabajo. El barco zarpó en junio de 1851. En Londres, Jane y Sophy llevaron una existencia discreta «que habría apenado a sus amigos», escribió Sophy. «No está en condiciones de quedarse sola con sus dolorosas figuraciones […]. No hay nada más claro que mi deber hacia ella y hacia mi queridísimo tío […]. Servir de utilidad y consuelo es una bendición a la que no resulta fácil renunciar». Todos los que entendían de asuntos del Ártico confiaban en el regreso de su tío, escribió Sophy, valerosa11.
Pero 1851 solo trajo malas noticias. En julio, dos teatros anunciaron la noticia de que Franklin estaba a salvo, lo que resultó ser falso. Las expediciones de 1850 volvieron habiendo descubierto únicamente que Franklin había invernado en la isla Beechey entre 1845 y 1846. En contra de lo que se acostumbraba a hacer, no había dejado información sobre sus planes. Se encontraron las tumbas de tres miembros de su expedición con las siguientes citas bíblicas: «Escoged hoy a quién queréis servir» y «Pues esto es lo que dice el Señor todopoderoso: fijaos bien en vuestra situación». ¿Habría habido problemas, desobediencia o incluso un motín? Se dijo que los miembros de la expedición habían muerto en el viaje de vuelta, y una gran pila de latas vacías hizo temer que las provisiones hubiesen salido malas, como había ocurrido con otras del mismo proveedor. Jane Franklin estaba enormemente ajetreada visitando a gente, escribiendo y recibiendo cartas… Y, a finales de aquel año, cumplió sesenta. No todo el mundo la apoyaba: recibió una «nota muy insensible y dolorosa» de Parry, que pensaba que era inútil gastar más dinero en rastrear el estrecho del Príncipe Regente. Beaufort, por el contrario, admiraba a las damas por plantar cara firmemente a los sentimientos mezquinos, la miserable indecisión y la fría premeditación que mostraba tanta gente, indicios de desavenencias de las que no se tiene mucha más información12.
Jane Franklin no dejaba que nada la amedrentase. En el otoño de 1851 Sophy y ella pusieron en marcha una nueva empresa: gracias a la ayuda de amigos solidarios, orquestaron una campaña de peticiones para instar al Gobierno a enviar un barco de vapor al norte de la isla Beechey por el canal de Wellington bajo el mando de su nuevo protegido, el capitán Penny. El Almirantazgo recibió ochenta y nueve peticiones con miles de firmas procedentes de todos los puntos del país. Se negaron, pero generó mucha publicidad positiva para la Búsqueda13.
Jane Franklin consiguió un yate de vapor, el Isabel, y se lo ofreció a cualquier capitán que quisiera continuar con la Búsqueda. Donald Beatson se ofreció voluntario para ir al Ártico vía América del Sur, pero aquel plan fracasó: quizá Beatson fuese aquel hombre que «me engañó y me mintió», como escribió Jane a su esposo. En 1852 el capitán Inglefield exploró competentemente la costa oeste de la bahía de Baffin a bordo del Isabel, después de que avisaran de que se había visto un túmulo por aquella zona, pero no encontró nada. Jane también ofreció 500 libras al teniente Pim para que buscase a Franklin vía Rusia14. Kennedy regresó en octubre, después de conducir el Príncipe Alberto hacia el sur por el estrecho del Príncipe Regente. Grupos a trineo exploraron el noroeste, pero no encontraron rastro alguno de Franklin. Para entonces, todo el mundo estaba convencido de que habría ido hacia el norte, y los optimistas aseguraban que, aunque habían pasado siete años, la expedición todavía estaría navegando en círculos en el mar polar abierto, alimentándose de pájaros y de peces, incapaces de encontrar la forma de salir del hielo15.
En 1852, el Almirantazgo envió una expedición de cinco barcos bajo el mando de Edward Belcher para rastrear el Ártico norte. Mientras tanto, en la Tierra de Van Diemen, Henry Kay inició una colecta para ayudar a lady Franklin. «Como en esta colonia nos solidarizamos completamente con todo aquello que sea relevante para encontrar a nuestro antiguo y respetado teniente-gobernador», recaudó la enorme suma de 1872 libras. Jane utilizó aquel dinero para costear la expedición del Isabel en 1853. Kennedy planeaba llegar al Ártico bordeando América del Sur, pero solo llegó a Valparaíso, donde la expedición se desintegró. También en 1853, Grinnell envió al Ártico una segunda expedición estadounidense bajo el mando de Elisha Kane, y el Almirantazgo envió a Inglefield con Bellot para llevar provisiones a Belcher. Nadie encontró nada y Bellot se ahogó; más malas noticias. Jane Franklin cayó enferma. Estuvo enferma muchas veces aquellos años, aunque no es de sorprender, dado que sufrió una enorme decepción tras otra16.
También terminó mal otra historia extraña. William Parker Snow seguía intentando ayudar, convencido de que sir John estaba vivo en el mar polar abierto. Utilizando el dinero que había amasado durante la fiebre del oro australiana, zarpó desde Melbourne en un barco diminuto en dirección al Ártico. Las violentas galernas lo obligaron a meterse por el río Clarence en Nueva Gales del Sur, donde sus hombres desertaron17.
Todo fue de mal en peor. En 1854, el Almirantazgo borró del listado naval a los hombres de la expedición de Franklin, dándolos por muertos después de una ausencia de ocho años y medio. La mayor parte de los familiares y los amigos de sir John lo aceptaron como inevitable, pero Jane Franklin se quedó horrorizada. Faltaban algunas partes del Ártico por rastrear, Belcher no había vuelto y no había pruebas de aquellas muertes, le dijo al Almirantazgo18. Aquel fue el primer año desde 1850 en que no mandó ninguna expedición. Quizá le fallaban la energía y la decisión, al no haber obtenido resultados en cuatro expediciones.
Belcher regresó en octubre de 1854 después de haber abandonado cuatro de sus cinco barcos. Rescató a McClure a bordo del Investigator, que había pasado tres inviernos atrapado en el hielo. McClure aseguró haber descubierto el paso del Noroeste, que había atravesado en barco o a pie desde el estrecho de Bering. Ya «nadie se molestará por este paso inútil […]», dijo George Simpson, de la Compañía de la Bahía Hudson. «También parece que el público ha perdido definitivamente la esperanza en el caso de sir John Franklin». Incluso gente que había simpatizado con la causa se mostró de acuerdo, y Jane y Sophy tuvieron que aguantar un sermón que utilizó las expediciones polares como ejemplo de la vanidad de perseguir el conocimiento temporal y les hizo «estremecerse de la cabeza a los pies»19.
Entonces cayó otra bomba. Jane y Sophy estaban visitando a unos amigos en el campo cuando a las dos de la madrugada llegó un carruaje y un hombre que portaba una carta del Almirantazgo exigió ver a Sophy. Fue demoledor. John Rae llevaba todos aquellos años rastreando la costa de América del Norte para la Compañía de la Bahía Hudson y, de paso, buscando también a Franklin. En 1854 los esquimales netsilingmiut le mostraron algunos objetos de la expedición de Franklin —por ejemplo, cubiertos grabados— y le hablaron de otros esquimales que unos años antes habían visto a un grupo de unos cuatro hombres, blancos y delgados, que viajaba por la costa de la isla del Rey Guillermo arrastrando un bote sobre un trineo. Poco tiempo después, los esquimales encontraron treinta cadáveres en la costa y cinco, en una isla. «Por el estado de mutilación de muchos de los cuerpos y por los contenidos de los cazos, es evidente que, para subsistir, nuestros desdichados compatriotas se vieron abocados a la útima y más atroz alternativa», informó Rae20.
Fue Sophy quien le dio la noticia a Jane. «No hay palabras para describir el horror de aquella noche». Aunque había pasado mucho tiempo, seguían confiando en hallar supervivientes, y la posibilidad del canibalismo era espantosa. También lo fue darse cuenta de que todos sus esfuerzos habían sido en vano y se habían centrado en el lugar equivocado. Jane Franklin aseguró que había pedido a sus barcos que rastrearan aquella zona, pero es que también había sugerido muchos otros sitios21.
Aunque algunas personas restaron importancia al informe de Rae, aduciendo que eran habladurías de los esquimales, las reliquias eran demasiado convincentes, y se dio por hecho que todos los integrantes de la expedición de Franklin habían perdido la vida. Jane Jane por fin aceptó que su marido había muerto, pero rechazó «los detalles de horrores cuya mera existencia es más que dudosa y que jamás deberían haberse publicado ni registrado siquiera». No era la única; a la gente le horrorizó la mención de canibalismo de Rae. (También a Rae le había horrorizado y su intención no había sido que se publicara: él no había hecho más que informar al Almirantazgo). Casi nadie podía creer que unos caballeros británicos se rebajaran a aquel nivel; y mucha gente, incluido Charles Dickens, desató sobre Rae una tormenta de críticas terriblemente hostiles por el mero hecho de haber sugerido una cosa semejante22.
¿Por qué se adentró Jane Franklin en aquel hostil territorio de hombres de la Búsqueda de Franklin? No se inmiscuyó ningún otro amigo o familiar de otros miembros de la expedición. Se han propuesto varios motivos. Que se sintiera culpable por haber forzado a sir John a marcharse, aunque no existen pruebas de que lo obligara y tampoco ha sido posible encontrar, en ninguna parte de su voluminosa producción escrita, ningún indicio de que se sintiera jamás culpable por nada. Es posible que quisiera vengarse de la clase dirigente por la manera en que les habían tratado a sir John y a ella, pero tampoco hay pruebas de ello23. La explicación tácitamente aceptada en la época era que amaba tanto a sir John que habría hecho cualquier cosa por encontrarlo, y esa fue la razón que ella misma dio, cosa lógica, en una carta desgarradoramente emotiva que escribió a su esposo en 1853:
Amor mío:
[…] Siempre debes haber sabido que yo jamás podría descansar hasta tener más noticias tuyas. Es mi misión en esta tierra, es lo que me mantiene con vida, es el único pensamiento de mi corazón, el único objeto y ocupación de todas mis facultades y energías, querido esposo mío: tú eres mi razón de vivir […], el trabajo que Dios me ha encomendado y que mi corazón ha aceptado como propio…24
Creo que sus acciones están en consonancia con la actitud que adoptó desde el momento en que sir John y ella se prometieron. Jane protegía a su esposo, tanto su persona como su reputación, y pasara lo que pasase siempre lo mostraría como un hombre de éxito (y, a sí misma, como la esposa de un hombre de éxito).
Lady Franklin exigió autoridad suprema debido a su posición como abnegada esposa del líder de la expedición —«sufridora pública máxima», según escribió un pariente cínico25— y se mostró infatigable. Envió cuatro expediciones, fue la responsable de por lo menos tres expediciones más y animó, e incluso obligó, a actuar a otras personas. Para aquella tarea puso en práctica sus espectaculares habilidades: su determinación —rayana en la obsesión—, su perseverancia, su pragmatismo, su capacidad para leer mucho y para comprender rápidamente los puntos fundamentales, sus dotes para las relaciones públicas y la autoconfianza derivada de su falta de remordimientos. Si alguien tenía una opinión diferente, se equivocaba, y ella jamás hacía concesiones. Tampoco dudaba jamás: sabía lo que quería y pensaba conseguirlo. Todas aquellas cualidades le permitieron seguir años en la brecha, pese a sufrir una decepción tras otra.
Jane Franklin poseía un talento soberbio para la política. Sus diarios reflejan cómo escribía, recibía y copiaba un sinnúmero de cartas, cómo enviaba copias a algunas personas y a otras no, cómo estaba al tanto de todos los detalles de cuanto estaba ocurriendo, cómo pedía consejo y lo aceptaba o lo desechaba, cómo planeaba superar los obstáculos, cómo invitaba a las visitas a charlar sobre los acontecimientos, cómo conseguía que la presentaran a personas implicadas en la Búsqueda o cómo urdía sus próximos movimientos con la ayuda de oficiales amigos que no podían escribir abiertamente (lo que aportaba un toque de intriga de lo más emocionante). Despachó tantas cartas, especialmente al Almirantazgo, que sus amigos llamaban «la batería» a la pensión cercana donde se alojaba26.
Después de la experiencia en la Tierra de Van Diemen, aquella mujer indomable sabía que, para conseguir lo que quería, debía parecer femenina. Afortunadamente, no era ninguna amazona: tenía una complexión menuda y una voz dulce, y la gente la encontraba elegante, bondadosa y afable. Justo como debía ser una mujer, «encantadora, lista y, aun así, dulce y toda una dama», según Alfred Tennyson, que se casó con la sobrina de sir John. Se presentaba como una mujer débil que luchaba por encontrar a su marido y a quien solo el dolor infundía el valor necesario para actuar: la esposa perfecta. En sus cartas a menudo se describía hábilmente como humilde, una simple mujer que hacía todo lo que estaba en su mano (¿ecos intencionados del famoso discurso de Isabel I?). Jamás desafiaba al patriarcado y no era nada radical: sus opiniones sobre política, religión y el papel de la mujer eran convencionales. Todas, menos sus opiniones sobre la Búsqueda. Tal y como había hecho en la Tierra de Van Diemen, trabajó entre bambalinas y trató de mantener en secreto su implicación utilizando a los hombres (por ejemplo, a los parlamentarios) para luchar por sus objetivos en público y diciendo a su seguidor Benjamin Disraeli (amigo de la familia desde la década de 1820) que «me gustaría mantenerme apartada todo lo posible»27. Consiguió lo que quería: jamás la criticaron en público por ser poco femenina, sino que, por el contrario, la elogiaron por ser el paradigma de la feminidad. ¿Acaso había una labor más femenina que dedicarse en cuerpo y alma a buscar a su esposo? Jane estaba protegida por las convenciones sociales, de las que también se había aprovechado cuando remontó el Nilo con Johann Lieder: una mujer debía contar con un hombre que la protegiera. Hiciese lo que hiciese, por muy manipuladora que fuera, nadie podía criticarla en público porque un caballero no criticaba a una dama siempre que esta se ciñese al papel aceptado para las mujeres.
La gente importante era un arma fundamental. Lady Franklin escribió a la reina Victoria, al presidente de los Estados Unidos y a los emperadores de Rusia y de Francia, cuyo apoyo —cómo no iban a compadecerse de aquella trágica figura— generó una publicidad excelente, aunque en realidad no hicieron gran cosa por ayudar. Incluso el príncipe Alberto, halagado tal vez por que un barco llevara su nombre, influyó en el Almirantazgo en representación de Jane28.
Los exploradores del Ártico eran las autoridades de la Búsqueda, y Jane Franklin se los trabajó, pues era importante para su credibilidad contar con aquel respaldo. Los amigos de su esposo, como Richardson, Beaufort y Parry, la apoyaban —no sin ciertas reservas— y Jane los aduló y los animó a continuar en la brecha. Así creó un círculo de leales simpatizantes a los que podía recurrir para que escribieran cartas y se encargaran de otras tareas. Algunos se percataron de su papel de subordinación. «He obedecido las órdenes de su tía», escribió a Sophy Francis Beaufort, que, aunque firmaba sus cartas con un «Su humilde servidor», consiguió mantener una cierta independencia: él le preguntaba a lady Franklin qué era lo que quería decir y él lo escribía con sus propias palabras «para satisfacer mis propios escrúpulos». Jane seguía intentando ampliar el círculo y, con sus encantadoras cartas, entabló amistad con algunos recién llegados, como Leopold McClintock. Una carta muy representativa, escrita por Sophy en 1854 siguiendo las instrucciones de Jane, informaba a McClintock de que era necesario ejercer enormes presiones en la Cámara de los Comunes para proseguir con la Búsqueda. «Nos han dicho que mi tía debe conseguir opiniones por escrito de oficiales del Ártico […]. Como es natural, mi tía ha pensado de inmediato en usted, a quien señalan sus esperanzas y sus ardientes deseos»: ¿podía escribir antes de quince días? Sophy hizo sugerencias para la redacción de la carta29.
Era fudamental contar con el Parlamento, lo que suponía un reto: algunos de sus miembros más obstinados pensaban que la exploración del Ártico era una pérdida de dinero, que los hombres de Franklin estaban muertos y que, por tanto, era inútil buscarlos. Por fortuna, la Búsqueda escapaba a las políticas de partido, y la mayoría de los parlamentarios simpatizaban con la causa. Jane Franklin se ganó a varios de ellos mediante cartas aduladoras, cenas y encuentros y, a cambio, ellos presentaron mociones, hicieron anuncios y mantuvieron viva su causa. Sus cartas a Disraeli, el líder conservador, demuestran su habilidad. Jane no le pidió que presentara ninguna moción —Disraeli era demasiado importante—, pero le pidió su apoyo («unas pocas palabras elocuentes de sus labios serían enormemente apreciadas») y que hablase con gente influyente. Jane le remitió información con la que respaldar sus peticiones y le dio las gracias por su ayuda («anoche dijo usted las cosas más buenas y más hermosas»). Como resultado, la Cámara de los Comunes conoció «la rara inteligencia, la indómita perseverancia y el elevado e imperecedero espíritu femenino con el que lady Franklin ruega la continuación de la Búsqueda de su valeroso marido»30.
Jane Franklin se aseguró de tener amigos en el Almirantazgo, adonde acudía cuando podía visitarlos a ellos antes que ver a alguien que no simpatizara con ella. Cultivó amistades en el artillero del Almirantazgo, donde se abastecían los barcos de la propia Jane31. Había que cortejar a más personas influyentes. Roderick Murchison le resultaba desagradable, altivo y «maravillosamente ignorante», pero era el presidente de la Real Sociedad Geográfica, así que se lo trabajó hasta convertirlo en un fiel aliado. A Jane se le daba tan bien ejercer presiones que se hizo famosa por ello. Más de un siglo después, cuando el explorador británico Wally Herbert se estaba quedando sin dinero y apoyos en Groenlandia, escribió a su esposa y mánager, que estaba en Inglaterra, diciendo: «Podías probar—si puedes soportarlo— a hacer un lady Franklin», es decir, «ponerte en contacto con los peces gordos»32.
Otro de sus talentos políticos consistía en utilizar la información en su propio provecho. Jane Franklin siempre había creído que el fin justificaba los medios, así que interpretaba los hechos libremente. La expedición de Franklin estaba «en condiciones prósperas» en la primavera de 1846, le dijo al Almirantazgo en 1854, aunque en realidad no había pruebas de ello, y aquellas tres muertes, un número más elevado de lo habitual, anunciaban problemas. Al pedirle ayuda, Jane le dijo a Disraeli que todas las expediciones habían estado en preparación para finales de enero, pero sir John no había sido elegido hasta febrero de 1845. Esta no es la única: muchas de sus afirmaciones no eran del todo correctas. Un historiador sugiere que quizá Jane Franklin fuese capaz de mentir deliberadamente: «se puede hacer muchas conjeturas sobre hasta qué punto era sincera, escrupulosa o recta»33. Pero nadie hacía conjeturas sobre su sinceridad, por lo menos en público.
La maravillosa imagen pública de Jane, considerada casi santa, fue de gran ayuda. En 1849 Jane y Sophy estaban buscando alojamiento en un pequeño pueblo escocés. A Jane le parecieron excesivas las tarifas de una de las patronas, pero cuando anunció su nombre el rostro de la mujer se iluminó. «¡Ay, señora! Si es usted lady Franklin, no le pienso cobrar nada», exclamó, y llamó a su hija para que bajara a escuchar tan emocionante noticia. «Una prueba más del extraordinario entusiasmo manifestado por todas las clases», escribió Sophy satisfecha34.
¿Cómo habría oído hablar de lady Franklin una patrona desconocida? Por los periódicos, que ya eran de circulación masiva. Como había pocos periodistas, publicaban artículos que la gente enviaba sin que se los hubieran pedido, así que era fácil publicar. Los periódicos solían volver a imprimir textos de otros periódicos, así que un artículo sobre la Búsqueda podía viajar a cualquier parte del mundo desde un periódico londinense. Jane Franklin, Sophy Cracroft y su círculo cultivaban la amistad de editores y escribían muchos artículos, cartas anónimas y respuestas para las críticas que surgían de vez en cuando; una serie en particular, que evidentemente había sido escrita por la misma persona, apareció en dos periódicos londinenses, el Standard y el Morning Chronicle. En 1852 Sophy anotó a menudo en su diario haber redactado cartas para el Chronicle (todas ellas, anónimas) y también aquellos artículos eran de su estilo: efusivos, emotivos y con un toque de histeria, justo lo que el público adoraba. Todo lo que rodea a la Búsqueda es maravilloso: lady Franklin, la esposa abnegada; Sophy, la compañera entregada; todas las empresas, un éxito. Por ejemplo, el autor describió la primera expedición de lady Franklin, que no había logrado prácticamente nada, como una «extraordinaria proeza jamás vista», sin precedente en la historia de la navegación ártica. El Príncipe Alberto surcó las olas con osadía, navegó muy lejos y muy rápido y regresó con noticias decisivas (en realidad, sin importancia alguna). Cualquiera que leyera aquel artículo, errado en casi todas sus afirmaciones, se quedaría boquiabierto, pero alguien —a buen seguro, Sophy— tuvo el descaro de escribirlo35. El número de artículos disminuyó con los años, pero surtieron efecto: lady Franklin fue aceptada como una heroína y Sophy, como su ardiente compañera. Si aquellas dos no fueron absolutamente responsables de que lady Franklin se convirtiera en una heroína nacional, sin duda tuvieron mucho que ver.
Jane Franklin intentó controlar todo lo que se publicaba sobre la Búsqueda; incluso editó los libros de sus capitanes para que todo tuviera una apariencia halagüeña y se omitieran episodios negativos, como luchas internas. Se puso furiosa cuando el libro de Elisha Kane describió con todo lujo de detalles el desolador invierno ártico: aquello podía mermar los donativos a sus expediciones. La fama le provocaba sentimientos encontrados. Aseguraba que no le gustaba la publicidad, y cuando se publicaba una carta suya sin su conocimiento se describía como «entusiasmada y enfadada»36, lo que demuestra su ambivalencia: entusiasmada por la publicidad que generaba, pero enfadada por obtener protagonismo. ¿O sería por el hecho de que alguien se atreviese a obrar sin su consentimiento?
Así fue como lady Franklin se convirtió en una heroína nacional o, incluso, internacional. Como dijo un escritor (que no Sophy) en 1852,
La heroica mujer, cuya devoción por su valiente esposo la ha convertido en un personaje famoso en dos continentes [Europa y América], cuyos llamamientos en su nombre han conmovido los corazones y llenado de lágrimas los ojos de todos, cuya conducta ha aportado una nueva ilustración de amor conyugal, de perseverancia indómita y valor a la larga lista de ejemplos de la fe y la fortaleza de la mujer, la esposa del perdido Franklin todavía abriga esperanzas […]. Mientras una fe semejante mueva con tanta fuerza el alma de esta noble mujer, vivirá en los corazones de toda la Cristiandad37.
Jane Franklin destacó, en la mayoría de las ocasiones, en otra habilidad más prosaica que guiar a la prensa mundial: recaudar fondos. Los resultados de las listas de donadores que lanzó para cada expedición fueron decepcionantes; quizá la gente pensaba que el Almirantazgo lo haría mejor o les desanimaba la falta de resultados de lady Franklin. De hecho, en las listas de donadores había pocos parientes de Franklin o de cualquier otro miembro de su expedición. Sin embargo, Jane no anduvo nunca corta de dinero, y demostró habilidad para recaudarlo por otras vías. Un amigo recuerda ir en taxi con ella por Londres cuando, de repente, Jane ordenó al conductor que parase frente a la óptica de Franklin. Entró en el establecimiento y regresó con los ojos llameantes y una jugosa donación. A medida que se hacía famosa, la solidaridad de la gente se fue traduciendo en dinero o, más a menudo, en especie. Por ejemplo, los hoteleros la obsequiaron con un papel en blanco a modo de factura, «diciendo que no pensaban aceptarme ni un cuarto de penique sabiendo que ya me había gastado una fortuna en la búsqueda de mi esposo». Ahorró gastos consiguiendo que el Almirantazgo equipara y aprovisionara sus expediciones —por lo menos, en parte— y aceptando oficiales voluntarios. Gastó su propio dinero y habló de sacrificar su fortuna, pero nunca pareció pasar penurias y equipaba sus barcos generosamente («Deseo que tenga todo aquello que pueda contribuir a su comodidad»)38. De algún modo, pese a los enormes gastos administró sus finanzas con éxito y, aunque las preocupaciones económicas menores eran constantes, nunca resultaron abrumadoras y jamás afectaron a sus expediciones.
Como todo el mundo, Jane Franklin tenía sus puntos débiles. El sentimentalismo que empleaba para defender su caso y la creencia de que la santidad de su causa justificaba cualquier cosa podían ofender a cierta gente. Jamás logró ganarse el favor de algunas personas que estaban convencidas de que Franklin estaba muerto. El Almirantazgo se cansó de sus numerosas exigencias y manipulaciones y a partir de 1854 sus peticiones eran a menudo rechazadas o ignoradas. Una señal de que algunas personas no la veían con buenos ojos fue que, pese a mucho insistir, los «oficiales del Ártico» no le permitieron que firmara un obsequio de jubilación para John Barrow, aduciendo que habían recibido quejas de «otros parientes»39.
Jane Franklin quería seguir llevando las riendas y controló de cerca sus expediciones: nombraba oficiales, organizaba las provisiones y el equipamiento (sus agentes necesitaban permiso para cualquier gasto, incluso para cosas fundamentales como aparejos), les decía a los capitanes dónde buscar… No había detalle que fuera demasiado pequeño o demasiado grande (en una lista de equipamiento había hasta cestos para el pan). Sin embargo, su conocimiento sobre barcos era limitado y tendía a elegir a los hombres impulsivamente: porque le cayeran bien, no porque tuvieran las cualificaciones necesarias. El historiador Ian Stone concluye que sus expediciones tenían un éxito «inversamente proporcional al nivel de implicación directa de lady Franklin». Pero las expediciones del Almirantazgo no encontraron mucho más que las de Jane.
Otro de sus puntos débiles era su tendencia a reaccionar a las críticas de manera exagerada. Los que estaban de acuerdo con ella, eran buenos, y los que se oponían a ella, malos, porque era incapaz de hacer concesiones, de admitir que un oponente pudiera tener argumentos válidos. No obstante, los contratiempos que surgían de vez en cuando solo hacían que Jane Franklin luchara con mayor ahínco y, en conjunto, sus logros fueron asombrosos. Ninguna otra mujer del siglo XIX, quizá de todos los tiempos, organizó un total de cinco expediciones e influyó en el Almirantazgo, en el Parlamento y en ciudadanos particulares para que organizaran varias más. Además, se convertió —¿voluntaria o involuntariamente?— en una heroína famosa en todo el mundo, paradigma de la esposa abnegada. Seguro que Johann Lieder, que por aquel entonces estaba en El Cairo formando a pastores protestantes, no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.