2 LA RELACIÓN
CON FRANKLIN

¿Quién fue John Franklin? Hace un siglo lo sabía todo el mundo, pero hoy en día se ha apagado el interés por aquellos héroes de la exploración y la pregunta precisa una respuesta.

John Franklin nació en 1786 en Spilsby, un pueblo de Lincolnshire, en el seno de una gran familia rural, estrechamente unida y de fuertes convicciones religiosas, radicalmente diferentes a los Griffin, con su sofisticación urbanita. Antiguos terratenientes venidos a menos, los Franklin retenían, aunque por los pelos, su condición de pequeña aristocracia. La abuela de John había tenido que montar una tienda para sobrevivir y John había nacido en la habitación de arriba —un comienzo poco prometedor—, pero su padre prosperó y adquirió tierras. Sin embargo, los once hermanos Franklin crecieron sin el dinero y la influencia familiar que tan útiles resultan para medrar en la vida. Por fortuna, John gozaba de otra cualidad muy valorada: la popularidad. Casi todo el mundo apreciaba a aquel hombre bueno y decente, casi transparente de tan honrado que era. Su popularidad lo ayudó a conseguir los patrocinadores que necesitaba para ascender, pero aun así le costó trabajo abrirse camino.

De niño, John se enamoró del mar e insistió en alistarse en la marina, carrera en la que resultaba más fácil ascender por méritos que en cualquier otra, como por ejemplo la eclesiástica (el destino que su padre deseaba para él). Como en el caso de Jane Griffin, la educación formal de John fue limitada, y a los catorce años se alistó en la marina como voluntario, el rango de oficial más bajo. Se encontró luchando en la batalla de Copenhague y le horrorizó ver el puerto atestado de cadáveres1.

La familia tenía un pariente en la marina, el capitán Matthew Flinders, casado con la tía de John. En 1801 llevó al muchacho tres años de viaje por Australia. El joven John disfrutó explorando y aprendiendo historia natural (el botánico Robert Brown viajaba a bordo), circunnavegó Australia, naufragó y fue rescatado, y participó en una acción espectacular cuando los buques mercantes británicos ahuyentaron a una escuadra francesa mucho más poderosa. Le encantó todo aquello.

Después de volver a Inglaterra en 1804, John luchó en la batalla de Trafalgar, en la que estuvo a cargo de las señales de su barco. Los hombres morían a su alrededor —incluido su mejor amigo, que recibió un disparo y cayó muerto en cubierta mientras hablaban—, pero John salió ileso, aunque el ruido de los disparos le provocó una ligera sordera. Tras derrotar a los franceses, la actividad naval se volvió bastante tediosa, aunque durante la guerra anglo-estadounidense de 1812 John participó en la batalla del lago Borgne, cerca de Nueva Orleans. Allí sufrió la única herida de su vida, aunque de escasa gravedad. Fue ascendido a teniente, pero no llegó más allá, seguramente debido a que no tenía patrocinador (Flinders había muerto) y no por haber cometido ningún error profesional, puesto que era un oficial competente y meticuloso. No ejercía el mando sobre su tripulación con mano dura, sino bondadosa, y nunca tuvo miedo de mostrar su gran devoción religiosa, que solía ser objeto de burla en aquel periodo2.

La larga guerra contra Napoleón terminó en 1815. La formidable marina británica se vio drásticamente mermada, pues la mayor parte de los oficiales se retiró con la mitad de su sueldo. Franklin deseaba continuar en la marina, de ser posible con un ascenso, y rogó a Robert Brown que lo ayudara. Brown le informó de que había oído hablar de expediciones de exploración y prometió hacer lo que estuviese en su mano. Quizá fuese él quien presentó a Franklin a Joseph Banks, el famoso naturalista, que aconsejó a John que aprendiera topografía, como así hizo, y después lo recomendó al Almirantazgo como explorador3.

El interés del Almirantazgo por la exploración surgió porque John Barrow, alto funcionario público, lo concibió como una actividad útil y estimulante para lo que quedaba de la marina. En 1818 organizó expediciones a los «santos griales» de la exploración ártica: el Polo Norte, que creía que era un afloramiento rocoso rodeado por un mar polar abierto, y el paso del Noroeste, que bordea América por el norte y conecta los océanos Atlántico y Pacífico.

Por suerte para Franklin, le cayó en gracia a Barrow, que lo nombró segundo de a bordo en la expedición al Polo Norte. La expedición despertó un enorme interés público, y Franklin disfrutó conociendo a gente importante. «Resulta verdaderamente ridículo hallarme entre estas personas si me paro a pensar en lo poco que sé sobre los individuos que suelen protagonizar sus conversaciones», escribió a su hermana. Entre aquellas personas se encontraba Jane Griffin, estaba de visita en uno de los barcos. Se fijó en el papel del teniente Franklin, pero entonces la visitó Adolphe Butini, «un acontecimiento mucho más interesante que cualquier otra cosa que haya mencionado hasta la fecha»4. La exploración del Ártico debía de parecerle una pequeñez en comparación.

La expedición al paso del Noroeste comandada por John Ross solo llegó hasta la costa oeste de la bahía de Baffin, y la expedición al Polo Norte tampoco hizo grandes progresos: a partir de Spitsbergen la ruta norte estaba bloqueada por el hielo. No obstante, a todos los interesados les convenía describir aquellas empresas como un éxito, así como subrayar el coraje y las valientes hazañas si los logros eran escasos. John Fraklin volvió a Londres convertido en una pequeña celebridad.

Entre sus nuevos conocidos se encontraba Eleanor Porden, hija de un eminente arquitecto. Era una joven inteligente, que asistió a su primera conferencia en la Royal Institution a la edad de nueve años, y que a los dieciséis había publicado The veils, un «inteligente poema científico que alegorizaba sobre el sistema rosacruz» y con el que se ganó el ingreso en el Instituto de Francia. Aunque eran muy distintos —ella, una urbanita sofisticada; él, un ingenuo campesino—, John y Eleanor se enamoraron: «pocas veces han decidido dos caracteres tan radicalmente distintos capear juntos el mar del matrimonio», escribió un descendiente. No formalizaron el compromiso de inmediato: Eleanor estaba cuidando de sus ancianos y queridísimos padres y John se encontraba inmerso en los preparativos de su próxima expedición5.

Eleanor conoció a Jane Griffin, que la describió como «una joven sin encanto, baja y rechoncha, que tenía un semblante bastante vulgar, si bien muy bondadoso». Se hicieron amigas, aunque no íntimas: ambas escribían con recelo la una de la otra. Quizá Jane sintiera envidia de aquella mujer más joven que había alcanzado fama literaria y era tan ocurrente y tan alegremente segura de sí misma. Según escribió Jane, la gente se burlaba de Eleanor

por sus innumerables talentos: cose su propia ropa, sabe hacer conservas y encurtidos, baila cuadrillas con amore, es socia de un club de lectura de poesía, hace visitas matutinas, visita todos los lugares de interés, nunca se niega a recibir a nadie en ningún momento, y se queda en la cama o no se viste hasta las nueve de la mañana.

Una tarde, en una conferencia, un hombre que estaba detrás de Eleanor observó en voz alta que, en lugar de asistir a charlas científicas, las mujeres jóvenes deberían quedarse en casa haciendo púdines. «Eso lo hemos dejado hecho antes de salir», le contestó Eleanor sin perder la sonrisa (y sin faltar a la verdad).

Las familias Griffin y Porden se invitaban a algunas cenas y fiestas, no a muchas; los Porden recibían a gente de mayor notoriedad, y la conversación era más erudita. Eleanor era bromista, además de intelectual, y Jane disfrutó con una broma pesada que le gastó a Fanny. Después de una conferencia en la Royal Institution, Fanny derramó sin querer unas gotas de un líquido hediondo y Eleanor le envió de parte del recepcionista de la institución una factura falsa por la limpieza de la sala. Jane y Mary, así como Peter Roget, el tío Guillermard y el recepcionista, se sumaron a la jugarreta con entusiasmo. Para cuando admitieron que era una broma, Fanny había llegado incluso a sacar el monedero para abonar la factura. A Jane le pareció todo un éxito6.

Mientras tanto, John Franklin estaba explorando. Cuando quedó probado que el Polo Norte era inaccesible, Barrow concentró sus esfuerzos en el paso del Noroeste. El mapa entre la bahía de Baffin y el estrecho de Bering estaba en blanco a excepción de los estuarios de los ríos Mackenzie y Coppermine. En 1819 Barrow mandó a Edward Parry navegar en dirección oeste desde la bahía de Baffin, y a John Franklin, descender el río Coppermine y viajar hacia el este siguiendo la costa. Parry llegó navegando hasta la isla Melville, un logro magnífico: volvió convertido en un héroe.

También John Franklin se labró un nombre, aunque su expedición fue un desastre. Debido a la falta de experiencia en la organización de viajes por tierra, el Almirantazgo se fió de las promesas de ayuda de las compañías peleteras canadienses, pero estas estaban enfrentadas, la temporada era pobre y a los lugareños no les interesaban los exploradores. La ayuda fue, por tanto, mínima, y el grupo era demasiado numeroso para vivir de la tierra, pues incluía a varios voyageurs franco-canadienses contratados para hacer el trabajo manual que los oficiales no hacían nunca.

Sin el látigo de la marina británica para imponer automáticamente la obediencia, resultó que Franklin no tenía madera de líder. Animaba a los demás a divertirse bajando en trineo las riberas nevadas de los ríos, y una vez «cuando me caí del asiento y quedé casi enterrado en la nieve, una india gorda me pasó por encima con el trineo y me hizo un terrible esguince en la rodilla». Resulta difícil imaginar a alguien pasándole por encima con un trineo a un gran líder como el duque de Wellington, pero es evidente que Franklin no inspiraba temor, puesto que disfrutaba jugando con los lugareños. Era poco imaginativo, un hombre de su tiempo, incapaz de comprender que hubiese gente distinta a él; por ejemplo, se quedó anonadado cuando los hombres que habían recorrido 553 millas (890 kilómetros) de nieve espesa transportando provisiones abrieron un barril de ron en Nochevieja. Reconocía, si bien con cierta condescendencia, algunas facetas positivas de los lugareños, como la alegría, y admiraba a un jefe indio que «a menudo nos sorprendía por sus acertados juicios del carácter de las personas»7.

El grupo británico estaba formado por Franklin; John Richardson, cirujano y naturalista; dos guardiamarinas, George Back y Robert Hood, y el marino y encargado John Hepburn. Zarparon de Inglaterra en 1819 y surcaron Canadá hasta Point Lake, donde los voyageurs levantaron Fort Enterprise. Los británicos tuvieron algunas desavenencias. Franklin y Richardson iniciaron una amistad que duraría toda la vida, y Franklin confiaba en los consejos de Richardson, pero ninguno de los otros apreciaba a Back, capaz pero engreído, y a Richardson y a Franklin les horrorizó que Back y Hood tuvieran aventuras amorosas con algunas lugareñas (Hood incluso dejó embarazada a una de ellas). Les parecía especialmente atractiva una mujer llamada Medias Verdes, a quien hoy en día se equipara con Mathinna, de la Tierra de Van Diemen, personificación de la tragedia de los pueblos indígenas maltratados por los europeos.

En junio de 1820 el grupo descendió remando el Coppermine y viró hacia el este: cinco británicos, once voyageurs, dos cazadores y dos intérpretes esquimales. Recorrieron 640 millas (1000 kilómetros) hasta el cabo Turganain, pero Franklin pasó demasiado tiempo explorando y tuvieron que regresar por las tierras baldías, donde, según le habían advertido, escaseaba la comida. Sufrieron penalidades: se alimentaron de liquen, pieles, huesos y cuero. Cuando mataron un buey, «los contenidos de su estómago fueron devorados de inmediato, y los más delicados de entre nosotros aseguraron que los intestinos crudos, atacados a continuación, eran excelentes».

Muertos de hambre y desorganizados, lograron a duras penas cruzar el río Coppermine. Franklin mandó a Back de avanzadilla para que buscara comida; Hood, que se encontraba muy débil, se quedó con Richardson, Hepburn y algunos voyageurs; los demás continuaron penosamente hacia Fort Enterprise, pero algunos murieron por el camino. No había comida en el fuerte, pero no podían quedarse en otro sitio, así que sobrevivieron comiendo pieles o huesos. Cuando llegaron, Richardson y Hepburn aseguraron que uno de los voyageurs, Michel Teroahauté, se había comido a otros dos voyageurs y había matado a Hood antes de que Richardson lo matara a él en legítima defensa.

Cuando los indios enviados por Back llegaron para salvarlos, todos los que estaban en el fuerte habían muerto o estaban a punto de morir. A partir de entonces, Franklin empezó a tornar desastre en éxito: en sus «largos, extenuantes y desastrosos viajes» de 5550 millas (8900 kilómetros), los británicos habían «descubierto» 640 millas de costa, y aquello era lo que importaba. Murieron once personas, pero Franklin y el Almirantazgo consiguieron justificarlo como una desafortunada consecuencia del éxito, acallando así todas las críticas en Gran Bretaña.

Cuando volvió a Inglaterra en 1822, Franklin escribió su narrativa de la expedición. Se refirió a aquel proceso como «un triste fastidio», pero Eleanor Porden lo ayudó casi con total seguridad y Barrow lo editó. Así, el libro perfiló un retrato positivo de los británicos: Hood, por ejemplo, no era aquel seductor de doncellas indígenas, sino un héroe galante que murió con un ejemplar de la Sagrada Escritura en la mano. Fueron un valiente grupo de hermanos que sobrevivieron contra todo pronóstico y pese a la falta de colaboración de los canadienses. No tenían culpa de nada. La historia es apasionante, con ingredientes como exploración, hambre, canibalismo y muerte; el libro se convirtió en un superventas y Franklin fue idolatrado como un famoso explorador del Ártico: «el hombre que se comió sus botas»8. Los exploradores eran los hombres del momento, héroes populares comparables con las estrellas de cine y los campeones deportivos de hoy en día. Se enfrentaban a peligros y privaciones increíbles, superaban no solo las distancias, sino un sinfín de problemas para recuperar aquella meta victoriana: el conocimiento, rellenar los espacios en blanco del mapa. Eran poco numerosos: solo unos pocos lo conseguían de verdad. Franklin, Perry, Back y algunos otros se convirtieron en personajes conocidos, venerados por su valor y su gallardía, los perfectos héroes británicos.

En Inglaterra, los padres de Eleanor Porden habían muerto, y ella se quedó sola en el mundo a excepción de la gruñona de su hermana mayor. Cuando John volvió decidieron casarse, pero su noviazgo tuvo sus más y sus menos. Eleanor sentía que John estaba demasiado absorbido por su propia familia como para apreciar a los amigos de ella, y él se ofendió cuando Eleanor comparó el terreno llano de Lincolnshire con las tierras baldías del Ártico. «¿No sabes encajar las bromas?», le preguntó Eleanor. «Solo pretendía tomarte un poco el pelo. ¡Ya sabes que me encanta darle la vuelta a lo que dice la gente!». Más en serio, Franklin le dijo que odiaba ver el nombre de alguien relacionado con el suyo por escrito, como había ocurrido cuando se publicaron los poemas de Eleanor. Ella se quedó destrozada. «Supiste perfectamente mis gustos y mis costumbres desde el mismo momento en que nos conocimos»; ¿por qué había cambiado de idea? Ella nunca se habría opuesto a ningún interés suyo, y el propio John estaba escribiendo un libro sobre su viaje. «Estoy dispuesta a ser tuya si te complace cómo soy de verdad, si mi cariño verdadero y mi sincero deseo de dedicarte la atención y el deber de una esposa afectuosa es suficiente para hacerte feliz», escribió Eleanor, «pero no debes esperar que altere mi naturaleza». John se rindió9.

También había que tener en cuenta la cuestión religiosa. Ambos eran anglicanos, pero John mostraba tendencias puritanas. «Me inclino a decir que mi religión, al igual que mi personalidad, es de una naturaleza más alegre que la tuya», escribió Eleanor. «Cuanto más simple sea nuestra religión, mejor». Pero John no veía con buenos ojos el salón literario de los Porden, el Attic Chest, que se reunía los domingos, y se apresuró a mandar a Eleanor unos apasionados escritos evangélicos que ella recibió con frialdad10.

Sin embargo, sentían una fuerte atracción: John era un héroe y un gran apoyo para Eleanor, que se sentía muy sola, mientras que ella lo encandilaba con su optimismo y alegría: «Me esfuerzo constantemente por no permitir que me deprima ninguna circunstancia». Eleanor le envió una divertida tarjeta de San Valentín «de la señorita Medias Verdes a su admirador infiel» y John, para intentar estar a la altura, le escribió un poema sobre una ascensión en globo. Su felicidad era evidente para los demás, y cuando Jane Griffin visitó a Eleanor en abril de 1823 «bromeamos sobre el gran cuarto [libro] del capitán Franklin que encontramos sobre su mesa; nos dijo que si hubiéramos llegado cinco minutos antes habríamos visto a su autor, pero nosotras respondimos que, si hubiéramos llegado antes, seguramente no nos habrían permitido entrar»11.

Eleanor y John se casaron en agosto de aquel año. Eleanor visitó a la familia de John e hizo lo posible por integrarse. A John le complacía que Eleanor mostrara tanto entusiasmo como él por el descubrimiento del Ártico, pero tenían gustos diferentes. Eleanor adoraba la vida social e intelectual de Londres, y, como era tan ingeniosa y encantadora, la visitaban muchos amigos. «Me siento verdaderamente agobiado por tantas visitas y tanta compañía y ansío un poco de tranquilidad», escribió John a un amigo. «¡Esta es la consecuencia del matrimonio!». Eleanor se mostró más positiva cuando en una carta le confesó a la hermana de John que doce meses era «tiempo de sobra para que nos aburriéramos el uno del otro, según opinan ciertas personas, pero yo no veo ningún incidio de aburrimiento en estos momentos»12.

Eleanor se quedó embarazada enseguida. Tenía una tos preocupante, pero John estaba demasiado ocupado para mimarla: a principios de 1824 asumió el mando de una segunda expedición al norte de la costa estadounidense, organizada en aquella ocasión desde Inglaterra: en eso consistió su trabajo. Se vio obligado a visitar Lincolnshire con frecuencia debido a cuestiones familiares, sobre todo las desoladoras muertes de seis miembros de la familia en el plazo de dos años. En Londres, a menudo hacía vida social sin Eleanor («Son las once, pero tu hermano todavía no ha vuelto de una cena», escribió Eleanor a la hermana de Franklin, aunque era consciente de que se trataba de una de las «visitas necesarias» de John. Por lo general Franklin se quedaba en casa los domingos, según escribió Jane Griffin, pero tenía permiso para asistir a la cena de los Griffin (¡en domingo!) y a la fiesta posterior, donde «las damas se agrupaban en torno a su héroe favorito, el capitán Franklin, después del baile». Las Griffin se lo encontraron en una fiesta en casa de los Disraeli: «En cuanto el capitán Franklin nos vio a Fanny y a mí, nos ofreció un brazo a cada una y pareció tenernos bajo su ala durante gran parte de la noche, lo que debió de despertar la envidia de las presentes». Las hermanas fueron a Woolwich a ver a John probar los barcos e incluso se atrevieron a probar ellas el bote portátil, la «cáscara de nuez». Era evidente que Jane y John se gustaban, pero los rumores sobre una posible aventura amorosa entre ellos carecían de entusiasmo: no parece probable que él fuese partícipe de algo así, y ella, por su parte, escribía de igual forma sobre muchos otros hombres, y en aquel momento estaba empezando a coquetear con su profesor de español13.

Jane se llevaba bien con Eleanor, a quien visitaba y sacaba a pasear en carruaje por el bien de su salud. A Jane le estaba pareciendo bastante tediosa una de las visitas hasta que Eleanor empezó a hablar de su marido, con «el corazón enardecido y la lengua llena de elocuencia». Los Griffin asistieron a una cena en casa de los Franklin en la que Jane conoció a Edward Parry, John Barrow y el resto de los amigos de John de la expedición ártica. Eleanor estaba haciendo un esfuerzo por John, pero era infeliz por culpa de sus frecuentes ausencias, y escribió: «Supongo que tú lo sabrás mejor, pero parece que nadie de tu familia sabe hacer nada sin ti, y tu amor propio se crece por ello, ¡vanidoso, más que vanidoso!». La asediaban hombres que rogaban que su marido los incluyera en la expedición: «Ojalá volvieras a casa y te encargaras de tus propios asuntos, porque me siento de lo más ridícula cuando me vienen todos estos caballeros para intentar que ejerza mi influencia conyugal sobre ti». John asistió a un baile sin ella, y Eleanor le contó a la hermana de Franklin que las damas habían demandado tanto su compañía que «me sorprende que quedara un pedazo de él para mí. ¡Cómo le gusta coquetear!»14.

Su hija Eleanor nació en junio de 1824, y se parecía tanto a su padre que, según uno de sus amigos, «era como mirar al capitán Franklin por el extremo equivocado de un catalejo». Ambos la adoraban. «La niña está muy bien y crece muy rápido: es rubia, rolliza y risueña», escribió Eleanor a John. «He pasado media mañana riéndome y jugando con ella, porque cuando empieza a gorjear y a parlotear es imposible resistirse»; y más adelante: «La renacuaja hace como si hablara, e incluso produce algunos sonidos que se parecen mucho a “mamá”». En agosto disfrutaron de unas felices vacaciones familiares en Tunbridge Wells, donde se convencieron de que la salud de Eleanor estaba mejorando. La niña, escribió su amoroso padre, «se está poniendo tan gorda y pesa tanto que su madre ya no puede con ella, y a su padre también se le cansan los brazos, aunque son más corpulentos»15. Pero cuando volvieron a Londres, John volvió a ausentarse con frecuencia.

Por desgracia, en enero de 1825 a Eleanor le diagnosticaron tuberculosis, una enfermedad mortal. Estaba previsto que la expedición de John partiera en febrero, y ambos decidieron que tenía que ir. Aunque de vez en cuando John todavía participaba en alguna velada («el capitán Franklin ha estado todo el tiempo hablando conmigo», escribió Jane Griffin), cuidaba de Eleanor con solicitud, y admiraba la valentía con la que se enfrentaba a la muerte. Jane visitó a Eleanor a principios de febrero y la encontró en «pésimas condiciones para recibir a nadie». Unos días después, cuando los Griffin pasaron a dejar unos regalos de despedida para el capitán Franklin, les avisaron de que Eleanor estaba gravemente enferma. John partió el 16 de febrero y Eleanor cambió los cuidados de su marido por las atenciones de su lúgubre hermana y de la hermana de John, Hannah, que empezó a leerle la Biblia desde el primer capítulo. Solo había llegado al número veinticuatro cuando, el 22 de febrero, Eleanor murió a los veintinueve años de edad16.

En un alarde de compasión, Jane Griffin visitó a la hermana de Eleanor, que, aunque lloraba, «no vaciló en señalar los defectos de la fallecida»: se quejó de que Eleanor hubiera sido dura e impetuosa y de que se hubiese aferrado con excesiva rotundidad a sus opiniones, que chocaban con las de su marido. «Yo dije que, bien la enfermedad, bien el matrimonio —probablemente las dos cosas— habían suavizado sus modales». Jane apoyaba a sus amigos también en otros lugares. En una fiesta en casa de los Disraeli se corrió el rumor de que los Franklin se habían separado, y «cuando respondí a aquellas tonterías insensibles mi voz tembló con una agitación no exenta de furia». Lo cierto es que siempre había habido oído rumores de que el matrimonio Franklin era desdichado, pero sus cartas rezuman adoración, y la familia aseguraba que era una pareja feliz. Quizá los rumores se debieran a la escasa atención que John dedicaba a Eleanor, a su falta de interés en las reuniones intelectuales de su esposa, a la manera en que Eleanor le plantaba cara o, más flagrante todavía, al hecho de que John la abandonara en su lecho de muerte (aunque, como señalaba para defenderse, Eleanor había insistido en que se fuera)17.

La siguiente expedición ártica fue un éxito. Después de zarpar del estuario del río Mackenzie, Richardson navegó en dirección este hacia el Coppermine; Franklin, en dirección oeste. Solo recorrió la mitad de la distancia que se había propuesto en un principio, pero 274 millas (601 kilómetros) suponían un logro respetable. A Franklin lo animaba pensar en su hija, a quien llamaba «Marigordita». «Me he imaginado presenciando su parloteo, sus imitaciones y su afición a los dibujos, y el delicioso apelativo de “papá, papá”, tal y como acostumbra a saludarme, ha brotado de mis labios en más de una ocasión»18. Aquella adorable afabilidad no permeó su relato de la expedición: sin la ayuda de Eleanor, el libro quedó denso y no se vendió bien.

En Londres, Jane Griffin estaba haciendo «enormes progresos en su acercamiento» al profesor de español. La familia se había ido de viaje a Escandinavia; cuando los visitó el capitán Franklin, apenas un día después de volver de su expedición, los Griffin todavía estaban fuera. Volvió a visitarlos poco después, les contó que había bautizado un cabo con el nombre de Griffin y los obsequió con lenguas de reno traídas de Canadá. Lo invitaron a cenar, pero la velada resultó difícil, pues, para bochorno de Jane, su cuñado Frank Simpkinson, aunque desconocía el tema, estuvo discutiendo sobre el paso del Noroeste con Franklin, experto en la materia. Nerviosa, Jane visitó a la pequeña Eleanor. No se conservan detalles a partir de entonces: bien Jane, bien Sophy Cracroft, su albacea, destruyeron los diarios y las cartas de principios de 1828, quizá para destruir pruebas de negociaciones sobre el matrimonio, la religión, la independencia de la esposa o cualquier otro tema. Aquella limpieza a fondo sugiere que el asunto planteó algunos desafíos, pero en julio John Franklin informó al señor Griffin de que la señorita Jane y él estaban seguros «no solo de que albergaban el más tierno afecto el uno por el otro, sino de que asimismo existe entre nosotros una íntima afinidad de mente, pensamiento y sentimiento»19. John pidió la mano de Jane en matrimonio y su padre se la concedió.

Más tarde aquel año, Jane escribió a «Mi querido capitán Franklin» que

cuando creo que se me intenta imponer algo mi espíritu se rebela, y me esfuerzo por resistirme —más de lo que quizá convenga— a esa naturaleza dócil y resignada que los hombres insisten no solo en que es favorecedora, sino obligatoria, y que a las pobres mujeres como yo dotadas de una fina sensibilidad, aunque posean menos energía y mucho menos poder que los hombres, a menudo nos parece el camino más cierto y seguro para hallar la felicidad.

Por tanto, Jane se retrata como una mujer a quien le cuesta obrar con la sumisión que se esperaba de las de su sexo. Continúa así:

Que no te alarmen estas reflexiones moralizantes […]. Tú naturaleza es mucho más sencilla que la mía, pese a esa energía y firmeza de mente que, cuando la ocasión lo requiere, sabes manifestar mejor que la mayoría de los hombres, y sin las cuales nunca habrías podido ganarte mi estima. Mi deber es combatir aquellas cosas que excitan mi temperamento, más sensible; tu labor debe consistir y consistirá en controlar incluso esta disposición cuando consideres que está inapropiadamente excitada […]. Guarda esta carta y sácala a colación cuando tenga el ánimo rebelde en el futuro; y con esta consideración espero que te sientas infinitamente agradecido a mí por haberte proporcionado un documento de semejante valor. ¿Cuánto tardaré en arrepentirme?20

¿Por qué aceptó Jane Griffin a John Franklin después de haber desdeñado a tantos otros hombres? John tenía cuarenta y dos años, era bajo, corpulento, empezaba a perder el pelo y tenía poco dinero, pero era famoso, un «león» de la sociedad londinense, y había recibido hacía poco un título honorífico de la Universidad de Oxford y una medalla de oro de la Sociedad Geográfica de París. Además, era agradable: a todo el mundo le caía bien. La sobrina de Eleanor recordaría jugar con sus charreteras sentada en su regazo, y lo describió como tranquilo y bondadoso, «de natural silencioso, aunque no exento de cierta dignidad, como aquel que está acostumbrado a dar órdenes». Era buena persona, cariñoso y de fiar, valiente y noble. John Richardson dijo que «tenía un carácter alegremente optimista, que, sustentado por principios religiosos de una profundidad que solo sus amigos más íntimos conocían, no se deprimía en los momentos más sombríos». Su devoción queda manifestada en una hoja, encontrada entre sus papeles, con el siguiente encabezado: «Reglas concisas para hacer examen de conciencia: ¿he caminado hoy junto a Dios? Once de los doce mandamientos conciernen a Dios —someterse a su voluntad, buscarlo mediante la oración, intentar glorificarlo en los intercambios sociales— y el duodécimo anima a aprovechar cualquier oportunidad para ayudar a los demás»21.

¿Se enamoró Jane Griffin de John? Sus cartas son más propias de dos buenos amigos que de amantes apasionados, pero ¿es justo extraer conclusiones de aquellas cartas? En la misiva citada más arriba, Jane admiraba su energía y firmeza de mente, y quería que alguien la calmara, que la guiara en la vida, pero Jane usaba las palabras más para conseguir lo que quería que para expresar la verdad (en aquella carta, lo estaba animando a mostrarse enérgico y firme). Jane se sentía perfectamente capaz de conducir su propia vida. ¿Pensaría que el tiempo se le echaba encima y era ahora o nunca, especialmente teniendo en cuenta que John era una persona tan agradable? ¿Acaso su alegría invencible atrajo a aquella mujer nerviosa, o fue su vida llena de aventuras la que apeló al lado más aventurero de Jane? ¿Quizá, como Eleanor le había plantado cara, Jane vio en John un esposo que ya había sido «amaestrado» y que no la dominaría? ¿La deslumbraría su renombre (fue con creces su pretendiente más famoso) y vería en él un hombre que le serviría para alcanzar la grandeza? Es probable, dado que Jane pasó gran parte de lo que le quedaba de vida impulsando la carrera de John por todos los medios a su alcance. Todas estas explicaciones son posibles y quizá la clave resida en una combinación de todas ellas. En cuanto a John, era un hombre cariñoso que seguramente echaba de menos la vida familiar. Ansiaba una esposa y una madre para su hija. La sobrina de Eleanor comentó que sus dos esposas tenían un «intelecto superior y una fuerza de carácter fuera de lo común»; es evidente que las mujeres inteligentes y fuertes lo atraían. Jane lo admiraba y lo apreciaba —de lo contrario no lo habría invitado a cenar ni le habría hecho regalos—, y escribió que debía de haber sido «mi extraña mezcla de cualidades contradictorias la que me volvió tan terriblemente irresistible a tus ojos, y llevó tu cortejo… a buen puerto»: John había tardado nueve meses en pedirle matrimonio22.

En julio de 1828 los Griffin estaban a punto de partir para Rusia. John Franklin deseaba acompañarles, pero el sentido del decoro hizo que Jane se opusiera: se habrían podido ver envueltos en situaciones incómodas durante el largo y duro viaje. John se uniría a ellos en San Petersburgo. Por el camino, en Hamburgo, Jane compró una tabaquera para su profesor de español (le costaba pasar página). Hicieron un recorrido turístico que los llevó por bares rodeados de hordas de «criaturas degradadas, pintadas y engalanadas como bailarinas a la salida de un función, que parecían muñecas de cera animadas. Nunca he visto un espectáculo semejante, y dudo que algo así pueda darse en cualquier otro lugar». Un conductor inglés jamás habría llevado a unas damas a ver una exhibición tan terrible, pero el alemán pasó por allí deliberadamente y no apretó la marcha23. De aquel episodio se puede deducir que Jane Griffin no había visto prostitutas en ninguno de sus viajes anteriores, por lo menos que ella supiera. Y tenía treinta y seis años.

En San Petersburgo, la pareja de novios fue agasajada y el famoso explorador conoció a otros exploradores, científicos e incluso a la emperatriz viuda. En una recepción los recibió un general completamente uniformado y cubierto de condecoraciones. «El capitán Franklin no pronunció palabra, me confesó que no oía muy bien y le irritó no llevar puesto su uniforme», escribió Jane. «Le dije que más le valía disculparse y me pidió que lo hiciera por él, como así hice». Todo se arregló24. Aquella anécdota sirve para ilustrar una pauta que duró tanto como su matrimonio: John era el héroe oficial, pero, debido a su timidez, necesitaba los consejos y la ayuda práctica de Jane, que lo protegía del mundo y hacer de él un hombre famoso.