13 JANE FRANKLIN
CONTRA JOHN MONTAGU

En 1841 empezó la tercera fase de la actividad política de Jane Franklin, cuando John Montagu volvió de Inglaterra a la Tierra de Van Diemen. Jane y él eran similares en muchos aspectos: inteligentes, astutos, ambiciosos, se les daba bien conspirar e intrigar, pasaban la verdad por alto cuando les convenía, estaban convencidos de que el fin justificaba los medios… Montagu contaba mentiras flagrantes en sus cartas, pero Jane Franklin hacía lo mismo, asegurando que no se metía en política cuando su diario demuestra que se metía tanto como podía. También eran igual de competentes: la administración de la colonia marchaba sobre ruedas fuese quien fuese el consejero de Franklin.

Mientras Montagu estaba de permiso, entre 1839 y 1841, Jane Franklin consolidó su puesto como consejera jefe de sir John. A principios de 1841 se marchó a Nueva Zelanda y poco después Montagu volvió, al no conseguir encontrar un trabajo mejor. Franklin le dio la bienvenida y le «[pidió] que condujera los asuntos públicos exactamente igual que antes». El diario de Franklin demuestra que trabajaba bien con Montagu y Forster, y que era perfectamente capaz de tomar decisiones administrativas cotidianas, como enviar ayuda a un bergantín que había perdido los topes de los mástiles. Actuaba con firmeza cuando creía que tenía la moral de su parte. El ministro presbiteriano John Lillie se mostró dolido por una de las decisiones de Franklin y lo advirtió de que el consejo legislativo lo defendería. «Nunca me dejaré intimidar por una amenaza para autorizar algo que mi conciencia no apruebe», le dijo Franklin. «Ambos tendremos que responder por nuestros actos y nuestra conducta ante un tribunal más alto que el humano». Cuando lo amenazó con Dios, Lillie reculó1.

Montagu dispuso de tres meses, tiempo suficiente para haberse vuelto a acomodar en su puesto de consejero jefe para cuando Jane Franklin regresó en junio. La esposa del gobernador había estado muy preocupada en Nueva Zelanda: «Estoy extremadamente ansiosa por volver, y deseosa de estar en casa de nuevo. No dejo de pensar en lo que puede estar pasando en mi ausencia»2. Cuando volvió, Montagu se vio suplantado. Le había resultado muy duro trabajar con Franklin cuando sir John era —y se sabía que era— el verdadero gobernante, pero cuando la esposa de Franklin asumió aquel papel le resultó insoportable.

También los Franklin empezaron a mostrarse más duros con Montagu. Jane lo encontraba altanero y antipático, y temía que en Londres se hubiese enterado de lo mucho que lo había criticado ante Mary, lo que habría significado que había vuelto «con un ánimo malicioso y vengativo en mi contra y con la determinación de injuriarme». Parece más probable que Montagu desarrollara aquella hostilidad al darse cuenta de que Jane rivalizaba con él por dominar a sir John, y no lo soportaba. Sí —escribió Montagu a George Arthur—, algunas de las cartas de sir John carecían de calma, porque era lady Franklin quien escribía los borradores, en los que introducía un tono enfadado y descortés. La «falta de habilidad de sir John para este puesto resulta más evidente cada día, mientras que ella, por el contrario, ansía cada día más gozar de autoridad para satisfacer su voracidad y sus excentricidades»3.

John Montagu y Jane Franklin discrepaban sobre todo en lo relativo al Christ College, el proyecto favorito de Jane, que a Montagu le parecía una pérdida de dinero. El consejo legislativo les concedió 5000 libras para la construcción del edificio, que precisaba de 15 000 libras. Jane Franklin invitó a Montagu a cenar:

[Lady Franklin] [s]abía por experiencia que yo siempre evitaba contestar a sus preguntas sobre asuntos públicos […], pero en aquella ocasión no se dejó vencer. No solo me dijo cuál era mi postura en el consejo ejecutivo respecto al colegio [que su marido debía de haberle confiado], sino que incluso me sugirió que por qué no aconsejaba al Gobierno que aceptara la licitación de obras y construyera hasta donde alcanzase el dinero concedido por el consejo legislativo, puesto que, añadió, estaba segura de que aquel organismo jamás permitiría que un edificio como aquel se quedara a medias por carecer de fondos después de invertir en él 5000 libras de dinero público. Yo, por supuesto, le di a entender que no haría una cosa semejante […].

(Esta solo es la versión de Montagu sobre la conversación). Ella terminó renunciando a intentar convencerlo, escribió él, pero Montagu no tenía duda alguna de que «aprovecharía la más mínima oportunidad para abrir una brecha entre sir John y yo»4. Ambos estaban convencidos de que el otro era el enemigo. Montagu la atacaba porque lady Franklin amenazaba su poder (como había hecho Maconochie), no concretamente porque se saliese del papel que se aceptaba en una mujer. Sin embargo, sus acciones «poco femeninas» le servían de munición para criticarla.

Muy consciente de aquel peligro, Jane Franklin se disgustó al oír que Gairdner, de la oficina colonial, le había dicho a Montagu que esperaba que no hubiese ninguna señora Austen en la Tierra de Van Diemen; la señora Austen tenía fama de haber sido la esposa de un gobernador que había enviado a Londres informes en su propio nombre, por lo cual su esposo fue despedido o regañado. Jane Franklin encargó a Mary que descubriera lo que Gairdner quería decir. Pensaba que se trataba de una historia fantástica y, si Gairdner se refería a ella, se equivocaba, escribió Jane. Su escritura nunca entraba en el despacho de sir John, a diferencia de Arthur, cuyas mujeres copiaban informes para él:

Pero es que ellas eran estúpidas o tontas, y yo tengo reputación de ser muy lista (y es una triste reputación en opinión de algunos hombres débiles de mente, maliciosos y celosos). Y si la esposa de un gobernador es «muy lista», y se sabe que pasa mucho tiempo en su habitación, y que no exhibe las obras de su imaginación, y que ha viajado por tres continentes, y de la que se sospecha que está escribiendo un libro, si no anula el Estado o si lo mantiene en funcionamiento, no es porque no tenga los medios o porque no tenga la inclinación, es inútil. ¡Ay de esa pobre mujer si el hombre que desea gobernar a su marido sospecha que está intentando boicotear sus planes! Esa mujer se convertirá en su víctima5.

Intentó ocultar las pruebas de su actividad política y escribió a Mary diciendo que «mis hábitos son tan retirados, mi conocimiento de lo que está ocurriendo es tan reducido y mi cautela es tan grande que la facción de Arthur no tiene nada tangible a lo que aferrarse». Montagu vio entonces su oportunidad. En octubre de 1841 el doctor Coverdale de Richmond fue llamado para atender a un presidiario, pero no acudió y el paciente murió. Durante la investigación, el jurado acusó a Coverdale de negligencia culpable. Montagu recomendó que lo despidieran y sir John se mostró de acuerdo. Coincidía que Jane Franklin estaba en Richmond en aquel momento. Su anfitriona le contó que Coverdale estaba muy bien considerado y que se lo había tratado injustamente. Jane se lo contó a sir John, en Richmond elevaron una petición para que se readmitiera a Coverdale y sir John la aprobó.

Montagu se mostró enfurecido y acusó a lady Franklin de interferir en política indebidamente: estaba detrás de la petición, había sido ella la que había hecho que sir John se retractase de su decisión, en contra de los consejos de Montagu. Jane lo negó todo, pero admitió a Mary haber influido en sir John6. Montagu lo sabía. «Me alegro enormemente de que este periodo de servicio vaya a expirar el próximo enero, cuando espero que lo suceda un gobernador con la suficiente cabeza para gobernar por sí mismo», le confió a Arthur. «Nunca he visto una mujer más problemática y entrometida, henchida de amor por la fama y el deseo de labrarse un nombre haciendo lo que nadie más hace». La siguiente maniobra de Montagu consistió en comunicarle a Franklin que se ponía en huelga de celo, es decir, que no lo ayudaría más que en lo estrictamente necesario. Franklin supuso que estaba intentando someterlo: cuando no pudiera arreglárselas, el gobernador suplicaría clemencia. Según dijo el propio sir John, se deslomó y logró salir adelante, pero Boyes pensaba que el trabajo era demasiado para él. La versión de Montagu fue que «[a]hora es ella la que lleva las riendas y entre los dos están trastocando los asuntos públicos»7.

Como Franklin no daba muestras de sometimiento, parece que en diciembre Montagu incrementó la presión. El Van Diemen’s Land Chronicle, cuyo editor era amigo de Montagu, publicó un artículo difamatorio sobre Franklin que afirmaba que su incapacidad, debilidad e ineptitud para el puesto hacía tiempo que pesaban más que el respeto. Le sucedieron artículos similares: sobre «el estúpido reinado del héroe polar», su lamentable debilidad, su mala gestión, la famosa plasticidad de su memoria y sobre su esposa, que había ordenado al jardinero del gobierno que dejara de suministrar repollos a los Montagu. Jane lo negó indignada, pero es cierto que había mandado que las verduras se enviaran solo a la Casa de Gobierno8.

Los Franklin culparon a Montagu de los artículos, pero este negó su implicación e insinuó que a sir John le fallaba la memoria. Boyes pensaba que Montagu era culpable. «Sir John tendría una buena partida entre las manos si supiera cómo jugar sus cartas», escribió,

pero, pese a la complicidad y el apoyo de lady Franklin, Henslow [su secretario privado] y el joven [doctor] Bedford, sospecho que renunciará a todas sus ventajas y sellará la paz ignominiosamente con los poderes ofendidos, admitirá su error y pedirá que se pase página9.

Boyes se equivocó. El 25 de enero de 1842, Franklin suspendió a Montagu por negarse a cooperar con él, por emplear un lenguaje irrespetuoso y por rehusar a defender en la prensa la postura del gobernador. La verdadera razón, según escribió Jane Franklin, fue que Montagu se creía más importante que el gobernador10.

Montagu no esperaba que Franklin lo suspendiera e intentó desesperadamente recuperar su puesto. Se disculpó en vano por el lenguaje irrespetuoso y envió al doctor Turnbull, amigo de los dos, a pedir a Jane Franklin que mediara entre sir John y él. Jane se debatía porque su marido y Montagu, «pobre hombre», le inspiraban sentimientos encontrados. Por sorprendente que resulte, sentía «una profunda simpatía de la que no logro desembarazarme cuando pienso en el señor Montagu»11. ¿Qué había pasado entre ambos? Sir John rechazó su mediación, pero, imprudentemente, escribió a Montagu una elogiosa carta de referencia.

Sediento de venganza, Montagu fue a Londres a presentar su caso ante la oficina colonial. Declaró que era inocente: no habría ocurrido nada si no hubiera mencionado la intromisión de lady Franklin en el caso Coverdale. Franklin escribió que su esposa «no puede evitar ser inteligente, que es lo que Montagu y compañía no pueden soportar. Creen que podría haberles ido mejor con un simple viejo tonto, crédulo y obstinado como yo, pero el discernimiento de mi esposa los ha puesto en evidencia»12. Seguramente tenía razón.

Algunos colonos simpatizaban con Montagu; otros, con Franklin, contentos de que hubiera triunfado por fin, después de que «casi lo pisotearan». Boyes y el historiador John West pensaban que los dos tenían parte de culpa. «A nadie que lea la disputa le parecerá necesario sopesar los reproches que eran corrientes en ambos bandos», escribió West. «Destruir o ser destruido es la disyuntiva que suele plantearse en la guerra oficial, y Montagu no se había educado en una escuela donde prevaleciesen unas máximas más generosas»: Franklin era ingenuo y Montagu, despiadado13.

Boyes no se metió en aquel asunto. No se fiaba de Franklin, cuyo gobierno, según escribió en su diario, merecía la ruina y el desprecio que se estaba ganando. Cuando Franklin le pidió que fuese secretario colonial suplente, Boyes aceptó, porque tenía que pensar en su carrera y en su familia. Dejó de criticar a Franklin, salvo raras menciones del tipo «más aburrido de lo normal» o «una hora diciendo tonterías». Su diario retrata a Franklin como a un indeciso, que siempre pedía consejo sobre cualquier asunto que surgiera, pero Boyes desempeñó su nuevo papel con relativa competencia. Admiraba las contribuciones de Jane Franklin. Por ejemplo, un día sir John les leyó a Boye y a ella el borrador de una carta oficial y Jane sugirió añadir unas líneas sensatas y conciliadoras. Era una de las pocas personas a las que Boyes admiraba, y le gustaba hablar con ella e incluso discutir con ella en la cena. Una tarde Jane estaba tan disgustada, pensando que quizá los presidiarios a los que habían enviado para rescatarla a ella y a los suyos en la costa oeste hubieran perdido la vida, que también Boyes se sintió conmovido: «Esta mujer de corazón bueno y generoso […] es sin duda una criatura noble»14.

Tras la marcha de Montagu, Jane Franklin se erigió como «la mejor amiga y consejera de sir John», tal y como ella misma escribió. Forster estaba subyugado, Boyes la admiraba, y la política marchó razonablemente bien lo que quedaba de 1842. El único que le planteó un reto fue Francis Henslowe, el nuevo secretario privado de sir John, que escribió a Jane una carta llena de «amargas críticas» en la que la acusaba de entrometerse, específicamente (según el resumen de Jane) de usurpar una silla de su despacho, de pedir menos trabajo para Tom Cracroft, sobrino de Jane y subordinado de Henslowe, y de recomendar que Tom usara márgenes más estrechos y una letra más pequeña. «Estas cosas se me antojan de lo más insignificantes […]. ¿Qué derecho tiene usted a asumir el privilegio de erigirse en el censor de mi conducta?», preguntó.

Me declaro culpable de ser fiel a mi marido, de intentar serle útil cediendo a su convicción de que, en efecto, puedo serlo, de ejercer sobre él cualquier influencia que pueda poseer, pero no para engrandecerme ni para satisfacer un ansia de poder o de distinción, sino para fortalecer, con la mejor intención, sus intereses, su reputación y su carácter.

«Querido señor Henslowe», concluía, «no me vuelva a escribir ni a hablarme hasta que sea capaz de hacerlo con ánimo bondadoso». Aquella carta magistral, que señalaba la equivocación de Henslowe desde una posición moral superior, derivó en la más completa sumisión del secretario privado15. Como negaba su actividad política, normalmente Jane Franklin no podía defenderse, pero en aquella ocasión construyó bien su defensa: todo lo que hago es para ayudar a mi marido y, por tanto, resulta permisible, incluso loable, en una esposa abnegada.

Seguía habiendo dos palos en las ruedas de los Franklin. Uno era el continuo goteo de críticas en los periódicos, por aquel entonces en la prensa pro-Arthur. Sir John era un incompetente, toda una pesadilla y tenía la culpa de todo, incluso del retraso del correo. ¡Mira que recompensar a los presidiarios por el viaje a la costa oeste! ¡Indultarlos solo por ayudar a lady Franklin a surcar los mares! La facción de Arthur remitió a Londres aquella acusación y la oficina colonial obligó a sir John a justificar aquellos indultos totalmente legítimos. No solo no permitiría que los periódicos acabaran con ella, le confió Jane a Mary, «sino que tampoco dejaré que me destruya la oficina colonial»16.

Los periódicos hostiles también criticaban a lady Franklin: había usado fondos públicos para construir una carretera hasta Ancanthe, era excéntrica y condescendiente y a su protegido, Joseph Milligan, le había dado un puesto para el que no estaba cualificado (quienes apoyaban a Jane opinaban lo mismo, en privado). «Todo el mundo sabe cuál es la influencia maligna que está llevando a sir John por el mal camino»: ella era la gobernadora, a diferencia de su predecesora:

Lady Arthur era una dama: ¡no se embarcaba en expediciones errantes, surcando las tierras inexploradas de Nueva Gales del Sur en un carretón en compañía de hombres! No tenía un asentamiento con un aserradero en el Huon, ni un jardín botánico; no asumía ninguna expedición al Macquarie Harbour junto con un puñado de prisioneros de la peor calaña […]. Estas son solo algunas de las monstruosidades de la dinastía tan despreciable que nos gobierna en estos momentos17.

Leer aquel artículo y saber que más gente lo estaba leyendo tuvo que ser horrible, aunque sir John escribió rotundamente que «Hemos aprendido, gracias a Dios, a enfrentarnos a estos ataques con el ánimo adecuado»18.

Un periódico bautizó a Jane Franklin como la «señora gobernadora» y respondió a las críticas por haber arrastrado a una dama al ruedo político aduciendo que la gente que se inmiscuía en la vida pública, «ejerciendo, para bien o para mal, una influencia no autorizada ni reconocida en asuntos que afectaban seriamente al bienestar público», perdía el derecho a la intimidad; con más motivo, porque una persona sin autorización era irresponsable y la prensa era la única que la vigilaba. Cuando una mujer

se sale del círculo que delimita la esfera correspondiente a las de su sexo; cuando, convencida de sus habilidades superiores para dirigir los asuntos públicos de la comunidad en la que vive, movida por su espíritu inquieto y entrometido, por el ansia de notoriedad o incluso por un deseo y una habilidad consciente para hacer el bien, empieza a interferir en los asuntos públicos; mucho más cuando ejerce una influencia suprema en dichos asuntos, y cuando cada uno de sus actos tienen que ver con ellos, dicha mujer se convierte en blanco legítimo de las miradas y los comentarios19.

No obstante, unos pocos periódicos hostiles no representaban la opinión popular. Otros periódicos apoyaban a los Franklin, y no había muchos más que los criticaran: los diarios de la época, bien simpatizaban con ellos, bien no los mencionaban. Louisa Anne Meredith, que publicó el relato de sus experiencias en la colonia, opinaba que los ataques a lady Franklin eran ignominiosos e impropios de un caballero; la bondad de la dama y su habilidad no tendrían que haber recibido más que muestras de gratitud y respeto. Los insultos eran obra de unos pocos, dijo West: «El temperamento sincero y compasivo de sir John Franklin se ganó el afecto de los colonos». El Hobart Town Advertiser, pro-Franklin, comentó que los colonos profesaban un gran respeto por sir John; la devoción de la gente lo protegía de sus enemigos, y sir John Franklin tenía como enemigos a gente de la que cualquier hombre honrado se habría sentido orgulloso20. Aun así, lidiar con aquellos artículos hostiles tuvo que ser duro.

El otro problema de los Franklin era el miedo al futuro. El cortés, cosmopolita y bien relacionado Montagu estaba en Inglaterra, presentando su caso ante la oficina colonial. ¿Lo readmitirían o, peor, lo nombrarían gobernador? Y los Franklin ¿serían resarcidos o humillados? Jane Franklin estaba preocupada: por el futuro, por Montagu y por la importancia de las noticias de Inglaterra. A finales de 1842 cayó enferma. Se recuperó, pero decidió ir a Inglaterra a visitar a su anciano padre y cruzar los Andes en el viaje de ida. ¿Por qué Jane, abnegada esposa, dejaba a su marido en aquellos momentos difíciles? Eleanor pensaba que era porque ya no podía soportar la colonia, pero aquel plan fracasó porque el capitán del único barco que podía llevarla se negó a aceptarla21.

A principios de enero, llegó el informe de lord Stanley, secretario de Estado para las colonias, sobre la suspensión de Montagu: era desastroso, de una hostilidad rayana en la crueldad. Los Franklin no se dieron cuenta de que James Stephen, jefe administrativo de la oficina colonial que abogaba por defender a los gobernadores coloniales siempre que fuera posible, ya tenía mala opinión de Franklin, motivada principalmente por los informes y los actos del propio gobernador. Sir John no enviaba información relevante, sus informes eran demasiado voluminosos; en ocasiones se mostraba «excesivamente bondadoso, indulgente y paciente», pero despedía o suspendía a demasiados oficiales, en ocasiones de manera imprudente. Cuando Franklin despidió a un oficial por dirigirse a él de malos modos, «prevalece en la Tierra de Van Diemen la opinión de que sir John Franklin es una persona a quien uno puede dirigirse sin miedo con un lenguaje que pocos otros gobernadores tolerarían». Stephen concluye que «carece de la autoridad y la independencia necesarias para un puesto semejante»22.

Para 1842, Franklin apenas hacía nada a derechas, como indica la severidad de la oficina colonial con el asunto de los indultos a los presidiarios. Las pruebas de Montagu fueron la última gota. Franklin era incapaz de controlar a sus subordinados, le aseguró Stephen a Stanley. En su opinión (la de Stephen), era Montagu quien gobernaba realmente la colonia, porque Franklin era incompetente, débil e indolente. Las pruebas de Montagu convencieron a Stephen de que lady Franklin, «una mujer vengativa y entrometida» que tenía bajo su control a un hombre débil, era «un vergonzoso íncubo» en el gobierno de la Tierra de Van Diemen. Estaba seguro de que era ella quien redactaba los informes, puesto que sir John, «vulgar marinero y hombre sensato», jamás emplearía aquellas frases femeninas y aquel estilo sobreexcitado; por ejemplo, nunca habría escrito que se encontraba «tremendamente conmocionado» (y lo cierto es que no era el tipo de expresiones que usaba sir John). «Resulta verdaderamente lamentable que el nombre de lady Franklin se vea envuelto en estos asuntos, pero, si es cierto que al entrometerse en asuntos públicos ha renunciado a la inmunidad de su sexo, creo que al señor Montagu no se le puede reprochar habérsela negado»23.

Pese a su irritación con Franklin, Stephen no había mencionado el nombre de Jane Franklin con anterioridad. La información que tenía de ella procedía de Montagu. Stanley negó la acusación de Franklin de que Montagu había influido en el personal de la oficia colonial»24, pero parece ser que Stephen creyó a Montagu y confió en él. Los comentarios confidenciales de Stephen sobre la «intromisión» de lady Franklin —una palabra inusual— y su pérdida de protección al salirse de la esfera femenina se repitieron en un periódico de Hobart, es de suponer que por mediación de Montagu.

Pero John Franklin (¿quizá con la ayuda de Jane?) empeoró el asunto al enviar a Stephen largos informes llenos de divagaciones para justificar sus actos, mientras que la defensa de Montagu, concisa, iba al grano. Espoleado por años de frustración, Stephen redactó en nombre de Stanley un duro informe que llegó en enero de 1843. El informe afirmaba que el buen juicio no había guiado el proceder de Franklin: no tendría que haber suspendido a Montagu, que fue exonerado de todos los cargos que Franklin había interpuesto en su contra, salvo uno. Sí, había adquirido demasiada autoridad, porque Franklin carecía de energía y decisión, pero Montagu no había usado el nombre de lady Franklin indecorosamente. Le dieron un puesto superior en Ciudad del Cabo. Sin embargo, aunque en la oficina colonial pensaban que Franklin era débil, también creían que era «un hombre sensato», y decidieron permitirle que cumpliera con los seis años del mandato (que terminaba pronto, en enero de 1843). Entonces lo sustituirían sin discusión posible, aunque sin hacer pública la decisión25.

El informe fue demoledor para los Franklin. «Todo mi ser está volcado en resarcirme por los daños causados», escribió sir John, y Jane instó a sus amigos ingleses a que hablaran con Stanley y le hicieran entrar en razón. Boyes pensó que el informe era insultante, «seguramente propio de un lord, pero indigno de un caballero», mortal para el carácter de Franklin y para su gobierno. Sin embargo, añadió Boyes, Franklin era un imbécil, débil y mezquino. Sospechaba que todos lo engañaban, olvidaba sus promesas y mostraba una actitud apática e indecisa. Quizás exagerase, pero aquellas palabras seguramente indicaban la intensidad de la angustia que aquella terrible situación provocaba en Franklin. Su esposa estaba igual de disgustada; a Jane se le llenaron los ojos de lágrimas una noche cuando un invitado mencionó en la cena los acontecimientos recientes. Lloró en exceso, escribió, porque las lágrimas le habían derretido un poco de jabón que tenía alrededor de los ojos y estos le escocían26; por lo menos, esa era su versión.

En abril llegó el nuevo secretario colonial, James Bicheno. Tenía aproximadamente la misma edad que sir John, así como su temperamento y su figura rechoncha —en opinión de Jane Franklin, formaban una pareja de lo más graciosa—, y trabajó bien con el gobernador, a quien le confesó que cuando leyó el informe de Stanley en la oficina colonial exclamó: «¡Pero bueno! ¿Es así como desprecia al gobernador? ¿Cómo espera que se lo tome? ¿Qué ha de esperar un secretario colonial si usted trata así a un gobernador?». Jane Franklin hablaba con él de política (le preocupaba que Bicheno no se diese cuenta de lo espantoso que era Forster) y le preguntó si sir John había sido destituido (era el término que solían usar, aunque no fuese oficial). La respuesta fue afirmativa, así que por lo menos ya lo sabían. En julio leyeron en un periódico inglés que habían elegido a sir John Eardley-Wilmot. «¡Lo que me resulta tan difícil de soportar es el triunfo de la vileza!», exclamó Jane27. Como de costumbre, los Franklin aseguraron que ambos eran completamente inocentes de cualquier cargo. No está claro si Jane Franklin cedió a Bicheno voluntariamente el puesto de consejero; aunque se conservan pocos escritos de Jane de aquella época, lo que podría resultar significativo, no se habló de ninguna tensión.

Lo peor de todo fue que Stephen le enseñó a Montagu el informe de Stanley y Montagu envió una copia a sus amigos de Hobart, junto con las cartas que había intercambiado con Stanley y notas de apoyo de sus amigos. Todo aquello se recogió en lo que vino a llamarse «El libro», al que la gente de Hobart tuvo acceso. Fue una situación terrible para el gobernador. En el libro, Montagu culpaba a lady Franklin de su caída. Su intromisión en los asuntos públicos «es tan grande y su forma de actuar es tan extraordinaria que no hay apenas ningún tema en el que no goce de prominente visibilidad». Montagu era más cruel con ella que con sir John, a quien se limitaba a describr como incompetente. De lo único de lo que se lamenta la mayoría de las dieciocho cartas de apoyo es de la marcha de Montagu, pero una de ellas afirmaba que había «caído víctima de un sistema de intrigas mezquinas y engañosas, propulsado por lady Franklin y una camarilla de cínicos aduladores. Despierta la indignación de todos verlos a la colonia y a él sometidos a los ardides femeninos»28. La defensa de Montagu es una mezcla de verdad, exageración y omisión, más o menos la misma mezcla que la propia Jane estaba urdiendo.

En julio llegó Francis Nixon, el obispo de Tasmania, acompañado de su familia. Los Nixon intimaron con los Franklin y debieron de aceptar su versión de los hechos, puesto que la señora Nixon escribió:

Lady Franklin es una mujer excelsa, pero de ademanes reservados y tímidos, y no lo suficientemente materialista como para ser popular en esta sociedad de segunda categoría. Pone todo su empeño en hacer el bien en la colonia, y las generaciones futuras alabarán su recuerdo, aunque ha sido terriblemente calumniada […].

Recuerdo que habías oído en Downing Street que era lady Franklin quien mandaba aquí, pero esta no es más que una de las muchas falsedades diseminadas por Montagu y compañía. Aunque es una mujer excelsa, no se ha inmiscuido en asuntos públicos29.

(Así que los chismorreos de que era ella quien gobernaba se habían filtrado a Downing Street). Sir John, aseguró la señora Nixon, era sincero, franco y sensato, demasiado leal para el doble juego de Montagu y los suyos. El obispo aseguró que Jane Franklin «es la persona más amable, simple y modesta que he conocido nunca y, si es una intelectual, es tan femenina que uno jamás podría haberse dado cuenta»30. Aquello seguramente complació a Jane, aunque debía de ser buena actriz si lo convenció de que era simple.

Como para entonces se sabía que iba a llegar el nuevo gobernador, la prensa enemiga se dio un verdadero festín. Hubo hirientes pancartas que anunciaban: «Magníficas noticias: ¡sir John Franklin, destituido!». También se publicaron comentarios despectivos y pretenciosos: Wilmon representaba a un antiguo linaje, no era un «advenedizo sin pasado», y ¿eran conscientes los lectores de que el cuñado de sir John era el dueño de un hotel londinense, es decir, que estaba muy abajo en la escala social? Lady Franklin era «la influencia que estaba detrás del trono, más grande que el propio trono»31.

En agosto los Franklin llevaron al obispo al distrito del Huon. Una noche a las dos y media de la madrugada un estruendoso golpeteo en la puerta despertó a los presidiarios que quedaban en la Casa de Gobierno. El nuevo gobernador llegaría a la mañana siguiente: debían marcharse lo antes posible. Que no advirtieran con antelación a sir John de la llegada de su sucesor no fue más que otro insulto de la larga lista que tuvo que encajar (el barco en el que viajaba el comunicado se había retrasado, pero aun así…)32.

Los Franklin organizaron una subasta de sus posesiones, entre las que había «chucherías de todos los rincones del mundo». Fue un triste final para la colección de Jane Franklin, pero es que fletarlo todo resultaba muy caro. Sus últimas semanas en la Tierra de Van Diemen se vieron empañadas por el comportamiento descortés de Wilmot, que acabó con el plan del Christ College y sustituyó la Sociedad de Tasmania por su propia Sociedad Real, pero los Franklin estaban encantados con «el respeto, casi diría homenaje, que nos brindan por doquier». Sir John fue obsequiado con discursos de felicitación que elogiaban su carácter más que su administración: el gobernador «cuyo juicio podía errar, pero en cuyo corazón bondadoso e inquebrantable integridad de propósito se puede confiar sin titubeos». Los ciudadanos de Hobart alabaron «los esfuerzos benevolentes y filantrópicos de su afable y excelente Señora» y la Sociedad de Tasmania le dedicó un elogio. Sir John y lady Franklin habían intentado introducir «algo más que el mero espíritu materialista», habían tratado de ver la colonia como algo más que un asentamiento penal. Si la afable lady Franklin, tan llena de virtudes, se hubiera quedado más tiempo, la habrían apreciado más, se habrían reconocido sus talentos y sus obras benéficas y habría podido elevar las mentes de los colonos hasta un nivel similar al suyo33. La respuesta de sir John —que a buen seguro escribiría después de consultarle a Jane— resumía la forma en la que lady Franklin quería que la vieran: limitada e inadecuada por ser mujer, pero abnegada y altruista:

… aunque su esfera de acción haya sido limitada, o aunque sus medios y su habilidad hayan sido inadecuados, su corazón ha estado consagrado desinteresada y fervientemente al cumplimiento de sus deberes, en los que ha considerado incluso el fomento de todos los objetos con la intención de promover la mejora moral e intelectual de la colonia como una parte esencial34.

Los Franklin zarparon de Hobart el 3 de noviembre. Sir John se acercó caminando al muelle, donde miles de personas, la mayor muchedumbre congregada en Hobart hasta la fecha, lo vitorearon con entusiasmo, «gente leal y generosa que rendía un sincero y afectuoso homenaje a un hombre verdaderamente bueno. […] Así partió de nuestro lado el gobernante más sincero y más recto a quien jamás se le hubieran confiado los intereses de una colonia británica»35.

Como había ocurrido cuando llegaron, Jane Franklin no estaba allí. Las damas se reunieron con sir John por la noche; en el ámbito público no pintaban nada.

Los Franklin inspeccionaron el asentamiento del Huon y después volvieron a Hobart para dejar a John Gell, que acababa de prometerse con Eleanor. Jane había tenido suficientes despedidas emotivas:

Dejé la mesa de la cena y me retiré al camarote trasero, adonde me siguió Eleanor. Pronto vino el señor Gell. Lo estreché entre mis brazos mientras él lloraba con intensa emoción. Después de dejarlo con Eleanor, me quedé apoyada en la escalera para evitar la lluvia de cubierta y la compañía de cualquier otra persona36.

Le resultaba más fácil escribir sus sentimientos, y su carta de despedida a su viejo amigo el doctor Turnbull fue emotiva, con el tinte ligeramente coqueto que empleaba a menudo:

He sufrido terriblemente al separarme de usted […], pero quizás mi sobrecargado corazón haya delatado con demasiada facilidad mis emociones […]. No obstante, sir John me dice que actué tal y como él esperaba y como «debía» actuar y, más aún, me demostró mediante algunos ejemplos —que yo no había presenciado aquel día— hasta qué punto mi esposo sentía un interés personal por ver con buenos ojos la manera en que su esposa se despedía de un viejo amigo […].

Desde luego sentía, y todavía siento, que aquella era con toda probabilidad la última vez que nos veríamos […]. Confío, querido doctor Turnbull, en que si volvemos a encontrarnos en otro mundo, seremos dignos de entrar ante esa presencia sagrada donde usted, según creo firmemente —aunque no me atrevo a afirmar lo mismo de mí—, será admitido como un santo devoto 37.

¿Qué había estado ocurriendo? Seguramente, nada; se trataría solo de una más de aquellas amistades platónicas que le gustaba cultivar con un hombre inteligente y receptivo. En los años venideros, Jane Franklin ejercería una influencia extraordinaria en hombres de Estado y otros líderes de Gran Bretaña y los Estados Unidos, que ninguna explicación racional basada en pruebas existentes puede ayudar a comprender. Quizá los motivos se hallen en aquel estilo adulador, íntimo, coqueto pero inocente que hacía que los hombres se sintieran especiales.

Después de visitar Melbourne, los Franklin y compañía zarparon de Australia el 12 de enero de 1844. Pese a sus viajes posteriores por el mundo, Jane Franklin jamás regresó.

¿Interfirió Jane Franklin en la política? Es evidente que sí. ¿Interfirió de manera indebida? En términos oficiales no hizo nada, y sus actos no rebasaban —aunque por los pelos— el marco de la ayuda que era aceptable que una esposa prestara a su marido. Nadie en la Tierra de Van Diemen a excepción de la facción de Arthur la acusó de impropiedad; en la comedida opinión de John West, aunque su «intelecto masculino» y su espíritu aventurero llevaban a algunos a adjudicarle algo más que la autoridad femenina habitual, aquello resultaba aceptable porque «su influencia se ejercía en los campos de la religión, la ciencia y las humanidades»38. Sin embargo, si Jane Franklin hizo todo lo que afirmó hacer, como redactar informes y políticas de gobierno, sus acciones pueden interpretarse como intromisión indebida, puesto que no ostentaba ningún cargo oficial.

Hay cuatro factores que reducen cualquier tipo de impropiedad. En primer lugar, la ausencia de consecuencias negativas: no ocurrió ningún desastre por culpa del asesoramiento de Jane Franklin. Como su esposo, carecía de principios políticos dominantes, de interés por cambiar la dirección del gobierno; sus consejos se fundamentaban en reacciones ad hoc a los acontecimientos y, por lo general, parecen sensatos. Su único gran plan poco práctico, el del Christ College, no se materializó. En segundo lugar, si Montagu no hubiera denunciado sus actividades ante la oficina colonial para conseguir sus propios fines, no habría habido apenas polémica. En tercer lugar, en el contexto de la política colonial toda impropiedad era menor; a John West le parecía más inapropiada la especulación del suelo del gobernador Arthur. Por último, ni John ni Jane Franklin tenían muchas opciones: debido a su carácter, John Franklin necesitaba un consejero, y es natural que recurriera a la persona que lo llevaba aconsejando desde 1828; y, debido a su carácter, cuando su marido le pedía ayuda, Jane Franklin se la proporcionaba.

Aquel difícil episodio enseñó a Jane Franklin algunas lecciones valiosas que la ayudarían enormemente en los años venideros. Lección número uno: aprovéchate de la prensa para publicar artículos que expongan tu punto de vista, aunque no sean del todo rigurosos. El ataque es más efectivo que la defensa: un artículo dinámico e interesante capta la atención, una defensa reactiva, no. Lección número dos: teje una red de amigos y partidarios influyentes, a los que conviene trabajarse continuamente para mantenerlos a raya. Lección número tres: por encima de todo, cíñete al papel femenino aceptado. Si se salía, quedaba vulnerable a los ataques; si se ajustaba a los límites establecidos, gozaba de la protección del código de caballerosidad, que dictaba que un caballero no debía criticar a una dama, ni siquiera mencionar su nombre en público.

¿Qué nos enseñan sobre la Tierra de Van Diemen —sobre toda Australia— las experiencias de Jane Franklin? Según todos los cánones, Jane era una mujer poco corriente, incluso excéntrica, pero, salvo la pequeña facción de Arthur, la gente la admiraba y apreciaba. Quizás el papel de la mujer no era tan limitado en la práctica como se ha creído algunas veces.