12 LA CUESTIÓN POLÍTICA
Las actividades de Jane Franklin que se describen en los capítulos anteriores no despertaban controversia, sino, a menudo, admiración. De vez en cuando algún oponente criticaba sus movimientos, pero casi todo el mundo los aceptaba como propios de una dama adinerada, excéntrica y llena de energía. Más cuestionable fue otra de sus actividades: meterse en política.
Algunos historiadores afirman que los problemas de los Franklin en la Tierra de Van Diemen surgieron porque no gozaban de popularidad, al ser demasiado elevados para que aquellos colonos provincianos los apreciaran1, pero no fue así. Caían bien a los colonos, tal y como demuestra el apoyo generalizado, los cálidos recuerdos y la astronómica suma de dinero que donarían a lady Franklin una década más tarde para ayudarle a buscar a su marido. Los problemas de los Franklin fueron de índole política. Como John Franklin era un gobernador débil que dependía de consejeros, se desató una lucha de poder por aquel puesto. En Londres no tenían buena opinión de él y las quejas en su contra recibidas en 1842 fueron la última gota: tenía que irse. Existen diferentes opiniones sobre el papel que Jane Franklin jugó en aquel asunto: algunas voces dicen que fue nulo, otras aseguran que fue decisivo.
No se le puede reprochar a Franklin que le abrumase el trabajo de gobernador colonial. Los gobernadores se enfrentaban a una tarea difícil: los contactos que tenían en casa estaban lejos, se veían trasplantados a una tierra extraña que a menudo desconocían y se posicionaban entre cuatro fuentes ruidosas de poder e influencia. La más poderosa era la oficina colonial del Gobierno bri- tánico, que quería que las colonias contribuyeran al prestigio britá- nico, que funcionaran sin causar problemas y ocasionaran el menor gasto posible. Pese a que a menudo entendían poco de la situación de las colonias, las controlaban de manera excesiva, y los gobernadores tenían que acatar órdenes que podían ser triviales: una de ellas, por ejemplo, autorizó a Franklin a designar tres nuevos agentes. Paradójicamente, los gobernadores eran al mismo tiempo autócratas coloniales y títeres de Londres2.
En las colonias, la independencia de los gobernadores se veía limitada por el segundo grupo de poder, los funcionarios públicos de más antigüedad que formaban parte de los consejos asesores. El consejo ejecutivo, con quien Franklin trabajaba a diario, estaba integrado por el secretario colonial de Franklin (el mejor puesto), el tesorero, el fiscal general y el magistrado policial en jefe. El consejo legislativo, más numeroso y cuyos miembros eran elegidos, se encargaba de aprobar leyes. Un gobernador autoritario y político nato como el predecesor de Franklin, George Arthur, sabía mantener a aquellos hombres a raya y no le costaba trabajar con la oficina colonial. Franklin, de carácter más blando, se las vio y se las deseó.
Los colonos formaban el tercer grupo: querían mejoras, desarrollo y privilegios para ellos, que a menudo chocaban con los planes de gobierno. Era inevitable que hubiese tensión. Oficialmente los colonos no tenían poder, pero, al igual que los funcionarios públicos que no estuvieran satisfechos, podían quejarse a Londres o incluso acercarse ellos mismos a la oficina colonial a meter presión. Los descontentos podían hacerse oír fácilmente en la prensa local, el cuarto grupo de poder. Los periódicos iban desde órganos responsables hasta periodicuchos injuriosos que captaban el interés de los lectores con mezquinos ataques personales. En ocasiones algunos de aquellos artículos se publicaban también en Londres, para horror de Jane Franklin. Por lo menos en la Tierra de Van Diemen «todo el mundo sabe la malignidad subyacente, pero en Inglaterra, en mi propio hogar, donde las cosas se juzgan necesariamente por lo que parecen y no por lo que son» era terrible. «¿Es que no hay amparo?». No obstante, muchos de aquellos artículos eran positivos: The Times publicó uno que admiraba el carácter intelectual de lady Franklin3.
Sir John, que era un hombre optimista —«Siempre veo el lado positivo de las cosas»— intentaba no hacer caso de la prensa. Su esposa afirmaba rotundamente que «jamás dejaré que me afecte lo que digan los periódicos», pero mostraba un gran interés. «Inspiran en mí la más pura repugnancia, el desprecio más absoluto y la suficiente indignación como para mantenerme viva y animada, pues la indignación es una sensación de lo más vigorizante». Una vez, «era un periódico vespertino […]. Como no llegaban, los pedí». Lo leyó todo, incluso los peores artículos, y se los leyó en voz alta a sus protagonistas para avivar la indignación4.
Cuando los Franklin llegaron en 1837 había seis periódicos en Hobart y dos en Launceston; la mitad de ellos apoyaba al gobernador Arthur y la otra mitad se oponía a él. Al principio todos apoyaron a Franklin, pero en cuanto lo vieron trabajar con los oficiales de Arthur los periódicos que se oponían al anterior gobernador se pusieron también en contra de Franklin. Por lo general, había un periódico que apoyaba firmemente a Franklin y otros que lo apoyaban o lo criticaban en grado variable, pero la influencia de la prensa es discutible: como dijo Jane Franklin, el público aceptaba la parcialidad de los editores, y los periódicos más injuriosos no tenían mucha tirada, solo unos ciento cincuenta ejemplares (no demasiados, teniendo en cuenta que había 50 000 habitantes)5. Todos los gobernadores coloniales se enfrentaban a aquel tipo de críticas, que no se pueden tomar al pie de la letra.
Ninguna de sus anteriores experiencias profesionales había preparado a John Franklin para el trabajo de gobernador. En la marina británica, con su estricta disciplina, nadie osaba cuestionar sus órdenes, y Franklin podía controlar a sus hombres con la amabilidad que lo caracterizaba. Tenía poca experiencia o habilidad en la administración y la política, y no tenía ninguna filosofía política especial: reaccionaba a los acontecimientos, en lugar de provocarlos. «La rectitud de conducta y de principios debería ser nuestro apoyo, al igual que ha sido nuestra guía», escribió, pero no era suficiente. No tenía en el cuerpo ni ápice de sangre política6.
Por mucho que lo apreciaran o incluso lo quisieran, ninguno de sus coetáneos afirmó que Franklin fuese un gobernador competente. Incluso su abnegada esposa pensaba que era «de una naturaleza demasiado bondadosa para su trabajo». «Un hombre excelente y de corazón bondadoso que se esfuerza por hacer el mayor bien posible, pero […] la clase de responsabilidad con la que carga un gobernador choca totalmente con su naturaleza», escribió George Frankland, el agrimensor general. Robert Crooke no podía elogiar más a sir John: era bueno hasta decir basta, hospitalario, liberal «y en cualquier otro puesto habría sido amado y respetado por todos […]. Por desgracia, era un hombre débil, con escasa o nula capacidad para la administración […]. En el fondo, era un marinero», continuó Crooke, «de temperamento alegre y feliz, quería ver feliz también a los demás, y la administración se le antojaba pesada y fatigosa». Y eso que aquellos comentarios procedían de gente que lo apreciaba. Roderic O’Connor, por el contrario, afirmó que Londres no podía haber encontrado en toda Gran Bretaña un hombre más incompetente para el gobierno de la colonia7.
Para algunos, el fin de Franklin estuvo claro desde el principio. En octubre de 1837 un colaborador anónimo del Sydney Monitor auguró que, «como hombre de sinceridad rayana en la simplicidad», se convertiría en instrumento de aquellos hombres en comparación con los cuales era un niño en términos de intriga y política. «Después de seis años de un reinado tedioso y controvertido, será destituido por alguna facción inferior; y sus últimos días de jubilación se verán empañados por el recuerdo de las dolorosas luchas, humillaciones y trampas que hubo de soportar»8. Eso fue exactamente lo que ocurrió.
Sin embargo, Franklin no fue mal gobernador. El astuto historiador John West, que vivió en la colonia durante la mayor parte de aquel periodo, comentó que las ocupaciones anteriores de Franklin no lo habían preparado para aquel papel, pero su administración fue honrada y transparente. A diferencia de Arthur, no hizo especulaciones económicas privadas ni tuvo agentes secretos, ni tampoco hubo asomo de corrupción; era caritativo y piadoso. Para West —y, por lo que insinuó, para la mayoría de los colonos— aquellos atributos positivos pesaron más que los negativos9. West tenía razón: Franklin podía señalar pocos logros de importancia y salió perdiendo en las comparaciones con la sobresaliente eficiencia de Arthur, su predecesor, pero no protagonizó ningún desastre y su gobierno no sufrió contratiempos.
John Franklin, por su parte, creía que su gobierno marchaba como la seda. «Sabes bien que no soy ningún teórico, que no tengo capacidad visionaria y que no puedo enorgullecerme de tener una mente ni unos dones sobresalientes», escribió a su amigo Richardson, «pero sí creo que mi mente está hecha para la indagación paciente y la investigación tranquila, incluso de asuntos que puedan presentar cierta dificultad, y obro con rapidez y firmeza cuando estoy convencido de que es el camino correcto»10. Sus cartas demuestran que no era ningún imbécil, como aseguraban sus enemigos, sino un hombre sensato y sincero. Consciente de su mediocridad, confiaba en los consejos de los demás, sobre todo en los de aquella persona de fiar que fuese su confidente y su guía. Richardson había desempeñado aquel papel, pero estaba lejos. Franklin necesitaba un nuevo consejero jefe.
La persona que habría esperado ejercer aquel papel en la Tierra de Van Diemen era John Montagu, el funcionario público más destacado. Podía tratar a los Franklin con condescendencia, porque se encontraba por encima de ellos en la escala social (estaba emparentado con un duque) y había recibido una educación mejor, aunque no fuese adinerado. Capitán del ejército, se casó con una sobrina de George Arthur, al que acompañó a la colonia para forjarse una carrera. Competente, inteligente y entusiasta, se convirtió en secretario colonial. Astuto, reservado y artero, escribió Jane Franklin después de conocerlo11.
El aliado de Montagu era Matthew Forster, otro capitán del ejército casado con otra sobrina de Arthur que buscaba fortuna en la Tierra de Van Diemen. También era eficiente e inteligente, aunque mucho más franco que Montagu (en sus cartas a Arthur, Montagu adulaba descaradamente a su superior, pero Forster no lo hacía), y fue nombrado magistrado de policía en jefe. Montagu y Forster, mejores amigos, trabajaban bien, y era imposible deshacerse de ellos a menos que cometieran un error garrafal. Aquellos dos hombres lideraban la facción de Arthur, que, más que a mantener las políticas del predecesor de Franklin, se dedicaba a conservar el poder. Eran duros; en cierta ocasión Forster le dijo a Jane Franklin: «Cuando le clavo el arpón a un hombre, ya no se lo saco»12.
Sin embargo, Franklin eligió a su secretario privado, Alexander Maconochie, como consejero jefe. Teórico ambicioso y seguro de sí mismo, Maconochie había causado problemas como secretario de la Real Sociedad Geográfica de Londres, así que le pidieron a Franklin que se lo llevara a la Tierra de Van Diemen. La Sociedad para la Mejora de la Disciplina Penitenciaria pidió a Maconochie que redactara un informe sobre la gestión de los presidiarios de la colonia13. En el viaje de ida los Franklin entablaron amistad con los Maconochie y Alexander dio conferencias sobre su teoría: lo más seguro era que las razas blancas tuvieran ancestros negros y que la secreción negra que coloreaba la piel fuese desapareciendo a medida que aumentaba el intelecto. A Jane Franklin le pareció interesante y alegre, aunque le irritaba su presuntuosidad14. Invitó a la familia a vivir en la Casa de Gobierno.
Montagu detestaba a Maconochie, que le parecía un teórico inútil lleno de fantasías que desafiaba su influencia. El reto no duró mucho: Maconochie despreciaba su trabajo —«un esclavo doméstico»— y despreciaba a sir John, a quien veía perplejo y desconcertado, seducido por las lisonjas. Intentar mostrarle la realidad (o lo que Maconochie consideraba la realidad) era «como intentar sacarle a un niño de la boca un trozo de azúcar cande», que se derrite al contacto. Maconochie empezó a inmiscuirse en las responsabilidades de su superior y llegó a decirle a Jane Franklin que aspiraba a ser gobernador. Mary Maconochie creía que Montagu había vuelto al gobernador en contra de su marido; sea como fuere, Franklin lo frenó. Malhumorado, Maconochie se puso en huelga de celo15.
Mary Maconochie describió un intento por expulsar a su familia de la Casa de Gobierno, aunque no mencionó a los responsables. Solo Jane Franklin se puso de su parte:
Hubo un gran tumulto, lady Franklin se inquietó y se preocupó de forma desmesurada. Lady Franklin es todo bondad y él, ¡ay!, un cero a la izquierda. Este ha sido un nombramiento de lo más desafortunado para él […]. Pobre querida lady Franklin, me compadezco sinceramente de ella; poca gente puede saber las tribulaciones que padece. Por mi parte, estoy segura de que en su lugar me habría vuelto loca16.
Entonces John Franklin nombró consejero jefe a Montagu, su funcionario público más destacado, competente, experimentado y muy dispuesto a colaborar, pues de aquella forma conseguiría poder. Para mayo de 1837 ejercía el control. Aquello no gustó nada a la prensa anti-Arthur, a una alianza poco definida de editores y a algunos colonos importantes, que describieron a Franklin como instrumento de la facción de Arthur17.
A su llegada, Franklin prometió a los colonos que «miraría con sus propios ojos, oiría con sus propios oídos y juzgaría con su propio juicio». La prensa lo aplaudió, pero después de un tiempo se preguntó si aquel análisis derivaría en alguna acción. La falta de logros se convirtió en la principal crítica local al gobierno de Franklin, algo que a la gente normal no le dolió mucho ni mermó la popularidad del gobernador. Alguna actuación habría impresionado en Londres, pero no era labor de Montagu iniciarla, y Franklin no sabía cómo hacerlo: era un hombre bueno que quería hacer las cosas bien, escribió Montagu, pero se necesitaba algo más que buenos deseos: «la ecuanimidad, el vigor mental y aquellas otras excelsas cualidades con las que destacó en el Polo Norte no lo han acompañado al sur»18.
A sir John le resultó difícil el trabajo incluso con la ayuda de Montagu, y para finales de año se decía que quería volver a Inglaterra. Franklin había esperado que el puesto fuese fácil, pero, por el contrario, había resultado ser una labor dura y complicada para la que no estaba capacitado. Sin embargo, no podía dimitir: seguro que su mujer se habría opuesto rotundamente a una idea semejante. En Londres, John Richardson oyó rumores de los problemas de los Franklin y escribió a su mujer (sobrina de sir John) diciéndole que «tu tío es demasiado blando para la Tierra de Van Diemen; no cogerá el toro por los cuernos, sino que se abandonará al espíritu festivo […]. Lady Franklin ha abocado a su esposo a unas dificultades que, de otro modo, sir John habría evitado». Y después: «Pobre hombre: antes de asumir la gestión de una colonia tendría que haber reivindicado su derecho a ejercer el gobierno de su propia familia»19.
A Richardson no le habría sorprendido que Jane Franklin asumiera un papel político cada vez mayor. Seguramente no fue aquella su intención cuando llegó a la Tierra de Van Diemen; después de todo, sir John se las había apañado perfectamente en Grecia sin que Jane hiciese mucho más que espolearlo un poco. Sin embargo, lady Franklin fue implicándose cada vez más.
Su actividad política se desarrolló en cuatro fases. Entre 1837 y 1838 Montagu era consejero jefe y Jane únicamente ayudaba a su esposo en casa. Entre 1839 y 1841 Montagu estuvo en Inglaterra y Jane asumió el puesto vacante. Montagu volvió a principios de 1841 y, al verse destituido, la desafió. Perdió y, a principios de 1842, regresó a Inglaterra para quejarse a la oficina colonial. Durante el resto de la estancia de los Franklin en la Tierra de Van Diemen, de 1842 a 1843, Jane Franklin reinó a sus anchas.
Siempre le había interesado la política dondequiera que fuese, pero en la Tierra de Van Diemen al principio se mantuvo al margen. Jane se llevaba bien con John Montagu, que la proveía de los datos y los chismorreos que tanto le gustaban: «Cuando sugerí que [el agrimensor general] era más dotado que eficiente, el señor Montagu se rió y aseguró que nunca había habido nadie menos capacitado para el puesto». Jane admitió a su hermana que «hubo un tiempo, Mary, cuando el señor Montagu me acariciaba y me adulaba». Montagu le enseñaba su correspondencia oficial y le pedía su opinión sobre medidas políticas, y en 1870, mucho tiempo después, un periódico los acusó de profesarse un interés inapropiado. Ninguna fuente de la época sustenta la historia, pero está claro que tenían una relación lo suficientemente estrecha como para que se hicieran algunas conjeturas, y la propia Jane había mencionado que la acariciaba, aunque seguro que lo decía solo en sentido metafórico. (El rumor escandalizó al Mercury de Hobart en 1870: lady Franklin, lejos de ser hermosa, se caracterizaba por poseer una mente de excelso talento y amor por el poder; Montagu era sumamente honorable, esposo excelente y padre atento, y «el bueno de nuestro gobernador» era un héroe que adoraba a los niños). Sin embargo, la estrecha amistad que pudiera haber entre John Montagu y Jane Franklin no duró. A principios de 1838 él la describió como «una masa de vanidad», y ella escribió poco convencida: «Como hoy el señor Montagu y yo hemos sido tan buenos amigos…». Al leer aquellas palabras, nadie habría pensado que fuese amantes20.
Montagu desarrolló antipatía por Jane Franklin cuando comprendió que estaba ejerciendo de consejera de su marido, usurpando lo que Montagu consideraba el papel que le correspondía. Pero Jane no pudo evitar verse involucrada: con Maconochie derrotado como consejero, sir John necesitaba una caja de resonancia en casa y, como es natural, recurrió a su esposa, la única persona que sabía que le sería absolutamente leal. Jane era más inteligente, había leído más que su esposo y tenía mucha más astucia política que él; siempre había intentado no solo impulsar su carrera, sino apoyarlo e incluso protegerlo, desde aquel lejano día de 1828 en la recepción rusa. Jane continuó haciéndolo en la Tierra de Van Diemen, como es lógico. Según explicó Jane, «todas las mujeres cuyos maridos están en la esfera pública lo ayudan si pueden y si él les da la oportunidad de hacerlo, cosa que no dudará en hacer si puede confiar en la habilidad y discreción de su esposa», y el suyo no solo le dio la oportunidad, sino que le pedía ayuda. «Vuelve tan pronto como te sea posible, pues necesito de tus buenos consejos», escribió sir John, y ya en septiembre de 1837 envió a Jane sus ideas sobre asuntos de gobierno. «Tengo unas ganas terribles de ver plasmadas tus opiniones y las mías […]. Te ruego que te esfuerces todo lo posible por conseguir que se hagan realidad tus planes»21. Para diciembre de 1838 Jane se había vuelto más proactiva, y anotó lo siguiente: «Escribí a sir John una larga carta con sugerencias y recomendaciones». Además, Jane solía hablar de política con los invitados a cenar y aconsejaba a sir John en consecuencia22.
Montagu se apercibió de lo que estaba ocurriendo y en diciembre de 1837 le dijo a Arthur que una de las causas del débil gobierno de la colonia era «la influencia femenina imperante», pues sir John no hacía nada sin consultar a su esposa. Era, escribió Montagu,
el instrumento de todos los granujas que adulan a su esposa, pues es ella quien gobierna en realidad. La influencia que ejerce sobre él es increíble: sir John nunca hace absolutamente nada sin consultarla […]. Es el hombre de mente más débil con el que jamás haya tenido que tratar23.
Sin embargo, Jane Franklin no hacía nada abiertamente, y en 1837 y 1838 las relaciones entre Montagu y los Franklin siguieron siendo cordiales. Aquello se debía en parte a la política de Jane: sir John escribió que su esposa adivinaba las intenciones de Montagu y de su aliado Forster antes que él, pero quería «sacarles el mayor partido y, de ser posible, tenerlos controlados como amigos, puesto que como enemigos resultarían muy peligrosos»24; un plan sensato.
Mientras tanto, Maconochie, todavía secretario privado, había terminado su informe sobre la disciplina penal. En su escrito criticaba duramente el sistema que Franklin estaba implantando; lo envió a Londres en la valija diplomática de Franklin, pero sin hablarle abiertamente de su contenido. Maconochie admitió haber engañado a Franklin, pero «mi gran defensa para todo es mi causa». Franklin lo obligó a dimitir y a abandonar la Casa de Gobierno, para angustia de Jane Franklin25. A los reformadores penales de Londres les encantó el informe de Maconochie, que defendía un nuevo sistema para el trato de los presidiarios que incorpo- raba una reforma sistemática, y enviaron a Maconochie a la isla Norfolk para ponerlo en vigor. En parte debido a su informe, en 1840 cesaron las deportaciones a Nueva Gales del Sur, y todos los presidiarios fueron enviados a la Tierra de Van Diemen para someterlos a la organización de un nuevo régimen probatorio. Franklin tuvo que iniciarlo, pero carecía de fondos, personal e instrucciones suficientes. No tuvo demasiado éxito, pero sir John se marchó antes de que fuesen patentes los graves problemas del sistema.
La insatisfacción de Montagu creció en 1838: sentía que no podía obtener ningún mérito ni estímulo trabajando con un gobernador tan débil como Franklin. Pidió a Inglaterra que lo trasladaran, en teoría a causa de su salud, aunque lo que quería en realidad era buscar otro empleo. Los Montagu zarparon en febrero de 1839. «Espero que por fin escapemos de este difícil escenario de conflicto y emoción incesantes», escribió Jane Franklin en una de sus características reacciones desmesuradas a los acontecimientos. A juzgar por las apariencias, los meses anteriores habían sido muy tranquilos26.
Montagu sugirió que su aliado Forster fuese secretario colonial suplente y Franklin accedió, pero al sincero Forster no le caía bien Jane Franklin y no se molestó en tratar de ganarse su favor, como deja clara la descripción que hizo a Montagu de «las intrigas de mi Señora» cuando un tal señor Jackson fue nombrado secretario privado de sir John. Forster se quejó de que no podía trabajar con Jackson, miembro de la facción anti-Arthur. Sir John, «con su timidez habitual», confesó que no tenía claro a quién nombrar. Jane Franklin se reunió con Forster en privado y afirmó que, puesto que iba a vivir con la familia, el secretario tenía derecho a opinar. «Dijo esto después de mucho sonreír e irse por las ramas: el puesto era para el señor Jackson […]. Intentó convencerme durante dos horas […]. Al calor del enfado se me escaparon algunas palabras y observé que se estaba urdiendo una intriga». Forster ganó, y designaron a la segunda opción de Jane Franklin. Forster le dijo a Arthur que nunca se sentía a salvo «por culpa de las intrigas de la corte»27. Menos artero que Montagu, estaba más a la defensiva y tenía menos influencia.
A los Franklin, por su parte, no les caía bien Forster. A Jane le parecía atrevido y astuto y pensaba que llevaría a sir John por el mal camino. Así, seguía vacante el puesto de consejero jefe, que Jane asumió de forma natural al ser la única persona competente en la que sir John podía confiar. En 1839, cuando Jane estaba en Sídney, sir John le envió unos informes para que los leyera y le suplicó que «no pospongas tu regreso», pues lady Franklin sería de gran ayuda cuando se reuniera el consejo legislativo28. Cuando volvió a casa, Jane se implicó activamente y se entregó en cuerpo y alma a la política, que pasó a ser el tema predominante en su diario: ocupaba entre el setenta y cinco y el ochenta por cierto de sus entradas diarias. Sus otros intereses, como los colonos del Huon —por no hablar de asuntos familiares—, apenas se mencionan en comparación con las emocionantes minucias de la vida política diaria.
«Ahora se me consultan todos los asuntos más importantes», le dijo Jane a Mary:
En la biblioteca se decidió que se debía obtener mis sugerencias o mi aprobación para el informe propuesto para la nueva constitución de la colonia. A menudo se me envían los borradores del informe para que los corrija y los modifique; el informe actual sobre las deportaciones, de gran importancia, incorpora varias de las ideas que yo sugerí […]. Esto ha ido creciendo de manera gradual e imperceptible […]29.
En sus cartas a sir John se aprecia su gran influencia. Una de ellas reza así:
Espero que tus medidas sobre el trigo den resultado. ¿De verdad que has ofrecido cinco mil fanegas a 18 chelines? Tengo muchas ganas de saber qué responderás a las peticiones de Launceston y a las demás peticiones. Por supuesto, insistirás en lo de las brigadas probatorias […]. Tu respuesta al capitán Maconochie no me parece satisfactoria […].
Y continuaba así: «Espero que no cedas con la Ley de Pavimentación y Alumbrado, se oponga quien se oponga». «Confío en que insistas en esta medida [peajes en las carreteras]»30.
Jane no presionaba solo a sir John. «He pasado toda la mañana poniendo por escrito para el señor Forster mis ideas sobre la reseña para la gaceta de la escuela y sobre la educación de las clases más pobres de esta colonia»; y cuando el consejo legislativo rechazó un extenso y enrevesado memorándum sobre el Christ College, «se sustituyó por un documento simple, más sucinto y algo seco, y fui yo quien se encargó principalmente de las modificaciones»31. Jane cultivó la amistad de varios funcionarios públicos de mayor antigüedad, como George Boyes, pero aquello no siempre era fácil y su frustración por no tener poder oficial es evidente:
Me encuentro en una posición de lo más desfavorable para mis ansiosos y ardientes deseos: me entero de todo antes o después, pero muchas veces cuando ya es demasiado tarde. Mis opiniones son a menudo radicalmente opuestas a las de los consejeros de sir John y, aunque casi nunca encuentran razón para dudar de la validez de cualquier juicio contrario que yo me haya formado, aun así soy incapaz de hacerlos realidad y temo por encima de todo que den por sentado que tengo influencia […]. Mi mente siempre está en tensión y a veces parece amenazar con fallarme completamente32.
Quizás intentaba ejercer su influencia en otro frente, pues Montagu la acusó de tratar con la prensa: filtrando información, escribiendo artículos y comprando un periódico, el Hobart Town Advertiser. A principios de 1839 Edward Abbott fundó el Advertiser, que se convirtió en el periódico del gobierno. A Montagu se le daba bien tergiversar los hechos, así que nunca se ha tomado en serio aquella acusación, pero en diciembre de 1839 Jane Franklin anotó en su diario: «El señor Edward Abbott ha enviado las pruebas de las columnas de los periódicos sobre la regata y me ha pedido que las corrija, pero he declinado»33, lo que demuestra por lo menos una cierta relación con la prensa, con la que Jane se involucraría mucho al volver a Inglaterra.
Otra tarea importante consistía en presionar a la oficina colonial de Londres. Las cartas de Jane están llenas de órdenes: Mary debía contarle tal cosa a tal persona, mostrarle tal carta a tal otra. «¿Crees que nos perjudicará de algún modo que trates un tema semejante con el señor Gairdner [de la oficina colonial]?»; «Intenta hacerte amiga de la señora Gairdner»; «Está en tu poder que algunos de estos hechos se entiendan mejor en Inglaterra». La oficina colonial se quejó en cierta ocasión de las comunicaciones extraoficiales de Jane, lo que hacía referencia a cuando la querida Mary les envió «el resumen de mis planes» (órdenes de Jane), pero escapó de la acusación discutiendo, al menos a nivel local34. Meter presión en Londres se volvió más importante a medida que se fueron quejando de sir John más oficiales coloniales insatisfechos, a los que despedía o suspendía, incapaz de lidiar con ellos.
La más dura de las tareas autoimpuestas de Jane Franklin era apoyar a su marido, como había señalado Mary Maconochie. «Querida Mary, no tienes ni idea de lo que tengo que soportar», escribió Jane a su hermana. «Tengo que apoyarme y al mismo tiempo apoyar también a mi esposo […]. Su salud y su ánimo, que me provocan el más amargo de los sufrimientos…»35. No siempre se las arreglaba para alentar e influir a sir John, pero normalmente su marido seguía sus consejos. Jane sabía cómo manejarlo: «la mejor manera es complacerlo y asegurarle que no me preocupa en absoluto nada lo que pueda pasar […]. Yo no siento todo esto, pero ningún otro método funciona con él la mitad de bien que este». Sir John «confía en mí para todo»:
Trabajo como una esclava, no puedo mencionar algo que no haga, pero tengo que intentar ocultar que hago cosas. La sensibilidad de sir John es extraordinaria, cuando este es un país donde la gente tiene que tener el corazón de piedra y el cuerpo de hierro. Esto, no obstante, no se debe decir.
Mary debía transmitir la impresión de que todo marchaba bien en la Tierra de Van Diemen. «No des a nadie más que una visión alegre de las cosas»36.
Así que, por lo que ella misma admitía, Jane Franklin estaba sumamente metida en política. Leía ampliamente sobre todos los temas, consultaba y cultivaba la amistad de gente afín, decidía lo que había que hacer e intentaba implementar sus decisiones por medio de su esposo y de otros políticos maleables. Se implicaba en la toma de decisiones y redactaba o ayudaba a redactar documentos oficiales. Seguramente influyó en la prensa local; sin duda, presionó a Londres para estimular la buena reputación de sir John.
Jane insistía en decirle a su hermana Mary que su única motivación era apoyar a su marido. «No hay en mi posición más recompensa que la poder servir de alguna utilidad a sir John. Es sumamente desagradable para mí que se piense que interfiero en asuntos de Estado». La cantinela que se repite en las cartas de Jane a Mary es que no debían conocerse sus maniobras políticas: «Mi queridísima Mary, este es el mayor de los secretos […]. No debes decir nada sobre mi intervención». Los esfuerzos de Jane se veían entorpecidos por su marido, que «utiliza mi nombre en público sin ningún tipo de cautela». Cuando Montagu preguntó a sir John por la persona que lo sustituiría como secretario colonial, el gobernador respondió que lo consultaría con lady Franklin antes de tomar una decisión. «Sir John se ha curado de esta costumbre», pero era demasiado tarde. El propio Franklin le había proporcionado pruebas de la intromisión de su esposa37.
En cualquier caso, parece que en la colonia era bien sabido que lady Franklin ayudaba a su esposo. Como parte de los ataques dirigidos contra su marido, los periódicos hostiles a veces la acusaban de controlar el gobierno. La primera mención surgió en diciembre de 1837: «Ahora que tenemos a una reina en el trono, suponemos que estamos haciéndole un cumplido a sir John Franklin cuando afirmamos, inequívoca e indudablemente, que la isla y los territorios de la Tierra de Van Diemen se encuentran bajo el dominio de un gobernador controlado por su esposa». A este sucedieron otros ataques esporádicos. En 1838 un periódico anunció que su Señoría, «una mujer de gran habilidad», era la consejera principal de sir John. En 1839, otro afirmó que dominaba a su marido: «es muy habitual que las mujeres controlen a sus esposos cuando estos no son capaces de controlarlas a ellas». Un periódico se animó con la poesía:
LA CALLE DE LA REINA.
Para debatir una ley se reunió en cierta ocasión el consejo, Pero el gobernador no quiso que este diera comienzo. «Mi reina está ausente y no sería conveniente seguir sin ella, pues vivo en la calle de la Reina».
Entonces Forster se puso en pie y, dando un golpe en la mesa, exclamó «¡Que gobierne su mujer es una vergüenza!».
Pero los demás —el juez Pedder, el coronel Elliott— coincidían:
La ley, la flota y el ejército formamos parte de su séquito: todos vivimos en la calle de la Reina38.
Por tanto, John Franklin no era el único y además aquel asunto era objeto de burla. Hubo un comentario menos divertido: el de que una mujer excéntrica como lady Franklin «no es el modelo que los padres de esta colonia desearían para sus hijas, mucho menos el modelo que los jóvenes varones, futuros padres de nuestra isla, desearían que siguieran sus futuras esposas y las futuras madres de la colonia»39.
¿Hasta qué punto dañaron la reputación de Jane Franklin acusaciones como aquellas? Siempre se ha dado por hecho que causaron un daño terrible, pero ¿fue realmente así? Aquellas críticas solo aparecían en unos pocos periódicos hostiles; nadie más se quejaba. No hay comentarios críticos en diarios o cartas de la época y cuando se marchó de la Tierra de Van Diemen fue recordada con admiración: no por entrometerse en la política, sino por su «profundo interés en todo aquello que pudiese promover el avance de la colonia». Mientras estuvo en la Tierra de Van Diemen, los periódicos pro-Franklin la elogiaban a menudo, describiéndola como llena de talento, intelectual, aventurera e infatigable: «Nuestro mejor deseo para las damas de la colonia es que el ejemplo de lady Franklin ejerza la debida influencia sobre sus gustos y sus compromisos». Jane escribió a casa en 1839 diciendo que todo marchaba bien y afirmó que «todo el mundo nos quiere y nos respeta tanto a sir John como a mí»40.
Además, mucha gente esperaba, e incluso deseaba, que lady Franklin jugara un papel casi político. Los colonos de Nueva Zelanda le pidieron que transmitiera a su esposo un mensaje de índole política; los de Australia Meridional esperaban que su visita disipase los celos existentes entre su colonia y la de la Tierra de Van Diemen; varias personas le rogaron que pidiese trabajo de su parte a su marido. Por ejemplo, la señora Jeanneret envió a Jane Franklin un libro de algas que había recogido junto con una elogiosa carta, y Jane sospechó que la estaba sobornando para que sugiriese a sir John que ascendiera al doctor Jeanneret41.
Robert Crooke escribió en sus memorias noveladas que lady Franklin tenía un talento natural para la política y la intriga y que tendría que haber sido ella, y no su marido, quien gobernara. «Los verdaderos asuntos del país» se dirimían en el estudio de Jane: se concertaba citas, se despedía a los hombres, se tomaba decisiones. Pero ni siquiera Crooke, que no veía a Jane con buenos ojos, expresó objeción alguna. Algunas personas la preferían a ella antes que a la facción de Arthur. El subfiscal de la corona de la Tierra de Van Diemen escribió al secretario de Estado en Londres quejándose de «la marcha transitoria a Australia Meridional de lady Franklin, cuyo juicio, según se cree, consigue contrarrestar la política temeraria del secretario colonial suplente [Forster]». (Lejos de agradecer aquel elogio, a Jane le pareció «una descarada impertinencia» llamar la atención de Londres sobre sus actos)42.
Aunque en teoría las mujeres debían ceñirse al ámbito doméstico, en la práctica, como comentó la propia Jane Franklin, eran muchas las que ayudaban a sus maridos. Aquello era muy habitual en Gran Bretaña, pero se daba todavía más en las nuevas sociedades fronterizas como las de los Estados Unidos y Australia, donde la gente carecía de la red de familiares y amigos de la que gozaban en Gran Bretaña, y los trabajadores eran menos numerosos y estaban peor cualificados. Los hombres recurrían a menudo a sus mujeres para que los ayudaran, y en las colonias australianas se daba por sentado que en las empresas —ya fuesen granjas, tiendas, tabernas o negocios— se implicaba toda la familia y cada cual ayudaba en lo que podía. Hubo otras mujeres, además de lady Franklin, que extendieron su ayuda a la política. En los Estados Unidos, Abigail Adams (1797-1801) y Sarah Polk (1845-1849) ayudaron a sus maridos presidentes tanto como Jane Franklin. Las dos fueron objeto de críticas, pero con bastante moderación, lo que no frenó a ninguna: Abigail, cuyo apodo era «señora presidenta», sabía que debía seguir el ejemplo de Martha Washington, que no se metió en política, pero le aseguró a su marido que antes habría preferido que la «ataran, amordazaran y dispararan como a un pavo»43. En Hobart, era habitual que las mujeres de los oficiales de alto rango —incluidas la señora Arthur y la señora Montagu— copiaran documentos confidenciales, una labor esencial en los días anteriores a las máquinas fotocopiadoras que llevaba fácilmente a debatir sobre el contenido. Había tantas mujeres que ayudaban a sus maridos en tantas áreas diferentes que la actitud en la colonia parecía ser la siguiente: ¿y qué si lady Franklin, que era tan lista, ayudaba en su trabajo a ese marido suyo tan agradable? En lo que respectaba a la colonia, Jane traspasó con éxito la delgada línea que separaba la esfera pública de la privada, la intromisión inocente de la culpable. Para desgracia de Jane Franklin, los burócratas de la oficina colonial de Londres tenían una visión más limitada del papel de la mujer.