5 LA ESPOSA
DEL GOBERNADOR
Jane Franklin informó a su padre de que habían llegado sanos y salvos en cuanto el Fairlie echó el ancla en Hobart, en enero de 1837. Aunque era verano, hacía casi tanto frío como en Inglaterra en enero, escribió, pero «la isla parece estar en pleno esplendor: todo el mundo está amasando fortuna y los presidiarios se comportan bien». El desembarco público de sir John tendría lugar al día siguiente, «mientras las damas cruzaban discretamente el jardín hasta la Casa de Gobierno»1. ¿Era aquello la mera exposición de un hecho, el de que John era el gobernador y se entendía que las damas, meros apéndices, jugaban un papel secundario? ¿O le disgustaría a Jane verse ignorada? En cualquier caso, si los colonos creían que Jane Franklin iba a conformarse con caminar discretamente, estaban muy equivocados.
Al día siguiente, miles de personas abarrotaron el muelle para dar la bienvenida a sir John. Había barcos disparando andanadas y cuando apoyó el pie en la tierra «los vítores de la gente rasgaron el aire». El interés era enorme: «Huelga decir que todo lo que el gobernador dijo, hizo o incluso miró ha estado en boca de todos»2. La gente se dio cuenta enseguida de lo absolutamente encantador que era, tan humilde que le gustaba levantarse temprano y pasear por el muelle para charlar con los pescadores; se repitió mucho que los canadienses veneraban a Franklin como el hombre que jamás había matado una mosca: «[a]unque lo incordiaban hasta un punto inimaginable», sir John las ahuyentaba pacientemente y decía que «cabemos todos en el ancho mundo»3.
En honor del nuevo gobernador, Hobart se iluminó y se llenó de decoraciones espléndidas, petardos y miles de personas atestando las calles. El acontecimiento más gratificante, señaló un periódico, tuvo que ver con un extraño que, acompañado por dos damas, paseaba por las calles de Hobart complacido por su feliz tranquilidad. Cuando alguien reconoció a sir John y proclamó a los cuatro vientos la emocionante noticia, la gente se acercó corriendo para verlo entre gritos y vítores. Sir John les hizo una reverencia y disfrutó de lo lindo. Cuando un petardo caprichoso alcanzó al grupo, «pareció divertirse con la gracia tanto como los niños que lo habían lanzado». Eleanor era una de las damas; su madrastra no estaba allí, pero no podía perderse la diversión: «Mamá salió cuando volvimos nosotros, aunque al marcharme se encontraba indispuesta»4.
El 11 de enero, cinco días después de que la familia hubiera desembarcado, sir John ofreció una recepción en la que recibió a unos seiscientos cincuenta caballeros. Aquella tarde, lady Franklin celebró una reunión de salón para las damas de la colonia, que asistieron acompañadas por sus maridos. Así culminaron cinco días de lo más atareados. En calidad de esposa del gobernador, Jane debía encargarse de la planificación doméstica: tenía que acomodar a la familia en su nuevo hogar, comprobar qué había y organizar a los criados. También tuvo que organizar una recepción para un número indeterminado pero elevado de personas. Además, había que preparar las habitaciones, encontrar y planchar los manteles, arreglar las flores, desenterrar las lámparas multicolor, organizar los refrigerios; había que preparar enormes cantidades de té, café, limonada, ponche y comida, así como sacar, limpiar y colocar tazas, platillos, vasos, platos y cubiertos. Había que encontrar entre el equipaje el enorme cuenco para ponche de los Franklin. Había que sacar y planchar los vestidos de tarde de las damas, peinarse con elegancia… ¿Cómo consiguió hacer todo aquello a tiempo? Por fortuna, Jane Franklin poseía unas dotes de organización excelentes.
A las ocho de la tarde estaba todo listo. Los carruajes fueron llegando y los invitados entraron en la Casa de Gobierno, maravillosamente iluminada con las lámparas multicolor. Lady Franklin, acompañada de sir John, recibió a sus invitados, unas quinientas cincuenta damas con sus respectivos maridos (un mínimo de ochocientas personas). Disfrutaron de los refrigerios, y el cuenco para ponche fue objeto de gran admiración. Todas las estancias de la casa estaban llenas y los invitados estaban tan a gusto que cuando llegó la hora anunciada, las once de la noche, se marcharon a regañadientes. Fue un éxito tan rotundo que ni siquiera los susceptibles periódicos coloniales fueron capaces de encontrar ningún fallo5. Jane Franklin superó airosa su primer reto como esposa del gobernador.
En las semanas siguientes, sir John recibió muchas expresiones de lealtad y respeto. Su esposa solía acompañarlo en los acontecimientos sociales y, aunque la mayoría de los periódicos se limitaba a mencionar su presencia, un periódico anti-Arthur señaló
la extraordinaria diferencia entre la respetada lady Franklin y la señora Arthur. Aunque no nos gusta hablar del equivalente femenino de ningún miembro político de la sociedad, no podemos por menos que recoger el sentimiento generalizado. La señora Arthur era un dechado de austeridad (íbamos a decir que se enorgullecía de ello) en su manera de recibir a las visitas y a los habitantes de Hobart en general. Lady Franklin, en pocas palabras, es la cara opuesta de la señora Arthur6.
El comandante Booth se llegó desde la estación penal de Port Arthur para conocer al nuevo gobernador y cenó con la familia en la Casa de Gobierno. «Sir John y lady Franklin son personas modestas y agradables […]. Una velada de lo más agradable», escribió en su diario7.
Tres semanas después del desembarco, los Franklin se fueron de viaje por la isla. Dondequiera que fuesen había una multitud aclamándolos, les dedicaban discursos de bienvenida, les invitaban a fiestas… Un sinfín de vítores, saludos militares, discursos, cenas y bailes. Durante una fiesta, el presidente propuso un brindis a la salud de lady Franklin. Estaba seguro de que a su Señoría le interesaba la prosperidad de la colonia tanto como a su Excelencia, por lo que celebraban su llegada con el mismo entusiasmo, convencidos de que gracias a su influencia verían restaurada la armonía que tanto deseaban (¡Así se habla!).
Sir John respondió por su esposa: a lady Franklin le interesaba enormemente la prosperidad de la colonia y la de todos los presentes (gran ovación). Sería tarea suya promover la armonía social y los sentimientos bondadosos «allí donde llegase su influencia» (¡Bien dicho!). El capitán Maconochie se puso en pie, un gesto fuera de lugar, aunque quizá la abundancia de alcohol adormeciera su preocupación por un detalle tan insignificante: nadie merecía semejante cumplido más que lady Franklin y quien había propuesto el brindis se había equivocado al proponerlo a la salud de lady Franklin y sus amigos, puesto que todos los presentes lo eran. Por eso, propuso un brindis «a nuestra salud», que provocó muchas risas8.
Es una pena que no se conserve la descripción que Jane Franklin habría hecho de la escena. ¿Aceptaría que los hombres respondieran por ella o se retorcería de rabia al tener que soportar con una sonrisa que los hombres la trataran con condescendencia o hicieran el ridículo? ¿Le molestaría que se diera por sentado que su ámbito de influencia se iba a limitar al plano social? ¿Le gustaría que «nuestro muy distinguido gobernador» fuese aclamado con tal calor y efusividad mientras a ella se la mencionaba de vez en cuando como si de un apéndice se tratara, o aceptaría que eso era lo que cabía esperar? Las noticias de los periódicos recogen un comportamiento modélico que a menudo se describía como amable, aunque el hecho de que se admirara su «refinada amabilidad» sugiere que esta se debía más a la contención que al entusiasmo9.
En Launceston, sir John ofreció una recepción y lady Franklin recibió a las damas en otra reunión de salón que organizó con diligencia. Continuó el progreso triunfal: «la amabilidad de su Excelencia y de lady Franklin fue infatigable y sumamente cautivadora». Durante un baile, los brindis se acompañaron de canciones relevantes: Rule Britannia para sir John Franklin y Bonnie Lassie para lady Franklin, un cumplido de lo más agradable para una mujer de cuarenta y cinco años (el título significa «muchachita bonita»)10.
No todo el mundo pensaba que lady Franklin fuese bonita. Jane Williams, una joven viuda que vivía con sus padres en Bothwell, un pueblo apartado del interior, escribió sobre los «grandes preparativos que se están haciendo para ofrecer una cena y un baile a sir John, a lady Franklin y a su séquito […]. Mamá dice que no asistirá a menos que yo la acompañe, y papá insiste en que vaya». Llegado el día, «nos presentaron formalmente a sir John y a lady Franklin, que vestía como en los cuadros de hacía dos siglos y que, como sus dos sobrinas, es de lo más vulgar […]. Sir John fue muy amable y agradable»11. Aquella joven pueblerina tenía la suficiente confianza en sí misma como para criticar con desdén el aspecto y el gusto de lady Franklin, recién llegada de Londres.
Cuando volvieron a Hobart, los Franklin se instalaron en su nueva rutina. El papel de sir John estaba relativamente claro —gobernar la colonia—, pero Jane tenía que delimitar su «ámbito de influencia». Las esposas de los gobernadores no tenían un manual de instrucciones, pero sus actividades incluían, como es obvio, las fiestas. Eliza Arthur organizaba cenas todas las semanas y bailes todos los años, y Jane Franklin tenía que seguir su ejemplo. En julio y agosto de 1837, organizó en cinco semanas un total de cinco reuniones intelectuales, que gozaban de gran popularidad en Inglaterra. Aquel era el tipo de entretenimiento que le gustaba a Jane y que podría subir el listón local y promover la ciencia y la cultura12.
Una de las cuestiones principales era a quién invitar a la Casa de Gobierno. En Gran Bretaña, las distinciones sociales estaban claras: solo se recibiría a la nobleza, a damas y a caballeros. En la Tierra de Van Diemen las distinciones sociales eran más flexibles, y escaseaba la nobleza de sangre. Era necesario invitar a personas de orígenes menos elevados que habían ganado dinero e influencia, pero en algún sitio había que poner el límite, sobre todo desde que los Franklin, con bastante temeridad, habían anunciado a su regreso que querían abolir las distinciones y excluían de sus invitaciones únicamente a dos clases (¿expresidiarios y comerciantes, tal vez?)13.
Para las primeras recepciones la asistencia fue libre, así que la lista de invitados se redactó espontáneamente, pero a algunas personas anónimas cercanas a lady Franklin no les gustó tener que mezclarse con la plebe. La convencieron para que fuese más selecta y Jane dividió a los colonos dignos de hollar la Casa de Gobierno en cuatro categorías, a quienes invitaba a entre una y cuatro veladas. Aquel sistema tenía todas las papeletas de ofender a todos aquellos que no pertenecieran a la categoría superior y, efectivamente, estalló una tormenta de críticas. Los Franklin habían dicho que querían abolir las distinciones y, sin embargo, dividían a la sociedad en cuatro categorías, desechando por completo a algunas personas. ¡Un apreciado colono, ignorado en favor de un empleado gubernamental sin importancia! El asunto estaba en boca de todos: surgieron bromas sobre eventos con nombres paganos y las «tarjetas de categorías» fueron objeto de burla en el Tribunal Supremo. Varios periódicos apoyaron a los Franklin, aduciendo que podían invitar a sus fiestas a quien quisieran, pero les respondieron que no se trataba de eventos privados, sino públicos. Sin embargo, no se describió ninguna velada en prensa, seguramente porque, como señalaron varios editores, no se les había invitado14.
Se decía que aquellas fiestas eran aburridas, «soberanamente sosas e insípidas». Louisa Anne Meredith, esposa de un prominente colono libre, apreciaba los esfuerzos de los Franklin para fomentar el interés por el arte y la ciencia, pero pensaba que pocos colonos lo valoraban, en especial las jóvenes damas:
Los intentos de lady Franklin por introducir fiestas vespertinas al estilo de las «veladas» intelectuales han sido recibidos con nulo entusiasmo por parte de las hermosas tasmanas, que declararon no entender «por qué se nos invitó a una fiesta para encerrarnos en habitaciones llenas de cuadros y libros, conchas y piedras y demás basura, sin nada que hacer más que oír a la gente dar conferencias o escuchar en silencio sepulcral lo que llamaron buena música. ¿Por qué no invitó lady Franklin a la banda militar, quitó las alfombras y dio un baile, en lugar de semejante sermoneo sobre filosofía, ciencia y un cúmulo de cosas que nadie entendía?15
El topógrafo James Calder, al evocar aquellos tiempos treinta años después, expresaría admiración tanto por aquellas reuniones como por la propia lady Franklin:
¿Qué era una reunión, o una «recepción», en la época de lady Franklin? Era un privilegio intelectual. No era la parodia de la recepción de una reina. Nada que sobrepasara las formas habituales y las convencionalidades de la vida elegante. Se parecía más a una velada: lady Franklin tomaba la iniciativa, se preocupaba por que el tema presentado no sobrepasara la capacidad de los presentes y se esforzaba por que todo el mundo estuviera contento, como en casa. Obtenía resultados admirables, puesto que una noche en la Casa de Gobierno se consideraba la mejor de las fiestas16.
No es difícil entender por qué las veladas intelectuales no eran del gusto de todos. Mucha gente joven de cualquier época comprendería a las jovencitas tasmanas, y el deje de condescendencia que se desprende del relato de Calder —el hecho de que lady Franklin se preocupara por que el tema no fuese demasiado complejo para su auditorio— podía resultar irritante. Calder añadió que aunque las recepciones de lady Franklin complacían a la anfitriona, «le ponía enferma una gran concurrencia de personas incongruentes»; probablemente por eso evitaba las reuniones de salón, porque la descripción de Calder se parece mucho al tipo de velada que le gustaba a Jane.
Aunque los periódicos criticaron las veladas intelectuales por categorías, no se rebajaron al terreno de los ataques personales: los Franklin, unos recién llegados, estaban simplemente equivocados. No se sabe lo que pensaba Jane, porque no se conserva ninguno de sus escritos de entre marzo y octubre. Probablemente aquella mujer, que admitía ser extremadamente susceptible a las críticas, estuviese disgustada; quizá destrozada. Sin embargo, no renunció fácilmente a la idea de las categorías. En 1838 los Franklin estuvieron de nuevo en Launceston y lady Franklin habló de un evento con los líderes locales, uno de los cuales le dijo que todo el mundo deseaba que no hiciese distinciones sociales en sus fiestas. Jane le habló de las cuatro categorías de sus veladas intelectuales y él, con tacto, contestó que sería preferible una recepción como la de la primera vez. Ella aceptó y organizó una velada17. (Reuniones de salón, veladas, recepciones… Todas eran más o menos lo mismo: concurridas fiestas con refrigerios, música y a veces baile).
Hubo críticas cuando en 1837 el cumpleaños del rey pasó sin pena ni gloria, y los Franklin cedieron también en este asunto; Jane le dijo a Mary que sentían que las normas de educación dictaban que organizasen un baile, como habían hecho los Arthur. El primero, en 1838, les pilló en mal momento, puesto que Jane, Mary y Sophy habían padecido alguna enfermedad que les había causado alopecia. Sophy y Mary se habían afeitado la cabeza, mientras que Jane llevaba gorra. La detestaba, como detestaba cualquier fuente de calor: «Prefiero exhibir estos cabellos grises antes que verme condenada a soportar eternamente esta agobiante envoltura»18.
Mandó en torno a novecientas cincuenta invitaciones para el baile y se hicieron enormes preparativos: hubo que pedir prestadas más bandejas de plata, alquilar candelabros dorados y organizar la cena, lámparas de colores que formaban una corona y todos los demás detalles que exigía un evento de tal magnitud. Y al precio más bajo posible: los comerciantes cobraban precios más elevados a la Casa de Gobierno, así que eso suponía todo un reto. Solo asistieron unas trescientas cincuenta personas debido al mal tiempo y a la amenaza de un ataque de los bushrangers, pero George Boyes, el auditor colonial, opinó que el evento había sido infinitamente superior a cualquiera de los bailes de los Arthur. Jane Franklin no cabía en sí de contento: «Pese a todo, fue extremadamente bien […]. Se dijo que la cena había sido la más espectacular que jamás se hubiera visto en la Casa de Gobierno», le contó a su hermana Mary. El Colonial Times se mostró impresionado: la concurrencia fue magnífica; el ponche, superlativo, y el baile, «extremadamente activo, aunque no elegante»19.
Jane Franklin no disfrutó de la velada: no había punto de comparación entre bailar sin elegancia en las antípodas y la sofisticación londinense. «He soportado extraordinariamente bien las fatigas del baile de cumpleaños», continuó diciéndole a Mary. Recibió a los invitados con sir John y después
… no entré en las estancias hasta casi las once, y cuando el baile estaba en pleno apogeo en el gran comedor esperé a la pausa entre las cuadrillas (todas las demás salas estaban desiertas por este motivo) y después sir John me paseó por el comedor y por el salón contiguo […].
Después de hacer reverencias e inclinarme ante toda aquella gente y mantenerme en pie hasta acabar exhausta, regresé al salón, que en aquel momento se encontraba vacío, y me derrumbé en el sofá. Lloré un rato, lo que me sentó de maravilla y me ayudó a levantar el ánimo. A medida que avanzaba la velada me sentí cada vez mejor y más fuerte, y no me retiré hasta entre las dos y las tres de la madrugada, gracias al sofá al que tuve que recurrir de vez en cuando.
Llevaba el vestido de corte más viejo que tengo. Solo me lo había puesto una vez en mi vida, pero tenía el crepé algo descolorido, aunque el intenso borde de hojas verdes y uvas plateadas todavía estaba en buen estado. Las deficiencias de la parte superior quedaban completamente ocultas bajo un amplio chal, con el que todavía me complacía envolverme (del mismo modo que, hasta la fecha, me había cubierto con franela)20.
Suena extraño que la anfitriona de un baile hiciera acto de presencia tan tarde, desapareciera para llorar (¿reaparecería con los ojos rojos?), vestida con un traje viejo y descolorido, pero nadie la criticó.
A partir de entonces, cada 24 de mayo, con motivo del cumpleaños de la reina, los Franklin daban un baile al que asistía una media de cuatrocientas personas. Jane cedió a las presiones de sir John y de otras personas que decían que «solo la mala reputación debería ser motivo de exclusión», así que enviaban invitaciones a todo el mundo. Es difícil describir aquellos bailes con precisión, puesto que, para aquel momento, los periódicos estaban, bien a favor, bien en contra de los Franklin, y un mismo baile era descrito como «un acto espléndido» o «la cosa más deplorable jamás vista». Sin embargo, cada vez había menos que criticar. Al principio se objetaba que no invitaran a los comerciantes, que los refrigerios eran escasos, que los bailes eran aburridos —y es cierto que el mal tiempo mermó la concurrencia en dos ocasiones—, pero con el paso de los años las invitaciones se volvieron más generalizadas; la decoración, más espléndida; los refrigerios, más copiosos, y la gentileza y amabilidad de los distinguidos anfitriones, más gratificantes. En cierta ocasión lady Franklin exhibió piezas de arte y literatura, pero por lo general el único objetivo era el entretenimiento. Otra vez, tuvo que marcharse del baile antes de la cena al sentirse indispuesta, y en 1841 no asistió y fue Sophy Cracroft quien recibió a los invitados en su lugar. Varias personas expresaron su consternación, «pues ninguno de los presentes podía imitar la encantadora conducta y los agradables modales de su Señoría». No obstante, apenas se criticó su ausencia; la gente se quedó satisfecha con una fiesta divertida y una anfitriona adecuada que la sustituyera. En varias ocasiones los bailes estuvieron tan concurridos que las habitaciones resultaban «literalmente asfixiantes», según periodistas locales: «Me marché hacia las dos totalmente descontento con la baja calidad de la cena y del baile, la gente estúpida y las nubes de polvo» fue el comentario de George Boyes. Sin embargo, Elizabeth Gould, que estaba de visita, describió «una magnífica concurrencia de gente bien vestida»21.
A Jane Franklin no le gustaban aquellos divertimentos, pero es evidente que se esforzaba al máximo y se mostraba complacida y encantadora. Los bailes exigían una gran cantidad de trabajo: había muchos detalles que supervisar y ella era muy perfeccionista. En 1840, escribió Jane, se enviaron mil ciento cincuenta invitaciones y asistieron unas quinientas personas. La cena que preparó su cocinero, Charles Napoleón, recibió críticas variopintas. Disfrazó las aves de corral en cremas y natas, así que Jane se vio obligada a identificarlas con etiquetas; los dos cochinillos y el cabrito carecían de refinamiento; había tantos lomos de ternera, costillas de ternera, cuartos de carnero, jamón y enormes tartas de carne de ave (una de ellas con forma de baluarte y cañones por encima) que la familia comería sobras toda la semana. Sir John se olvidó de mencionar al príncipe Alberto al brindar por la reina y hubo que acompañar a la salida a un hombre un poco achispado, pero, por lo demás, todo fue sobre ruedas22.
Los principales problemas de Jane Franklin con los bailes derivaban de la cuestión de la «mala reputación» de los invitados: tenía expectativas altas en lo relativo a la conducta. La señora Elliott era la esposa del coronel Elliott, el oficial del ejército de mayor rango de la colonia y una persona importante, pero a lady Franklin le dijeron que la señora Elliott no era digna de aparecer en sociedad y que el coronel Elliott se había casado con ella únicamente por su dinero, para escapar de un acreedor. La señora Elliott no fue invitada al baile del cumpleaños de la reina y el coronel Elliott protestó diciendo que aquello lo afectaría negativamente a él y al regimiento y que habían recibido a su esposa en todos los sitios a los que habían ido, pero se siguió excluyendo a la señora Elliott. Su marido se ofendió profundamente y varios periódicos se hicieron eco de las críticas23.
Las ofensas fueron todavía mayores al rescindir invitaciones después de que la gente las hubiera aceptado. ¿No habría sido más acertado comprobar primero los credenciales de la gente e ignorar aquella información que se recibiese una vez enviadas las invitaciones? En 1840 la esposa de un clérigo puso en conocimiento de Jane Franklin un hecho escandaloso: una dama había dado a luz a un niño cinco meses después de casarse. Aunque habían invitado a la pareja al baile del cumpleaños de la reina, lady Franklin mandó que se insinuase al marido que no asistiera24. De modo parecido, una tal señora Browne aceptó la invitación al baile antes de que lady Franklin descubriera que «no era apropiado visitarla»: cuando todavía estaba soltera, había seguido al señor Browne hasta Hobart desde las Indias Occidentales, y el archidiácono aseguró que hubo que casarlos a toda prisa. Solicitaron al señor Browne que devolviera la invitación y se le envió otra solo a su nombre, pero declinó. Por lo menos, aquellos desafortunados incidentes no se hicieron públicos, aunque otro de ellos saltó a los periódicos. Una carta se quejaba de que, la misma mañana del baile, «una dama tan irreprochable como la propia lady Franklin» había recibido una nota de la Casa de Gobierno para rescindirle la invitación que ya había aceptado. El autor de la carta insinuaba que el sistema de exclusión femenina de lady Franklin «se ha construido sobre una base de lo más incierta y, como tal, repulsiva»: las habladurías25.
Fue una imprudencia todavía mayor rescindir la invitación de Robert Lathrop Murray, un expresidiario de clase alta, graduado de Cambridge, que trabajaba de editor en un periódico. Aunque había tomado partido por el gobierno en acontecimientos recientes, no era bien recibido por su condición de expresidiario (¿por qué se le llegaría a invitar?). Las normas han cambiado y no podemos juzgar a Jane Franklin en función de lo que haría hoy en día la esposa del gobernador o de lo que haríamos nosotros mismos. Sin embargo, Eliza Arthur y Caroline Denison, las esposas de gobernadores que la precedieron y la siguieron, fueron más indulgentes en circunstancias similares26. Murray se convirtió en un crítico acérrimo de los Franklin.
Los bailes y las veladas eran reuniones grandes y complejas con las que Jane Franklin parecía disfrutar poco, pero las cenas eran diferentes: le encantaban, gracias a la diversidad de invitados y a la estimulante conversación. Incluso si los invitados eran tirando a aburridos, Jane disfrutaba interrogándolos. En sus últimos años en Londres, Jane se había hecho famosa por sus cenas, y en la Tierra de Van Diemen perfeccionó sus habilidades de anfitriona. Jane y sir John no se cansaban de invitar a gente, no solo con antelación, sino también de manera improvisada. «Sir John Franklin y su ayudante de campo me adelantaron de camino a casa», escribió George Boyes en su diario. «Después de avanzar unas 60 yardas, sir John detuvo el caballo, se volvió y se acercó a mí. Me estrechó la mano y me invitó a cenar con su familia a las seis y media. Acepté y pasé una velada social de lo más agradable»27.
El registro de cenas de los Franklin demuestra que en seis años y medio dieron ciento sesenta y dos cenas, una cada quince días; no tantas como los Arthur, pero se esforzaron mucho. (En realidad hubo más, porque se mencionan muchas en el diario de Jane Franklin, así como en otras fuentes que no figuran en el registro de cenas: veladas quizá casuales, como la cena a la que se sumaron los Boyes). El número de invitados oscilaba entre dos y veintitrés, con una media de diez. En la lista de invitados tenía mucho más peso el sector masculino: había un ochenta y cinco por cierto de hombres, lo que no resulta sorprendente dado que en la isla vivían muchos más hombres que mujeres. A menudo se invitaba a los maridos a asistir sin sus esposas, pero eso también ocurría en otras colonias, así que igual era una costumbre de la época. Predominaban los capitanes de barco, visitantes, oficiales del ejército y de la marina y funcionarios públicos28.
Incluso George Boyes, muy crítico, disfrutaba con la mayoría de las cenas, aunque no con todas: «He cenado en la Casa de Gobierno: una grupo numeroso de personas de segunda categoría que parecían en exceso contentas de meter las piernas bajo la [ilegible] de sir John y de probar el pemmican y el agua de nieve», escribió una vez. Y en otra ocasión: «Me veo obligado a vestirme para una cena en la Casa de Gobierno, donde conoceré a sir James Dowling. Volveré a casa hacia la medianoche helado, cansado y asqueado». La mayor parte de las veces, sin embargo, disfrutaba de «una velada agradable» o de «una muy agradable y alegre velada». Le gustaba conversar con Jane Franklin: «He hablado largo y tendido con lady Franklin: la acompañé hasta el comedor y me senté a su lado»29.
Jane Franklin registró muchos aspectos diferentes de sus cenas. «El doctor T. se ha sentado junto a la señora Pedder y se han pasado todo el tiempo coqueteando». «Después de la cena se habló mucho del telégrafo eléctrico de Wheatstone y del pararrayos de Harris». «La fiesta de hoy, en conjunto, ha resultado interesante y agradable, pese a lo ruidosa o bulliciosa que ha sido». «Me resultó harto difícil entender al señor Mackillop, entre su acento escocés y que habla entre dientes». «En el transcurso de nuestra conversación descubrí que el señor William Henty era un gran amante de las artes plásticas y que poseía incluso cierto conocimiento práctico». Y para ilustrar cómo interrogaba a la gente:
Le hice algunas preguntas [al señor Lawrence] sobre el señor Ashburner, quien, según aseguró el señor Lawrence, se encontraba totalmente repuesto y hablaba de volver a Inglaterra de inmediato. Tiene once hijos, al mayor de los cuales deja a cargo de la hacienda, con la ayuda de un supervisor. Su segundo hijo ya está en Inglaterra. A los siguientes cinco se los lleva a Inglaterra para meterlos en un colegio y los cuatro más jóvenes se quedan aquí al cuidado de una institutriz. Aunque tiene unas propiedades considerables, parece que nunca han estado del todo libres de vergüenza. El señor Lawrence no contestó cuando le pregunté si consideraba que el señor Ashburner poseía algún talento, pero respondió que era un hombre educado, además de un caballero.
A veces había música: «En lo que se refiere a la música, esta tarde ha sido un éxito: el señor Smith ha accedido al fin a aportar su granito de arena entonando algunas melodías francesas». Más sobria fue la cena para James Backhouse y George Walker, misioneros cuáqueros. Después de comer, se sumaron a Eleanor y a los jóvenes Maconochie, que, sentados a la mesa del salón, se afanaban con sus libros y sus labores. «Encontré especialmente agradable la ausencia de cualquier ostentación o presunción, así como la comodidad social y doméstica que parecía exhibir la familia de mayor prestigio de la zona», escribió Backhouse. A las nueve aparecieron los criados y todos se sumaron a las plegarias que dirigió sir John. Los misioneros se quedaron impresionados con su sinceridad30.
Otra labor con la que Jane Franklin disfrutaba era acogiendo huéspedes. Le encantaba recibir visitas, gente nueva a la que conocer, a menudo personas importantes (por ejemplo, el obispo de Australia). También acompañaba a sir John en acontecimientos públicos, como la colocación de piedras angulares, inauguración de puentes o visitas a instituciones. Martin Cash, un presidiario que vivía en los barracones de los prisioneros, supo que iba a ir de visita alguien importante cuando vio que estaban encalando las edificaciones. En efecto, pronto llegaron sir John y lady Franklin, acompañados por el superintendente. La visita fue breve y la pareja declinó hacer preguntas que podrían haber derivado en respuestas fastidiosas, comentó Cash con cinismo, pero por lo menos después de su visita se permitió a los prisioneros usar cuchillos en las comidas31.
La otra responsabilidad de la esposa del gobernador consistía en colaborar con las actividades de la comunidad. A Jane Franklin aquella labor la entusiasmaba menos, sobre todo asistir a reuniones, «un aburrimiento mortal». Como poseía grandes dotes organizativas, es posible que no soportara presenciar los esfuerzos incompetentes de otras personas. Eliza Arthur había sido patrona de dos organizaciones femeninas: la asociación de escuelas infantiles y la Dorcas Society, una asociación encargada de proporcionar ropa a los pobres, y había asistido a sus actos y reuniones anuales (su marido era el patrón). Jane Franklin también se convirtió en su patrona; participó en algunas de las ferias de la asociación de escuelas infantiles y sir John y ella presenciaron uno de los exámenes de los niños32. La Dorcas Society atendía en el parto a mujeres casadas, pobres y respetables, y les daba ropa para los niños, harina de avena, jabón y una Biblia. Jane asistió a una de las reuniones del comité. La asociación le pidió que participara en la reunión anual, pero la recibieron sin muchas atenciones, le dieron una silla dura de madera y tuvo que escuchar cinco discursos. No se implicó más con la Dorcas Society, pero parece que era suficiente con proporcionar un apoyo mínimo a las organizaciones benéficas, porque apenas se filtraron comentarios desfavorables33.
Menos mal que los periodistas desconocían lo que lady Franklin pensaba de verdad: que las asociaciones benéficas causaban daño al ayudar a los pobres, que deberían ser capaces de mantenerse porque si un hombre laborioso quería trabajar, había faena de sobra. «¿No es un atentado contra el sentido común que, por que sean tiempos difíciles, haya que alimentar a los pobres porque sí?»34. Por lo menos, se reservó su opinión.
Eran más de su gusto las asociaciones hortícolas de Hobart y Launceston, cuya labor podía fomentar sin necesidad de asistir a reuniones. Sir John y ella disfrutaban inspeccionando las exposiciones que organizaban, y Jane condecía premios a los jardines particulares mejor cuidados. También patrocinó la publicación de Daniel Bunce, A guide to the flora of Van Diemen’s Land —el autor debió de pensar que el apellido Franklin lo ayudaría a vender ejemplares— y regaló una copa de plata al Espectáculo Agrícola Sureño para las tres ovejas que produjeran la mejor lana35.
De vez en cuando, lady Franklin visitaba las Queen’s Orphan Schools, las escuelas-orfanatos de la reina para niños y niñas, donde se cuidaba y educaba a huérfanos y a hijos de presidiarios que estaban cumpliendo sentencia. Aquellas escuelas tenían fama de duras, pero Jane no hizo ningún comentario al respecto; sencillamente, le satisfacía que las niñas tuvieran «como siempre un aspecto pulcro y prolijo». No intentó cambiar nada, y su única obra positiva fue asistir a un examen anual y hacer regalos a los niños. A veces llevaba visitantes a ver las escuelas o se acercaba para buscar criados: «He visitado la escuela-orfanato para ver si podía conseguir una muchacha que se encargara de algunas tareas del hogar y atendiera a la señorita Williamson». Durante el viaje de vuelta desde Sídney, la muerte de una pasajera dejó huérfana a su hija, y Jane la metió en la escuela-orfanato. En una ocasión visitó a la niña, que «pareció encantada de verme, pero se volvió un poco loca cuando le di algunos consejos estupendos»36.
Aportar dinero era más fácil que asistir a cualquier acto. Lady Franklin colaboraba con varias causas nobles, que iban desde el hospital benéfico de Saint Mary hasta una mujer que tenía la «mandíbula cariada» o un monumento fúnebre en memoria de un clérigo. En 1841, Hobart albergó una exposición de «curiosidades de las islas Fiji que muestran claramente las toscas costumbres de sus habitantes». Estaba atestado de espectadores, sobre todo mujeres —Dios sabe qué cosas verían con ojos desorbitados—, pero no muchas firmaron el libro de donativos para los misioneros de las Fiji, pese a que lady Franklin dio un ejemplo loable37.
En general, Jane Franklin desempeñaba aceptablemente sus labores como esposa del gobernador, si bien no tan a conciencia como Eliza Arthur. Aunque no disfrutaba con mucho aspectos, cumplía con su deber: los bailes eran elegantes; las cenas, excelentes, y su apoyo a las causas locales, pasable. Obtenía mejores notas que la señora Arthur en lo concerniente a los modales, que solían describir como afables, acogedores y encantadores.
La recompensa por aquella virtud era el prestigio que conllevaba ser la esposa del gobernador. Lady Franklin era la dama de mayor importancia entre 50 000 personas y se la trataba con la debida deferencia. Si las muestras de respeto no eran evidentes, se daba cuenta, como en la reunión de la Dorcas Society. Se quejaba de que la gente recién llegada de Inglaterra no comprendiera la elevada posición del gobernador: mostraban una actitud de seguridad e igualdad, «tan diferente de la de aquellos que normalmente nos rodean», de quienes esperaba postración. Jane Franklin tenía los mejores asientos, el mejor servicio y, si no se lo ofrecían, lo tomaba ella misma: «Me he reservado la mejor sección» (camarotes de un barco). Su cuñado, el cínico Frank Simpkinson, la llamaba «la reina de la Tierra de Van Diemen» —su «manera jocosa de denigrarme», según Jane—, pero lady Franklin se tomaba en serio aquellos asuntos. Lo mismo que Sophy, que observó sin ironía alguna que una mujer a la que visitaron lady Franklin y su séquito se había mostrado «tímida en nuestra augusta presencia»38. Frank no iba tan desencaminado.
La pareja virreinal jugaba otro papel, totalmente extraoficial, que los Franklin a buen seguro desempeñaron a la perfección. La mayoría de la gente disfrutaba comentando las actividades de los famosos (cuanto más inusuales y dignas de atención, mejor). Como había pocas personalidades del entretenimiento u otra gente famosa, era la pareja virreinal la que proporcionaba los mejores chismorreos en la Tierra de Van Diemen. Y con lady Franklin siempre había algo de lo que hablar. ¿Qué sería lo siguiente? No irá a comprar serpientes a un chelín por cabeza, ¿verdad? ¿Subir a la montaña? Y ¿por qué no tienen hijos? ¿No creerá usted que…? Las actividades de Jane Franklin asombrarán a los lectores en los capítulos siguientes. Cuán asombrados debieron de sentirse los colonos, hace casi doscientos años.