3 UN MATRIMONIO ESPORÁDICO

Jane Griffin y John Franklin se casaron en noviembre de 1828. Ella tenía treinta y seis años; él, cuarenta y dos. No se conservan escritos de Jane de aquella época, pero las cartas de su flamante marido transmiten felicidad (aunque las cartas de John siempre daban esa impresión). La boda fue bien: todos radiantes de alegría, el camino de la iglesia adornado con flores… Jane y John pasaron una semana juntos «en el más absoluto retiro» antes de irse a París. El famoso explorador John Franklin fue celebrado y agasajado en encuentros de la Sociedad Geográfica, donde declinó el asiento de honor porque le parecía «demasiado prominente para un hombre nervioso». Jane lo acompañaba cuando podía, pero le irritaba que no invitaran a las mujeres a las cenas1.

Al volver a Londres, John demostró ser un esposo maleable: «solo debes manifestar tus deseos para que estos se hagan realidad». Quizás obedecía a Jane cuando solicitó un título nobiliario por sus logros como explorador: fue debidamente nombrado caballero2, pero tuvo que enfrentarse al jefe de la marina britá- nica para pedir aquel favor. Resulta difícil imaginar a un hombre modesto, que en el anterior mes de diciembre había rechazado un asiento prominente, metido en aquella situación en el mes de abril por voluntad propia. Seguramente su mujer lo animó; quizás, incluso, lo presionó. Cualquiera que fuese el motivo, John se convirtió en sir John y su mujer, en lady Franklin, lo cual supuso un enorme ascenso en la escala social.

A partir de aquel momento, el título de Jane fue «lady Franklin», no «lady Jane Franklin», puesto que su marido solo era caballero y ella no era hija de noble. Solo los más cercanos la llamaban «Jane», y nadie la llamaba jamás «lady Jane». No es ninguna nimiedad: «lady Jane» parece el apelativo de una persona agradable y de trato fácil, que no se corresponde con Jane Franklin. Siempre se usaba «lady Franklin», formal, para marcar distancias. Aquel era el objetivo de la clase dirigente, por supuesto: mantener a raya a la chusma.

En lo económico, los Franklin disfrutaban de una posición acomodada; aunque no eran ricos, entre el dinero del padre de Jane y el de la primera mujer de John, tenían suficiente para vivir como quisieran. En términos legales, la riqueza de Jane pertenecía a su marido, pero John le permitía disponer de su dinero con total libertad. Franklin nunca mostró especial interés por el dinero; más que eso, quería trabajo. No había ninguna expedición a la vista, así que insistió al Almirantazgo para conseguir un barco. La Compañía Agrícola Australiana le ofreció el puesto de gerente en Nueva Gales del Sur; Jane tenía un ardiente deseo de ir allí, escribió John, pero declinó la oferta por miedo a que comprometiese su futuro en la marina. Parry, amigo y compañero de expedición de John, aceptó el puesto3.

Es posible que la vida matrimonial supusiera un reto para Jane, después de treinta y seis años de soltería. Vivían en la antigua casa de John y su primera mujer, donde, además del fantasma de Eleanor madre, estaba la presencia de Eleanor hija. La pequeña, que para entonces tenía cinco años, había estado viviendo con su tía Isabella Cracroft, hermana de John. Desde el momento en que se anunció el compromiso, Jane intentó ser buena madrastra. Se refería a ella como «la querida Eleanor», le compraba muñecas (y, como no desaprovechaba ninguna ocasión para instruirla, pedía a la pequeña que le dijera de qué estaban hechas) y rogó a Isabella que se asegurara de que Eleanor quería a su nueva mamá. Aquello era fácil cuando Eleanor estaba lejos, pero mucho más difícil cuando empezó a vivir en la casa. John adoraba a su hija, a quien describía como alegre y cariñosa, pero la versión de Jane es que Eleanor era vivaracha y presumida y tenía una aguda inteligencia. «En mi opinión, no es el ideal de la apariencia o la mente femeninas, pero debemos trabajar con los materiales que nos encontramos y esforzarnos para moldearnos según nuestros propósitos», escribió a John4. Nunca sintió una afinidad especial por los niños.

A finales de 1829 Jane cayó enferma, lo que en ella solía ser un indicio de infelicidad, y Eleanor volvió con los Cracroft. Jane visitó un balneario y vio a un médico tras otro. John mencionó reumatismo, pero es evidente que debió de ser otra dolencia la que aquejaba a Jane cada cierto tiempo durante décadas, a menudo —aunque no siempre— cuando no era feliz. Los médicos modernos sugieren migrañas y dispepsia nerviosa, enfermedades debilitantes a corto plazo que tenían escasas consecuencias en la salud a la largo plazo5.

A veces Jane se perdía algún acontecimiento especial por culpa de la enfermedad. En cierta ocasión, John decidió que se encontraba demasiado enferma para acompañarlo a una visita; cuando se marchó, Jane le escribió diciendo que deseaba haber cedido con mayor elegancia y no haber sucumbido a sus propios sentimientos, pero quería ir y era un sacrificio muy elevado. De todas sus cartas, solo aquella, escrita un año después de su boda, destila pasión, pero también le cuenta a John que en una fiesta su anfitrión confesó que Jane producía una sensación extraordinaria y que todos los caballeros allí presentes le habían preguntado quién era aquella joven dama tan hermosa. En otras palabras, John era un bruto, pero el resto de la gente sabía valorarla. John se disculpó, pero disfrutó de las vacaciones. Cuando Jane se sintió mejor regresaron a Londres (y Eleanor también), donde organizaron cenas y fiestas. Durante el verano, Jane tomó las aguas en Brighton, donde asistieron a besamanos y recepciones reales; admitió que en aquel periodo sucumbió a la vanidad más vergonzosa, a las nimiedades y a la ociosidad, aunque aquel era el estilo de vida habitual de la clase alta y, como solía ocurrir, sus palabras tenían un propósito: en este caso, inspirar a su marido a dedicarse a asuntos mejores6.

En septiembre de 1830 Franklin fue destinado a un barco, el Rainbow. Jane quiso acompañarlo, pero John pensó que debía esperar hasta la llegada de la primavera, cuando el tiempo sería más benigno. Ella cedió. Una mañana de noviembre, John llevó a Eleanor a la cama de Jane para que ocupara el lugar de su padre —es fácil imaginar lo que opinaría Jane de semejante sustituta— y partió hacia el Mediterráneo. (Aquella constatación de que John y Jane compartían lecho es la única información sobre su vida sexual que aparece en los cientos de miles de palabras que ambos escribieron). Con base en la costa oeste de Grecia, Franklin era el oficial de más alto rango de una flota franco-ruso-británica que supervisaba la frágil independencia del nuevo estado griego, libre después de varios siglos de dominación turca. Se desenvolvió bien con el respaldo de la autoridad naval y el apoyo de los oficiales, y sus superiores alabaron su trabajo7.

El sobrino de Jane, Franklin Simpkinson, joven oficial de Franklin, dijo que todo el mundo lo quería por su bondad y su gentileza: «Jamás lo vi perder los estribos lo más mínimo, ni le oí hablar con dureza a ninguno de sus oficiales». Bajo la benigna influencia de John, el barco recibió el apodo de «El paraíso de Franklin». Sir John delegó la administración en el teniente primero. La marina consideraba que los azotes eran fundamentales para la disciplina, pero Franklin los odiaba y temblaba de pies a cabeza cuando se imponía aquel castigo, escribió Frank. No obstante, admitía que eran necesarios. Aunque era profundamente religioso, no «importunaba» a la tripulación con sesiones de oración (palabras de Frank), aunque los domingos por la tarde daba a los guardiamarinas un sermón en su camarote. Reprendía a Frank si no conseguía recordar el texto del servicio dominical y si corría a besar a su tía cuando la invitaban a bordo; Franklin opinaba que aquellas muestras de afecto debían reservarse para la intimidad del camarote.

Franklin tenía debilidades humanas. Era tan despistado que en cierta ocasión, para regocijo de los guardiamarinas, apareció en cubierta con la mitad de la cara afeitada y la otra mitad, todavía cubierta de espuma. Le ponía nervioso montar y una vez, cuando estaba recorriendo la costa a caballo con una partida de oficiales, advirtió a los guardiamarinas de que no se acercaran a él para no asustar a su montura, pero los oficiales galoparon furiosamente a su alrededor, fingiendo que no podían controlar a sus caballos8. Este episodio recuerda al de la mujer que le pasó por encima con el trineo. Debió de suponer todo un reto para su esposa convertir aquella figura bonachona en un heroico protagonista de hazañas.

Cuando John se marchó, Jane Franklin regresó a Londres, a Bedford Place, donde disfrutó de cenas, fiestas, ópera y teatro. Sin embargo, caía enferma a menudo; una vez, calentaron demasiado la bolsa de lúpulo que le había recetado el médico (¿a la desesperada?) y casi se abrasó en la cama9. Eleanor y ella asistieron a una fiesta en la que estaba presente el rey, y Jane tuvo el placer de informar de que el monarca se había referido a sir John como «un gran amigo suyo». Le interesaban los asuntos públicos —era conservadora, aunque no tanto como sus hermanas, a las que un sistema postal más barato les parecía de una radicalidad peligrosa—, pero su diario recoge sobre todo actividades familiares. A los cuarenta y dos años, Fanny se casó con Ashurst Majendie, un geólogo de ascendencia hugonota que vivía con distinción en el castillo Hedigham de Essex. John Franklin vio el enlace con buenos ojos, seguro de que Fanny tendría que renunciar a sus «caprichos y peculiaridades»; se la imaginó embarcándose con su esposo y su martillo geológico en un viaje «en pos de todas las novedades en el campo de la ciencia». Cuando el hijo de Mary se escapó del colegio, las dos hermanas se encargaron de que el director supiera lo que opinaban del atroz sistema de servidumbre entre alumnos, mediante el cual los más jóvenes hacían de criados de los mayores. En el comedor de Bedford Place, el mayordomo pilló a un ladrón metiéndose las cucharas en los bolsillos, lo dejó allí encerrado y mandó a buscar a la policía. Jane se quedó en las escaleras atizador en ristre mientras las criadas, «más blancas que las paredes», vigilaban por las ventanas hasta que llegó la policía10.

Y no hay que olvidarse de Eleanor. Para una mujer a quien no le gustaban mucho los niños, ocuparse de una pequeña de seis años suponía una carga y una preocupación. Eleanor había estado enferma cuando no era más que una recién nacida, y Jane escribió a la tía de Eleanor diciendo que estaba muy preocupada por ella, que la cuidaba como si fuese una planta de invernadero. Lo que quería transmitir era «soy una madrasta abnegada», pero entre líneas puede leerse un mensaje de preocupación extrema e incluso de desesperación: ¿qué es este deber que se me ha impuesto? Para demostrarle a John lo bien que estaba criando a su hija, Jane le contó que había encontrado a Eleanor llorando porque la doncella de Jane le había mandado que memorizase un versículo de la Biblia y, dando por hecho que Eleanor se había portado mal,

le mandé inmediatamente dos versículos, insistí en que debería recitarlos a la perfección el próximo día y le advertí —aunque no insistí en ello— de que se pusiera manos a la obra en aquel instante, sobre todo porque yo estaba escribiendo a su padre y deseaba poder decir cosas buenas de ella (le aseguré que estaba obligada a decirle siempre la verdad). Enseguida dijo que los aprendería rápidamente.

Jane también se negó a enviar a papá una carta que Eleanor le había escrito porque pensó que la niña había recibido ayuda de la doncella. «Abandonada a su suerte y a la mía, Eleanor es casi todo lo que podría desear, y mi influencia sobre ella es casi ilimitada», escribió Jane11.

Era evidente que Jane sentía que, al igual que Eleanor, John necesitaba que lo moldeara. En una carta, el marido tuvo la temeridad de expresar sus deseos de una vida tranquila. Aquello hizo que sonaran todas las alarmas. Jane lo urgió a obtener un ascenso, a conocer a gente importante (le horrorizó que desestimara la ocasión de conocer al rey de Grecia, y le hizo pedir otra oportunidad), a contribuir a la ciencia, a mejorar sus dotes de navegación, contentar al almirante, esforzarse por conseguir encargos de exploración «y regresar como siempre con un incremento de honor y de fama». Casi deseaba que estallara una guerra para que su marido pudiera conseguir más trabajo. John tenía mucho empuje y energía, y el rey hablaba bien de él; cuando se despertaran «todas las energías latentes en tu naturaleza», sus logros no tendrían fin. Nada tenía mayor importancia para ella que el éxito de su esposo; «No hallo satisfacción en el sentimiento de superioridad, como a veces me achacas, sino la mayor alegría y el más puro gozo en todo lo que tú posees sobre mí»12. Llegado este momento, el lector se debe de estar preguntando hasta qué punto Jane era escrupulosa con la verdad. Quizás habría argumentado que la sociedad daba poco poder a las mujeres, obligándolas a ser retorcidas para gozar de algún tipo de influencia. Esa era la tesis del libro Vindicación de los derechos de las mujeres, escrito por Mary Wollstonecraft en 1792, aunque Jane Franklin nunca habría apelado a una feminista tan radical. Temía que la tachasen de rara y poco femenina.

De niña, Jane había conseguido vivir más o menos como le vino en gana sin dejar de cumplir con las expectativas de la sociedad. De mayor también lo consiguió. Sabía que tenía una mente crítica y vehemente, una energía enorme y deseos de mantenerse activa; también sabía que para ser aceptada en la sociedad tenía que ajustarse al modelo de mujer: sumisa, reservada, obediente al macho dominante. Por fortuna, tenía el aspecto apropiado, pues era menuda, delgada y atractiva, y solían describirla como amable, agradable y encantadora, así que podía jugar aquel papel sin problemas. Además, conseguía incorporar su carácter fuerte al papel de esposa, en el que podía mostrarse tan activa como deseara por el bien de su marido, asegurando que todo lo que hacía era para apoyarlo. Fueron necesarias ciertas dosis de manipulación verbal, pero Jane dominaba aquel arte.

Mientras tanto, intentó reunirse con John en Grecia. A Jane no le importaba si estallaba la guerra, y no estorbaría, le escribió desesperada. Inglaterra y la maternidad postiza le aburrían; reunirse con su marido —aquel importante deber de esposa— le daba la oportunidad de escapar. También le tentaba la sugerencia de libertad femenina: le fascinaba que una tal señora Lyons hubiera surcado el Mediterráneo ella sola. No obstante, en aquel momento Jane estaba encorsetada por las normas sociales: un caballero podía viajar él solo por el Mediterráneo, pero una dama necesitaba compañía femenina, lo cual era complicado de organizar. También era difícil encontrar transporte. Fracasó un plan tras otro, pero «No creo que las cosas un poco difíciles sean imposibles para mí» y finalmente, en agosto de 1831, partió hacia el Mediterráneo con su padre y una pareja estadounidense, el reverendo doctor Kirkland y señora. También llevó consigo dos criados y su cuja de hierro, que viajaba con ella a todas partes. El doctor dijo que el Mediterráneo sería perjudicial para la salud de Eleanor, así que la niña volvió con los Cracroft. Quizá Jane lanzara alguna indirecta al doctor, pero es comprensible que no quisiera viajar con una niña de seis años. Una segunda razón para no llevar a Eleanor, tal y como le explicó a su marido en una carta, fue que «Temía que en ocasiones la niña pudiera ser un obstáculo para que estuviéramos juntos […]. Soy incapaz de tomar cualquier decisión que me haga separarme de ti»13. El tiempo demostraría que aquella afirmación no era del todo cierta.

Jane Franklin pasó los tres años siguientes en el Mediterráneo, en su mayor parte viajando. Hubo dificultades: a veces era complicado encontrar acompañantes, criados y transporte. Como el transporte era irregular, también lo era el correo, y a veces su marido y ella pasaban meses sin saber el uno del otro. En las cartas que mandaba a casa, Jane se quejaba de los insectos, los mosquitos, las pulgas, los olores, el tiempo (frío, cálido, húmedo) y de una sucesión de acompañantes antipáticos y criados incompetentes, pero seguramente lo hacía para que su familia no pensara que se lo estaba pasando demasiado bien. Se esperaba que las clases altas disfrutaran de su ración habitual de cenas, fiestas y bailes, pero viajar se asociaba con una causa noble, como el deber, la educación, la superación personal o la escritura de un libro. Viajar por placer estaba mal visto: se consideraba una frivolidad. John le dijo a su hermana que Jane no viajaba por mera curiosidad, «sino para aprender y ampliar sus horizontes y resultar así más interesante a los demás». Ensalzaba el corazón benévolo de su esposa, su simplicidad y su franqueza de mente, así como su timidez y su reserva, que a menudo se confundían con orgullo, del que carecía por completo, escribió John14.

Cualquiera que fuese el motivo de Jane para viajar, sus diarios demuestran que disfrutaba de lo lindo; por lo menos, la mayor parte del tiempo, puesto que pasó verdaderas dificultades. Aun así, nunca le importaron ni la incomodidad, ni los sabores ni costumbres desconocidas, y le encantaba conocer lugares nuevos, gente nueva, nuevas experiencias. Poco a poco se fue liberando, y durante aquellos tres años alcanzó su plenitud. Aunque en teoría obedecía a John, que imaginaba que estaba a cargo de ella —«He dado mi consentimiento», escribió sobre los planes de su esposa—, en realidad Jane hacía lo que le daba la gana y su marido se enorgullecía de las aventuras de su queridísima Jane15.

Lady Franklin se reunió con su marido en contadas ocasiones: un total de seis meses en cuatro años. Una esposa abnegada de verdad no se habría separado de su marido tanto tiempo voluntariamente. ¿Se sentiría desilusionada? ¿Quizás el hombre con el que se había casado no era el héroe que había imaginado? Desde luego, a Jane le irritaba que el pusilánime de John le advirtiera una y otra vez del peligro y le rogara que no fuese temeraria («por encima de todo, no te preocupes por mí», escribía Jane con exasperación)16. ¿Le resultaría desagradable el matrimonio? ¿Tendrían problemas? En la carta mencionada anteriormente, John la acusaba de sentirse superior a él. ¿Le planteaban dudas el sexo o el embarazo? Aquellos eran sus últimos años para concebir, y tal vez quería evitarlo, teniendo en cuenta que su madre había muerto dando a luz y que, además, tampoco tenía madera de madre. Según parece, no había pasión física entre ellos, así que tal vez a Jane (o a John) le desagradase el sexo. ¿O simplemente adoraba viajar? El trabajo de John conllevaba una cierta separación, pero podrían haber pasado juntos mucho más tiempo del que compartieron.

A finales de 1831, Jane y los suyos recorrieron España y el norte de África. Cabalgaron 40 millas tierra adentro desde Argel hasta Tetuán y, según escribió Jane, fueron las primeras mujeres europeas en hacer aquel viaje. Tanto el señor Griffin, de setenta y dos años, como la doncella de Jane se cayeron de la mula, pero ninguno sufrió heridas de gravedad, escribió Jane —en sus viajes nunca se mostró excesivamente compasiva con las desgracias de otra gente—, y, pese a los bichos, los mosquitos y el hedor de Tetuán, disfrutó viviendo desastradamente en una casa morisca pequeña y sin ventanas. En una carta le contó a Mary que había hecho cosas que en Inglaterra le habrían matado, pero que el aire puro, el calor, la falta de las «molestas y agotadoras preocupaciones domésticas» y «el maravilloso poder tonificante de la emoción intensa» beneficiaban en gran medida su salud, aunque cuando Mary afirmó sentir envidia por su feliz suerte, respondió en tono reprobador que ella, Jane, era tan sensible a las desgracias del mundo que nunca podría ser feliz17.

En Gibraltar el pobre señor Griffin emprendió magullado el regreso, mientras que Jane y los Kirkland se reunieron con sir John en Corfú, donde pasaron unos meses. En marzo de 1832 los tres viajaron a Alejandría en un buque de guerra estadounidense. Allí Jane conoció al primero de los tres hombres a los que consideraría maravillosos: el noble, magnánimo, caballeroso y generoso capitán del barco. Escribió con tanto entusiasmo de la marina estadounidense que sir John tuvo que señalar que la marina británica era igual de competente, pero no se podía negar que el capitán era ingenioso. El pachá de Alejandría nunca saludaba a mujeres extranjeras, pero en su visita oficial al buque estadounidense el capitán le presentó a la señora Kirkland y a lady Franklin, así que el pachá tuvo que saludarlas. A Jane le hizo mucha ilusión18.

En Alejandría conoció a su segundo héroe, el señor Thurburn, el bondadoso, hospitalario, galante y exitoso cónsul británico. También conoció a una tal señora Light, a quien acompañaba su apuesto «preux chevalier» —«galante caballero»—, el capitán Bowen. Ambos llevaban vestimenta turca, y la señora Light fumaba en pipa con los caballeros, disparaba aves salvajes, gobernaba el yate en el que vivía y podía «hacer todo aquello que se propusiera». Su marido y ella se profesaban indiferencia, escribió Jane. Aunque los residentes ingleses hablaban de ella con aprensión, la aceptaban. ¡Qué liberación! A Jane le encantó Egipto, y escribió a su sufrida familia que, aunque lo había pasado fatal en la travesía del Nilo por culpa de los bichos (cucarachas, hormigas, pulgas, arañas…) y las ratas, le sentaba bien aquel clima cálido y seco. No había que preocuparse por la disentería siempre y cuando «no llegue a un estado avanzado» y, a excepción de la peste, era un país de lo más saludable19.

Sin embargo, su relación con los Kirkland estaba empezando a resentirse, como suele pasar con los compañeros de viaje. La pareja acusaba a Jane de moverse con demasiada lentitud y ella se quejaba de que iban de un lugar a otro tan rápido que no les daba tiempo a ver ningún sitio en condiciones. Aun así, siguieron viajando por Palestina y Siria, donde las damas tuvieron que ocultar su rostro con feces y pañuelos para respetar la costumbre local. A Jane le encantó la Tierra Santa. Escribió extasiada a Mary: después de pasar varias horas cabalgando bajo un sol de justicia, los viajeros habían acabado en un cobertizo mugriento abarrotado de caballos y beduinos en el miserable pueblo de Jericó. Jane estaba totalmente coja debido a la inflamación de la pierna, pero la alivió un cataplasma, el hambre le curó el malestar gástrico y a la mañana siguiente partieron hacia Jerusalén acompañados del sirviente egipcio y una escolta de doce beduinos, «criaturas de aspecto salvaje» que llevaban mantas a rayas y pañuelos en la cabeza, mosquetes a la espalda, lanzas en la mano y cimitarras en la faja. Mientras surcaban el desierto, los beduinos se provocaban unos a otros gritando como salvajes, descargando los mosquetes, «clavando las lanzas a galope tendido, girando, persiguiéndose, reculando, cruzándose delante de nosotros y, sin embargo, evitando siempre por los pelos interponerse en nuestro camino». ¡Qué maravilla!20.

En Constantinopla los Kirkland emprendieron el regreso a Inglaterra, y Jane se quedó sola. Cómo disfrutó: viajó por el Bósforo y subió al antiguo monte Olimpo, hoy en día llamado Ulu Dag. Con el guía y su criado (ya no necesitaba compañía femenina), cabalgó hasta una llanura donde los gitanos llevaban a pastar al ganado. El patriarca de la familia ordenó que trajeran pieles y alfombras para que Jane se sentara y pan y queso para que comiera, y las mujeres y los niños se acercaron a mirar: fascinados por sus ropas, le levantaban las faldas para ver si llevaba pantalones, «y me aseguré de demostrarles que sí llevaba». Acampó aquella noche y por la mañana temprano los gitanos le trajeron flores a la tienda. A Jane le encantó subir la montaña; paraba para recoger nieve endurecida que, mezclada con el aguardiente local, «se convertía en una bebida de sabor nada desagradable». El guía se quedó estupefacto al verlos beber alcohol, pero el patriarca gitano lo aceptó como un «sorbete inglés»21.

Cuando volvieron a Constantinopla, la peste hacía estragos, así que Jane siguió hasta Esmirna y Atenas. Se ganó fama de aventurera: un turco escribió en sus memorias que, de todas las damas extranjeras que trotaban por la tierra clásica de la antigua Jonia, la más entusiasta era lady Franklin. Las damas inglesas solían turbar a los lugareños al montar a horcajadas; si Jane lo hacía, no era más que otra actividad poco convencional, aunque práctica. Disfrutaba viajando sola: «Soy consciente todos los días de la bendición que supone ir de un lugar a otro a mi aire, con total independencia, sin etiquetas ni protocolos». Cuando estaba en Atenas, le molestó que unos respetuosos oficiales ingleses coartaran sus movimientos. «No puedo salir sin solicitar los servicios de algún oficial para que me acompañe, y mi alcoba es un besamanos continuo desde que amanece hasta que se pone el sol». John tenía que entender por qué se resistía a reunirse con él y sufrir más frivolidades como aquellas, pero, cuando fuese, prometía «… ¡aprovecharlo al máximo y mostrarme tan encantadora como aseguras que puedo ser, astuto adulador!». Por lo menos en Atenas pudo codearse con el almirante inglés y asegurarse de que ensalzaba a sir John22.

Un barco francés la llevó a la costa oeste de Grecia. Le horrorizó lo bullangueros y ateos que eran los oficiales, que bebían ron para desayunar y tomaban el nombre de Dios en vano, pero admiraba su buen corazón y su carácter vivaracho. Durante una parada en la costa, Jane les dijo que la antigua fuente pieriana estaba cerca, y repitió la siguiente cita de Alexander Pope: «Resulta muy peligroso el conocimiento superficial: no bebas de la fuente pieriana sino hasta la saciedad». Los dejó embelesados. Un oficial acercó a sus labios un cubo de madera y Jane bebió «un largo trago», pero le pidieron que parase porque ellos lo necesitaban más que ella. La «ruda forma de vida que llevábamos» (o toda esa admiración masculina) le sentaba de maravilla, escribió, pero cuando se marcharon los franceses se quedó débil y febril, y se preguntaba con preocupación cuándo ascendería John a almirante. En diciembre se reunió por fin con él en Patras, pero después de solo quince días Jane se fue de viaje por las islas Jónicas23.

Jane se sentía satisfecha consigo misma por arreglárselas tan bien: «En mi larga experiencia, todo viene a ratificar mi teoría de que las dificultades se desvanecen casi con total seguridad al acercarse a ellas». Aseguró a Mary que no se le subirían a la cabeza las alabanzas por sus viajes: no había en ellos nada extraordinario (ya, seguro) y Jane huía de la fama, puesto que no quería que se la considerase «corpulenta, ni tampoco resuelta, atrevida, masculina, independiente y, en resumen, casi todo aquello que más odio. Espero que nunca se hable de mí como de una de esas mujeres atrevidas, inteligentes, llenas de energía y dispuestas a todo. Sin lugar a dudas, poseo una enorme energía y ardor, pero preferiría ocultar este hecho en vez de manifestarlo»; era importante ceñirse en apariencia a las expectativas sociales. En cualquier caso, continuó, la debilidad física, una intensa timidez y el miedo al ridículo contenían su energía: «una masa de contradicciones». Según le confesó a su esposo, era una «persona de lo más ordinaria […]. Una extraña mezcla de cualidades contrapuestas»24.

Lo instaba a avanzar en su carrera continuamente. ¿Por qué no había presentado sus respetos a los altos mandos? Podría resultar útil, brindarle una oportunidad; de lo contrario, el almirante podía pensar que no estaba interesado. «Debes perdonarme, amor mío, si oso aconsejarte y a menudo discrepo de ti», concluyó Jane. John respondía paciente. Tenía que cumplir con su deber; no quería comprar un puesto con fingimientos serviles; ella lo imaginaba temeroso, pero él tenía un deber importante y su gran orgullo era cumplir con él; John no quería corregirla, pero él sabía lo que estaba ocurriendo y ella, no: se debatía «dolorosamente entre mi cariño por ti y el deber». Ella siguió metiendo presión y llegó a sugerir que ganase fama y un ascenso trabajando para otro país. De ninguna manera, respondió él. Aquellos hombres eran considerados aventureros, y un paso como aquel dinamitaría sus opciones de ascender en Inglaterra. No haría nada «por el mero deseo de viajar y menos aún por la mera y vana posibilidad de incrementar mi fama»25. ¿Cómo reaccionó Jane a aquello? ¿«Mero» deseo de viajar? La fama, ¿una «vana posibilidad»?

A principios de 1833, la señora Hanson y Louisa Herring viajaron desde Inglaterra a petición de su amiga Jane, pero como había probado las mieles de la independencia hablaba de ellas con mordacidad: «La ropa de la señora Hanson no es digna de llevar en público y tiene un très mauvais ton [un estilo pésimo], y Louisa está más sorda que una tapia». Después de unos meses viajando, las otras volvieron a casa, y Jane se quedó sola otra vez. «¡Ay, mi querida Independencia! ¡Regreso a tus brazos y te amo más que nunca!». Tenía intención de volver a Alejandría, pues los Thurburn le habían invitado a acompañarlos a Tebas, un destino emocionante. Sir John accedió «de buena gana a sus deseos», le confió Franklin a su amigo John Richardson. El propio John estaba a punto de volver a Inglaterra, pero «viajar le sienta a Jane sorprendentemente bien», así que ella se quedaría para evitar el invierno inglés. John ansiaba el momento en que «mi queridísima Jane y yo estemos junto a nuestra niña adorada en una acogedora casita en el campo»26. ¡Podía esperar sentado!

Ansiosa por ver a su marido antes de que se marchase, Jane viajó a Atenas, pero John no estaba allí, así que subió al monte Himeto. Después de hacer gran parte del camino en burro, a las cinco de la tarde Jane y el guía iniciaron el ascenso a la cima. Les llevó una hora; tuvieron que superar a gatas tramos casi inaccesibles y cada vez encontraban cimas más altas que escalar; no emprendieron el regreso hasta que se puso el sol. Se perdieron buscando una ruta más directa y no veían «más que un gran pozo de oscuridad». La pendiente era tan inclinada que cayeron rodando, agarrándose a lo que podían para ralentizar el descenso. «Los fuertes arbustos de espinas y zarzas en los que se me enganchaban las enaguas supusieron un gran obstáculo y se llevaron una porción de tela considerable […]. También los zapatos acabaron hechos unos auténticos jirones», relató no sin cierto orgullo27.

Intentó ver a su esposo en más ocasiones, y se enfureció cuando el almirante le dijo que le había dado a John permiso de itinerancia: podía haberlo aprovechado para visitar a su esposa y llevarla a Alejandría. John interpretó que solo gozaba de itinerancia cuando estaba de servicio, pero Jane nunca fue capaz de comprender que para John lo primero era el deber y todo lo demás, secundario. A Jane le preocupaban en parte las apariencias: «Ojalá a ojos del mundo pareciera que hubieses correspondido mis esfuerzos por reunirme contigo»28.

Se encontraron por fin en Malta; él volvió a Inglaterra y ella pasó unos meses aburrida intentando organizar cómo ir a Alejandría. Le molestó que le desaconsejaran visitar Chipre simplemente porque había disputas entre griegos y turcos, y porque la familia del cónsul británico había muerto a causa de alguna enfermedad y el cónsul francés, envenenado. No eran razones de peso, escribió Jane. Los turcos y los griegos no le harían daño alguno, nadie iba a envenenarla y seguro que la mitad de la familia del cónsul británico seguía con vida. No obstante, disfrutó comprando tierras cerca de Atenas; a diferencia de John, Jane apreciaba a los griegos y sentía que estaba apoyando a la nueva nación29.

En diciembre de 1833 llegó por fin a Alejandría, donde la recibieron los Thurburn. También conoció a «la condesa sueca», otra mujer liberada: habladora, independiente, viajera solitaria. Pese a su escandalosa reputación y a las advertencias de su marido, a Jane le cayó bien: «No está más chiflada de lo que suele estarlo la gente que elige vivir según sus propias normas, cuando esas normas no se ajustan exactamente a las del mundo en el que viven». Sin embargo, Jane prefirió no viajar con ella. La condesa tenía mala fama, justo lo que Jane no deseaba. En Grecia le había horrorizado (o eso le confesó a John) que se refiriesen a ella, Jane, como una dama de gran distinción y una célebre viajera: incluso ese tipo de fama le parecía mal30.

Los Thurburn y compañía partieron para El Cairo en enero de 1834 y Jane viajó en su propio bote con dos criados. «Pero… ¡qué horror!». No podía dormir imaginando que ratas nauseabundas le arañaban la cara; tenía piojos por todas partes, incluso en el corsé; los barqueros no ayudaban mucho (menuda sorpresa, teniendo en cuenta que Jane había insistido en avanzar en vez de cenar) e iba siempre varias horas rezagada, por lo que se perdía excursiones y comidas. Se sintió desatendida: «Yo era sin duda alguna la persona más insignificante del grupo, quizás incluso me consideraban un fastidio». Cuando por fin los alcanzó rompió a llorar histérica; la situación no hizo más que empeorar cuando un hombre insensible afirmó que no se debía más que a la falta de comida. Hasta los Thurburn le parecieron poco compasivos.

En El Cairo conoció al reverendo Johann Lieder, un prusiano que llevaba trabajando en Egipto desde 1826 con la Sociedad Misionera de la Iglesia Anglicana. Lieder estaba a punto de bajar al Alto Egipto y Jane lo convenció para que la llevara. Al contárselo a su familia demostró su talento para las medias verdades: era indecoroso que una mujer viajara sola con un hombre, pero, al mismo tiempo, una mujer debía estar bajo la protección de alguien (a sir John le complacía que los Thurburn asumieran aquel papel). Jane le explicó a su familia que se encontraba bajo la protección de un hombre sumamente respetable y adecuado, un misionero anglicano culto, devoto y bondadoso que, además, era médico (aunque se dedicaba a la homeopatía, sería útil en caso de emergencia). Uno se imagina un venerable profesor de pelo blanco, pero lo que Jane no mencionó fue que Johan Lieder era un hombre alto y apuesto de treinta y seis años, siete más joven que ella, que vestía al estilo oriental —un fez rojo, pistolas en el bolsillo, una espada amarrada a la cintura— y era susceptible a los encantos femeninos31.

Partieron de El Cairo a mediados de febrero; cada uno viajaba en un bote y se reunían para comer y para hacer turismo. Jane estaba en su salsa: a medida que remontaban el Nilo, iba describiendo momentos cada vez más románticos. El señor Lieder, como siempre lo llamaba (o a veces Leider o Leader), le estaba enseñando árabe y se empeñaba en que Jane fuese capaz de leer el primer capítulo del Corán, que por fortuna era corto. En una de las cartas de presentación llamaron a Jane «la sua signora» —«su mujer» o incluso «su esposa»— y ella no le permitió olvidarlo. Lieder «parecía vivir solo para servirme» (un cambio muy agradable después de una persona para la que el deber era prioritario), y cuando estaban en tierra y a Jane le dieron un cuarto que tenía el suelo sucio, Lieder «puso en el suelo su alfombrita persa para que me sentara y él se acomodó junto a mí para beber el té». No se quedaba mucho tiempo porque Jane se encontraba mal (o eso decía)32.

Cruzaron el Nilo en una balsa. El señor Lieder recogió algunas flores de dulce aroma para Jane y afirmó que «“si pudiera, incluso con sangre en los dedos arrancaría todas las espinas que hallara en su camino”, pero yo le dije que era preferible que me encontrase con alguna, y me puse las flores en el sombrero». Él intentó curarla con polvos homeopáticos y le prohibió que bebiera té mientras los estaba tomando; por desgracia, Lieder subió a bordo del bote de Jane justo cuando esta se encontraba a punto de beber una taza, pero, rápida de reflejos, explicó que todavía no había empezado con los polvos y que aquella era su última taza. Conversaban hasta bien entrada la noche y muchas veces hablaban de temas espirituales. El señor Lieder no se sentía satisfecho con la fe de Jane, escribió ella, y Jane le pedía que no la intentara «convencer con la fuerza del cariño, sino únicamente con la fuerza de la razón». Jane le gastó una inocentada el 1 de abril, el día de las bromas. Lieder solía tocar la guitarra para ella; una noche, hasta las dos de la madrugada.

Aquel comportamiento era escandaloso según las convenciones inglesas: Jane era una dama casada que estaba viajando con un hombre, por muy misionero que fuese; y qué decir de la alfombra, la balsa y la guitarra. Jane era consciente de que sus actos suscitarían miradas de desaprobación, así que perder el bote de los Thurburn supuso un alivio. Algunos ingleses respetables la recibieron con frialdad, pero hubo dos coroneles que visitaron a lady Franklin. Además, el señor Lieder y ella visitaron al obispo copto y charlaron sobre el futuro de la Iglesia cristiana. Leer su diario es como leer una novela de suspense: ¿qué sería lo siguiente que hiciera?

Continuaron Nilo arriba, viendo templos, estatuas y tumbas. Jane hizo muchas proezas con la ayuda del señor Lieder: bajó a un apestoso hoyo de momias en el que hacía mucho calor (había viajeros que no se creían que hubiera cocodrilos momificados, pero Jane sabía que existían, porque le había comprado varios a su guía) y subió a un monumento en Luxor, «para gran inquietud del señor Lieder, cuya fuerza y bondad me permitieron lograrlo». En cierta ocasión, cuando amenazaba tormenta, el señor Lieder corrió por el barro y el agua hasta el bote de Jane y, «cayendo de rodillas y estrechándome por la cintura, me preguntó si estaba asustada. Era imposible seguir avanzando, aunque su bote llevaba media hora de delantera. Ya había oscurecido; lo convencí para que me dejara y caminara hasta el bote». Una vez, Jane siguió adelante, en contra de lo que habían acordado. Se disculpó y él «me recibió con su ternura y bondad habitual, y parecía más apenado que dolido u ofendido por que lo hubiera dejado atrás». Por fin alcanzaron su meta: Wadi Halfa, en la segunda catarata, a 1500 kilómetros de Alejandría. Cruzaron el río saltando de piedra en piedra hasta que llegaron a una roca negra sobre un rápido y se sentaron al borde del Nilo, su «non plus ultra», como escribió Jane («nada más grande»). ¿Podía haber algo más romántico?

Por mucho que intentaran retrasar «el día de la separación», Johann Lieder estaba allí para hacer labores de misionero. Quizá por fortuna, su trabajo consistía en traducir al nubio el Nuevo Testamento y el Corán, en lugar de adoctrinar. Desde que se separaron, las entradas del diario de Jane empiezan a ser breves33.

Volvieron a encontrarse pronto, pero no se conserva el siguiente diario de Jane. ¿Recogía entradas todavía más osadas que aquella en la que describía cómo la estrechaba por la cintura? Descendieron juntos el Nilo, y las primeras cartas que se conservan de Jane en tres meses fueron escritas desde El Cairo en mayo; en ellas, cuenta a su familia las ganas que tenía de tener noticias de ellos. El señor Lieder le había cedido amablemente su casa de El Cairo y había decidido «no desentenderse de mi cuidado» hasta que pudiera entregársela en Grecia a los Leeve. Tenía tanto miedo cuando estaba sola… Pero no podía pasarle nada grave si el señor Lieder estaba cerca. «Supongo que coincidirás conmigo en que, dadas las circunstancias en las que me hallo, no podría aspirar a nada mejor», le dijo a sir John en una carta. El señor Lieder era «un amigo excelente». Las cartas de su marido eran un gran consuelo para ella. Y ¿podía decirle John a Eleanor que «es mi niña adorada»? El descaro de Jane es innegable: retrataba a Lieder como a un amigo bondadoso y a sí misma, como a una esposa y madre abnegada. Tuvo tanto éxito en su empeño que sir John confesó a los Leeve estar en deuda con Lieder34.

¿Qué debemos interpretar de todo esto? Mi lectura es que Jane se sintió desilusionada con el matrimonio al descubrir que el héroe que había escogido como esposo era impasible, rechoncho, apático y poco romántico. Anteponía el deber a su esposa, se resistía a impulsar su carrera como ella deseaba, era tan amoroso que resultaba irritante, imaginaba peligros para intentar frenar las actividades de Jane y, en lugar de mostrarse audaz, intentaba complacerla a toda costa: «Confío en que esta sea la clase de carta que deseabas recibir»35. Jane tenía todas las papeletas para encapricharse por alguien que se acercara más a su ideal. El capitán estadounidense y el señor Thurburn la veían con indiferencia, pero no así Johann Lieder. El misionero era la antítesis de sir John: galante y admirativo, no dudaba en anteponerla a su deber. Así y todo, no parece probable que mantuvieran una relación sexual. Jane era más bien gazmoña; escribía sobre Lieder con una sorprendente falta de pasión, y quedarse embarazada habría resultado nefasto. Lo más seguro es que estuviese volviendo a disfrutar con los coqueteos románticos de sus años mozos. Aun así, los detalles no importan: incluso aunque no fuese infiel a John en sentido estricto, durante cinco meses el hombre más importante de su vida no fue su marido.

Sin embargo, en algún momento tendría que aceptar la cruda realidad. Aquella deliciosa relación no tenía ningún futuro, como bien sabía Jane. Johann Lieder tenía que retomar su trabajo; ella tenía que volver a Inglaterra. Quizá la señora Light y otras aventureras de dudosa fama como Hester Stanhope y Jane Ellenborough viviesen en el Mediterráneo como les viniera en gana, pero tenían que quedarse allí. Jane Franklin no abrigaba deseo alguno de vivir de aquella manera a largo plazo. Divorciarse resultaba sumamente difícil y costoso y provacaba mala reputación y ostracismo social; aquella posibilidad ni siquiera llegaría a pasársele por la cabeza. Su único futuro posible consistía en ser la esposa de sir John Franklin, así que se despidió de Johann Lieder y volvió con su marido, para «trabajar con los materiales que encontramos y esforzarnos por moldearlos según nuestros propósitos», tal y como había escrito sobre Eleanor. (Lieder trabajó casi cuarenta años en El Cairo formando a sacerdotes coptos y traduciendo textos religiosos. Se casó con una inglesa, interesada, como él, en la arqueología36).

A Jane Franklin se le daban tan bien las relaciones públicas que nunca se le censuró aquel largo idilio. Un gran logro, porque, de haberse sabido, la historia habría despertado la más intensa desaprobación social. John Franklin nunca insinuó albergar sospecha alguna: era un hombre confiado que se creía lo que le decían. Cuando su primera mujer le dijo que su salud había mejorado, la creyó. Cuando su segunda mujer le dijo que el señor Lieder no era más que un buen amigo, también la creyó. En cualquier caso, como le dijo a Jane en tono de chanza, no era de naturaleza celosa, «de lo contrario, te habría prohibido que viajaras sin mí debido a tus numerosos encantos». No obstante, hubo cierta tensión, pero no por Johann Lieder, sino por los largos periodos que lady Franklin pasaba fuera. Parece ser que Jane pasó a la ofensiva en una de sus cartas (que no se conserva), porque en su respuesta John le recordó que habían convenido que Jane pasaría el invierno en Egipto. «Nunca ni por un instante permití que nadie pensara que estabas fuera en contra de mis deseos, ni cruzó mi mente un pensamiento semejante», pero deseaba que volviera ya a casa. Jane respondió en agosto: le explicó que se había retrasado (y se retrasaría) y mencionó a Lieder solo de pasada. Volvería a casa tan pronto como pudiese; entretanto, se declaraba «tu más cariñosa esposa, amor mío»37. Cuando por fin llegó a Inglaterra en octubre de 1834, llevaba más de un año sin ver a su marido.