6 EN LA INTIMIDAD
DEL HOGAR
¿Cómo era aquella mujer que se convirtió en la esposa del gobernador de la Tierra de Van Diemen en 1837? Para empezar, era una señora de mediana edad. No era ni guapa ni joven, como a veces se la describe: tenía cuarenta y cinco años cuando llegó y casi cincuenta y dos al marcharse. Aunque no era vanidosa, no quería parecer demasiado vieja; admitía que empezaba a tener canas, pero ha desaparecido un retrato que la mostraba «con un aspecto enfermizo, cansado y envejecido». Todavía esbelta, era grácil y elegante; «como una sílfide», afirmó un periódico. Su admirador James Calder aseguraba que su rostro estaba lleno de expresión, con una mezcla de intelecto y amabilidad, y que tenía una dulce sonrisa. Aquella «dama delicada y frágil que se sentía superada por las fatigas de un baile» tenía «un temperamento mórbidamente nervioso y sensible», pero en el bush se mostraba fuerte y valerosa, «una heroína perfecta: el peligro nunca la disuadía». Una mezcla extraordinaria, en opinión de Calder1.
Jane Franklin estaba en la suficiente forma física, según Eleanor, como para subir el monte Gawler pese al calor de Australia Meridional en pleno enero y caminar 20 millas (32 kilómetros). «Mamá tenía moretones; todos teníamos los pies hinchados y despellejados en muchos sitios […]. Estábamos agotados»; y al día siguiente: «Hemos subido otra colina empinada». Pero Jane también padecía unos terribles dolores de cabeza —probablemente, migrañas— que la debilitaban y la postraban en la cama varios días seguidos. Como era Jane Franklin, nunca se rendía: «Hoy he tenido una jaqueca terrible, lo que no ha evitado que viese al señor Gell», y después a más gente. «La jaqueca me ha retenido en mi habitación, pero por la tarde he leído la Economía Educativa en Inglaterra de Boone y las pruebas impresas del Consejo sobre el caso de la iglesia de Bothwell»2. Eleanor achacaba los dolores de cabeza al cansancio; sir John, a las labores domésticas, y la propia Jane, a la «excitación mental», a la fatiga y, en cierta ocasión, a una carta del capitán Maconochie3.
De vez en cuando sufría otros padecimientos, como intensos dolores de estómago y un horrible ataque de almorranas, que, por espantoso que suene, le extirparon sin anestesia. En marzo de 1841 sufrió una lesión en la pierna que le impidió caminar durante seis meses, aunque para octubre «me las ingenio para arrastrar los pies de un lado a otro bastante bien»4. Después de un año preocupante, a finales de 1842 cayó presa de una misteriosa enfermedad que le dejó insensible el lado izquierdo. Parálisis, lo llamaron los médicos, lo cual la aterrorizó, pero John y Eleanor la tranquilizaron diciendo que se trataba de una «intensa debilidad nerviosa». Aunque tenía sobrepeso, sir John gozaba de buena salud, aunque en cierta ocasión, a causa de un grave ataque de lumbago, le aplicaron «ventosas en la parte inferior de la espalda», un tratamiento que no suena agradable precisamente5.
Jane Franklin mostraba escaso interés por las distracciones femeninas habituales, como la comida, la cocina, la ropa y la moda, aunque un vestido suyo que se conserva (en el museo de Auckland), que donó generosamente a la esposa de un misionero de Nueva Zelanda, parece elegante. Fabricado con una fina mezcla de lana y algodón, tiene un estampado de cachemir rojo y verde con un ribete de seda verde en las costuras, un corpiño de ballenas ajustado con escote en forma de pico, cintura estrecha, mangas tres cuartos con volantes de encaje en las muñecas y falda amplia. En el baile del cumpleaños de la reina de 1843, Jane llevó su «vestido estilo Constantinopla de seda bordada verde y dorada, que me había puesto para la última reunión de salón en 1836», así que no puede decirse que fuera a la última moda, aunque no recibió muchas críticas por parecer desaliñada. En lo relativo a los gustos culinarios, «No son, desde luego, ningunos sibaritas», escribió George Robinson tras una visita de los Franklin. «Parecen desear un festín intelectual, a saber, sustento para la mente». Aunque aquello no era necesariamente enriquecedor. A Jane Franklin le gustaba leer, escribir y conversar sobre las últimas noticias o temas de actualidad («Escríbeme una carta con los últimos cotilleos del día»), recabando hechos y transmitiendo información. Le encantaba aprender cosas nuevas: la rutina le aburría, y ensalzaba «el maravilloso poder tonificante de una gran emoción; el peligro está en recuperar la calma una vez ha concluido». Por encima de todo, le encantaba disfrutar de una cena animada con conversación entretenida, y se negaba a verse relegada al papel tradicional de la mujer y escuchar al hombre como ser superior. Se puso furiosa cuando un buque francés amenazó con bombardear a la reina de Tahití, «estaba decidida a dejarle clara mi opinión [a un visitante francés] y casi terminamos discutiendo, porque esgrimió una defensa de lo más débil». Como dijo Calder, poca gente conseguía vencer a Jane Franklin en una discusión6.
Su esposo y su hijastra eran profundamente religiosos, pero Jane no parecía tener aquella devoradora fe personal. Su actitud hacia la religión era más o menos la misma que hacia la ciencia y el arte: eran influencias civilizadoras que se ocupaba de incentivar, pero que personalmente no la afectaban en exceso. Jane se describía como «muy baja-iglesia» —protestante sin florituras— y se oponía al catolicismo con tanta vehemencia que una vez comprobó si cierta librería estaba vendiendo traducciones católicas de la Biblia encuadernadas para semejar las protestantes («No fui capaz, empero, de detectar el truco»). Fueron varias las personas que se apercibieron de su falta de fe: desde Johann Lieder, que trató de convertirla en 1834, hasta una de sus cuñadas, que la compadecía por no tener una fe a la que aferrarse en los momentos difíciles7. Sin embargo, se avenía a las apariencias, y con aquello bastaba. No había dudas de su respetabilidad, se relacionaba únicamente con gente igual de respetable, y se mostraba incluso remilgada con el lenguaje vulgar o cualquier comentario subido de tono.
Resulta difícil deducir de su escritura gran cosa de la vida interior de Jane Franklin. No era dada a la introspección y, en cualquier caso, solo se conserva una parte mínima de su producción. Los escritos sobre la Tierra de Van Diemen que nos han llegado comprenden 650 000 palabras, pero incluyen entradas de diarios de solo veitiocho de ochenta y dos meses, y cuarenta y una de las setenta y un cartas que escribió a su hermana Mary, pero muchas de ellas se copiaron con omisiones y se destruyeron los originales. Aun así, queda material suficiente para hacerse una idea.
Jane Franklin era decidida, competente e inteligente. Era egocéntrica —una entrada de diario sobre sí misma y sus intereses podía abarcar varios miles de palabras— y tan segura de sí misma que rozaba la arrogancia, pero sabía que tenía tendencia a sentirse superior a los demás y se preocupaba por gustar a la gente (de un visitante escribió: «Hicimos mejores migas que en nuestra visita anterior; no me evitó tanto y parecí agradarle más»). Sentía con pasión algunas emociones —«el desdén, el odio y la indignación inundan de continuo en mi mente […]. Anhelo algo que venerar y amar», «Mi naturaleza no está hecha para tolerar la injusticia y la falsedad»— y disfrutaba con la estimulante sensación que despertaba la controversia. En otras ocasiones podía resultar verdaderamente fría. Una mezcolanza de características, como ella misma observó8.
Calder, su admirador, intentó analizarla. Sentía que aquella mujer excepcional era «una de las mejores y más bondadosas de su sexo», con una inagotable fuente de buen humor, pero tenía sus excentricidades e insistía en salirse siempre con la suya. Calder resumió su personalidad diciendo que era «hábil, aventurera y excéntrica». Philip Gell, el nieto político de Jane, resaltó su «permanente inquietud y su espartana indiferencia a las adversidades y las incomodidades», su gusto por los «duros viajes de exploración» y su falta de interés por construir un hogar. «Sabía adónde quería llegar y allí fue donde llegó»9.
¿Qué la impulsaba? John Montagu y Frank Simpkinson afirmaban que ansiaba la fama, lograr lo que no había logrado nadie, pero también es cierto que ninguno de los dos la apreciaba. Otros aseguraban que quería poder; quizá fuese cierto, aunque no era tanto el poder por el poder, sino el poder como medio para alcanzar sus objetivos. Disfrutaba con los logros y era la clase de persona que necesita tener siempre un proyecto entre manos: siempre estaba ocupada con algo, y, si aquella ocupación favorecía la carrera de su marido, mejor que mejor.
Si de joven le había frustrado que la sociedad limitara las posibilidades de las mujeres inteligentes (aunque los escritos que perduran no lo atestiguan), la Tierra de Van Diemen le ofreció más oportunidades y Jane, a diferencia de la mayoría de las mujeres, se encontraba en una posición envidiable para poder hacer y deshacer a su antojo. Tenía dinero propio. No tenía hijos, y eso lo cambiaba todo: se ahorró meses agotadores de embarazo, años de crianza. Al despreocuparse de las tareas domésticas, tenía tiempo libre. Sobre todo, tenía un marido que la admiraba y que nunca intentó ponerle límites, de lo que Jane se aprovechó al máximo sin descuidar aquella apariencia de esposa sumisa que obedecía a su marido: «Sir John nos pide que regresemos a Hobarton», escribió en una expedición, aunque iban a volver en cualquier caso10. Jane siempre le pedía permiso… y él siempre se lo daba.
Sin embargo, también Jane Franklin tenía sus limitaciones, y le frustraba la dificultad de ayudar a su esposo en política, según escribió a su hermana: ser incapaz de obrar abiertamente, tener que mantener mis actos en secreto. Es posible que aquella frustración acentuara sus características menos amables: era una mandona redomada, bastante afectada y socialmente pretenciosa, se tomaba muy en serio a sí misma y por lo general carecía tanto de compasión por la gente como de sentido del humor. Lo sabía todo y decía, por ejemplo: «Ojalá la gente acudiese a mí para preguntarme con quién debería casarse. Elegiría mejor que ellos mismos». Aun así, se desvivía por ayudar a aquellos a los que apreciaba, o a veces, incluso, a gente a la que no apreciaba especialmente, como cuando invitó a una viuda a que se hospedara en casa aunque su presencia supusiera «todo un suplicio». Cuando volvió de su viaje por Nueva Zelanda, envió regalos a gente a la que pensaba que le vendría bien: a la esposa del misionero, un vestido; a un botánico aficionado, un microscopio, y a otras personas, libros, quesos y «algunas chucherías»; se tomó muchas molestias teniendo en cuenta que se trataba de gente a la que muchas veces conocía solo de pasada. Eran muchos los que la apreciaban, e incluso aquellas personas que se peleaban con ella solían terminar por dar su brazo a torcer. No era simpática, a diferencia de sir John, pero sabía ser encantadora cuando quería. Era consciente de aquel poder; cuando estaba de viaje por Nueva Gales del Sur, observó que había «algo en nosotros que cautiva a todo aquel que nos conoce». Cuando dice «nosotros» léase en singular, pues se refiere a sí misma. Sobre todo, eran los hombres los que la encontraban encantadora. «Les hommes vous adorent»11, le dijo una visitante francesa: «Los hombres la adoran». Les ocurría a muchos, aunque no a todos, y quizás «admirar» habría sido un verbo más preciso que «adorar», pero era, desde luego, una mujer de hombres.
Aunque Jane encandilara a muchos caballeros, el más importante de su vida era, sin lugar a dudas, su marido. Jane estaba consagrada a él o, por lo menos, a impulsar su carrera. Sir John carecía de atractivo físico. A su llegada, un periódico lo describió como bajo y bastante corpulento, y su apariencia delataba las penalidades que había sufrido; sin embargo, era activo para sus casi sesenta años (tenía cincuenta). «Me sorprendió encontrarlo tan enfermizo», escribió un visitante en 1842. «Está bastante sordo, le tiemblan las manos y aparenta casi setenta años, aunque creo que no llega a los sesenta [tenía cincuenta y cinco]». La circunferencia de su estómago era objeto de bromas en la comunidad. Un presidiario estadounidense, que odiaba a sir John al considerarlo la personificación del odiado Imperio británico, fue «honrado con la visita de su Grandeza, el “formidable” sir John Franklin. Nunca antes he visto un hombre que goce de tamaña amplitud de cintura. He oído que en cierta ocasión devoró una oveja entera en la comida». Cuando «la abuelita» pronunciaba un discurso, continuó el estadounidense, se aclaraba la garganta y la lengua se le enredaba, tartamudeaba y se equivocaba12.
Pensaran lo que pensasen de su apariencia, casi todo el mundo apreciaba a sir John. Henry Elliot, su ayudante de campo, lo describió así:
Las grandes virtudes de Franklin eran su consideración para con los demás y su absoluta falta de consideración para consigo mismo. De una naturaleza singularmente sencilla y afectuosa, se identificaba con los intereses y el bienestar de aquellos por encima de los que se situaba, se ganaba su amor hasta niveles extraordinarios y, aunque sus sentimientos eran sumamente sensibles, nunca se lo vio impelido a pronunciar una palabra dura o precipitada13.
No está claro hasta qué punto se ganó el amor de su esposa. Jane siempre encabezaba las cartas con un «Querido amor mío» (al igual que él), pero no le importaba estar lejos de su marido: lady Franklin se embarcó en dos largos viajes de cuatro y cinco meses, en muchos otros viajes de menor duración y planificó la vuelta a Inglaterra sin él. Cuando estaba en Hobart, Jane dormía a veces en una casita que había en los terrenos de la Casa de Gobierno o se marchaba a una casa de vacaciones comprada para uso virreinal en New Norfolk, 35 kilómetros al noroeste de Hobart. Al menos a principios de la década de 1830, los deseos de estar con su marido no eran irrefrenables.
Cuando vivían en la misma casa tampoco pasaban demasiado tiempo juntos, y muy pocas veces a solas. Sir John estaba ocupado con el trabajo; Jane, con sus intereses. Además, a ella le gustaba la soledad: trabajaba en su dormitorio y a menudo cenaba por su cuenta. Suponía una enorme concesión cenar «abajo a la hora de sir John, porque no me gusta dejarlo solo con el señor Elliot y Sophy». En veintiocho meses, solo en una de las entradas de su diario comenta: «Hoy hemos estado completamente a solas» (ese «hemos» hacía referencia al matrimonio). Jane tenía su propio dormitorio, así que ya no dormían en la misma cama, y se rumoreaba que, si sir John no era impotente, por lo menos era limitado en aquel aspecto. Un periódico insinuó lo siguiente: «Tenemos entendido que las “extremidades” de sir John sufrieron terriblemente a causa del frío polar». En una cena algunas damas fueron más directas:
Cuando se retiraron después de cenar, las damas se preguntaron por qué sir John no tenía más descendencia. «¡Pero bueno!», exclamó una de ellas. «¿Es que no lo sabe? Siempre he oído que se le congelaron los órganos cuando estuvo en el Polo Norte»14.
En una parodia durante un baile, un periódico señaló que la canción que le habían cantado a lady Franklin era «Las vírgenes son como una hermosa flor en plenitud»15, pero estamos hablando de la era victoriana, cuando no se esperaba que las mujeres disfrutaran con el sexo y los hombres considerados no forzaban a sus esposas a recibir atenciones indeseadas. Quizá sir John tenía sus problemas, quizás uno de ellos o los dos fueran indiferentes al sexo, quizá Jane tenía la menopausia y sufría sofocos, pero apenas hay pruebas que justifiquen tales especulaciones.
Fueran cuales fuesen sus actividades sexuales, John y Jane formaban una pareja amigable. En cierta ocasión Jane se quedó encamada todo el día, enferma. Por la tarde se sentía mejor «y sir John vino a sentarse conmigo y nos pusimos a elaborar una respuesta para el capitán Mac[onochie]»16, una estampa acogedora representativa de la manera en la que escribía sobre la relación con su marido. Sentía que John se apoyaba en ella para todo y ella lo apoyaba: lo animaba en sus horas bajas e intentaba aumentar su confianza en sí mismo. Quizás aquella dependencia de su marido despertase en ella instintos maternales en lugar de sentimientos apasionados.
Su deseo de protegerlo la arrastraba a grandes extremos, incluso interceptar su correo. Su amigo y mecenas John Barrow, jefe civil del Almirantazgo, había pedido a Franklin que se llevara a su hijo Peter, con quien no estaba contento, y le encontrara algo que hacer, pero Peter, insatisfecho, dimitió y volvió a Inglaterra entre amargas quejas. Jane temía que una carta llena de críticas de Barrow padre disgustase al sensible de su marido y, cuando arribó un barco en el que creía que viajaba la carta, hizo que el secretario de sir John le entregase la carta a ella; pero la misiva no apareció. «Desconcertada», escribió en su diario —y desconcertar a Jane Franklin no era tarea fácil—, pero tenía excelentes dotes organizativas y otra de sus aliadas, su sobrina Sophy, estaba ojo avizor. A la mañana siguiente el mayordomo trajo por sorpresa la temida carta junto con el correo local. Sir John fue a desayunar con sus cartas y estaba a punto de leer una del almirante cuando Sophy la vio, se la arrebató y corrió escaleras arriba en busca de su tía. Jane hizo un gesto de asentimiento, Sophy acercó una cerilla y, para cuando el rechoncho sir John consiguió subir las escaleras, la carta estaba en la chimenea reducida a un montoncito de ceniza.
«Aquella fue una escena triste, casi trágica», escribió Jane. Presa de una violenta agitación, John gemía angustiado y la acusaba de estropear la relación con su mejor amigo, pero Jane se mostró inflexible. Lo había hecho por su bien (no hay duda de ello, porque mientras la carta ardía alcanzó a vislumbrar las palabras «tu otrora fiel, ahora terriblemente ultrajado…»); estaba convencida de que tenía razón y no dudaría en volver a hacerlo, le aseguró. «Pero tardé mucho en apaciguarlo», aunque, por supuesto, lo consiguió: llevaban diez años casados y sabía cómo manejarlo. Sir John terminó admitiendo que su mujer tenía razón, y la carta que Jane escribió a John Barrow lo convenció de lo mismo17.
La actitud de sir John para con Jane era clara: era su esposa y la amaba. Jane no era capaz de hacer nada mal y él admiraba todo lo que hacía, incluso (en última instancia) destruir su correspondencia. Confiaba en ella y la echaba de menos cuando Jane no estaba: «No debes retrasarte sin motivo, pues quiero tenerte de vuelta», «Regresa cuanto antes y contribuye a la felicidad de nuestra pequeña familia». Algunas veces le daba consejos: cuando Jane se encontraba en Australia Meridional, sir John sugirió: «[no] insistas más de lo que el gobernador ve con buenos ojos», pero, por lo demás, era el marido perfecto, obediente. Incluso había dejado de preocuparse por ella: «Me alegró comprobar que John no expresó impaciencia ni molestas aprensiones por nosotros»18. El amor que sentía por ella era absoluto y ninguno de sus coetáneos lo acusó de mostrar el más mínimo interés por cualquier otra mujer.
Jane, por su parte, continuó cultivando afectuosas amistades con otros hombres, como siempre había hecho. Cuando el obispo Broughton de Sídney se hospedó con ellos, Jane lo encontró encantador, según le dijo a su hermana Mary: «un hombre modesto, afable, atractivo y cautivador hasta un punto extraordinario», con sus «grandes y hermosos ojos gris oscuro sombreados por negras pestañas». Hablaron largo y tendido de asuntos de la Iglesia y antes de marcharse el obispo solicitó una entrevista privada, durante la cual le preguntó si había algo que pudiera hacer por ella y si podían mantener correspondencia. A Jane le conmovió su extrema bondad, escribió, «aunque en mi fuero interno no deseaba correspondencia tan formidable». El obispo parecía tan serio que Jane no quiso volver a verlo, ni siquiera para despedirse, aunque se encontraron por casualidad y él le suplicó que le permitiese estrechar su mano una última vez. Estaba casado, añadió Jane, y tenía dos hijas jóvenes19. Es evidente que Jane disfrutaba hablándole a su hermana de aquel atisbo de romance, pero no pasó nada, ni hubo nada más físico que un apretón de manos. De hecho, quizá la atracción fuese más cosa de Jane —aquellas pestañas— y sencillamente estuviese exagerando las atenciones normales de un invitado para con su anfitriona.
Jane no dudaba en utilizar su sexualidad (con moderación) para conseguir lo que quería:
He mantenido una larga charla con el señor Spode, que había pedido una cita. Lo invité a mi antecámara, donde trabajo y duermo, y se encontró mis mesas, mi sofá y mis sillas, e incluso el suelo, cubiertos de papeles. No albergo duda alguna de que mi invitación le pareció un privilegio y un honor, que es precisamente lo que yo esperaba.
¡Un caballero, invitado a la alcoba de una dama! Resulta ciertamente extraordinario, pero es que Jane quería conseguir su apoyo para formar un comité de damas que visitara a las presidiarias. «El señor Spode ha dado su consentimiento entusiasmado», pero qué otra cosa podía hacer el hombre20.
Aquellas atenciones que Jane prodigaba a los hombres —y que ellos, por su parte, le dispensaban— podían entenderse como interés romántico, y una mujer acusó a Jane de coqueteo. El capitán King llevó a lady Franklin y los suyos a Recherche Bay, en el sur. A bordo viajaba también su mujer, la señora King, que ya se sentía menospreciada por la sociedad de Hobart y acusó a Jane Franklin de seducir a su marido, citando «varios episodios a bordo de la goleta, así como mis propias cartas», escribió Jane. «Alude a la aprobación de la que gozo en la comunidad y a mi “genio”, “talentos” y “fascinante conducta” como instrumentos de enamoramiento […]. Esa mujer endemoniada está medio loca». Jane remitió al capitán la carta acusadora de la señora King y se negó a invitarla a la Casa de Gobierno, aunque él sería bienvenido21. Aquello funcionó, al parecer, porque no se mencionaron más problemas.
No todos los hombres sucumbían al encanto de Jane. En su libro de 1880, mezcla de novela y memorias, Robert Crooke opinó que era improbable que tuviese alguna aventura amorosa. «No hay duda de que posee considerables poderes de conversación, pero el que escribe estas líneas jamás logró sacudirse la idea de que era un hombre con enaguas». Algunos caballeros con debilidad por las intelectuales la encontraban agradable, «y se insinuaba que su relación con más de uno era de una naturaleza ciertamente particular», pero Crooke pensaba que su castidad seguía sin mácula, pues «resultaría difícil encontrar una persona menos deseable que su Señoría para tales entretenimientos»22.
Además de admiradores, Jane Franklin tenía cinco o seis protegidos; la mayoría, hombres más jóvenes. Nunca hacía las cosas a medias y, cuando un hombre se convertía en su protegido, Jane lo veía capaz de cualquier cosa. Los apremiaba para que conquistaran nuevos logros y a veces les encontraba un trabajo que excedía sus posibilidades, así que podía sufrir una decepción. (Su protegido más destacado era, por supuesto, su marido). A algunos no les gustaba que lady Franklin los tomara bajo su ala, pero la mayoría agradecía sinceramente sus atenciones o, bien las aceptaba por su valor práctico, bien guardaba silencio. Jane era (o se hacía pasar por) una gran dama, así que sus atenciones podían resultar halagüeñas, y un caballero bien educado debía ser cortés.
Sin embargo, el número de hombres por los que Jane sentía escaso o nulo interés superaba con creces al número de hombres a los que apreciaba. Su diario está plagado de comentarios concisos: aunque el capitán S. conseguiera estar sobrio un tiempo, ante la primera tentación «se abandona a una prolongada y embrutecedora intoxicación». Describió a otro hombre como «una persona bastante interesante una vez se consigue superar la aversión que en un primer momento inspira su apariencia» (se había desfigurado la cara al abrirse la tapa de los sesos después de una decepción amorosa, observó Jane). Otra entrada del diario reza así: «Ha venido de visita el doctor Jeanneret. Tiene dientes falsos»23.
Aunque a Jane Franklin le pareciesen atractivos algunos hombres, no ocurría lo mismo con las mujeres. Le aburrían. Solo le caían bien unas pocas, aquellas que no le resultaban amenazantes y a las que podía dominar, o aquellas que le eran de utilidad, como su hermana Mary o su sobrina Sophy, y no hizo amigas entre las mujeres de la colonia. No se trataba de que fuesen inferiores en cuanto a inteligencia, educación o intereses culturales: había unas cuantas mujeres inteligentes de gustos similares, como las artistas Louisa Meredith y Mary Allport, la escritora Elizabeth Fenton y, mejor todavía, lady Pedder, integrante del círculo social de lady Franklin y ávida lectora a quien cierta publicación científica le había maravillado tanto que habría deseado que fuese más extensa. Nada podía resultar más prometedor y, sin embargo, no se hicieron amigas. La visitante francesa que había afirmado que los hombres adoraban a Jane continuó así: «A las mujeres no les cae bien. Es usted demasiado superior». Robert Crooke era de la misma opinión:
[Estaba] por encima de la debilidad de su sexo: se mostraba indiferente a la moda o a las diversiones, casi nunca se relacionaba con las damas y dividía su tiempo entre la política y la ciencia. Despertaba antipatía en todos los miembros de su mismo sexo. No disfrutaba con los bailes o las fiestas, aunque, debido a su posición, estaba obligada a frecuentarlas, y se esforzaba por mostrarse maleducada y descortés con las damas24.
Crooke exageraba, pero no hay pruebas de que las mujeres de la Tierra de Van Diemen apreciasen a aquella dama que, como resultaba evidente, se creía superior a ellas, aunque es posible que admirasen sus actividades. Jane tampoco tenía buena opinión de ellas:
Una gran proporción de las mujeres de este país vive en una gran reclusión. Tienen que tener por necesidad amor por la lectura y por el estudio. Dividen su tiempo entre las labores domésticas y sus hijos, y disfrutar y sacar provecho de la lectura; las mejores obras de los buenos y los sabios supondrían un beneficio inestimable para ellas25.
Jane Franklin no sentía ni compasión ni interés por las tareas domésticas con las que la mayoría de las mujeres se pasaban ocupadas de la mañana a la noche. Casi nunca mencionaba aquellas labores en sus escritos, excepto cuando eran más complicadas de lo habitual: «He tenido la desgracia de pasar toda la mañana ocupada con vejaciones domésticas»; «Nuestro hogar se encuentra en un estado de lo más inconexo y me produce a diario grandes dosis de preocupación, de las que bien podría prescindir». Un acontecimiento doméstico poco habitual tuvo lugar cuando pasó tres horas en «el cuarto donde Margaret elabora la confitería» (Margaret era una criada) para aprender
el arte de hacer bizcochos, Nápoles o bizcochos de soletilla y pastillas, tartas de queso, tartaletas y hojaldres. Con un delantal de muselina blanco que me había procurado Margaret, practiqué algunas de las artes manuales de su profesión, aunque medio asfixiada y ahumada por el horno de esta habitación mal construida.
Siempre había algún pequeño detalle que estropeaba los asuntos domésticos. Asistió a dos demostraciones más, pero, cuando la interrumpió la llegada de un caballero, se le olvidó quitarse el delantal para ir a recibirlo; un descuido que hubo de explicar rápidamente, pues una dama jamás se ponía delantal26. Se acabó lo de hacer pasteles.
Pese a la falta de entusiasmo de Jane Franklin, la Casa de Gobierno funcionaba de maravilla, porque tenía grandes dotes organizativas. A veces se preocupaba. «Por favor, no te pongas nerviosa ni te inquietes sin motivo por los abastecimientos o el hospedaje para la fiesta», le escribió sir John en cierta ocasión: si no había damas, habría dormitorios suficientes, y, con respecto de la cena, el invitado principal siempre hablaba en exceso y no se percataría de carencia alguna27. (Sir John tenía razón cuando decía que él siempre veía el lado positivo, una costumbre que podía resultar irritante a veces).
La rutina diaria de Jane comenzaba con un desayuno en la cama. Después pasaba toda la mañana leyendo, tomando notas o escribiendo cartas, así como copiando documentos. Sir John daba un paseo de una hora con Eleanor por el jardín antes de las oraciones y el desayuno, que se servía a las nueve. John se iba al despacho, la familia se reunía para comer y, por la tarde, sir John regresaba al trabajo y lady Franklin salía a dar una vuelta, hacía visitas o, más a menudo, recibía a gente en la Casa de Gobierno. La cena, solo para adultos, se servía a las seis y media, y después había tertulia o música, y si estaban solos se dedicaban a leer o a escribir: «He empleado gran parte de la tarde en copiar a un libro en blanco la descripción que hace Gould de los pájaros de la Tierra de Van Diemen». El día terminaba con té y rezos en familia, pero muchas veces Jane seguía trabajando hasta bien entrada la noche, incluso hasta las cuatro de la madrugada, escribiendo su diario, copiando papeles y redactando cartas, que a menudo eran extensas (en cierta ocasión escribió 8506 palabras a su hermana Mary). Si no, leía: «He leído The Vicar of Wakefield», «Hoy he leído muchas páginas de un libro precioso, Christian Life, del doctor Arnold», «He leído Slavery de Channing». No solía leer novelas, aunque una vez observó haber disfrutado con «un libro ligero y entretenido», las memorias de una princesa28.
No era habitual en Jane salir a pasear. Aunque se hizo conocida por andar en el bush, aquello se debía a su amor por la exploración, no por el hecho de andar ni por el bush en sí. Si había otra manera de viajar, como que la llevaran, la aceptaba de buen grado. En lugar de selvas indígenas prefería los paisajes de estilo europeo, como el «maravilloso paraje» del valle del río Coal cerca de Hobart, con sus verdes campos, hermosos cultivos y pulcras vallas. En uno de los viajes, «después de vernos limitados un tiempo al paisaje selvático, emergimos en una parte preciosa del valle Coal, donde el verdor más vibrante se extiende por el valle con gran belleza»29.
Según parece, la vida familiar en la Casa de Gobierno era armoniosa. El grupo principal consistía en John y Jane Franklin, Sophy Cracroft, Eleanor Franklin y la señorita Williamson, su institutriz. A menudo se les sumaban Mary Franklin y Tom Cracroft, parientes de sir John (Tom era el hermano menor de Sophy y fue empleado de sir John), los niños aborígenes Timemernidic y Mathinna (véase capítulo 9), los ocho Maconochie con sus tres criados, otros secretarios privados y ayudantes de campo junto con sus familias y un amplio abanico de visitantes, algunos de los cuales se quedaban durante largos periodos de tiempo. Como máximo, algo más de treinta personas; de media, seguramente más de una docena. También hay que contar a los criados. En el censo de 1842 se registraron cuarenta y dos personas en la Casa de Gobierno: veintiocho eran personas libres y doce eran criados presidiarios, de los cuales treinta y cinco eran adultos y siete, niños30.
Es un grupo excesivamente numeroso como para vivir siete años en perfecta armonía. Hay varias razones que explicarían la ausencia de conflicto: Jane Franklin estaba al mando y nadie la desafiaba; en una casa tan grande y llena de recovecos el grupo estaría disperso, no se molestarían los unos a los otros; los invitados sabían que debían ser educados. Sin embargo, gran parte de aquella armonía emanaba de sir John: era una persona conciliadora, tan decente, tan sumamente agradable —y además estaba convencido de que todo el mundo era igual— que habría resultado cruel, incluso inhumano, decepcionarlo con una conducta equivocada. Sophy describió a su tío como «el alma de la familia» y un invitado admiró entusiasta la excelencia de sir John: «Bien se lo podría juzgar por los modales que le dispensan todos aquellos que lo rodean, y era una preciosidad ver la mesa del desayuno por la mañana»31.
Jane Franklin estaba a cargo del personal interno de la Casa de Gobierno, que solía ascender a nueve sirvientes y normalmente comprendía un mayordomo, un ama de llaves, una cocinera, una doncella para la propia Jane, tres criadas y dos lavanderas. Sophy se quejó de la «indescriptible molestia de los criados», y Jane le dijo a su padre lo difícil que resultaba encontrar sirvientes de fiar, pero, como era habitual en los asuntos domésticos, normalmente solo mencionaba a los criados cuando hacían algo mal, como salir hasta tarde cuando deberían haber estado en la iglesia, empeñarse en casarse y marcharse, ser impertinentes… «La mala salud constante y consiguiente ineficiencia de mi ama de llaves» suponía, para Jane, «mucha preocupación de una clase para la que no estoy preparada»; cero compasión por la enferma. Debía de ser un ama estricta, crítica con los errores y exigua en halagos, aunque aquella actitud era típica de los patronos. Los criados iban y venían; ninguno se quedó los siete años32.
Los mayordomos y las doncellas eran inmigrantes libres, pero los demás eran en su mayoría presidiarios. Aquel tipo de criados solía carecer de formación y entusiasmo y las relaciones con sus señoras tendía a ser tirantes. Al menos veintisiete presidiarias trabajaron para Jane Franklin33. Como era habitual, casi todas habían sido deportadas por robo, pero eran de media cinco años mayores que la mayoría de las presidiarias, que tenían en torno a veintiséis años, y había más casadas y viudas, así que a la Casa de Gobierno se asignaban más mujeres maduras, algunas de las cuales eran criadas cualificadas. Todas procedían de las islas británicas, aunque Jane Wilson, cocinera, había nacido en París, un comienzo muy prometedor para una cocinera. Por desgracia, tenía marcas de viruela, era corpulenta y tenía la frente hundida. La mitad de las mujeres tenía hijos, que, en su mayor parte, se habían quedado en Gran Bretaña; seis habían sido prostitutas, y Margaret Murray se había ganado la vida en Inglaterra vendiendo a domicilio objetos robados y pasando moneda falsa, experiencias que difícilmente pueden dar como resultado criadas eficientes. (Aquella no era la Margaret que se dedicaba a la confitería).
La conducta de las presidiarias iba desde excelente hasta díscola. Susan Adams, una cocinera de temperamento alegre, llegó a la colonia en 1834 y trabajó en la Casa de Gobierno hasta que la indultaron en 1839, y durante aquel tiempo no cometió ningún delito. En el otro extremo, Mary Harper cometió treinta y un delitos en los siete años que pasó en la Tierra de Van Diemen con siete patronos diferentes. Todos sus delitos estaban relacionados con la embriaguez, el absentismo laboral o ambas cosas a la vez. Cuando llevaba tres meses trabajando en la Casa de Gobierno reincidió en su conducta y fue condenada a un mes de trabajos forzados en la tina. En total, de las veintisiete presidiarias, un tercio exhibió un comportamiento estupendo en la colonia y no hubo que condenarlas por ningún delito, o solo por uno o dos; otro tercio se comportó más o menos bien y acumuló un delito por cada año de sentencia, y el tercio restante cometió entre once y treinta y un delitos, así que la Casa de Gobierno tuvo unas cuantas criadas problemáticas. Casi todas las criadas se marchaban de la Casa de Gobierno después de cometer algún delito como embriaguez, absentismo laboral o llevarse a un hombre a la lavandería; no cometieron crímenes graves. Aun así, resultaría un auténtico desafío intentar que trabajase con eficacia una criada como Ann Balfour, a quien encontraron borracha y en posesión de dos botellas de ron.
Es de suponer que el ama de llaves ejerciera un control inmediato sobre aquellas mujeres, puesto que Jane Franklin apenas las mencionaba. Daba por hecho que se comportarían mal y vio cumplidas sus expectativas. Cuando la modosa Susan Adams recibió el tan ansiado indulto y expresó deseos de casarse e irse, Jane observó que aquel indulto beneficiaría muy poco a la interesada y que ella, Jane, tendría que encontrar otra cocinera. En 1841 Jane Wilson fue condenada por mala conducta a tres días de aislamiento a pan y agua en la Cascades Female Factory de Hobart, la institución en la que vivían las presidiarias que no trabajaban de criadas para los colonos. Como muchos patronos de aquella época, Jane Franklin se mostraba despectiva con las presidiarias:
Me acerqué a la prisión para preparar [al superintendente] para recibir a Margaret Callaghan, la lavandera que, en cuanto se enteró de que Wilson había vuelto de la prisión, decidió hacer todo lo posible por ganarse también una visita, y ahora está en chirona a punto de ir a los tribunales para oír sentencia.
Jane Franklin volvió a visitar la prisión cuando se enteró de que una de sus lavanderas había sido deportada por «un caso atroz de infanticidio». Se trataba de Mary Braid, condenada a muerte por mantener una relación incestuosa con su hermano y por asesinar al bebé fruto de aquella relación; había sido su otra hermana quien los había delatado. Es de suponer que, como Mary parecía arrepentida, le conmutarían la pena a deportación perpetua. En Hobart, Mary solía portarse bien, aunque en 1840, cuando trabajaba en la Casa de Gobierno, la condenaron por embriaguez: treinta días en los calabozos a pan y agua. Después la volvieron a llevar a la Casa de Gobierno. De alguna manera, Jane Franklin se enteró del crimen por el que la habían condenado la primera vez y fue a la prisión a decirle al superintendente que no quería tener a semejante mujer bajo su techo (lo que resulta comprensible, la verdad, sobre todo para alguien como Jane, para quien la integridad moral era tan importante). El superintendente se negó, aduciendo que no prestaba atención a los crímenes originales de las mujeres, pero Jane debió de conseguir deshacerse de Mary Braid, porque, para cuando se la vuelve a mencionar, en 1841, trabajaba en otro sitio34.
La única criada presidiaria a la que Jane Franklin alabó fue Marianne Galey, una cocinera cualificada que había trabajado para lord Townshend. Sabía leer y escribir, y su comportamiento se describió como ejemplar. Cuando dimitió Charles Napoleón, el cocinero francés de Jane, Galey tomó el relevo: «Galey está ocupada haciendo pasteles sin ayuda para la fiesta del jueves». Charles Napoleón quiso volver, pero Jane decidió no restituirlo porque era caro y Galey «se las ha ingeniado para prepararnos algunas cenas excelentes y, en lo cotidiano, es mejor que Charles». Sin embargo, pese a la pericia culinaria de Galey, no tardaron en condenarla por mala conducta, así que la devolvieron a la prisión para que la mandaran a otro sitio35.
La criada que tuvo una relación más estrecha con Jane Franklin fue Christiana Stewart, que fue su doncella entre 1840 y 1842. Tenía unos treinta años y era inmigrante libre. Jane solía utilizarla para recabar información y parecía confiar en ella: Christiana la acompañó en sus arduos viajes a Australia Meridional, Nueva Zelanda y la costa oeste de la Tierra de Van Diemen. Por sorprendente que resulte, Jane no solía sacarle ningún fallo36. Aun así, aquel modelo no cobra vida en los escritos de Jane: no es más que Stewart, en segundo plano, infravalorada; la actitud habitual para con los criados. (El sentimiento era mutuo: Christiana llamó a dos de sus hijos John y Eleanor, pero no hubo ninguna Jane).
De hecho, Jane Franklin tenía poco tiempo para la mayor parte de los habitantes de la Tierra de Van Diemen, ya fuesen presidiarios, expresidiarios o colonos libres. «Al llegar, todo el mundo se estremece sin querer solo de imaginarse recorriendo las mismas calles que los presidiarios», escribió a su familia, «pero pronto disipan este sentimiento la sensación de seguridad y el saber que hay vigilantes y un orden establecido». Aun así, no le gustaba convivir con criminales. Aunque mucha gente pensaba que los expresidiarios debían poder reinsertarse en la sociedad después de cumplir condena, Jane no era de la misma opinión: creía que sus crímenes los habían mancillado para siempre. Trataba con expresidiarios solo cuando era estrictamente necesario y no lograba comprender cómo la familia del gobernador Arthur había permitido que uno de los suyos se casara con la hija de un presidiario, por muy acaudalada, hermosa y modesta que fuese. Pero incluso Jane Franklin tenía que hacer algunas concesiones. Debido a la posición social de la familia, tuvo que invitar al joven matrimonio Arthur a la Casa de Gobierno. Además, contrató los servicios del artista Thomas Bock, expresidiario, antes que los de un artista libre, seguramente porque le parecía que tenía más talento, y compró cuadernos en la tienda de un expresidiario, a quien en sus escritos retrató como devoto y bien educado, que «debió de haber errado por debilidad más que por inmoralidad»37.
Los colonos libres no le merecían una opinión mucho mejor. Jane era una esnob, y la mayor parte de los colonos eran de clase media o, peor, de clase trabajadora. Le parecían «petulantes, nerviosos, apasionados, maliciosos y vengativos, como un grupo de niños malvados a quienes los azotes no les han despojado todavía de sus perversiones naturales y heredadas». Todas aquellas críticas se debían al empeño de los demás por ayudar a los pobres en los momentos difíciles: la ayuda solo servía para disuadir a los pobres de trabajar, declaraba Jane con firmeza, cuando había trabajo de sobra. También aseguraba que «estos colonos cobardes y estúpidos» nunca se defendían de los bushrangers38. Aquello era una tontería, pero demuestra hasta qué punto podían cegarle los prejuicios: aceptaba la información que le gustaba sin cuestionarse su veracidad. Las únicas personas a las que aceptaba como sus iguales en la sociedad eran unos pocos oficiales y colonos de clase alta, y la única gente a la que veía con buenos ojos era aquella que respondía favorablemente a las oportunidades que Jane Franklin les brindaba.
La vida familiar, el mundo doméstico y su papel como esposa del gobernador no consumían más que una fracción mínima de la desbordante energía de Jane Franklin: sus intereses y sus compromisos de verdad iban por otra lado.