10 AL MONTE WELLINGTON,
SÍDNEY Y MÁS ALLÁ

Aunque la miríada de actividades descritas anteriormente habría bastado para llenar la vida de cualquier mujer, Jane Franklin no era una mujer cualquiera. Le encantaba viajar, y aprovechó al máximo sus años en las antípodas para ver todo lo que pudo. Hizo muchos viajes cortos por la Tierra de Van Diemen, pero también hizo cuatro viajes largos, todos ellos duros y exigentes. Siempre tenía ganas de repetir, pero cada vez se hacía acompañar por alguien diferente: Sophy, Eleanor o su institutriz la señorita Williamson y, por último, sir John.

Apenas tres semanas después de desembarcar en la Tierra de Van Diemen, los Franklin se fueron a recorrer la isla. Vieron muchos parajes nuevos, pero también asistieron a actos oficiales, discursos, bienvenidas y demás; es decir, que no fue el tipo de viaje que le gustaba a Jane Franklin. Su diario abarca hasta su segunda visita, en Semana Santa, a la estación penal de Port Arthur. Lo recogió todo, empezando por las cosas interesantes que John Montagu, el secretario colonial, iba señalando por el camino: un banco donde los pescadores podían atrapar varias docenas de peces de cabeza plana en una hora, una casa de piedra blanca arrendada por un hombre llamado Johnson que estaba construyendo un bote, un pub pintado de rojo regentado por una mujer viuda por partida doble cuyos dos maridos se habían ahogado…1 Todo le interesaba.

El capitán Booth, comandante de Port Arthur, se quedó asombrado por los visitantes. Después de inspeccionarlo todo minuciosamente en las minas de carbón, incluso un malecón —seguro que Jane Franklin era la única mujer de la época en Australia, quizás en todo el mundo, que inspeccionaría minuciosamente un malecón—, el grupo continuó hasta Port Arthur. Booth registró la lluvia torrencial, pero Jane Franklin no la mencionó: nunca le importó aquella clase de inconvenientes, aunque odiaba el calor. En Port Arthur, escribió, «mi señor quería chimenea; es tan conocido por sus grandes fuegos que entre las instrucciones que se dieron mediante señales para anunciar nuestra llegada se encontraba la de no tener fuegos demasiado grandes, al saber lo poco que me gustan las habitaciones caldeadas». Así que sir John renunció a sus queridos grandes fuegos para complacer a su esposa. En Port Arthur, Jane anotó el que posiblemente fuese su dato más trivial: que el abuelo del perro de Booth se llamaba Billy, lo que no tenía ningún tipo de importancia.

El Viernes Santo inspeccionó las cabañas de los prisioneros, probó su sopa, exploró la escuela y visitó el asentamiento de los niños. El sábado, pese a los vientos huracanados y a las frecuentes tormentas de granizo que retuvieron a Montagu en casa, Jane inspeccionó los talleres, las tiendas, las celdas de aislamiento, el suministro de agua, los jardines y el muelle. No todo el mundo inspeccionaría el suministro de agua en medio de una tormenta de granizo: Booth se quedó sorprendido. Aquel ritmo frenético continuó, y en la única nota negativa de su diario Jane se queja no del tiempo, sino de que el teniente Steel se permitiese comentarios soeces durante la cena. Jane decidió que le dolía la cabeza y se disculpó para aplicarse sanguijuelas, pero debió de retirarse con tacto, pues Booth escribió en su diario que «la visita no podría haber sido más grata y agradable»2.

En diciembre de 1837, Jane Franklin hizo algo que pocas mujeres blancas habían hecho: subió al monte Wellington. La ascensión a esta montaña que domina Hobart, de 1274 metros de altitud, es larga, dura y empinada. El primer europeo que coronó la cumbre fue George Bass en 1789 y la primera mujer europea fue Salome Pitt en 1810, acompañada, según se decía, por una joven aborigen, la señorita Story. Entre los escaladores que vinieron después se encuentra Charles Darwin, cuyo primer intento fracasó debido a la densa vegetación. En 1871 se seguía considerando una heroica hazaña escalar el monte Wellington.

Para 1837 había un sendero irregular que subía a la montaña y un mojón y un asta de bandera en la cumbre. Según parece, en noviembre la señorita Wandley, a quien Jane Franklin conocía bien, subió a la cima para avistar el lugar, en el lejano Southport, donde se había ahogado su prometido. Quizás aquello inspirase a Jane, pues el 14 de diciembre hizo el mismo ascenso un grupo compuesto por la propia Jane, Mary Maconochie, Eleanor (que entonces tenía trece años) y cuatro caballeros, entre los que se encontraba George Frankland, el agrimensor general.

Partieron de la Casa de Gobierno a las cuatro y media de una mañana tranquila y soleada y llegaron al pie de la montaña, donde terminaba la carretera del Lenah Valley. Allí dio comienzo su «delicioso paseo», casi en vertical, de 1000 metros. Desde el final del sendero, cerca de lo que hoy es el Big Bend, saltaron de una roca a otra hasta alcanzar la cumbre, sobre peñas que parecían poco prácticas para el pie de una mujer, escribió Frankland, pero que eran más fáciles que las pequeñas piedras sueltas que había más abajo. «La valentía y la actividad de las damas han sido verdaderamente dignas de elogio», y llegaron a la cumbre a las once y media después de seis horas de subida. Todos admiraron las maravillosas vistas y se sentaron a degustar un «alegre desayuno» de pollo frío, lengua, pan, té y vino de Burdeos, y disfrutaron viendo todo Hobart por el asa de la tetera. Colocaron cojines debajo de un toldo y las damas echaron una siesta mientras los caballeros montaban el campamento.

Se despertaron a las dos y media de la madrugada para ver el amanecer desde la cumbre. Jane Franklin se sentó sobre el mojón con un mapa e hizo que le fuesen señalando cada elemento. A las cinco y media iniciaron el descenso, que duró cuatro horas. Inspirado por ellos, otro grupo que también incluía a tres damas se puso en marcha al día siguiente, pero algunos se perdieron. Cuando los encontraron, después de una noche terrible, llevaban treinta y seis horas sin comer nada3.

Escalar el monte Wellington fue un logro significativo: Jane Franklin tenía cuarenta y seis años y en aquella época era una «señora mayor». No se conserva su descripción de la escalada y nadie menciona cómo iban vestidas las damas. Una falda larga suena poco práctico, pero en 1837 es imposible que llevaran solo pantalones. Un periódico insinuó que las damas del segundo grupo llevaban falda pantalón, y Jane había llevado pantalón por debajo de la falda cuando escalaba montañas por el Mediterráneo; quizás en 1837 llevase también por debajo alguna prenda que le cubriese las piernas. En 2012 Chris Goodacre y Jean Elder recrearon la subida con falda larga y aseguraron que era imposible llevar falda hasta el suelo, porque se la pisaban, pero las faldas que no llegaban a tapar los zapatos eran bastante cómodas y prácticas, excepto en las zonas más empinadas cuando quienes las llevaban tendrían que recogérselas. Un cuadro de una calle de Hobart de 1843 muestra a mujeres con faldas hasta los tobillos, así que seguramente sea esa la respuesta. Chris y Jean terminaron la subida en tres horas, con mucho respeto por Jane Franklin: era empinada y cansada, aseguraron, incluso por un sendero bueno con inclinaciones más sencillas (para los excursionistas, el llamado sendero Old Hobartian —el de «los antiguos hobartianos»—, el sendero casi vertical por el que subió Jane Franklin, ya se ha abandonado).

Frankland publicó una descripción teatral del ascenso que fue criticada por algunas personas. ¿A qué venía tanto alboroto? ¿Es que no se había escalado antes el monte Wellington? Respecto a incluir los nombres de las damas, «no es en la luz deslumbradora de la notoriedad pública donde una mujer encuentra la esfera más adecuada para el cultivo de sus virtudes o para la exhibición de sus miles de encantos»4. Pero nadie criticó el ascenso en sí y el hecho de que otras damas imitaran a Jane Franklin sugiere admiración por sus logros (y los de Mary Maconochie y Eleanor, aunque a ellas no se les reconociera mérito alguno).

A principios de 1838 Jane Franklin hizo otro viaje al norte y en diciembre, un viaje en barco al sur. Tenía intención de ir a Port Davey, en la costa oeste, pero debido al mal tiempo tuvo que darse la vuelta a mitad de camino, en Recherche Bay. «Nos hemos pasado la noche vomitando debido a una gran marejada», escribió Eleanor con franqueza. Jane y Eleanor disfrutaron visitando Recherche Bay; Jane mostró un interés especial en el jardín francés que d’Entrecasteaux había creado cincuenta años atrás. No lo encontraron, pese a buscarlo con insistencia, pero lo cierto es que vieron marcas en los árboles donde el francés había clavado inscripciones, que seguramente habrían arrancado los aborígenes, pensó Jane, que se llevó también algunos clavos. Durante aquel viaje admitió, cosa rara en ella, que no había nada interesante para hacer o para ver, aunque solo fuera porque así no se habría perdido nada cuando tuvo que quedarse encerrada en su camarote por culpa de un dolor de muelas5.

También hubo viajes a otras partes de la Tierra de Van Diemen. En 1839, un grupo desembarcó en la isla Bruny en medio de un gran oleaje. Eleanor, con la capacidad para el disfrute propia de los adolescentes, escribió que cuando desembarcaron «el capitán Moriary, que llevaba a mamá, se cayó y ella aterrizó encima de él, lo que causó gran alborozo»6.

En 1839 Jane Frankin hizo un viaje tremendamente ambicioso, y fue la primera mujer blanca en hacerlo: recorrió por tierra la distancia que separaba Melbourne de Sídney. Acababan de inaugurar el camino y todavía se consideraba arriesgado, incluso para los hombres. La comitiva de Jane estaba integrada por Sophy Cracroft, Henry Elliot, el capitán Moriarty (oficial portuario de Hobart y excelente viajero del bush), el doctor Hobson (un joven naturalista) y tres criados (el señor y la señora Snashall y un conductor presidiario). Sir John se lo perdió, porque no pudo tomarse unos días libres.

Partieron de Launceston en marzo y pasaron dos días muy ajetreados en Melbourne. Jane vio todo lo que había que ver, conoció a todo aquel que merecía la pena conocer, obtuvo consejos para el viaje, escribió páginas detalladas sobre la nueva ciudad y escapó de las visitas yéndose de paseo. George Robinson, que por entonces trabajaba de Protector de los Aborígenes en Port Phillip, organizó la mejor corroboree jamás vista, y se molestó cuando los Franklin y compañía llegaron tarde, hacia la mitad del espectáculo. Afortunadamente, el resto fue excelente: había hombres pintados —desnudos a excepción de las telas como delantales con que se cubrían los genitales y de las ramas de árbol del caucho con que se adornaban los tobillos— que cantaban y bailaban y separaban las piernas todo lo que podían, lo que les hacía «temblar a gran velocidad». «Indescriptible», escribió Jane Franklin, después de describirlo.

Para gran enojo de Jane, los comerciantes de Melbourne la obsequiaron con un discurso de bienvenida, para el que tuvo que redactar una respuesta. A los suyos todo aquello les pareció ridículo y se portaron mal durante la presentación; Henry Elliot metió la pata a propósito al leer la respuesta y los otros intentaban sin mucho éxito poner cara seria7. ¿Reaccionaban así por tener que relacionarse con comerciantes de clase media?

Todo auguraba un viaje prometedor: «como siempre, todas las dificultades se desvanecieron a medida que se acercaba la fecha», escribió alegre Jane; su marido tenía razón cuando decía que «no era de las que se ahogaban en un vaso de agua». Partieron de Melbourne el 6 de abril con un pesado carro para el equipaje (incluida la cuja de Jane) y uno ligero pero traqueteante para las damas. Los caballeros iban a caballo, las damas compartían un poni y todo el mundo viajó a pie en algún momento. El paisaje era monótono, pero todas las noches llegaban a alguna estación (rancho), aunque las casas eran tan toscas que preferían acampar. Las damas tenían una tienda, los hombres dormían bajo unas lonas, y una camilla hacía las veces de mesa. No se detallan las medidas higiénicas, que tuvieron que suponer un reto, sobre todo para las mujeres cuando estuvieran menstruando, en pleno bush y con escasez de agua. Todo el mundo acabaría sucio y maloliente, pero nunca se mencionaba aquellos detalles en las cartas o en los diarios.

Levantaban el campamento todos los días a las nueve de la mañana, avanzaban unas 15 millas (24 kilómetros) y por la tarde volvían a montar el campamento. Los caballeros se iban a cazar aves tanto para echarlas a la cazuela como para estudiarlas como especímenes; Hobson intentó enseñar a Jane Franklin a desollar aves, pero desistieron después de una lección. La cena no solo incluía patos y cisnes, sino cacatúas y urracas. Después Jane escribía en su voluminoso diario; un día normal, 27 de abril, recoge novecientas veintiocho palabras, y en total había decenas de miles. De vez en cuando se tomaban un día de descanso, pero viajaban los domingos, lo que habría horrorizado a sir John. De hecho, no se menciona ningún tipo de práctica religiosa, y eso le habría horrorizado todavía más8.

Para la quinta noche llegaron al río Goulburn, cerca de la actual Seymour. El paisaje se volvió más variado, pero también más peligroso, y temieron que los atacaran los aborígenes. Los viajeros estaban atentos a cualquier ruido o sombra extraña, pero no pasó nada y los aborígenes con los que se toparon se mostraron amistosos. Y menos mal, porque no se trataba de un grupo muy práctico. Una noche seguían viajando después de que oscureciera; Hobson se perdió y encontró a los demás gracias a un disparo al aire. Otra noche llovió tanto que se inundó el campamento y Moriarty y Elliot condujeron a las damas a un lugar seguro. Jane Franklin sugiere en su diario una elegante caballerosidad, pero Hobson describe cómo él se rió de los hombres, que caminaban tambaleantes «entre gruñidos y jadeos de toda clase y tipo». Por la noche, a lady Franklin le alarmó «lo que le pareció un disparo seguido de un yuhu»; despertó a los demás y, «para tranquilizar a su Señoría», los hombres dispararon sus armas y montaron guardia. Su alarma parece comprensible: se encontraban en el lugar donde el año anterior habían asesinado a unos pastores9.

A Jane le encantaba hacer preguntas a todas las personas a las que iba conociendo, desde caballeros con tierras hasta colonos descalzos. Una vez acamparon cerca de una cabaña que pertenecía a una familia llamada Smyth. Pese a su mala reputación, Sophy y Jane les hicieron una visita. La señora Smyth, «una mujer de aspecto desagradable», las invitó a sentarse; Jane le hizo preguntas sobre su vida y descubrió muchas cosas: la familia se había mudado allí por el agua; tenían unas dos mil quinientas ovejas; su marido estaba fuera comprando ganado a 3 libras por cabeza… Jane le dio unas galletas a la niña y la señora Smyth se ablandó lo suficiente como para darle tres huevos. «A los caballeros les ha parecido todo un triunfo sobre su mal talante». También fue una victoria práctica: los huevos les venían bien, porque se les habían acabado las patatas, la mantequilla solo era apta para estómagos fuertes y el pan de Melbourne solo les había durado diez días, aunque los hombres temían tanto a lo que lo sustituiría, galleta dura, que se comieron hasta la última migaja que el moho no había corrompido. Al final solo les quedaba damper (un tipo de pan), arroz y macarrones. A Jane Franklin no parecía importarle, pero se enfadó cuando Snashall le rompió el vaso y tuvo que beber de un pequeño cazo10.

Sufrieron algunos incidentes peligrosos. Una vez un toro salvaje atacó el campamento. Henry Elliot y las damas buscaron refugio y Moriarty lo molió a garrotazos hasta ponerlo de rodillas. En otra ocasión, el caballo de Sophy se encabritó y la tiró al suelo, donde aterrizó de cabeza. Hobson elogió el valor que demostró cuando la trataba por la conmoción, pero Jane Franklin dio pocas muestras de compasión. Del mismo modo, cuando la señora Snashall se cayó del carruaje, Jane simplemente escribió: «Se cayó con mucho cuidado, cómodamente, y solo se rasguñó las rodillas». Viajar con Jane podía ser duro, aunque ella nunca se quejaba: no le importaban, por ejemplo, ni el intenso frío nocturno ni el sofocante calor que durante el día irritaba a Hobson11.

En aquellas condiciones, los ánimos estaban crispados. A Moriarty le molestaba que Hobson se alejase del grupo; a Hobson, Jane Franklin le parecía exigente; la señora Snashall estaba de mal humor. En uno de los desayunos, Hobson se levantó de un banco y Elliot, que estaba sentado en el otro extremo, se cayó. Jane Franklin le dijo a Hobson con tono firme que cuando un hombre tenía esposa y títulos universitarios era el momento de dejarse de bromas pesadas. Sophy se enamoró de Henry Elliot; su reacción no está clara, pero era una situación difícil, apiñados como estaban. El viaje debía continuar; el 19 de abril llegaron al río Murray, que afortunadamente era bajo y fácil de vadear. Disfrutaron de un día de descanso, durante el que se «divirtieron» observando a los aborígenes de la zona. Hobson describió cómo un hombre se subía a los árboles para buscar zarigüeyas ataviado, en presencia de lady Franklin, «¡¡¡únicamente con una camisa y una chaqueta!!!!». Jane no recogió aquel detalle en su descripción12.

A partir de aquel punto, los asentamientos eran cada vez mayores. En Mullingandra había una tienda, donde compraron azúcar y donde Snashall se emborrachó. Cuando Jane Franklin amenazó con dejarlo en Goulburn, Snashall prometió enmendarse. El 24 de abril vieron otro carro, acontecimiento que describieron como «maravilloso», pues era el primero que veían en varias semanas. Más sorprendente todavía fue un elegante vehículo en el que viajaban tres caballeros que les dieron indicaciones para reunirse con ellos en Yass. A Jane no le gustó ver aquellos «indicios de la periferia de la civilización». Sin embargo, le gustó el atractivo paisaje de Tarcutta, así como visitar a los aborígenes y verles lanzar bumeranes13.

El 30 de abril se dieron de bruces con la civilización. En una estación, su anfitrión les dio pan y tarta de ciruela, y Jane Franklin aceptó su oferta de alojamiento, su primera cama desde el 5 de abril, pero cometió un error: por culpa de las pulgas fue una pesadilla. Al día siguiente el señor Hardy, el magistrado policial de la localidad, los llevó a Yass en su carruaje. Allí Jane pasó de ser la señora mayor a la que había que seguir la corriente a ser lady Franklin, la esposa del gobernador. La colmaron de honores, la presentaron a los habitantes de mayor importancia, la invitaron a hospedarse en sus casas, que no eran necesariamente mejores que las tiendas. Los Hardy les cedieron su casa, pero estuvieron jugando con sus cuatro gatos mientras los huéspedes cenaban, y le dijeron a Jane que dos de los gatos dormían en su cama todas las noches. A Jane no le entusiasmaban los gatos. «Estuvimos muy incómodas en el cuarto, que estaba sucio, lleno de pulgas, abarrotado y desordenado; en el momento en que se abría la puerta entraban los gatos y cuando la puerta estaba cerrada entraban por la ventana». Al día siguiente escribió: «… atormentada por los gatos que han venido en el desayuno»14. Qué atractiva debió de antojársele entonces su tienda sin gatos.

La mayoría de las casas eran cómodas, incluso lujosas, y les prestaron carruajes hechos para viajes más suaves que el traqueteante carro. Se separaron en Goulburn, después de vender sus útiles de acampada. Jane Franklin, Sophy Cracroft y Henry Elliot visitaron Illawarra, cuyo hermoso paisaje, gentes, pueblos y edificios les parecieron muy interesantes. «Todo el mundo ha sido amable hasta decir basta», escribió Jane a John15.

Llegaron a Sídney el 18 de mayo, antes de lo esperado, y se hospedaron en la Casa de Gobierno con sir George y lady Gipps. Al principio a Jane le cayeron bien: Elizabeth Gipps era callada y amable, y sir George, aunque era áspero, estaba dispuesto a conversar con ella sobre temas intelectuales. Jane disfrutó haciendo turismo, comprando libros y mapas y conociendo a «la mejor gente». En un bazar donde la gente compraba poesías sobre sí mismos Jane encontró la suya, que empezaba con «Mirad, aquí viene la reina de Sabá» y la comparaba con la gran viajera bíblica. Jane aseguró sentirse mortificada, pero parecía bastante complacida (¿por qué no habría de estarlo?). Según escribió, durante una cena se rió a carcajadas, un hecho excepcional. Snashall estaba ofreciendo el queso, pero no conseguía que lo viera uno de los presentes, así que se lo puso al invitado delante de la nariz. Jane Franklin y sir John estallaron en carcajadas.

Sir John quería que volviera a casa, pero Jane encontró numerosas justificaciones para quedarse. Los Gipps estaban organizando cenas, y perdérselas sería una falta de educación; su salud estaba mejorando, y, por encima de todo, si se quedaba más tiempo podría ayudar a su marido a recabar información de utilidad. Todo esto suena muy racional, pero se estaba divirtiendo de lo lindo y no podía admitir que aquella fuera una razón para quedarse. Cuando Elizabeth Gipps cayó enferma Jane tendría que haberse marchado, pero se quedó para ayudar a sir George a recibir a los invitados al baile del cumpleaños de la reina pese a tener jaqueca. Como le solía pasar cuando estaba enferma, se sintió maltratada, una suerte de mártir: no había cena, tuvo que comer de una bandeja, no agradecían su ayuda16.

Seguía esperando que la gente se tomase molestias por ella. Después de nueve días en Sídney, Sophy, la señora Snashall y Jane zarparon en un barco de vapor con destino a Port Stephens. En el camarote hacía demasiado calor para dormir, así que hizo a los criados poner colchones en cubierta y montar un toldo. Cuando empezó a llover, Sophy y ella volvieron al camarote e hicieron que la señora Snashall les cediera su cama. Jane no podía dormir debido al olor de las aguas del pantoque, así que cuando amainó la lluvia hizo a los criados poner otro colchón en cubierta. En mitad de la noche. Más tarde se autoinvitó a hospedarse en casa de una familia aunque la esposa había dado a luz apenas cuatro días antes17. Pero aquella actitud era propia de la clase alta.

Cuando la invitaron a desayunar en Newcastle, Jane se alarmó (esas fueron sus palabras) al ver a una señora hindú llevando la bandeja del té. Se trataba de la esposa del comandante, es decir, miembro de la élite a quien debía tratar como a una igual. Tener que cenar con un caballero borracho era sencillamente deplorable, pero no desafiaba el orden social. Cuando una semana más tarde regresaron a la Casa de Gobierno de Sídney, Elizabeth Gipps seguía enferma. Hubo más cenas, más turismo y más decirle a la gente cuán superior era la Tierra de Van Diemen, y después se marcharon de excursión con el obispo a la región del río Hawkesbury. Aquello fue interesante, pero las relaciones entre los integrantes del grupo eran tensas. Una vez más volvieron a Sídney antes de lo esperado, en ambas ocasiones, según Jane, por

el descontento expresado o más bien insinuado por mis compañeros, que me hicieron sentir que los estaba arrastrando por propio interés y que, según ellos, nunca me cansaba de vagar. Me hicieron sentir como si debiera disculparme con ellos por todo lo que había hecho y como si no me atreviese a confesar que la curiosidad tuviera algo que ver con ello18.

En Sídney planeaban hospedarse con el obispo, pero había alguien enfermo en su casa y les dijo que no podían ir, así que tuvieron que volver a la Casa de Gobierno, aunque Jane sentía que no eran bien recibidas y Elizabeth Gipps las trató con frialdad19. Estaba en una posición extraña —sus relaciones no eran muy cordiales ni con sus acompañantes ni con sus anfitriones—, pero podía haberse marchado a un hotel.

Los Gipps pusieron todo de su parte y la convivencia fue bien durante un tiempo. Jane Franklin salía a menudo: iba de compras o subía a algún faro con el capitán Moriarty. Los Gipps organizaron más cenas, en una de las cuales un invitado se sorprendió al comprobar que lady Franklin no era «en absoluto la amazona con la que se la comparaba, sino una mujer gentil y amable». Sin embargo, volvió a abusar de la hospitalidad de los Gipps. Una vez Jane llamó a la puerta de la habitación de Elizabeth Gipps porque quería hablar con ella y fue sir George el que gruñó «¿Qué?» en respuesta. Cuando Jane entró, lo encontró tendido en la cama completamente vestido (por suerte) y sir George dijo que podía pasar siempre y cuando no le importara verlo allí. Elizabeth se sintió mortificada: un caballero debía levantarse cuando una dama entraba en la estancia20.

Para empeorar las cosas, Jane salió en el carruaje de los Gipps un día de lluvia y se estropeó la tapicería. Sir George se puso tan furioso que se ignoraron durante la cena. Jane estaba avergonzada, pero no tuvo el valor de disculparse, «por miedo a sus modales repulsivos u ofensivos», aunque sí lo intentó con Elizabeth Gipps, que afirmó que estaba destrozada. Jane empezó a llorar, Elizabeth se ablandó y dijo que esperaba que no se disgustase, y Jane volvió al comedor con los ojos rojos. Sir George y ella continuaron ignorándose. También hubo un problema con la señora Snashall, que estaba demasiado enferma para volver a Hobart. Los Gipps se ofrecieron a atenderla en la Casa de Gobierno, pero después de muchos aspavientos Jane Franklin la llevó al hospital.

Elizabeth Gipps, después de hacer un esfuerzo evidente por recordarse la cortesía debida a un invitado, hizo las paces con ella y, tal vez después de una charla conyugal, sir George siguió su ejemplo. Jane estaba a punto de marcharse, así que resultó más fácil. Durante los rezos vespertinos sir George pidió a Dios que le ayudara a controlar su irritabilidad, lo que Jane interpretó como una especie de disculpa. El último día sir George no dejó de hacer bromas, pero la mañana de su partida Jane se sentía desanimada y maltratada de nuevo. No desayunó nada, aunque nadie se dio cuenta, y cuando dio las gracias a la doncella por lo amable que había sido con la señora Snashall, la doncella se mostró imperturbable (así que los criados estaban de parte de sus señores). Con todo, sir George la acompañó del brazo hasta el barco, donde se separaron amistosamente, pero a Jane le decepcionó su respuesta a la carta de agradecimiento que envió a sir George: «Creí que no podría evitar sentirse complacido o incluso conmovido. Quizá me expresé con excesiva sensibilidad21». No es difícil imaginárselo arrojando la carta al otro lado de la habitación entre juramentos.

Los periódicos de Sídney cubrieron el viaje con detalle y casi todos elogiaron el «difícil y extraordinario» viaje de lady Franklin: «lady Franklin es un sujeto óptimo para un párrafo y se debe recurrir a ella tan a menudo como surja la ocasión de hacerlo», escribió el Sydney Colonist. Una dama que se enfrentaba a tantos peligros era descrita como un buen ejemplo para las demás. Se cuestionaron sus motivaciones, pero los comentaristas se quedaron contentos cuando decidieron que estaba escribiendo un libro. Aquello era digno de admiración: el libro sería valioso e interesante. Un artículo muy representativo alabó los hábitos simples y la falta de ostentación de lady Franklin durante su «animoso y emprendedor viaje»22.

La mayoría de los periódicos de la Tierra de Van Diemen eran igual de entusiastas, pues se enorgullecían de su representante: «La acogida a lady Franklin en este asentamiento ha sido de lo más grata, como, por supuesto, cabía esperar». Solo algunos periódicos hostiles se mostraban críticos. ¿Por qué habría lady Franklin de abandonar su cómodo hogar y someterse a «los rigores y los terrores del bush», viviendo entre salvajes desnudos? (Aquello le molestó: llevaban mantas, escribió Jane indignada). En vez de recorrer Nueva Gales del Sur «de una forma extraña y excéntrica», observando a «un travieso grupo de negros», la esposa del gobernador debería estar en casa cumpliendo con sus obligaciones oficiales, como presidir el baile del cumpleaños de la reina. No les faltaba razón; una ausencia de cinco meses podía considerarse negligencia. Otros periódicos opinaban que aquellas críticas eran inmerecidas: lady Franklin podía hacer lo que le diera la gana23.

La vuelta a casa fue complicada. Partieron de Sídney el 16 de julio en un viaje que, en condiciones normales, podía durar apenas una semana. Por culpa de las galernas del sur, tuvieron un viaje horrible: Sophy se mareó, como de costumbre, e incluso Jane se quedaba todo el día en cama muchas veces, una de ellas porque la lluvia le empapó el corsé y no se pudo vestir. El capitán Moriarty y el señor Elliot pasaron horas sujetando el catre de Sophy para evitar que se moviera todavía más. Jane se sentaba en una esquina y le agarraba a Moriarty de la rodilla de vez en cuando. Lady Franklin mostró poca compasión por Sophy (aunque le leyó un par de sermones) y los otros mostraron poca por Jane: llevaban juntos demasiado tiempo.

En los momentos de calma Jane retomaba sus actividades habituales: leía, escribía e interrogaba a otros pasajeros. Cuando el barco estaba a punto de superar el cabo Pillar —unas pocas horas más y se encontrarían a salvo en el estuario del Derwent, casi en Hobart, casi en casa—, se levantó otra galerna del sur y pasaron diez días más dando tumbos por el océano.

Empezó a escasear la comida. El té se redujo a una taza al día y la tripulación tuvo que comer un tonel de callos y pies que anteriormente les había parecido intragable. Se estaba acabando el agua, pero los caballeros tenían alcohol de sobra, según escribió Jane airada. Entonces se levantó una brisa del norte; hicieron buenos progresos y el capitán insinuó que no les vendría mal rezar. «Me alegro de oírlo», escribió Jane, pero entonces un pasajero leyó el servicio vespertino demasiado despacio. Definitivamente, era hora de volver a casa.

En Hobart la gente estaba preocupada por que el barco se hubiera hundido, pero finalmente, el 19 de agosto de 1839, cinco semanas después de partir de Sídney y cinco meses después de partir de Hobart, entraron en el Derwent. Los periódicos anunciaron que lady Franklin había llegado «con una salud y unos ánimos excelentes»24.

Durante más de un año Jane Franklin tuvo que contentarse con viajes cortos por la Tierra de Van Diemen, pero en diciembre de 1840 John Gell decidió visitar a su hermano en Australia Meridional y Jane resolvió ir también. Se llevó a Eleanor, al señor Bagot (el ayudante de campo) y a su doncella Christiana Stewart.

Partieron de Hobart el 13 de diciembre y llegaron a Adelaida un muy caluroso día de Navidad. El diario de Eleanor cuenta que la acribillaban los mosquitos, que tuvieron que esperar dos horas en la orilla y que fueron a casa del gobernador Gawler aunque la señora Gawler había dado a luz recientemente. «¡Vaya día de Navidad!». Como Gipps, Gawler complació a Jane Franklin hablando con ella de política y de cotilleos tan fascinantes como que cierta dama era la hija natural de cierto duque. No obstante, no le gustó Adelaida, «un lugar de lo más desagradable»25.

El viaje no fue tan arriesgado como el de Melbourne-Sídney, pero Jane Franklin disfrutó viéndolo todo y recabando una ingente cantidad de datos durante una excursión de una semana a la bahía del Encuentro. Eleanor estaba muy emocionada con su primer viaje largo de acampada: a los aborígenes les interesaban las «lubras blancas»; los caballeros tuvieron que sacar a los bueyes del barro a rastras («Mamá y yo sujetamos a los caballos»); se sentaban en torno a una fogata por la noche para «disfrutar de la noche iluminada por la luna»; comieron mújol en una taberna, «y para divertirnos fuimos bebiendo todos de una olla de cerveza porter»26.

Cuando volvieron a Adelaida fue un caos: las damas Franklin y Gawler enfermaron debido al terrible calor, los criados les ofrecieron vino en mal estado y se negaron a acatar órdenes y el mismísimo gobernador tenía que dar caza a los bichos para poder dormir. Pero lady Franklin y los suyos no pudieron quedarse mucho tiempo, pues Gell tenía que regresar a Hobart por trabajo. De camino visitaron Port Lincoln y subieron a la colina Stamford. Jane afirmó que su esposo quería erigir un monumento en memoria de Matthew Flinders, «el descubridor de Australia Meridional», aunque el diario de Eleanor demuestra que fue idea de Jane, que le otorgó el mérito a su marido. En el viaje de vuelta comieron carne de marsopa picada y se inventaron un juego que consistía en escribir en unas tarjetitas preguntas sobre Australia Meridional. ¿Inventó Jane Franklin el Trivial Pursuit? Escribía preguntas más rápido de lo que los otros podían contestar y prefería hacer preguntas antes que responderlas; está claro que no le gustaba nada equivocarse. Llegaron a casa el 22 de enero, después de seis semanas fuera27.

A su regreso, Jane Franklin descubrió que había un barco a punto de partir para Nueva Zelanda: no podía desaprovechar la ocasión. Hizo hincapié en que sir John había insistido en que fuese, reclutó a su doncella Christiana Steward, a la señorita Williamson, al señor Bagot y a su criado y el grupo partió el 21 de febrero de 184128.

Habitada por los maoríes desde el año 1300 aproximadamente, Nueva Zelanda fue colonizada en la década de 1820 por misioneros, balleneros y comerciantes ingleses. En 1839 la Compañía de Nueva Zelanda anunció la compra de tierras. Alarmados, los misioneros apelaron al control británico; Gran Bretaña anexó las islas, y en 1840 los jefes maoríes firmaron el tratado de Waitangi, mediante el cual conservaban sus tierras pero renunciaban a todo poder. En 1841 Nueva Zelanda pasó a ser una colonia y el capitán Hobson, su gobernador. Era muy diferente de las colonias australianas y, por tanto, de sumo interés para Jane Franklin. «Su deseo es verlo y conocerlo todo», escribió Hobson29.

Su primera parada fue Port Nicholson (Wellington), el centro de operaciones de la Compañía de Nueva Zelanda. No pudo evitar recibir un discurso de los comerciantes locales: en su camarote, justo cuando salía, rodeada de equipaje, todo el mundo agarrado a la mesa mientras las olas zarandeaban el barco. Los dos ciudadanos principales insistieron en leer el discurso y, por una vez, Jane Franklin respondió con otro discurso. «Observé con aspereza lo que me decían, que según las normas aludía ligeramente a todos, por lo menos en su mayor parte», lo que suena aceptable. En las cartas que envió a casa le restó importancia: ella no quería recibir el «ridículo» discurso, se aseguró de que se lo ofrecieran en privado, «no había escuchando nadie que me importase» y su respuesta fue elogiada como «un discurso excelente, como una buena esposa que prefiriese las alabanzas a su marido antes que a ella». Los comerciantes lamentaron que se marchase pronto, puesto que podría haber convertido los tesoros locales en conocimiento gracias a su admirable sabiduría literaria y científica. Le pidieron que asegurara a su marido que deseaban mantener intercambios cordiales. Más tarde se dio cuenta de que los elogios a su marido implicaban una crítica a Hobson, porque la sede del gobierno de Waitemata (Auckland) y Port Nicholson estaban enfrentados. La avergonzó que la utilizaran de aquella manera30.

Después viajaron al pequeño asentamiento francés de Akaroa, cerca de Christchurch. Jane disfrutó de los modales y de la comida franceses, como los volovanes rellenos de cangrejo de río, aunque estuvo vomitando después. Durante una excursión nocturna se tropezó, se cayó y se hizo daño en los músculos de una pierna. Pasó varios meses casi sin poder andar. Impertérritos, continuaron hasta Waitemata, donde Hobson sugirió que presenciara un multitudinario encuentro de misioneros de la región de Waikato. Por lo general, Jane Franklin prefería a Hobson antes que a la mujer de este, quien, más que expresar su compasión por la pierna herida, se preguntó (cosa lógica) si realmente le convendría recorrer las 40 millas (casi 65 kilómetros) que había hasta Waikato. Hobson hizo que unos porteadores maoríes la transportaran en una silla colocada sobre sendas varas; Jane observó que aquellos aborígenes llevaban mantas sobre los hombros, camisas que les quedaban demasiado cortas y nada más. El encuentro le pareció curioso e interesante, participó en una barbacoa en la playa y recibió como regalo un cubo de lava y «unos huesos humanos»31.

Visitaron los asentamientos misioneros de Bahía de las Islas, pero tuvieron que volver a Waitemata antes de que Jane hubiera visto la mitad de lo que le habría gustado ver, lo que la irritó profundamente. Hobson organizaba los barcos según le convenían a él, escribió enfadada; criticó la manera en que nombraba a sus oficiales, pues había prescindido expresamente de un hombre que a Jane le caía bien. Seguramente para alivio de todos, lady Franklin y los suyos partieron el 22 de mayo y, tras una ausencia de cuatro meses, volvieron a casa vía Sídney, donde los Gipps pusieron su mejor cara. Los orificios nasales de sir George se hincharon solo una vez a causa del mal humor32.

La última gran excursión fue una que los Franklin llevaban años preparando: a la salvaje e inexplorada costa oeste de la Tierra de Van Diemen. La oportunidad surgió en 1842. Esperaban tardar ocho días en recorrer a pie, por un sendero trazado por Calder, el agrimensor, las 66 millas (106 kilómetros) de distancia que separaban el lago Saint Clair del río Gordon. Sir John anunció que estaba buscando lugares para estaciones de prueba de presidiarios, pero se entendía sin necesidad de palabras que se trataba de unas vacaciones, de aquellas que tanto les gustaban.

El grupo se congregó cerca del lago Saint Clair: los Frankin y la doncella Stewart, el señor Bagot, el doctor Milligan (naturalista), David Burn (un inmigrante romántico que rogó que lo incluyeran), Calder, el sargento O’Boyle (su ordenanza), tres agentes de policía y diecisiete presidiarios, veintiocho personas en total. A todos les maravillaron las magníficas montañas, el cielo de un intenso color azul, el pintoresco paisaje y la deslumbrante luminosidad (escribió Burn)33.

Partieron el 2 de abril. Calder organizó el equipaje y lady Franklin dificultó su labor al insistir en llevar una gran cantidad de cosas pese a «toda la persuasión del mundo». «Aunque es una de las mejores y más bondadosas de su sexo», escribió Calder, lady Franklin insistía en hacer las cosas siempre a su manera. «Era imposible vencerla en una discusión». Si no lograba convencer mediante la razón, Jane derrotaba a su oponente con «alguna salida ingeniosa o algún reproche exquisito, de los que nadie quería nunca una segunda dosis», una sonrisa satírica o su «raro e impactante» silencio.

«Sus peculiares talentos para vencer a todo aquel que se oponía a ella salieron a relucir la mañana de su partida del lago», cuando demostró a Calder que sus hombres podían transportar el doble de lo que él planeaba. «No llevaba siquiera cinco minutos bajo su tutela cuando descubrí que todavía tenía mucho que aprender y que solo necesitaba que un instructor adecuado, como lady Franklin, me enseñase cómo hacer las cosas con habilidad y rapidez». Su método consistió en ir pasando una bolsa tras otra y un bulto tras otro ignorando las protestas de Calder. Jane terminó apartándose y dejó a Calder organizando a los hombres con sus enormes fardos34.

Iniciaron el camino llenos de entusiasmo: «la imaginación se deleitaba, el pecho palpitaba y el pulso se excitaba por la vida y el placer» (Burn de nuevo). Bueno, eso igual no les pasaba a los presidiarios, cargados como mulas, ni a Jane Franklin, que estaba enferma. Dos presidiarios la llevaban sobre un palanquín, una silla sobre varas, similar a las que se usaba en Port Arthur para transportar a los visitantes. Sin embargo, el sendero era tan empinado e irregular que únicamente pudieron llevarla algo menos de la mitad del camino. Una vez, cuando Stewart estaba enferma, Jane le cedió el palanquín y continuó a pie, para admiración de Burn: lady Franklin tuvo que «vadear el fangoso lodo, superar los pasos montañosos o acampar sobre la tierra fría y húmeda. Su cama, hojas de helecho; su asiento, las mantas, y su mesa, la tierra». Stewart hacía las mismas cosas, pero Burn no iba a fijarse en los logros de una criada.

Tras aquel hermoso comienzo, el entusiasmo de Burn se deterioró, lo mismo que el tiempo. Llovió durante los dieciocho días siguientes. Continuaron avanzando por «bosques impermeables, montañas escarpadas, tremendos barrancos, ríos y torrentes impetuosos y ciénagas y pantanos», escribió Jane a Mary. De tanto en tanto, cuando el cielo estaba despejado, podían admirar las maravillosas vistas, pero avanzaban mucho más despacio de lo que habían anticipado, y Calder y los presidiarios tenían que seguir volviendo a por más provisiones. En cierta ocasión, Calder anduvo 77 kilómetros en 54 horas acarreando una carga de 36 kilos. Las provisiones consistían en cerdo salado, harina con la que hacían pasteles y que freían en una sartén, té y azúcar moreno. Para desayunar, para cenar y para merendar, se quejó Burn35.

Llovió, granizó, cayó aguanieve y nevó tanto que se quedaron atrapados una semana al pie de la Frenchmans Cap, una montaña de 1443 metros de altitud, rodeados de agua y con todo mojado: la tierra estaba saturada; la leña, húmeda; las tiendas, caladas; las camas, hechas de helechos húmedos sobre sábanas de corteza empapada. Tan mal estaban las cosas que sir John ni siquiera leyó el servicio dominical. Sin embargo, lady Franklin y él no perdieron la alegría en ningún momento y a Calder se le antojaron unos compañeros tan agradables que era casi imposible sentirse deprimido del todo (¿solo deprimido a medias?). Los presidiarios adoraban a sir John y siguieron alabándolo décadas después. Cuando la comida empezó a escasear y Milligan sugirió reducir las raciones de los presidiarios, sir John insistió en tratar a todos por igual. Observó que a uno de los presidiarios le estaba costando llevar las muestras de piedras de Milligan. «¿Por qué no abres la costura del fondo de la bolsa, imbécil?», le susurró. Aquella noche Milligan se quejó de que le quedaban muy pocas muestras y sir John sugirió que llevara las piedras más pequeñas y ligeras. Incluso aunque estas historias sean apócrifas, reflejan la opinión que los presidiarios tenían de sir John. No contaban historias como aquellas sobre su esposa, aunque Milligan, protegido de Jane, la describió como la alegría del grupo.

La lluvia terminó amainando y el 15 de abril llegaron al río Franklin. Estaba tan henchido de lluvia que no se podía cruzar caminando sobre un árbol caído, como de costumbre, por lo que uno de los presidiarios, carpintero naval, empezó a construir una canoa. Calder escribió que, consciente de su importancia, se comportó como el jefe del campamento, desdeñando a los demás. Incluso le dijo al gobernador, que intentaba adelantar el trabajo: «Márchese ahora mismo y haga el favor de no entrometerse en cosas de las que no tiene ni idea». Derrotado, sir John regresó a su tienda «entre las risitas que a duras penas lograron reprimir aquellos que no estaban demasiado cerca de él». Empezó a escasear la comida y todos tuvieron que conformarse con una ración diaria de té sin azúcar, una galleta y 80 gramos de carne.

La canoa estuvo por fin lista el 19 de abril, el primer día de buen tiempo. Cruzaron el río Franklin y caminaron hasta el río Gordon, aunque a uno de los presidiarios lo dejó ciego de un ojo un árbol joven al desbrozar el sendero. John y Jane Franklin eran todo compasión, cosa inusual en Jane: ¿se vio forzada por los sentimientos genuinos de sir John? Llegaron a su diminuto barco, el Breeze, el 22 de abril. Calder y la mayoría de los hombres se dieron la vuelta —fue el momento más feliz de su vida, aseguró Calder, tras la labor más penosa de su carrera—, pero los Franklin y compañía exploraron el río Gordon y la antigua estación penal antes de que vientos adversos los dejaran atrapados en Macquarie Harbour. Volvieron a escasear las provisiones: una de las cenas consistió en pastel de gaviota. Por fin atravesaron Hell’s Gates (las «Puertas del Infierno») y se encontraron con un barco más grande enviado para buscarlos. ¡Bendita comodidad! El capitán del barco expresó a sir John su pesar por los rigores que habían sufrido. «En absoluto», fue la alegre respuesta: nadie lo había pasado mal salvo el pobre Bagot, añadió con una sonrisa, a quien se le había acabado la colonia y el jabón perfumado. En realidad, el viaje había sido agotador. El sargento O’Boyle, el ordenanza, confesó que las adversidades lo habían dejado tan hecho polvo que no disfrutaría de una hora de salud en lo que le quedaba de vida, y Jane se refirió al Franklin como a «ese río aterrador»36.

Una vez a bordo del barco grande, los Franklin no iban a malgastar su visita a la costa oeste: exploraron Port Davey, establecieron la ubicación exacta del cabo Suroeste y volvieron a casa el 24 de mayo. Su prolongada ausencia había suscitado mucha ansiedad. La única pregunta en Sídney era si habrían muerto ahogados o de inanición. En Hobart, Eleanor estaba desesperada: «Ojalá volvieran papá y mamá: todo parece ir mal cuando están fuera». George Boyes, secretario colonial suplente, no estaba preocupado, pero el secretario de sir John, Francis Henslowe, lo había vuelto loco con sus aspavientos, «aburriéndome otra vez con el tema de sir John» y mandándole fastidiosas cartas justo cuando se disponía a cenar. Por fin, para tranquilizarlo a él y a la familia, Boyes había mandado que otro barco se acercara a la costa oeste; no serviría de nada, en su opinión, pero así parecía que ayudaba37.

La mayoría de los colonos admiraron la travesía virreinal: durante la recepción ofrecida poco después para celebrar el cumpleaños de la reina, muchos acudieron con el deseo expreso de aplaudir a los Franklin, y la gente de George Town obsequió a sir John con un discurso para felicitarlo por haber regresado sano y salvo. Los periódicos pro-Franklin se mostraron de acuerdo, pero sus oponentes les criticaron, como era habitual: había sido un viaje completamente absurdo, caro, habían dejado a la colonia sin gobernador, la Casa de Gobierno no se había iluminado tras el nacimiento del príncipe de Gales… «No queremos un gobernador que se vaya a dar tumbos por el bush en pos de paisajes pintorescos». Sin embargo, no se sabe si el público prestó mucha atención. El Hobart Town Advertiser puso a lady Franklin por las nubes: aunque habían temido que no fuese capaz de sobrellevar las dificultades del viaje, el mismo espíritu aventurero que la había motivado al cruzar los desiertos de Siria y las tierras salvajes de Nueva Zelanda le había dotado de la energía necesaria para aguantar con una fuerza superior a la de cualquier mujer y con una determinación inquebrantable38.

La última expedición de Jane Franklin en Australia fue una excursión desde Melbourne hasta Mount Macedon en diciembre de 1843, durante el viaje de vuelta a Inglaterra. Fue un viaje incómodo, según Sophy: hizo un calor excesivo; al volcarse un carromato su tía se cayó al suelo, lo que la asustó aunque no estaba herida; tuvieron que improvisar acampadas en el bush y su tía tuvo que dormir en el suelo bajo el carromato; se perdieron y llegaron al hotel a las dos de la madrugada. A Sophy todo aquello le resultaba agotador, pero en ocasiones anteriores Jane Franklin se habría quedado con los aspectos interesantes y habría pasado por alto la incomodidad. Por pura curiosidad, visitaron a una «colona ilegal»: no era poco femenina ni poco refinada, escribió Sophy sorprendida, aunque era muy corpulenta y tenía la cara roja, y su ayudante y pastora era enjuta y poco atractiva. No se conserva la opinión de Jane Franklin sobre aquellas mujeres independientes.

La única experiencia por la que Jane Franklin admitió haberse asustado no ocurrió en tierras lejanas, sino justo al otro lado del río de Hobart. La señorita Williamson, Eleanor y ella se estaban hospedando en la solitaria casa de John Price cuando una noche oyeron que podían atacar los bushrangers (presidiarios fugitivos que robaban para vivir). Jane, enferma, estaba tumbada en el sofá, pero se puso en pie de un salto e insistió en irse a Hobart inmediatamente, aunque estaba oscuro y el bote era pequeño. «¡Cómo apremié a la plácida señorita Williamson y a la pobre Eleanor!», así como a su doncella, «una persona de mediana edad, tímida y callada». Debían marcharse de la misma, las instó Jane, pero la doncella no se dejó apremiar:

«¿Se puede saber qué estás haciendo?», le pregunté impaciente. «Solo estoy cogiendo los cojines de su Señoría, su Señoría no puede irse sin sus cojines». «¡Olvídate de los cojines!», le dije. «Pero… ¿y la solución de cal muerta de su Señoría?», replicó ella. «Debo coger la solución de cal muerta…». «Déjate de cal muerta», contesté. «¿No te das cuenta de que los bushrangers podrían presentarse aquí en cualquier momento?» […]. Yo, que hasta ese momento me había movido con pasos débiles y tambaleantes, bajé casi corriendo la colina de la casa del señor Price y no paré hasta llegar al bote.39

Solo pasaron cinco minutos desde que recibieron las noticias hasta que se metieron en el bote, la doncella aferrada a la solución de cal muerta. Veinte minutos más tarde estaban sanas y salvas al otro lado del río. Al día siguiente se enteraron de que los bushrangers en realidad se encontraban a millas de distancia40. Fue una historia divertida que contarle a Mary.

¿Cuál fue el resultado de todos aquellos viajes? Para Jane Franklin, regocijo, pese a las adversidades; para sus acompañantes y anfitriones, una mezcla de placer y dificultades. Jane recabó una enorme cantidad de información que podría haberle transmitido a sir John, pero no hay ningún indicio de que así lo hiciera. Escribió decenas de miles de palabras sobre los sitios que visitó, pero tampoco usó nunca aquella información.

Hoy en día, sus diarios son muy valorados por los historiadores: describió con todo lujo de detalles algunas partes de Australia y de Nueva Zelanda y, con sus interrogatorios a toda clase de personas —ricas o pobres, de cualquier clase social—, tejió un excepcional tapiz de gente de muy distintos tipos. La mayoría de los viajeros solo recogía las opiniones de la aristocracia; a pesar de su esnobismo, Jane Franklin demostró un interés único por las experiencias y las opiniones de la gente.