7 LAS PRESIDIARIAS

A Jane Franklin no le limitaban las ideas convencionales sobre el papel que debía desempeñar la esposa del gobernador, aunque uno de sus intereses —intentar reformar a las presidiarias— podía entenderse como una actividad adecuada, en la línea de la caridad tradicional. En Londres, en 1832, antes de partir de Inglaterra, había observado el trabajo que la filántropa Elizabeth Fry desarrollaba con prisioneras a quienes reformaba gracias a la bondad y a la ayuda material que les proporcionaba. Fry, junto con un comité de damas, ayudaba a presidiarias en Inglaterra proveyéndolas de todo lo necesario para el viaje a Australia. Antes de zarpar rumbo a la Tierra de Van Diemen, Jane Franklin contactó con Fry, quien le encargó que la mantuviese informada sobre la suerte de las presidiarias y las ayudara al otro extremo de su viaje.

En la Tierra de Van Diemen, Jane se dio cuenta de que «hasta donde yo sé nunca se ha tenido en cuenta ni se ha tratado el tema de las mujeres más que como un mal sin remedio»1. Las presidiarias se asignaban a los colonos como criadas domésticas. Muchas de ellas carecían de formación y no estaban particularmente dotadas para el trabajo, pero la mayoría quería cumplir su condena y se comportaba bastante bien; solo de vez en cuando cometían delitos como la embriaguez o la insolencia. Para las autoridades, el problema no residía en aquellas mujeres: el «mal sin remedio» era esa escandalosa minoría que cometía nuevos crímenes, en su mayoría robos, y a quienes enviaban a las prisiones femeninas para castigarlas. A las autoridades (masculinas) les resultaban más difíciles de manejar que los hombres. El carácter insolente y pendenciero de las mujeres —¿y su sexualidad?— era más inquietante que la mala conducta de los hombres y resultaba más difícil de controlar, sobre todo desde que se habían prohibido los castigos más duros de años anteriores, como raparles el pelo o azotarlas. En las prisiones femeninas, las delincuentes cumplían condenas de aislamiento o de trabajos forzados; también había mujeres a la espera de que se les asignara un destino, así como embarazadas o lactantes.

En 1838 Jane Franklin confesó a su hermana Mary que no se había puesto en contacto con Fry porque parecía imposible hacer nada con aquellas presidiarias,

apiñadas como están, y siendo como son, casi todas ellas, criaturas impúdicas […]. Todo este sistema de deportación femenina —y, especialmente, el de asignar a las mujeres al servicio doméstico— se me antoja tan lleno de faltas y de vicios que intentar tratar con las mujeres sometidas a él me parece una pérdida de tiempo y de energía2.

Jane quería hacer algo por las presidiarias, pero no sabía el qué: «Si pudiese hallar un sistema adecuado para humillarlas, trabajaría en ello mañana, tarde y noche». Habló con los oficiales del trato a las presidiarias, pero no encontró apoyo, quizá porque rechazaban la intervención de una forastera, quizá porque sus ideas eran más estrictas que las de ellos. Si Fry defendía un tratamiento más humanitario para las presidiarias, Jane Franklin creía firmemente en el valor del castigo, de que las mujeres adquirieran conciencia de su pecado: «su humillación». Le horrorizaba que los oficiales animaran a las mujeres a contraer matrimonio, lo que las sacaba del sistema para consagrarlas al cuidado de sus maridos y, en esencia, las recompensaba por sus pecados3.

Terminó escribiendo a Elizabeth Fry en 1841. Le dijo que se había retrasado porque no se atrevía a dar malas noticias y a confesar que no había hecho nada, aunque no creía que fuese culpa suya. Las influencias que recibían las presidiarias no favorecían la reforma, continuó. Nada más desembarcar, se las asignaba como criadas a las familias; a todas las familias, incluidas las de expresidiarios (qué esperanza de reforma podía haber ahí, insinuó). Allí pervertían a los niños (un mito popular que carece de pruebas que lo sustenten) y eran seducidas por los criados. Cuando, como consecuencia, una mujer «iba a convertirse en madre», se le atendía en la prisión, donde cuidaba de su hijo nueve meses antes de que se la castigara simplemente dejándola en la prisión con sus amigas, nada más, ni siquiera el castigo de afeitarle la cabeza, que era tan efectivo. Después la asignaban a otra familia y al niño lo enviaban a una escuela-orfanato, aunque le permitían ver a la depravada de su madre; y, si la mujer se casaba, podía reclamarlo. Aquel sistema solo fomentaba la inmoralidad: los hijos de los presidiarios no deberían tener ningún contacto con los pervertidos de sus padres, escribió Jane4.

«No creo que la manera en que he tratado el asunto concuerde con las ideas de la señora Fry», escribió Jane a Mary, y sin duda estaba en lo cierto: a Fry seguramente le habría horrorizado leer restricciones de tamaña severidad. No obstante, respondió con tacto. ¿Quizá lady Franklin pudiera sugerir un sistema mejor que asignarlas al servicio doméstico? A ella le parecía que rapar el pelo solo servía para insensibilizar a la víctima, y opinaba que las leyes divinas se oponían a separar a una madre de sus hijos. Terminaba con una nota positiva: «Ciertamente me alegra ver el interés que muestra usted en las pobres presidiarias»5.

El motivo por el que Jane Franklin se sentó a escribir, aunque a regañadientes, fue la llegada del barco Rajah en mayo de 1841. Transportaba ciento ochenta presidiarias bajo la supervisión de Kezia Elizabeth Hayter, una joven de veintitrés años a la que Fry había enviado para que la mantuviese informada, por lo que Jane se vio obligada a hacer lo mismo. El comité de damas de Fry había proporcionado a las presidiarias materiales para hacer una colcha y Hayter supervisó aquel mastodóntico esfuerzo de costura. La colcha Rajah, considerada una valiosa obra de arte, se encuentra actualmente en la Galería Nacional de Australia. Hayter imitó el trato que Fry dispensaba a las prisioneras: se compadecía de ellas, las ayudaba en el terreno práctico, les leía la Biblia, las animaba. «Si para algo he servido ha sido para dar consuelo a un gran número de corazones tristes y afligidos», escribió6.

Jane Franklin apreciaba a Kezia Hayter, que le parecía sensata, fina e inteligente. Sugirió que Hayter viviera en la Casa de Gobierno, que trabajara no solo en la prisión, sino también en la escuela dominical y colaborando con la educación de Eleanor. Aunque le ofrecieron un salario, la negativa de Hayter no es de extrañar. Encontró trabajo de maestra en una escuela. Airada, Jane le escribió una carta desagradable con tintes intimidatorios: «Todavía me atrevo a creer que se equivoca en su visión de las cosas, que con sus principios debería haberse colocado donde pueda hacer el mayor bien […]. ¿Acaso el dedo de Dios no le ha señalado el camino que estaba destinada a seguir? Pero usted lo ve de otro modo». Llegaron a un acuerdo: visitarían juntas la prisión dos veces por semana. Kezia Hayter era su mano derecha y su guía, escribió Jane Franklin. «Es muy sabia para su edad y tiene mucha más experiencia que yo en ese ámbito en concreto [ayudar a las presidiarias]. Kezia Hayter escribió a una amiga que lady Franklin se le antojaba «un personaje de lo más excéntrico, carente de principios religiosos»7.

Visitaron la prisión durante seis semanas. Hayter trataba con las mujeres, rezaba u organizaba lecciones; lo que hacía Jane Franklin no está claro, si bien es cierto que escuchó a una mujer recitar la lección. En cierta ocasión le aconsejaron que no fuese a la prisión porque las mujeres estaban convencidas de que la señorita Hayter iba a ponerlas en aislamiento y cortarles el pelo, y estaban decididas a hacerle trizas. Jane, a quien no le intimidaba el peligro físico, fue a la prisión para demostrar que aquella información era absurda. El superintendente se mostró de acuerdo y dijo que, «salvo en ocasiones puntuales», eran mujeres muy tranquilas8.

Como ocurre a menudo cuando se introduce en una institución una persona ajena, las autoridades dieron muestras de resentimiento, y la mayoría de los superintendentes de la prisión y de las presidiarias acusaron a Kezia Hayter de ser una persona problemática. Disgustada, la joven dijo que solo podría trabajar en la prisión con un comité de damas, y Jane Franklin fundó uno, compuesto por unas diez mujeres y con ella a la cabeza. Su labor consistía en visitar a las presidiarias y conseguir que mejoraran en el plano moral y religioso. A los periódicos les pareció buena idea, pero varios criticaron el comité: debería incluir mujeres casadas de mediana edad acostumbradas a la vida colonial, no jóvenes solteras recién llegadas. Hayter dimitió, horrorizada, y el comité se desintegró. Indignada, Jane Franklin protestó, pero para aquellas mujeres, ciudadanas de a pie, era espantoso que las criticaran en la prensa. Un periódico hasta se disculpó por haberlas ofendido9.

Por su parte, John Franklin abrió una investigación sobre las presidiarias. «¡Menudas revelaciones!», escribió Jane. Demostraban que las cosas eran mucho peor de como se las había descrito a Fry: se descubrieron tales aberraciones (es decir, lesbianismo) que a Jane no le permitieron leer el informe de la investigación. En 1842 se abrió otra prisión para las mujeres que estaban a la espera de que las destinaran, de modo que estuvieran separadas de las criminales que cumplían condena. Jane Franklin había querido que se tomase aquella medida y los periódicos le reconocieron el mérito, pero ella no se lo adjudicó, y tampoco está claro cuánta influencia tuvo. A Hayter le pareció buena idea, pero le irritaba la «conducta indecisa y vacilante» de sir John hacia la nueva prisión. «Le dije con mucha franqueza lo que pensaba, es más, casi discuto con él, así que amenacé con retirarme», escribió. Sir John renovó sus promesas de actuar y trató de apaciguar los ánimos con una broma, pero «yo estaba destrozada por su indecisión y nunca he hablado con tanta sinceridad». No mencionó qué era aquello que sir John no hacía, pero no era la única que lo encontraba vacilante. Hayter discrepaba también de otros miembros de la familia: «¿Qué te parece, mi queridísimo Charles, la propuesta que me ha hecho hoy lady Franklin de acompañarla a Sídney y a Norfolk Island para informar sobre la prisión y su disciplina?», escribió a su prometido. «Antes preferiría intentar volar a la luna»10.

Las visitas de Jane Franklin a la prisión cesaron, pero no así las de Hayter. Se sentía bien acogida por aquellas «pobres mujeres», aquellas «parias desdichadas», y describía el trabajo que desempeñaba entre ellas como arduo pero gratificante. Sin embargo, en abril de 1842 el superintendente la acusó de algo —Hayter no dijo de qué—, pero «tu Lizzie no se dejó amedrentar, segura de su inocencia, y sus certeras afirmaciones hicieron temblar a sus acusadores», le contó a Charles. A Jane Franklin le confesó que en la prisión femenina se sentía frustrada en todos los sentidos y no volvió a ir, seguramente porque el superintendente le negó la entrada. Trabajó como institutriz y en 1843 se casó con su Charles11.

Jane Franklin se centró entonces en una actividad mucho más acorde con sus gustos: leer todo lo que pudiera sobre presidiarias, recabar opiniones y escribir un extenso informe que recogía todos los puntos de vista y que envió a Inglaterra. Afirmó que quería ayudar a las presidiarias, que «es el asunto sobre el que más he reflexionado y que más me preocupa desde que estoy en la colonia», que de buena gana consagraría su vida al servicio de las mujeres, pero, a menos que Inglaterra le concediera permiso para hacer y deshacer como considerase oportuno, tenía las manos atadas. «Hay muchas personas buenas pero débiles que piensan que estas mujeres se enmendarán con tal de que te limites a leer y a rezar con ellas», por ejemplo la señorita Hayter o la señora Fry, le dijo a Mary, pero «¿de qué sirve rezar entre los aullidos y las blasfemias de un burdel o, peor aún, en el silencio que reina mientras estás allí, pero que se rompe en cuanto has salido por la puerta?». Según dijo, en 1843 miembros del antiguo comité de damas la «asediaron» para que lo reviviera, pero Jane se negó a actuar sin tener potestad para hacerlo12.

Para mujeres como Fry y Hayter estaba claro cómo ayudar a las prisioneras: había que compadecerse de ellas, rezar, intentar sacar a relucir lo mejor de ellas. Jane Franklin no creía en aquel método, pero ¿en cuál creía? Decía que quería ayudar a las mujeres, pero ¿qué planeaba hacer, aparte de conseguir que la pusieran al mando, que es lo que al fin y al cabo implica recibir potestad? No está claro que realmente quisiera hacer algo —igual ni siquiera la propia Jane lo tenía claro— o si se escudaba diciendo que lo haría si le dieran potestad para ello. Tenía que saber que no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera.

Por los presidiarios varones mostraba poco interés, pero su actitud hacia ellos era la misma que hacia las mujeres: su castigo debería ser más duro; debería ejercerse un control mayor. Escribió una descripción de 62 000 palabras titulada «Notas sobre el sistema penal de la Tierra de Van Diemen» que resumía el sistema y las opiniones que suscitaba, pero no recogía su propio punto de vista13.

Aunque Jane Franklin pensaba, hablaba y escribía mucho sobre las presidiarias, en realidad hizo bien poco por ayudarlas, aunque escasamente se la puede culpar. Aunque reformistas como Fry y Hayter se sintieran capaces de trabajar con las prisioneras, Jane Franklin no sería la única a la que le asustase aquella posibilidad.

En 1843 las mujeres que la habían «asediado» formaron un comité para visitar a las presidiarias que incluía a Sara Hopkins, una mujer casada de mediana edad que llevaba veinte años en la colonia, tal y como recomendaban los periódicos. «Las mujeres escuchan con atención y aparente gratitud», escribió en su diario, «pero oh, Señor, solo tú conoces los corazones de los hombres y puedes dar cuenta de su sinceridad. Yo me siento totalmente incapacitada para semejante labor». Persistió, pero era duro. En 1844 escribió lo siguiente:

Llevo casi doce meses visitando a las prisioneras. Me he esforzado por convencerlas de que son pecadoras y de que necesitan un Salvador […]. Me he esforzado por descubrir el gran pecado que esconde cada una de las personas con las que he conversado para intentar aconsejarlas debidamente y, aun así, escaso bien parece haberles reportado: todavía tienen la mente embrutecida14.

Se puso en marcha una nueva iniciativa bienintencionada para ayudar a las presidiarias, pero fracasó, aunque no resulta sorprendente. Al menos, desde el punto de vista de las presidiarias.

Para formar a las presidiarias antes de despacharlas como criadas, en 1844 se estableció un centro de prueba bajo el mando del doctor Bowden y su esposa. Los periódicos pusieron por las nubes a las pulcras, limpias, educadas y trabajadoras presidiarias que aprendían tareas del hogar, cantaban himnos y apreciaban a los Bowden, pero estos terminaron desobedeciendo a las autoridades y el centro de prueba fue desmantelado. ¿Eran sencillamente incompetentes o pusieron en evidencia la incompetencia de otras personas? La historia de las presidiarias tuvo muchos villanos, reales e imaginarios, libres y convictos.

Una de las historias que más se contaba decía que algunas presidiarias se habían azotado el trasero delante de Jane Franklin, pero no hay datos que la sustenten. Tiene su origen en unas memorias noveladas escritas en la década de 1880 por Robert Crooke, tituladas The Convict: a fragment of history. Disfrutó tanto escribiéndolas que redactó varias versiones, en las que mezclaba comentarios interesantes sobre distintos aspectos de la vida en la Tierra de Van Diemen que había experimentado con alocadas exageraciones para dotar de dramatismo a la historia.

Crooke describió la Tierra de Van Diemen como un lugar horrible. Se derrochaba por doquier: cada casa disponía de su propio cupo de prostitutas, los presidiarios eran esclavos blancos, su situación era precaria hasta límites insospechados (exageración alocada). La historia comienza con Sally, una presidiaria que pervierte a las hijas de su patrón (aquel mito que mencionó Jane Franklin) y es enviada a la prisión femenina, entre cuyos aspectos más espantosos está el capellán:

Las mujeres de la prisión conocían bien el carácter del capellán. Eran plenamente conscientes de que disfrutaba con el pavo asado y con el jamón, regados con una buena botella de oporto, mucho más que con la Biblia […]. Su ayuda carecía de valor alguno […]. En cierta ocasión, mientras cruzaba el patio de la prisión femenina, lo asaltaron entre doce y veinte mujeres que le quitaron los pantalones y se afanaron deliberadamente para desposeerlo de su virilidad.

Las detuvieron unos agentes «que agarraron a las hermosas damas y las metieron en vil cautividad»; a Crooke le encantaban las florituras novelescas.

En otra ocasión describió una visita del gobernador, su esposa y el capellán a la prisión:

Las mujeres, entre trescientas y cuatrocientas en total, fueron reunidas para recibir a su Excelencia, que dio una especie de discurso estereotipado en el que salpicaba una cierta cantidad de alegatos decentes con un gran número de lugares comunes. Se lo escuchó hablar con respeto. Por lo menos, tenía buen carácter: era un afable viejo marinero, su disposición era amable y compasiva y, pese a que al encontrarse bajo la influencia de malos consejeros se había visto inducido a cometer muchos actos viles, en su mayor parte lo apreciaban tanto esclavos como hombres libres.

Nadie apreciaba, en cambio, a su Señoría, un hombre con enaguas. Se admitía que sus talentos eran de un altísimo orden, pero su amor por el poder y su espíritu entrometido e intrigante la convertían en un peligroso enemigo y en una amiga poco fiable. Su carácter era ampliamente conocido en la prisión y, cuando se puso en pie para dirigirse a las prisioneras y les habló sobre casas de refugio, la señora Fry, etcétera, se oyeron algunos siseos y murmullos de desaprobación. Aun así, le permitieron terminar su discurso y desplegar su elocuencia, cosa que le encantó tener la oportunidad de hacer […].

El reverendo caballero, sin embargo, quiso decir también unas palabras y empezó a «predicar» ante las mujeres […]. Después de más de una hora escuchando los tópicos del gobernador y su esposa, las prisioneras no estaban de humor para uno de los sermones del clérigo —pues así se lo calificaba— y decidieron poner a prueba su elocuencia: de repente, las trescientas mujeres se dieron la vuelta y, todas a una, se levantaron la falda para mostrar los traseros desnudos, que se golpearon con la mano abierta todas al mismo tiempo, produciendo un ruido fuerte y poco musical […].

No es difícil imaginar los sentimientos del gobernador y de su Señoría […]. Más que conmocionados, estaban horrorizados y estupefactos. El gobernador alzó las manos al cielo, el clérigo puso una cara indescriptible y su Señoría simuló desmayarse (no era más que fingimiento) y el ayudante de campo […] se echó a reír a carcajadas.

Según otras versiones, también los Franklin se rieron.

La historia de Sally continúa, aunque más que una narrativa es una diatriba contra la Iglesia anglicana, las autoridades, los colonos ricos, Jane Franklin… Todo aquel que no había sabido valorar a Robert Crooke15.

Crooke nació en Irlanda en 1818, se licenció en Bellas Artes y en 1840 emigró a la Tierra de Van Diemen, donde empezó a trabajar como asistente de maestro en el Queen’s College bajo las órdenes de John Gell, protegido de Jane Franklin. Gell llevó a Crooke a cenar a la Casa de Gobierno, pero solo una vez. No se lo volvió a invitar, así que parece que Jane Franklin, que no se cansaba de invitar a gente a cenar, no tenía buena opinión de él. En 1843 Gell lo despidió, pues «no ha sabido hacerse obedecer ni apreciar por los niños».

Crooke quería ser ordenado, pero la Iglesia se negó, y se convirtió en profesor de religión en una prisión lejana. Lo terminaron ordenando en 1855 y lo enviaron al remoto valle del Huon, donde denunció a un residente que lo había acusado de conducta libertina: preguntaba a la gente si pensaba que el señor Nation era «hombre suficiente» para la señora Nation y si el sombrero de una joven se rasgaba cuando estaba en posición vertical u horizontal; se emborrachó tanto durante un baile que volvió a casa danzando por la carretera y cantando la canción infantil Pop goes the weasel. Los parroquianos se negaban a ir a la iglesia y algunos testigos lo acusaron de mentir en el juicio. Según los testimonios del propio Crooke, parece un hombre tonto, melodramático y vanidoso. El jurado no se puso de acuerdo con el veredicto, pero la Iglesia lo echó. Los Crooke se trasladaron a Victoria, donde Robert retomó la enseñanza. En la vejez escribió The convict16.

En la década de 1940, la profesora Kathleen Fitzpatrick escribió un estudio sobre el gobierno de John Franklin. Su prima, nieta de Crooke, le mostró The convict. En su estudio, por lo demás erudito, Fitzpatrick cita a Crooke en dos ocasiones y narra el «cuento procaz» de los traseros al aire como si fuera cierto, pese a admitir que The convict era una obra de ficción17.

A la gente siempre le ha encantado aquella historia salaz. La reproducen casi todas las personas que escribieron sobre los Franklin. Con una historiadora tan eminente como Kathleen Fitzpatrick como fuente, ¿quién podría dudar de su veracidad? Las historiadoras femeninas se aferran a la historia al creer que demuestra la vitalidad, independencia y falta de convencionalidad de las presidiarias. Yo misma la narré en mi libro sobre las mujeres de los gobernadores, Governors’ ladies (1986). Tampoco los historiadores varones pueden resistirse a citar aquella historia procaz; el profesor Andrew Lambert la incluyó en la biografía de Franklin que publicó en 2010. Sabía que se cuestionaba su autenticidad, «pero es demasiado buena para pasarla por alto»18.

Para cuando en 1999 se publicó una segunda versión de Governors’ ladies, me había llamado la atención la falta de pruebas que respaldaran aquella historia. No hay datos de aquella época que la corroboren: no se menciona en los registros de la prisión, aunque un comportamiento tan horrible se habría castigado; no hay nada en la prensa; no hay nada en ningún diario o memorias; no hay nada en los escritos de Jane Franklin. Además, ella nunca daba discursos en público.

Hay tres opciones. La primera, que la historia de los azotes en el trasero fuese verdad, resulta poco probable. La segunda, que Crooke se la inventara, es posible. La tercera, que tuviera su parte de verdad, es la más probable. Ellen Scott, deportada por robo en 1830, era una rebelde, parte de una pandilla conocida como Flash Mob (el origen del término tal y como se entiende hoy en día se remonta a las prisiones de Hobart, pero en la Tasmania del siglo XIX aludía a un fenómeno diferente: mob significa «pandilla» y flash, en su acepción más arcaica, hacía referencia al lenguaje soez con el que se expresaban las criminales y las prostitutas). Los miembros de la Flash Mob no tenían respeto alguno por la autoridad, sometían a otras mujeres, traficaban con mercancías prohibidas (como tabaco) y se acostaban unas con otras. Durante su estancia en prisión, Ellen fue castigada por cuarenta y ocho delitos, entre los que se incluían agresión violenta con intención criminal al superintendente de la prisión y en 1833 «comportamiento impúdico durante la celebración del servicio divino a cargo del reverendo William Bedford», el capellán de la prisión19. Es posible que se levantara las faldas delante de él y se diera un azote en el trasero; encajaría con el resto de la historia. Quizá lo hizo y aquel cuento, narrado una y otra vez, creciera hasta convertirse en aquella historia según la cual todas las mujeres se azotaron el trasero delante de Bedford20.

Por otra parte, en 1892 «G.P.» publicó el relato de su estancia en la Female Factory entre 1828 y 1831 (al parecer, se trataba del joven sobrino del superintendente). Por norma general, escribió, las mujeres se mostraban sumisas y pacíficas, pero no siempre eran así. Bedford llegó lleno de entusiasmo y le dio al gobernador Arthur una lista de hombres que estaban cohabitando con las criadas que se les había asignado. Arthur devolvió a la prisión a aquellas mujeres, que se pusieron furiosas, y en su siguiente visita Bedford fue «atacado salvajemente en cuanto entró al patio por una enorme pandilla de mujeres que, entre aullidos y chillidos demoníacos, lo sometieron al maltrato personal más repugnante y atroz». Los registros reflejan que, efectivamente, en 1825 castigaron a dos mujeres por maltratar y tratar con insolencia a Bedford20.

Está demostrado que Bedford sufrió aquellos dos pequeños ataques, así que es posible que los chismorreos los exagerasen hasta convertirlos en las historias de la desposesión de su virilidad y los azotes en el trasero. Para cuando Crooke llegó en 1840 había pasado el tiempo suficiente para exagerar las historias, que tenían precisamente la clase de connotaciones obscenas que le gustaban, justo lo que quería para poner en evidencia a la Iglesia anglicana, a la que tanto detestaba, así como a Jane Franklin. Habría sido fácil alterar las fechas para ajustarlas al periodo Franklin en el que se ambientaba su historia.

Pasara lo que pasase, parece que el episodio de los azotes en el trasero no ocurrió tal y como lo describió Crooke. Jane Franklin vio en la Tierra de Van Diemen muchas cosas que la conmocionaron y la asquearon, pero aquel episodio en concreto no fue una de ellas.