INTRODUCCIÓN

Después de un vigorizante pero tormentoso viaje por mar de cuatro meses, en enero de 1837 Jane Franklin arribó en Hobart con sir John, su esposo, el nuevo gobernador de la Tierra de Van Diemen, que fue recibido con pompa y boato oficial: barcos disparando andanadas, una muchedumbre vitoreándolo en el muelle, tropas presentando las armas… Como no era más que su esposa, Jane desembarcó discretamente, pero estaba decidida a participar en la exploración de los nuevos territorios. En cuanto pudieron, organizaron una visita de inspección.

En una época en la que la mayor parte de las damas se quedaba en casa bordando, el comandante de la mina de carbón que había cerca de Port Arthur —que se nutría de mano de obra presidiaria— se quedó estupefacto con lady Franklin. Aunque la pareja virreinal y compañía llegaron cuando ya había anochecido, lady Franklin insistió en bajar a la mina: como bien señaló, bajo tierra también estaba oscuro, en cualquier caso. «Lo primero que hacen, incluidas las damas, es adentrarse en las minas e inspeccionarlo todo a conciencia», escribió el comandante, anonadado1.

«Me he metido en el agujero más remoto del risco», escribió lady Franklin en su diario. «He tenido que entrar un poco agachada». Avanzaron por un corredor para inspeccionar los rodillos de hierro, el pozo profundo, las celdas de aislamiento, los cubos, las cuerdas… Otro corredor, «a agacharse otra vez»; más adentro, «entre la humedad, el barro y tener que caminar encorvada, he acabado exhausta». El corpulento sir John también lo pasó mal: la débil luz de las velas hacía que pareciese humo el sudor que le salía de la cabeza, como si hubiese prendido fuego, pero Jane Franklin no se amilanó. Terminaron emergiendo por otro corredor —«he salido con las manos negras y las enaguas sucias»— y, siguiendo con la inspección, visitaron los barracones de los presos, la cocina e incluso la panadería. Eran en torno a las nueve de la noche cuando se sentaron a cenar «un excelente ualabí»2.

La vida de Jane Franklin se definió por sus dos ambiciones principales, tanto para sí misma como para su marido. Desde pequeña quiso exprimir la vida al máximo, haciendo y viendo todo lo que pudiera: nunca rechazaba una oportunidad, ya fuese la de escalar una montaña, hacer una ascensión en globo, arponear un tiburón, coquetear con un hombre encantador o, como ya hemos visto, inspeccionar una mina de carbón, incluso aunque supusiera soportar humedad o barro, caminar encorvada y acabar exhausta. Ninguna otra mujer de su época viajó, a buen seguro, tanto como ella: hizo largos e intrépidos viajes a todos los continentes, salvo la Antártida. Durante los siete años que pasó en Australia hizo de todo: desde fundar una sociedad científica hasta construir un templo griego en mitad del bush*, así como establecer un asentamiento agrícola. Para conseguir lo que ambicionaba, sorteó hábilmente las restricciones que la sociedad imponía a las mujeres de su época, y consiguió salirse con la suya sin dejar de ser alabada como ejemplo de encantadora feminidad. Atrevida y decidida, sus logros parecen convertirla en un modelo feminista digno de admiración: fue una mujer excepcional sobre la que escribir, puesto que derrota a sus opositores, desafía a los hombres (y a las mujeres) que se atreven a cuestionarla y supera todos los obstáculos.

Sin embargo, no fue por estos logros por los que Jane Franklin alcanzó la fama en el mundo occidental. Sus credenciales feministas no la avalan en este sentido, puesto que la fama le llegó al culminar su segunda ambición: apoyó a su marido en las duras y en las maduras y, casi sin ayuda, consiguió encumbrarlo a las cimas del éxito aunque se le consideraba un fracasado y era sospechoso de canibalismo. Con aquel objetivo en mente, Jane Franklin organizó y envió cinco expediciones, influyó tanto en los políticos como en la prensa y se granjeó el apoyo de la realeza y la gente pudiente. Incluso en la lejana América, en los Estados Unidos, consiguió ayuda de adinerados simpatizantes y apoyo presidencial. Gracias a sus esfuerzos, su esposo fue aceptado como el paradigma del galante caballero británico que venció contra todo pronóstico y descubrió el paso del Noroeste. Los exploradores eran los héroes máximos a mediados del siglo XIX, y los Franklin se convirtieron en una pareja célebre en el mundo entero. El hecho de que una reputación tan excepcional se construyera sobre unos fundamentos tan endebles hizo que su logro fuera aún más extraordinario, pero Jane Franklin tenía un don para las relaciones públicas. Y era muy capaz: aunque sus dos ambiciones eran diametralmente opuestas, satisfizo ambas de manera envidiable.

Lady Franklin y su aliada, Sophy Cracroft, la sobrina de John, estaban decididas a gestionar la reputación de Jane no solo en vida, sino después, por lo que dejaron para la posteridad una gran cantidad de documentos escritos. Estos archivos, que actualmente se encuentran en el Instituto de Investigaciones Scott Polar de Cambridge, describen lo que vio y lo que hizo durante más de seis décadas: millones de palabras, una mina para los historiadores modernos.

Ya se han utilizado estos documentos para escribir sobre Jane Franklin. ¿Por qué, entonces, otra biografía? O bien Jane, o bien Sophy hizo una selección de toda aquella documentación para que solo perdurase material positivo. Incluso hubo quien se tomó la molestia de copiar las cartas omitiendo los fragmentos negativos, cualquier cosa que mostrara una cara menos amable de Jane Franklin, dominando a su marido o manipulando a la gente (quedan unos pocos originales con los que poder comparar). Los anteriores biógrafos se han basado en este archivo, tan inmenso que podría bastar como fuente de información. Al construir sobre la base de la reputación que la precede y creer todo lo que ella misma escribió, han venido retratándola como una mujer excepcional que participó en actividades interesantes, pero, al mismo tiempo, de un carácter bondadoso, encantador y reservado, como corresponde a toda dama que se precie. Quizá por eso también dieron por sentado que una dama de tal categoría diría la verdad.

Pero a aquella criba escaparon muchos más documentos, que se encuentran diseminados por el mundo (Australia, Nueva Zelanda, Reino Unido o Canadá). Internet y la informática nos permiten acceder a ellos y manejarlos de una forma que hace tan solo veinte años resultaba inconcebible, y me siento afortunada de ser la primera historiadora capaz de utilizarlos para perfilar un retrato más completo.

Cuando comprendí que Jane Franklin no siempre dijo la verdad, me enfrenté a aquellos documentos con otros ojos. ¿Qué había más allá? ¿Qué escondían las lagunas que había dejado la criba? Encontré una persona diferente de la insípida criatura que describían las biografías de mediados del siglo XX: una mujer sensible, pero también decidida, inteligente, resuelta y egocéntrica, que describía con gran lujo de detalles los subterfugios y las intrigas que empleó para conseguir lo que quería: de forma totalmente justificada, siempre del lado de la virtud, la verdad y el bien del género humano (no del género femenino, por el que no sentía un interés especial). Mientras perseguía sus dos ambiciones, especialmente la de convertir a su melifluo marido en un héroe, hizo tremendos logros. Las lecciones fundamentales que aprendió durante los duros años de participación política en la Tierra de Van Diemen, y que ayudaron a John a lidiar con una situación que de otro modo lo habría sobrepasado, permitieron a Jane, a su vez, triunfar en Gran Bretaña.

Sin embargo, tuve que reprimirme para evitar meterme en la cabeza de Jane Franklin. Fue una mujer tan extraordinaria que me pareció sumamente arriesgado (y me atormentaba la idea de encontrármela en la otra vida). He presentado los pensamientos y las actividades de la mujer que emerge de todos estos documentos para que sea el lector el que decida cómo era de verdad.