9 LOS ABORÍGENES
A medida que sus exploraciones les llevaban a penetrar en más y más zonas del planeta, los europeos entraron en contacto con muchas otras razas. Su actitud podía ir desde el desdén hasta la compasión, pero casi todos creían que los europeos eran superiores. La «gran cadena de la vida» era una creencia preevolutiva: categorías de razas, con los europeos a la cabeza y el resto del mundo en un orden descendente según su nivel visible de «civilización». Se consideraba a los indígenas una curiosidad científica que había que inspeccionar, estudiar y llevar a Europa para exhibirlos junto con sus armas, adornos y cualquier otro artefacto. Los indígenas a los que se consideraba más «primitivos» eran los de Tierra del Fuego y los de Tasmania.
Cuando se inició el asentamiento británico en la Tierra de Van Diemen, la isla estaba habitada por los aborígenes tasmanos. Eran nómadas, cazadores y recolectores, y los europeos los colocaron en el extremo inferior de la gran cadena de la vida, pues carecían de posesiones o de una cultura visible y los europeos no conferían ningún valor a una sociedad de nómadas, por muy bien que se hubieran adaptado a su medio. Aunque algunos de los británicos recién llegados se compadecían de los aborígenes, la llegada de los colonos marcó el fin de su estilo de vida. Los británicos se apoderaron de sus tierras; al ver desaparecer sus territorios de caza y sus suministros de comida, los aborígenes tomaron represalias; los colonos contraatacaron, y aquel conflicto dispar terminó con la derrota de los aborígenes, lo que a muchos británicos les pareció inevitable: una «raza primitiva» tenía que dejar paso a una raza «superior». Algunos se mostraron compasivos. En 1830, durante uno de los encuentros de la Sociedad de la Tierra de Van Diemen, George Frankland, agrimensor general, propuso a los socios estudiar a los aborígenes. Los británicos recién llegados, dijo,
han llevado a la ruina y a la destrucción a esos hijos de la desgracia, los aborígenes dueños de la tierra, un pueblo de naturaleza agradable e inteligente, que, con un trato mejor por parte de los que han establecido contacto con ellos, podrían haberse convertido en amigos valiosos y haber contribuido a una nación feliz […]. ¡Esta Sociedad no podría plantearse un objetivo más glorioso que conocer más de cerca a este pueblo tan maltratado, con el objeto de aliviar su sufrimiento y de salvarlo de ser exterminado de la faz de esta tierra en la que lo colocó el Altísimo!1
Aquel era un punto de vista poco habitual y ni siquiera aquellos como Frankland, que se compadecían de los aborígenes, hicieron realmente algo por ayudarlos. Jane Franklin tenía un punto de vista menos exaltado y más tradicional: veía a los indígenas como curiosidades científicas. Dondequiera que viajase, intentaba aprender todo lo que pudiera sobre ellos, y los observaba lanzar bumeranes, bailar en los corroborees, escalar árboles altos, etcétera. Admiraba algunos aspectos y criticaba otros, pero su actitud no era ni especialmente positiva ni especialmente negativa; sencillamente, sentía un intenso interés, el mismo que despertaban en ella todos los aspectos del nuevo mundo.
Para cuando los Franklin llegaron a Hobart, los aborígenes tasmanos que quedaban habían sido trasladados a Wybalenna, en la isla Flinders, donde oficiales blancos intentaban convertirlos en campesinos cristianos. Aquello era parte de una estrategia imperial para «proteger» a los indígenas después de expulsarlos de sus tierras; pero, como solía ocurrir, en Wybalenna escaseaban el apoyo del gobierno, el personal, el dinero y el equipamiento. Los aborígenes suspiraban por sus hogares y por su forma de vida tradicional, y las muertes eran habituales.
La actitud hacia los indígenas que ejemplifica Jane Franklin resulta angustioso hoy en día, como lo era para algunos de sus coetáneos (Frankland, por ejemplo). En 1841, un tal doctor Sinclair cenó una noche en la Casa de Gobierno: «Esta noche he mantenido una interesantísima conversación con el doctor Sinclair sobre razas humanas», escribió Jane Franklin:
Cuando llegamos a los aborígenes, me mostré totalmente de acuerdo con él: yo tampoco entiendo a aquellas personas a las que les parece tremendamente impactante que estas razas inferiores de hombres vayan desapareciendo de la tierra para hacer sitio a una raza superior. Pensaba que se lamentaban de ello porque, al fin y al cabo, los aborígenes son especímenes de la historia natural, más que por cualquier otra cosa.
Algunas personas ni siquiera daban muestras de arrepentimiento. El capitán Smith, uno de los comandantes de Wybalenna, le dijo a Jane que «cuando le mencionó el triste estado de las cosas al señor Foster y que [los aborígenes] se estaban muriendo, el señor Foster replicó que sería una cosa muy buena cuando todos ellos estuvieran cómodamente enterrados». Cuando en 1836 Charles Darwin visitó la Tierra de Van Diemen, comentó que la isla «tiene la gran suerte de hallarse libre de población indígena»2.
A Jane y a John Franklin les interesaban los aborígenes tasmanos y tenían muchas ganas de visitar Wybalenna. Llegaron en enero de 1838, según registró en su diario George Robinson, el superintendente. Fue difícil, porque la mujer de Robinson se encontraba enferma y él estaba desesperado por causar buena impresión, por el bien del asentamiento y el de su carrera. En cuanto avistaron el barco del gobernador, Robinson hizo que limpiaran todo y que los aborígenes se pusieran ropa nueva, y ordenó a los guardias que presentaran las armas («causó buen efecto»). La pareja virreinal y los suyos llegaron a las siete de la tarde, vieron la danza aborigen, visitaron sus cabañas y durmieron en las habitaciones de los Robinson (¡pobre señora Robinson!). Al día siguiente inspeccionaron el asentamiento. Los aborígenes hicieron un simulacro de batalla y los Franklin los obsequiaron con cuentas, cuchillos, pañuelos y armónicas. Todo fue bien, excepto por un pequeño lío en la tienda, cuando Jane Franklin se indignó por algo y se marchó enojada.
A las tres de la tarde, dieciocho personas (ninguna de ellas aborigen, por supuesto) se sentaron a cenar a una suntuosa mesa en la que había cochinillo asado, ganso, pierna de carnero y dos aves de caza. Después subieron a la colina de Grass Tree. Jane Franklin insistió en ir, aunque los otros intentaron convencerla de que cambiase de idea. Robinson caminó a su lado a paso suave; Eleanor, Henry Elliot y el botánico Ronald Gunn iban de avanzadilla. Iban esperando a los miembros más lentos del grupo, según escribió Robinson, pero reanudaban la marcha en cuanto los veían aparecer. Irritada, Jane les reprochó que era poco amable por su parte: le recordaba a cuando era pequeña y su padre hacía lo mismo. «Los caballeros captaron la indirecta y se mantuvieron en la retaguardia el resto del tiempo». La versión de Gunn es que «la habilidosa dama dio muestras de su habitual energía caminando alegremente entre los árboles y los arbustos de un modo que me dejó asombrado y maravillado».
Como estaba oscureciendo, sir John opinó que debían emprender el regreso, pero «lady Franklin estaba decidida y su única respuesta fue apretar el paso». Llegaron a la cima cuando se ponía el sol. Cuando habían recorrido la mitad del camino de vuelta, en la oscuridad, salieron a su encuentro el hijo de Robinson y un grupo de aborígenes con antorchas llameantes, que «causaba un efecto agradable», escribió Robinson. «La gente estaba de lo más animada». Los Franklin le pidieron que les consiguiera una calavera aborigen para su colección, y así lo hizo. Cuando volvieron al asentamiento, los aborígenes cantaron a petición de los Franklin, y los visitantes se marcharon en torno a las diez de la noche. Robinson pensó que la visita había sido un éxito, pues los Franklin y los aborígenes se habían quedado sumamente contentos con todo. El resumen que hizo de Jane Franklin fue favorable: inteligente, benevolente, de buen corazón, observadora y «muy perseverante en todas sus empresas»3.
Además de coleccionar reliquias de los aborígenes, a Jane Franklin le interesaba coleccionar niños. Para 1830, algunos europeos habían adoptado a niños indígenas en diferentos sitios; por ejemplo, oficiales del Beagle llevaron a Londres como curiosidad científica a un niño fueguino, Jemmy Button, llamado así por el botón de perla que habían pagado por él. En la Tierra de Van Diemen, los europeos se llevaron al primer niño aborigen en 1804, poco después de establecer el asentamiento, y la práctica continuó. Con ello, los colonos pretendían agenciarse un criado, hacer una obra de caridad y tratar de implementar los beneficios de la civilización.
Jane Franklin no trataba a sus protegidos aborígenes como criados, y no hay muchas pruebas de que quisiera ayudarlos. En general no le gustaban los niños y daba pocas muestras de sentir por ellos interés maternal o personal. Lo que quería era comprobar el efecto que obraba en ellos la civilización. En Londres, a los orangutanes les daban ropa inglesa y les enseñaban el idioma para ver hasta qué punto se les podía enseñar a comportarse como ingleses. Las motivaciones de Jane Franklin, por incómodo que resulte, eran de una naturaleza similar4.
Más avanzado el año 1838, Robinston visitó Hobart y lady Franklin le pidió que le mandara un niño negro y ejemplares de diferentes serpientes. Timemernidic, que tenía unos nueve años, llegó en enero de 1839. Le habían puesto el nombre inglés de Adolphus y era el único hijo de Wymurric, jefe de una tribu del noroeste. Según Robinson, Timemernidic tenía «un temperamento de lo más irascible». Recomendó que los estudios del niño no fueran prolijos, aunque había que meterlo en cintura y marcarle ejercicios atléticos por el bien de su salud5. Jane Franklin lo llamaba Timeo, una abreviatura de su nombre aborigen; no debía de parecerle bien eso de ponerles nombres europeos a los aborígenes. No se sabe cómo se sentiría Timemernidic, apartado de su familia y de sus amigos y confinado en la Casa de Gobierno, donde tenía que aprender inglés, hacer lo que se le decía y familiarizarse con un estilo de vida extraño, alejado de su pueblo y de su cultura.
Pocos meses después, cuando estaba a punto de partir hacia Port Phillip, Jane Franklin escribió a Eleanor: «Si ves a Timeo, dile que espero que se porte bien y encontrarlo mejorado. Dile que no me olvido de él». A veces Eleanor apuntaba en su diario que estaba dando clase a Timy, pues así lo llamaba, y en octubre escribió que «tiene muchas ganas de poder leer y escribir bien. Ayuda en la mesa y se encarga de otras pequeñas tareas, pero por desgracia es muy perezoso y obstinado, así que suele despistarse de sus deberes, a menos que se lo vigile constantemente». Un mes más tarde Jane pidió al director de la escuela-orfanato que lo admitiera, pues era vago y desobediente y quizá mejorase con un mayor grado de disciplina. El director la desalentó al señalar lo mucho que le costaba que los otros niños aborígenes aprendieran algo o que no salieran del colegio.
Cuando el explorador francés Dumont d’Unrville estaba cenando en la Casa de Gobierno, escribió Jane Franklin, «Llamamos a Timeo y contemplamos los dibujos de los indígenas de los libros». Pero Timemernidic resultó ser demasiado indolente, así que lo envió de vuelta a la isla Flinders. «Ya te habrás enterado de mi infructuoso experimento de civilizar a un niño indígena», escribió a su hermana Mary. «Quizás habría tenido más suerte si mis criados me hubiesen ayudado más con este asunto». Así que la culpa era de la falta de supervisión más que del temperamento del niño. Más tarde, Timemernidic trabajó de marinero en un barco en el que, en 1842, cuando tenía doce años, se lo encontraron los Franklin. Eleanor observó que estaba muy sucio, pero que se había mostrado oficioso: sabía de cabos, hacía turnos en la guardia y seguía leyendo un poco con los otros niños; pero Eleanor temía que, una vez pasara la novedad, Timemernidic se cansaría de trabajar. Jane escribió que el niño se había comportado muy bien, «respondió como si entendiese» y su inteligencia parecía haber mejorado mucho. Más adelante Timemernidic se unió a un barco con destino a Inglaterra, y a partir de entonces ya no se sabe más de él6.
Jane Franklin también quería poner a prueba su experimento civilizador con una niña aborigen. Robinson iba a haberle mandado una junto con Timemernidic, pero en el último momento había decidido que era demasiado mayor. Robinson se marchó de Wybalenna en 1839 y, aunque se desconocen los preparativos, en 1841 Mathinna estaba viviendo en la Casa de Gobierno. Más tarde Jane escribió:
Mathinna Wanganip Flinders [era] una niña indígena a la que crié durante dos o tres años en la Casa de Gobierno de la Tierra de Van Diemen. No conseguí aprenderme su nombre nativo cuando me la enviaron, así que la llamé Mathinna por el nombre de un collar hecho de conchas ensartadas que las indígenas llevan al cuello. Después de un tiempo, me enteré del nombre de la difunta madre de Mathinna y añadí Wanganip al nombre de la pequeña. Por último, como seguía careciendo de apellido, le puse Flinders porque había nacido en la isla de ese nombre7.
En 1841 Jane recabó más información sobre Mathinna gracias a un oficial de la isla Flinders:
La niña que vive en la Casa de Gobierno, es decir, Mathinna, debe de tener unos seis años. Su padre se llama Palle y pertenece a la tribu de Port Sorell, «considerada salvaje por las otras tribus». Su madre se llamaba Eveline y era de la misma tribu; murió el pasado mes de septiembre u octubre. Mathinna no tiene hermanos vivos.
Según esta información y los escritos de George Robinson, parece que los padres de Mathinna eran Wanganip (o Wongerneep) y Towterer, trasladados a Wybalenna en 1832 o 1833. Mathinna nació en torno a 1835. Towterer murió en 1837 y Wanganip se casó con Palle, pero murió en 18408.
Como con Timemernidic y sus otros intereses científicos, Jane Franklin no se involucraba en las actividades del día a día. Mathinna vivía en la zona del aula con la señorita Williamson y Eleanor, de diecisiete años, a quien encomendaron la tarea de educarla. En una carta que escribió a su prima en 1841, Eleanor dijo que tenía que terminar la misiva «pues mi pequeña pupila Methinna (una niña indígena) está esperando para tomar su lección y me interrumpe cada pocos minutos para enseñarme su trabajo». Eleanor también observó que Mathinna había dictado una carta espontánea a su padrastro Palle, cuando volvió a la isla Flinders:
Soy buena, tengo tinta y pluma porque soy buena. Quiero mucho a mi papá. Tengo una muñeca y un vestido y enaguas. Leo a mi Padre. Le agradezco el sueño. Tengo vestido rojo. Como mi padre he venido aquí a ver a mi padre. Tengo los pies doloridos y zapatos y medias y estoy muy contenta9.
«un dia dijo:Quiero mucho a mi Señor», añadió Eleanor. «Es afectuosa e inteligente». Al menos en Eleanor tenía una cuidadora bondadosa y amable. Eleanor buscó a Mathinna un amigo europeo con el que jugar, y John Gell, que visitaba con frecuencia la Casa de Gobierno, la describió como «una niñita muy inteligente y una gran privilegiada. Tiene […] los modales de una niña de buena cuna»10.
Mathinna se adaptó a la civilización europea más dócilmente que Timemernidic. Cuando Jane Franklin vio al niño en 1842, observó que, aunque había progresado, «es con todo muy inferior a Mathinna en inteligencia y dulzura de expresión, y es de complexión mucho más oscura que Mathinna, que a medida que progresa en la civilización nos parece que adquiere un color cada día más cobrizo» (otra observación incómoda para los lectores modernos). Sin duda la niña se topó con muchas instituciones europeas. John Gell incluso le pidió que hiciese un donativo para alguna causa noble y así lo hizo, por lo que debían de darle la paga11.
Jane Franklin tenía poco trato con Mathinna, a quien rara vez mencionaba en sus escritos, aunque es cierto que la llevó a visitar a la esposa de un antiguo superintendente de Wybalenna. Jane no parecía tenerle demasiado cariño (lo mismo que a Eleanor, Sophy o a cualquiera de las otras mujeres de la Casa de Gobierno). Sin embargo, le interesaba el desarrollo de Mathinna y pagó a Thomas Bock para que le hiciera un retrato, sobre el que Jane escribió: «Lleva un vestido color escarlata con un cinturón de cuero negro que destaca positivamente sus oscuros brazos y piernas desnudos». Jane envió el retrato a Londres y escribió a su hermana Mary:
El retrato de Mathinna es extremadamente parecido, pero la figura es demasiado grande y alta (parece que tiene doce años, cuando solo tiene siete); la actitud es exactamente la suya y siempre lleva el vestido que tiene puesto (cuando sale, se pone medias rojas y zapatos negros). Creo que comprobarás que a la gente le interesará mucho este retrato y el pelo: [Mathinna] es uno de los últimos ejemplares de un pueblo que está a punto de desaparecer de la faz de la tierra.
Jane envió a Mary un poco del «cabello lanoso» de Mathinna, así como una ardilla de Port Phillip. Más tarde encargó a Mary que pidiera al conde Strzelecki que grabara el retrato de Mathinna:
Le he dado los retratos de dos indígenas tasmanos con el mismo propósito. Eran del todo salvajes; Mathinna mostrará la influencia que un cierto grado de civilización tiene en un niño de tan pura raza como ellos, y que, pese a todos los esfuerzos y pese a encontrarse totalmente apartada de su gente, retiene gran parte de esa naturaleza inconquistable del salvaje: extrema indecisión de voluntad y de temperamento, llamativa falta de perseverancia y atención, escaso o nulo autocontrol y gran agudeza de sentidos y capacidad de imitación12.
Eleanor se mostraba más positiva: le dijo a su prima que «nuestra pequeña indígena […] está mejorando, creo, aunque seguramente pase mucho tiempo hasta que esté completamente civilizada». John Gell explicó por qué: «la pequeña ha resultado ser buena niña, aunque sus pasiones tempestuosas hacen que a veces se tambalee el orden del aula de la Casa de Gobierno». A John Franklin le encantaba pasear con su hija en el jardín antes del desayuno, continuó Gell. «Mientras caminan juntos, Methinna no deja de correr de un lado a otro o escala árboles agarrándose con las manos y los pies, al estilo de los indígenas, mirando con los ojos brillantes y salvajes desde el alto follaje a los dos mejores amigos que tiene en el mundo»13. No incluía a Jane Franklin en aquella categoría.
Por lo tanto, en la Casa de Gobierno trataban y atendían a Mathinna con bondad, pero, como en el caso de Timemernidic, se esperaba de ella que adoptara las costumbres europeas, sin importar sus orígenes. Jane Franklin no era la única que la trataba como un espécimen científico: Robert Crooke describió la habitación de lady Franklin
más como un museo o una casa de fieras que como la alcoba de una dama. Los artículos básicos de su mobiliario eran serpientes, sapos, pájaros y animales disecados, armas de salvajes, muestras de madera y piedra y, por último, aunque no menos importante, una joven lubra [mujer aborigen] ataviada de rojo escarlata14.
Nadie de aquella época menciona a Mathinna; ni George Boyes, que tanto tiempo estuvo asociado a la Casa de Gobierno, ni ningún visitante en sus diarios, ni ningún periódico. Tal vez como vivía en la zona del aula no la veían — tampoco se menciona mucho a Eleanor—, pero su presencia no se mantenía en secreto. Es evidente que no era una novedad fascinante digna de mención.
En 1869, en un artículo idealizado, sentimental y muchas veces incorrecto, «Old Boomer» describió a Mathinna como «una princesa del más puro linaje». Era, «la última vez que la vi», una niña alta y grácil,
muy erguida, que de vez en cuando agitaba la cabeza con un movimiento rápido y despreocupado o, tal vez, pensativo, si se prefiere. Su cabello seguía siendo corto y rizado, pero parecía esforzarse por crecer y era más negro que el azabache, brillante, resplandeciente y ¡oh, tan hermoso…! Sus facciones estaban bien cinceladas y poseían una llamativa regularidad; su voz era ligera, rápida y al mismo tiempo como suspirada, y un poco quejumbrosa. Cuando te hablaba, sus pensamientos parecían estar en otra parte15.
Aquel recuerdo, por poco fiable que sea, es la única descripción de Mathinna que se conserva.
En febrero de 1843 los Franklin visitaron Launceston. Mathinna se quedó en la Casa de Gobierno al cuidado de un visitante, que se negó a tratar con ella, «o desde luego lo menos posible: la niña es también muy problemática y desobediente», escribió Jane Franklin16. Mathinna tenía ocho años.
Para entonces los Franklin sabían que pronto volverían a Inglaterra, y en julio Jane envió a Mathinna a la escuela-orfanato. No existen comentarios de la época sobre aquello. En 1869 Old Boomer dio la única explicación: lady Franklin quería llevar a Mathinna a Inglaterra, pero el doctor Bedford le advirtió de que como la niña tenía el pecho delicado (primera mención de aquello) y quizá tuviera tendencia a la tuberculosis, el viaje podía tener consecuencias letales. Tal vez fuese verdad —por lo menos, es lo que se ha dicho desde entonces—, pero los Franklin también podrían haber considerado mejor dejar a Mathinna con su propio pueblo o plantearse qué habrían hecho con ella en Inglaterra. En una carta que Jane Franklin escribió sobre Mathinna en 1844, daba por sentado que había hecho bien dejando a la niña en la Tierra de Van Diemen17.
Los Franklin se marcharon a finales de 1843, y en febrero de 1844 Mathinna fue devuelta al asentamiento aborigen de la isla Flinders; seguramente fuese una de las tres niñas aborígenes sin nombre que el nuevo superintendente, Joseph Milligan, sacó de la escuela-orfanato. Se dice que al año siguiente Mathinna asistió a clases de Biblia y estuvo aprendiendo las tareas que le correspondían. Había desavenencias entre los empleados blancos del asentamiento y, quizá como resultado, o sencillamente por el bien de Mathinna, en 1847 la señora Jeanneret, esposa del superintendente, pidió a Caroline Denison, la esposa del gobernador, que ayudara «a la pobre Mathinna», que por entonces tenía doce años. No tenía amigos o parientes que se ocuparan de ella «y parece que es el blanco preferido del resentimiento de aquellos por parte de los que estos pobres niños han sufrido tantos maltratos», es decir, el resto de los empleados blancos, que negaron la acusación. La señora Jeanneret escribió a la esposa del obispo diciendo que se había estado haciendo cargo de Mathinna, pero que los otros trabajadores le habían ordenado que se marchara. Triste, sucia y desdichada, la aquejaba una enfermedad sin nombre. El catequista la había tirado al suelo «y le había ordenado que se fuese por donde había venido» antes de agarrarla de la oreja, aunque en aquel momento llevaba a un niño pequeño. Mathinna empezó varias cartas pidiendo ayuda a John Gell, pero no las terminó18.
Para entonces, estaban trasladando el asentamiento aborigen a Oyster Cove, al sur de Hobart. Las cuatro niñas, incluida Mathinna, fueron enviadas a la escuela-orfanato de Hobart «para protegerlas de aquellas personas que las han convertido en instrumentos inconscientes de lucha», así como para educarlas y formarlas en preparación para cuando los aborígenes mayores se muriesen y las jóvenes se unieran a la comunidad general. El gobernador Denison y su esposa se interesaron por los aborígenes, y en la Navidad de 1848 invitaron a catorce de ellos, incluida Mathinna, a las festividades de New Norfolk. Los Denison les estrecharon la mano y ayudaron a servirles la comida: ternera y pudin de ciruela, fruta y piruletas para los niños y tabaco para los adultos. Los aborígenes jugaron a la pelota con bates y se balancearon en una cuerda, mientras los habitantes blancos de New Norfolk se apiñaban a su entorno para observar; educadamente, según escribió Caroline Denison. Creía que los huéspedes se lo habían pasado la mar de bien.
Unos quince días más tarde los Denison visitaron en la escuela-orfanato a los niños aborígenes. Las cuatro niñas se alegraron de verles, les hicieron una danza indígena y les cantaron una canción aborigen y un himno inglés. La enfermera aseguró que las trataba con indulgencia y les permitía que siguieran sus propios deseos más que a los otros niños, porque solo podrían adquirir hábitos civilizados poco a poco. Los Denison fueron perdiendo interés, y Caroline Denison no vuelve a mencionar a Mathinna en su diario19.
Mathinna pasó cuatro años en la escuela-orfanato, que tal vez fueran muy felices, pero en 1851, cuando tenía quince años, las autoridades decidieron que «Mitthynna» era demasiado mayor para la institución y que debía ser trasladada a Oyster Cove o entrar en el servicio doméstico «si hay alguien dispuesto a aceptarla». Al parecer no no lo había, así que la llevaron a Oyster Cove. Esta es la última mención inequívoca de Mathinna20. Su nombre no aparece en ningún registro posterior de los aborígenes, lo que tal vez sugiera que las autoridades estaban abochornadas o avergonzadas por la suerte que había corrido a su cargo la protegida de lady Franklin. Que se sepa, Jane Franklin tampoco se interesó por Mathinna.
Apenas se conservan registros de Oyster Cove hasta 1855; en el listado de los aborígenes que vivían allí aquel año no figura Mathinna ni ninguna joven de su edad (en torno a los veinte años). La estación era un lugar triste y desvencijado donde los aborígenes disfrutaban de pocos privilegios. Joseph Milligan, el protegido de Jane Franklin que fue superintendente hasta 1855 y que debía de conocer a Mathinna por sus frecuentes visitas a la Casa de Gobierno, no parece que hiciera nada por ella pese a la amabilidad que lady Franklin le había dispensado a él.
Se desconoce el destino exacto de Mathinna, pero murió joven. Dos de las muertes registradas en Oyster Cove podrían hacer referencia a ella. Desesperados, muchos aborígenes se daban a la bebida, y en 1855 un magistrado que estaba de visita observó que cuatro de ellos estaban borrachos como cubas cerca de la taberna Kingston. Era un vicio peligroso. Tres años antes, en 1852, Aminia (o Amenia o Armenia), «una indígena aborigen», después de emborracharse en la taberna local, se había caído boca abajo en un charco de la carretera de camino a casa. La habían encontrado muerta a la mañana siguiente21. ¿Sería Mathinna aquella joven? Por aquel entonces tendría dieciséis o diecisiete años. A Aminia no se la menciona en ningún otro sitio, ni en la escuela-orfanato ni en la isla Flinders.
La otra posibilidad es que fuese Mathinna una aborigen sin nombre que murió en 1857 por causas desconocidas. Omitir el nombre de la fallecida encajaría con la teoría de la cortina de humo: los registros recogen el nombre de todos los aborígenes que murieron después de 1855. Aquello implicaría que también habían omitido a Mathinna del listado de 1855 y concordaría con la historia que afirma que tenía veintidós años cuando murió. Fueran cuales fuesen la fecha y la causa, lo cierto es que murió joven y en circunstancias tristes. Old Boomer escribió que en Oyster Cove «sucumbió al vicio de los demás» —el alcoholismo— «entre aserradores, taladores y personajes de la más absoluta depravación». Una noche desapareció y tras una búsqueda se descubrió que «había muerto, abandonada por toda virtud y… en el río»: suicidio. Otro escritor concidió en que a Mathinna la «encontraron ahogada»22.
Las consecuencias de la intervención de Jane Franklin en la vida de Mathinna fueron negativas. Su vida habría sido dura en cualquier caso, siendo una aborigen tasmana en aquella época, pero Mathinna también tuvo que soportar dos años duros en la Casa de Gobierno donde, aunque la trataran con bondad, debió amoldarse a una forma de vida extraña en la que por su raza jamás la aceptarían. La separación fue lo bastante larga como para distanciarla de su propio pueblo, por lo que cuando volvió a la comunidad aborigen le costó encajar. Desde los nueve años, careció de alguien que la protegiera. Jane Franklin nunca debió de considerar su intervención desde el punto de vista de Mathinna, puesto que era imposible que el resultado fuese positivo para la niña.
A partir de la década de 1850, la actitud compasiva y solidaria de George Frankland empezó a ser más habitual, y era común describir como trágica la suerte de los aborígenes, a quienes los despiadados blancos habían cazado hasta exterminarlos. La historia de Mathinna parecía encarnar aquella terrible tragedia. Alcanzó fama en 1869 cuando Old Boomer publicó sus recuerdos. (Al parecer se trataba de John Graves, autor de la canción «D’ye ken John Peel», un hombre descrito no solo como ingenioso, sino también como errático y excéntrico, que pasó un tiempo encerrado en un manicomio; es decir, una fuente histórica poco fiable). La historia se reimprimió muchas veces y James Bonwick la incluyó en su libro The last Tasmanians, publicado en 1870 y considerado durante décadas la historia normativa de la raza aborigen. «No existe una historia más triste», escribió sobre la vida de Mathinna.
Creían que la historia de Mathinna estaba envuelta en significado. Tal y como se resumió en 1879, «Mathinna, la desafortunada favorita de lady Franklin, que, después de que su patrona abandonara la colonia, pasó muchas penalidades que concluyeron cuando se suicidó tirándose al río Derwent, donde se ahogó». Aquella tristeza simbolizaba la experiencia aborigen en su totalidad: una joven inocente con un final trágico. Del mismo modo, Bonwick utilizó el progreso de Mathinna en la Casa de Gobierno para demostrar que los aborígenes eran «capaces de alcanzar un grado de civilización tan elevado como los caucásicos, que gozaban de circunstancias más favorables». Con un propósito más prosaico, utilizó su muerte para ilustrar los peligros del alcohol.
Nadie criticó a Jane Franklin por apartar a Mathinna de su pueblo. Old Boomer describió como bondadosa a su «querida vieja lady Franklin» —a saber qué le habría parecido eso a Jane—, pues había proporcionado a Mathinna «los tiernos cuidados de aquella que siempre había demostrado ser mucho más que una madre para ella». La historia del pecho delicado se entendió como una razón perfectamente adecuada para no llevarse a Mathinna, y en ningún momento se sugiere que fuera abandonada o que las cosas pudieran haberse organizado de otra forma. Los villanos de la historia eran las malas compañías con las que se juntó en Oyster Cove, «los ignorantes de su propia raza, los incultos y los salvajes de la nuestra» que la llevaron por el mal camino23.
En el último siglo y medio, la historia de Mathinna se ha contado una y otra vez en distintos formatos: historia, ficción, verso, danza e incluso instalaciones luminosas. Se ha puesto en tela de jucio el papel que jugaron tanto Jane como John Franklin. Ahora los villanos son los usurpadores blancos y aquel episodio forma parte de un crimen de mayor envergadura: la destrucción de la comunidad aborigen.