8 LA MEJORA
DE LA COLONIA
Jane Franklin creía firmemente en los principios de progreso característicos de la era victoriana e intentó mejorar la Tierra de Van Diemen en muchos sentidos. Tenía todo lo necesario para conseguirlo: no solo ideas y energía, sino también dinero. Estaba dispuesta a invertir miles de libras y a consagrar sus esfuerzos a mejorar la Tierra de Van Diemen a su manera. No hay explicaciones sobre las finanzas de muchos de sus proyectos, como el periódico Tasmanian Journal, pero no hay duda de que era su dinero lo que los respaldaba.
Era evidente que había que impulsar la educación, uno de los métodos favoritos de los reformistas. John Franklin sentía un interés genuino y amplió enormemente el sistema de escuelas primarias, lo que supuso su mayor logro en la colonia. Jane Franklin estaba igualmente decidida. No tenía un interés especial en las escuelas que había o en la educación de las niñas. Tuvo una oportunidad extraordinaria para poner en práctica cualquier idea con su hija adoptiva, pero la institutriz, a la que consideraban poco cualificada académicamente cuando Eleanor tenía doce años, no se marchó hasta que la joven tenía diecinueve. Jane se lamentaba por el bajo nivel de la educación de las niñas de la Tierra de Van Diemen y diseñó un plan para una escuela superior para señoritas, pero no hizo nada al respecto1.
Como siempre, estaba mucho más interesada en el ámbito masculino, en la educación de los niños; pero no de cualquier clase de niños, sino en los hijos de los caballeros. Algunas escuelas privadas de la colonia ofertaban algo de educación secundaria, pero a partir de 1820 algunas personas empezaron a proponer la creación de una escuela superior para, como dijo John Franklin, «formar a los jóvenes cristianos en la fe y enseñarles a ser caballeros cristianos». El gobernador Arthur intentó fundar una, pero fracasó debido a las discrepancias religiosas: anglicanos contra presbiterianos contra metodistas, católicos, baptistas y congregacionalistas, cada cual reivindicando sus exigencias2.
Jane Franklin dijo que su «pasatiempo estrella» era fundar una escuela como aquella, pero nunca dio pistas de por qué. Sir John también se mostraba entusiasta. Pidió al doctor Arnold de la Rugby School que le enviara un director y este le mandó a John Gell, graduado por Cambridge y uno de sus mejores alumnos. Gell llegó en 1840, cuando tenía veinticuatro años. Erudito, tolerante, ligeramente reservado, hacía gala de un socarrón sentido del humor. «No puedo expresar lo mucho que lo aprecio», escribió Jane Franklin. «Posee una mente profunda y original y sentimientos puros y nobles. Me sienta bien estar con él». Se convirtió en uno de sus favoritos y cenaba a menudo en la Casa de Gobierno, aunque provocaba a Jane con su carácter imperturbable: «No muestra apasionamiento cuando considero que debería; no siente la debida indignación. Se ríe y razona»3. Aquel no era el estilo de Jane.
En 1840 Jane estaba ocupada escribiendo un informe que sir John presentaría ante el consejo legislativo para convencerles de que aprobaran la concesión de fondos para el proyecto. Lo consiguieron, y sir John colocó en New Norfolk la piedra angular del Christ College. En teoría, a partir de entonces se diseñarían los planos y se construiría el colegio.
Mientras tanto, Gell fundó con fondos gubernamentales la Queen’s School de Hobart como institución preparatoria. Los periódicos hostiles se opusieron con vehemencia, y no les faltaba razón. Había escuelas similares que no recibían financiación; ¿por qué Gell se beneficiaba de ella? Ya cobraba cuotas lo bastante altas4. Jane Franklin dio todo el apoyo que pudo al proyecto, ya fuese prestando dinero a Gell, instando a los padres a que matricularan a sus hijos (incluso a los de Australia Meridional y Nueva Zelanda), animando a Gell a que no se rindiera («Siempre pregunto en detalle por su colegio») e invitando a los alumnos a la Casa de Gobierno:
Todos los jueves por la tarde invito al señor Gell y a sus treinta alumnos a tomar el té y a una conferencia sobre química. Dos o tres criadas atienden una larga mesa cubierta con un mantel y platos con pastel, mermelada, frutas en conserva o gelatinas, con té y café, y los alumnos van y vienen según les place. He ofrecido sendos premios para los dos alumnos que hagan los mejores resúmenes de las charlas5.
Pero la Queen’s School experimentó dificultades: no había alumnos suficientes, algunos ayudantes de maestros les salieron rana y hubo problemas con el propio Gell. Uno de los alumnos «se abalanzó sobre el señor Gell como si el profesor fuese un niño más y empezó a propinarle patadas, a morderlo y a arañarlo y lo amenazó diciendo que su padre lo sacaría de allí». El padre le dijo a Gell que no se lo azotaba lo suficiente en la escuela. Aquello desanimó a Gell, al que, según escribió Jane Franklin en un insólito alarde de ocurrencia, «no le gustaba demasiado el aspecto manual de su profesión»6. Incluso el apoyo de lady Franklin se redujo, y las charlas fueron extinguiéndose, aunque la escuela continuó.
Sin embargo, el entusiasmo de Jane por fundar la Christ College no se desvaneció. En sus escritos hay decenas de miles de palabras que recogen todos los aspectos posibles, desde planos arquitectónicos hasta cómo conseguir que Inglaterra aprobase los estatutos que Gell consideraba fundamentales para la independencia del colegio. Había que combatir a la oposición, la de los no anglicanos que se oponían a sus ideas de dominancia anglicana y la de aquellos que veían la escuela con malos ojos porque les parecía que ya había suficientes. Jane nunca fue capaz de aceptar la legitimidad de aquel argumento, que una colonia de 50 000 personas —tres cuartas partes de las cuales eran presidiarios o descendientes de presidiarios— no podían sustentar una escuela semiuniversitaria (y la Christ College que terminaron estableciendo los anglicanos unos años después efectivamente fracasó). No: todo aquel que le llevaba la contraria debía de ser una persona intrigante y problemática7.
Después de muchos retrasos, en 1843 el Gobierno británico envió los estatutos. Era demasiado tarde: a sir John no le dio tiempo a plantear la cuestión al consejo legislativo antes de la llegada de su sucesor.
Pese a sus esfuerzos, Jane Franklin no consiguió hacer gran cosa por la educación en la Tierra de Van Diemen, en parte porque no tenía potestad directa. La ciencia era otro cantar: era privada, no pública, y Jane podía obrar por su cuenta o, al menos, en nombre de sir John (que era más o menos lo mismo). La ciencia conducía a descubrimientos revolucionarios y permitía a Europa dominar el mundo. Gran Bretaña y Francia enviaron expediciones de exploración científica, las universidades estudiaban ciencias y para cuando los Franklin llegaron a la Tierra de Van Diemen era aceptable que los caballeros, y también las damas, mostraran algún tipo de interés científico, como la ornitología o la colección de rocas o algas. A Jane no siempre la impresionaban los esfuerzos locales y observó que cierta mujer «se afanaba con la botánica o, por lo menos, coleccionando y preservando flores»8.
En la Tierra de Van Diemen el interés nació en 1827, cuando se fundó el Instituto de Mecánica de Hobart para fomentar «el conocimiento práctico y científico» mediante la organización de conferencias, así como mediante la creación de una biblioteca y de un museo para exhibir los productos naturales de la isla. La actividad —conferencias, sobre todo— fue intermitente9. En 1829 se creó la Sociedad de la Tierra de Van Diemen con los mismos objetivos. A los socios se les decía que la isla era una tierra llena de misterios en lo que respectaba a la ciencia, rebosante de anomalías, como el ornitorrinco, que podrían ayudar a esclarecer preguntas para las que todavía no se había hallado respuesta. «Ningún botánico ha hollado estos campos», todo esperaba a ser descubierto, ¡manos a la obra! Debían evitar teorías, limitarse a observar, recoger y describir antes de enviar los resultados a Inglaterra para que los analizaran, y así retirarían el velo y el hombre podría comprender la creación. Aquello parecía prometedor, pero la Sociedad fue decayendo10.
Para mediados de la década de 1830, Hobart había recibido a varios visitantes relacionados con la ciencia, por ejemplo al Beagle en su travesía de descubrimiento científico, a bordo del cual viajaba Charles Darwin. John Franklin fue recibido no solo como un héroe, sino también como un hombre de ciencia. No obstante, a su llegada un periódico se quejó de que «entre nosotros no existe ningún personaje literario o científico»11.
A Franklin le interesaba la ciencia desde su viaje con Flinders en 1801. Le apasionaba, y le daba pena no haber tenido tiempo para emprender una investigación, aunque sí envió muestras a Inglaterra, como esqueletos del tilacín (el lobo de Tasmania). A Jane Franklin, por su parte, no le fascinaba especialmente: «Apenas puedo considerarme una aficionada ocasional a la ciencia». Le interesaba observar la naturaleza —un hermoso seto de Myoporum insulare, de cuyas bayas se alimentaban los aborígenes; la susceptibilidad de los pinos a la pudrición fúngica que, sin embargo, no se encontraba en la resina rizada, y así eternamente—, pero en sus escritos no hay exclamaciones de deleite al reconocer, por ejemplo, un ave o una piedra poco comunes. Aunque coleccionaba muestras, un científico que estaba de visita las encontró descuidadas: los pájaros disecados estaban sucios y carcomidos por las polillas. Más que coleccionar, le gustaba leer sobre ciencia. Tenía las revistas y los libros más recientes, que le enviaban desde Inglaterra; cierto visitante se quedó impresionado cuando Jane le dio una copia de su último libro, que ni él mismo había visto todavía12. En aquel sentido, a Jane Franklin le gustaba mucho la ciencia e impulsaba la actividad de otras personas tanto como podía.
Una de las primeras medidas de John Franklin consistió en pedir a su secretario privado que insuflara nuevos aires en el moribundo Instituto de Mecánica. Franklin ejercía de patrocinador y se ofrecían conferencias todos los inviernos. La familia casi nunca asistía, por lo que se les criticó13. Aunque aquellos encuentros no estuvieran a la altura de los de Londres, es comprensible la decepción de los colonos. Por el contrario, uno de los Franklin —si no ambos— decidió obrar por su cuenta.
«Estamos creando una pequeña sociedad científica privada», escribió Jane Franklin en febrero de 1839. Aunque se le suele atribuir a John Franklin la fundación de la Sociedad de Tasmania, de los escritos de Jane se desprende sin lugar a dudas que la idea había sido suya, y ella la puso en marcha y la mantuvo viva (y Joseph Hooker, un botánico invitado, le atribuye a ella el mérito). Sin embargo, para impulsar la carrera de sir John, tarea que ella misma se había encomendado, Jane quería que su marido se llevara el mérito de todos los logros. La sociedad tenía los mismos objetivos y actividades que la antigua Sociedad de la Tierra de Van Diemen, pero la última no se había beneficiado de las capacidades organizativas de Jane Franklin14.
Pasaron ocho meses desde aquella afirmación inicial hasta la primera reunión. Tenían que decidir quién podría hacerse socio (la afiliación solo podía conseguirse mediante la invitación de lady Franklin, aunque después se «elegía» a los miembros) y refutar aciagas profecías; además, Jane pasó en Nueva Gales del Sur una larga temporada. Cuando regresó, puso el asunto en marcha, y el primer encuentro se celebró en octubre. Durante uno de los primeros encuentros, el doctor Hobson, naturalista, leyó un artículo sobre la sangre del ornitorrinco y mostró a los miembros una gota bajo el microscopio; sir John leyó cartas sobre vocabulario aborigen, fenómenos relacionados con las mareas y la utilidad de colocar grandes mallas para mantener a raya a los mosquitos. Después los presentes pasaron a comentar los «detalles ofensivos» de algún chismorreo. Se trataron muchos temas en los años siguientes: por ejemplo, el capitán Cotton habló de su máquina de vapor rotativa, que se instaló en el salón para la ocasión; Henry Kay habló del magnetismo, y el doctor Bedford preparó algunos dibujos de crías de animales marsupiales en el interior de las bolsas, que los caballeros se retiraron a la biblioteca para observar (¿acaso les parecían poco delicados para las damas?). El sentimiento de que los socios estaban haciendo descubrimientos en un lugar extraño era palpable. Su lema, «Quocunque aspicias, hic paradoxus erit» («Se mire como se mire, resulta desconcertante», en un latín bastante mejorable), fue traducido por un socio ingenioso como «Aquí todas las cosas son raras y opuestas»15.
Más de setenta personas se unieron a la Sociedad, que en 1842 contaba con treinta y dos socios residentes en la Tierra de Van Diemen y treinta y nueve socios correspondientes en el extranjero. Jane Franklin los reclutaba de manera infatigable. Los locales eran en su mayoría oficiales y caballeros, junto con algunos clérigos y colonos. Entre los miembros correspondientes se encontraban personas de importancia científica de las colonias vecinas o de Inglaterra, y personalidades como los gobernadores, de quienes se esperaba que estuvieran interesados. Había dos mujeres entre los socios: la artista Mary Allport, que «va a hacer grabados para la sociedad», y la señora Whitefoord Smith, pero ninguna asistía a los encuentros. Aunque no eran socias, Jane, Eleanor, Sophy y la señorita Williamson sí que asistían. «El señor Gell ha leído un artículo excelente sobre la lengua de los aborígenes de la Australia Meridional», escribió Eleanor en su diario, y con menos entusiasmo: «El doctor Hooker, algo sobre no sé qué piedra»16.
Los encuentros decayeron en ausencia de Jane Franklin. En 1840, al volver de uno de sus viajes, encontró la sociedad parada, pero con cierto esfuerzo logró reanimarla, organizando cenas para fomentar la asistencia. Los oficiales que acudían desde los barcos que estaban de visita contribuyeron a amenizar las reuniones. Jane describió una que tuvo especial éxito:
Ha habido mucha actividad y entusiasmo, grupos y grupúsculos de personas enzarzadas en animadas conversaciones, y al parecer todo el mundo se ha divertido y ha participado. El señor Lawrence ha observado que hacía tiempo que no presenciaba nada parecido; el señor Lillie parecía estar gozando de lo lindo, y el señor Gell ha señalado que estos encuentros eran mucho más agradables que cualquier otra fiesta celebrada en la Casa de Gobierno17,
un cumplido de doble filo.
Algunos encuentros resultaban menos animados. «Papá ha leído el artículo de sir John Herschel, muy interesante, sobre el magnetismo terrestre», escribió Eleanor. «Ha durado hasta pasada la medianoche y algunos, por no decir muchos, de los caballeros nos han deleitado con el dulce sonido de sus ronquidos; a nosotras, no obstante, nos ha interesado en grado sumo»18.
Jane Franklin decidió publicar los artículos y el primer número de la revista Tasmanian Journal of Natural Science, Agriculture, Statistics & c se publicó en 1841. Envió copias a todo aquel a quien pudiera interesarle e impresionarle, en Australia y en Inglaterra, sobre todo a la oficina colonial de Londres. Para 1846 la Sociedad había publicado once números que recogían ciento veintiocho artículos en un total de ochocientas seteinta y ocho páginas, un logro sorprendente. Se reimprimieron en cuidados volúmenes, tanto en la Tierra de Van Diemen como en Londres. Oficialmente Jane no tenía nada que ver con aquello, pero la revista no habría existido de no ser por ella. Era ella quien organizaba los artículos, de los que editó por lo menos uno, y reclutó a miembros de su familia para que colaborasen («Hoy me he dedicado a corregir textos para la revista», escribió Eleanor19). Jane también organizó un pequeño museo para la Sociedad, que expuso en la Casa de Gobierno. Sentía la Sociedad de Tasmania como propia; los socios no querían invitar a extraños todo el tiempo y Jane respetaba sus deseos a regañadientes: «El honor y la buena fe me obligan a no introducirlos furtivamente». Solicitaba tanto socios como artículos para la revista sin consultar a los socios existentes, «al considerarme investida de una comisión general»20.
El museo, los encuentros, la revista… La Sociedad de Tasmania gozaba de un gran éxito, aunque —o quizá porque— seguía siendo privada y no estaba abierta al público. Es posible que, para medrar en una comunidad pequeña, una sociedad como aquella necesitase que la dirigieran con mano dura. Surgieron algunos problemas: George Boyes, el auditor colonial, no era demasiado entusiasta. Opinaba que el primer número de la revista era «una publicación mediocre»; y cuando hicieron socios a unos científicos franceses que se encontraban de visita dijo: «No tengo ninguna duda de que en cuanto se fueron festejaron el honor que les había sido concedido». Sir John no siempre sabía escuchar: «Bradbury ha leído un artículo sobre Nueva Zelanda. Lo ha leído fatal, y la monotonía de su voz ha adormecido a sir John, que ha empezado a roncar como un puerco y a resoplar como una orca». Boyes también registró un enfrentamiento entre dos socios que acabó con la salida de la Sociedad de ambos21.
No obstante, casi todo el mundo pensaba que la Sociedad y la revista conferían a la colonia un aire «sumamente respetable». Fueron objeto de grandes alabanzas cuando el presidente de la Sociedad Geológica de Londres afirmó que Franklin estaba haciendo de la Tierra de Van Diemen una escuela de conocimiento natural, gracias a una revista merecedora de cualquier sociedad londinense22.
Además de ayudar a la Sociedad de Tasmania en el avance de la ciencia, Jane Franklin animó a los científicos visitantes con enorme entusiasmo, a veces excesivo para sus destinatarios. A los caballeros interesados por la ciencia se los instaba a cenar y a hospedarse en la Casa de Gobierno, presentar artículos a la Sociedad de Tasmania y, en general, aportar lustre al gobierno de sir John.
Entre los favoritos de Jane se encontraban dos botánicos, Ronald Gunn y Joseph Milligan. Gunn era magistrado policial en el norte, donde recogía muestras y se carteaba con el eminente botánico William Hooker de Londres. Cuando visitó Hobart se quedó impresionado con los Franklin, que «muestran sinceros deseos de impulsar la causa de la Historia Natural en esta colonia». Jane Franklin era especialmente alentadora: «Es una dama de lo más amable y digna de estima y, sin duda alguna, se ha ganado mis mejores sentimientos».
En 1838 Gunn fue ascendido a magistrado policial en Hobart, donde los Franklin le brindaron «las mayores muestras de bondad y atención posibles». Acompañó a lady Franklin y los suyos a Recherche Bay, donde recogió muchas muestras, y en 1840 se convirtió en secretario privado de sir John, así como en secretario de la Sociedad de Tasmania y en supervisor del jardín botánico de Jane Franklin. Sin embargo, Jane siempre fue proclive a cargar de trabajo a una persona dispuesta, y aquel «arduo e incesante trabajo oficial» dejaba a Gunn sin tiempo para la botánica, así que dimitió y volvió a mudarse al norte. Jane también alentó a su amigo, el doctor Joseph Milligan, que en 1842 acompañó a los Franklin a Macquarie Harbour, en la costa oeste, y que fue asignado a un puesto importante en el gobierno de Hobart para el que no parecía estar cualificado23. Pero Jane no alentaba a cualquiera: a Francis Abbott, un eminente astrónomo que también se carteaba con expertos ingleses, lo ignoraba. Claro que era expresidiario.
John Gould era un taxidermista de la Sociedad Zoológica de Londres famoso por sus libros de aves, bellamente ilustrados por su esposa Elizabeth. La pareja llegó a Hobart en 1838. «El señor Gould destaca por su buena naturaleza, corazón bondadoso y carácter afable, pero no sabe ni se preocupa por otra cosa que por sus pájaros», le confió Jane a Mary. «Ella es una persona de mente correcta, afable y agradable, con una mirada muy observadora y manos habilidosas». Henry Elliot, descendiente de aristócratas, opinaba que Gould, de clase media, era demasiado consciente de su fama, pero Jane Franklin no veía por qué «un enamorado de las aves iba a venir hasta las antípodas para labrarse su peculiar fama y no tenerse en alta estima por ello».
Jane era sumamente hospitalaria con los Gould, que se alojaron nueve meses en la Casa de Gobierno. Los Franklin era amables hasta la saciedad, escribió Elizabeth Gould en una carta que envió a casa. Daban muchas cenas, pero por lo demás «viven una existencia sencilla y tranquila», como a ella le gustaba. Cuando Jane Franklin y John Gould se fueron a Australia continental, Jane insistió en que Elizabeth se quedara con John y Eleanor, para que no se sintiera sola durante el embarazo. Elizabeth puso a su hijo el nombre de Franklin y Jane estaba tan entusiasmada con él que quería adoptarlo:
… debería usted cederme al pequeño y dulce Franklin. Dígame, ¿qué opina de semejante acuerdo? ¿Tiene que ser el más joven aquel del que más le cueste separarse? Todos tienen el privilegio de haber sido el más joven en algún momento.
Una oferta extraña —al parecer seria— viniendo de una mujer poco maternal, pero el niño se quedó con sus padres. No obstante, Elizabeth se mostró sumamente en deuda con los Franklin, a quienes agradeció que hubieran transformado una tierra extraña en un placentero hogar; fue una de las pocas mujeres con las que Jane hizo buenas migas. Además, a los Franklin les entusiasmó la magnífica colección en ocho volúmenes de The Birds of Australia con la que les agradecieron su ayuda24.
En septiembre de 1840 llegó a Hobart Paul Edmund de Strzelecki, un geólogo autodidacta ambicioso, capaz, apuesto y aristocrático que se había autoproclamado conde. Viajó extensamente para analizar la tierra y estudiar minerales, y pasó mucho tiempo en la Tierra de Van Diemen. El matrimonio Franklin admiraba su trabajo y lo apreciaba en el terreno personal: «Es uno de los hombres mejor formados y más agradables que he conocido», escribió Jane. Mary se quedó hechizada con él: «Todo el mundo está igual, sin excepción, pues es tan caballeroso, tan elegante, tan sumamente inteligente, tan bien formado, tan lleno de fuego y de vivacidad… y, aun así, tan agradable y solo ligeramente satírico». Su mejor virtud era su maravillosa discreción y llegó a ser casi un miembro más de la familia Franklin: se hospedaba con ellos cada vez que visitaba Hobart, todo lo que hacían le parecía buena idea, ayudaba a Jane en el jardín, etcétera. Aquella actitud dio sus frutos, porque los Franklin lo ayudaron a financiar su libro sobre la geografía física de Nueva Gales del Sur y la Tierra de Van Diemen, que sentó las bases de la paleontología australiana. Se lo dedicó a sir John25.
A Jane Franklin le gustaba mostrarse hospitalaria con los oficiales de los barcos que visitaban la zona, en especial los científicos. La más emocionante —no solo para los Franklin, sino para todo Hobart— fue la expedición del Erebus y el Terror. En 1839, el Almirantazgo británico viró al sur sus intereses exploratorios y puso al capitán James Ross bajo el mando de una expedición para explorar la Antártida y hacer observaciones magnéticas en una serie de observatorios, incluido uno que se construiría en la Tierra de Van Diemen. James, sobrino del explorador John Ross, había participado en seis expediciones árticas, donde, de hecho, había pasado la mayor parte de su vida adulta. El capitán Francis Crozier, que también tenía experiencia en el Ártico, era su segundo de a bordo. La expedición arribó a Hobart en agosto de 1840. A bordo viajaban también el botánico Joseph Hooker y el teniente Henry Kay, sobrino de John Franklin, que estaba al mando del observatorio que Jane bautizó como Rossbank. Se construyó rápido —Ross se quedó impresionado cuando los presidiarios se empeñaron en seguir trabajando un sábado por la noche para terminarlo a tiempo— y la expedición permaneció allí tres meses para establecerlo y esperar a que hiciera más calor antes de zarpar hacia el sur. Los oficiales visitaban a menudo la Casa de Gobierno, y «los capitanes» (como los llamaba Jane) y Henry Kay se hospedaron allí como parte de la familia Franklin.
La hospitalidad de Jane Franklin podía resultar abrumadora, incluso indeseada. Ross y Crozier nunca se quejaron, pero Jane Franklin comentó que en una cena «se habló mucho, demasiado, sobre el caso de la iglesia de Bothwell, que el pobre capitán Ross tuvo que escuchar tanto si quería como si no». Sin duda, como anfitriona que era, Jane podía haber desviado la conversación de una nimiedad local tan aburrida. Joseph Hooker quería recoger muestras, no socializar. «Lady Franklin […] quiere prodigarme toda clase de bondades, pero no sabe cómo hacerlo, y yo odio asistir a los bailes de la Casa de Gobierno», escribió. Se mostró agradecido cuando Jane le pidió que acompañara a los suyos a Port Arthur, pero solo pasaron allí el domingo y el lunes por la mañana. «El lunes recogí en torno a quinientas muestras y el domingo después de misa, unas pocas, aunque a lady Franklin no le pareció bien, y razón no le falta, pero a mí me pareció excusable porque era mi única oportunidad de recoger Anopterus glandulosus». No obstante, le encantó la visita, como a todos los oficiales: «La Tierra de Van Diemen fue un hogar para nosotros, y un sitio de lo más atractivo»26. (Resulta bastante hipócrita que a Jane Franklin le pareciese mal que Hooker recogiera plantas un domingo cuando ella viajó por el bush muchos domingos sin ningún tipo de observancia religiosa. Quizás aquel cambio de opinión se debiera a la presencia de su marido).
James Ross, inteligente, compasivo y apuesto, se convirtió en amigo íntimo tanto de John como de Jane Franklin. También explorador del Ártico, se entendía bien con sir John —fue la primera persona que verdaderamente lo comprendía en la Tierra de Van Diemen— y le hacía sombra a Crozier, menos extrovertido. «La llegada de los capitanes Ross y Crozier ha contribuido enormemente a la felicidad de sir John», escribió Jane a su padre. «Todos se sienten amigos y hermanos y la gente se ha percatado de que sir John parece otro, tan animado, vivaracho y alegre con sus nuevos compañeros». A Franklin le encantaba ayudar en el observatorio, que visitaba todos los días para comprobar los progresos27.
A Jane no le interesaba demasiado el magnetismo —«Todos hemos salido sabiendo más o menos lo mismo que cuando entramos», escribió después de que se lo explicaran en el observatorio—, pero James Ross era exactamente la clase de hombre que a Jane le gustaba. Como sus otros favoritos, era inteligente, amable, más joven que ella; simpático con Jane, dispuesto a hacerle la pelota de aquella manera alegre y divertida que podía tomarse como coqueteo, pero sin ninguna connotación sexual, por lo menos por parte de ella. Sencillamente, Jane Franklin seguía disfrutando con la admiración de los hombres, y los chismorreos también eran muy tentadores: «El capitán Ross me ha hablado de la familia Minto […]. Le he contado al capitán Ross lo de la carta de Parry a sir John […]». Cuando zarpó la expedición, en noviembre, Jane cayó enferma28.
Le enfureció estar en Nueva Zelanda cuando Ross y Crozier volvieron a Hobart en abril de 1841. Todo el mundo se lo pasó fenomenal. Para aprovechar el entusiasmo generalizado, el teatro local programó un drama náutico, La expedición al Polo Sur (The South Polar Expedition). Entre los personajes se encontraban los capitanes y los Franklin, y había una actriz que hacía doblete con los papeles de Jane Franklin y de Britannia. Eleanor se enteró de todo:
Una de las escenas era la despedida en la Casa de Gobierno antes de la marcha de la expedición, en la que su Señoría proponía al capitán Ross beber un lingotazo de vino, y se dice que interpretó de forma admirable este gesto tan sumamente característico. Otras dos damas, que se supone que éramos Sophy y yo, no tardaron mucho en llenarles las copas. Huelga decir que no asistimos a este fabuloso espectáculo, pues a papá no le entusiasma el teatro, pero se rumorea que ha sido ridículo hasta decir basta a causa de su extrema disimilitud. Sir John Franklin, por ejemplo, tenía la cabeza llena de pelo29.
El único esfuerzo práctico que hizo Jane por la ciencia fue su jardín botánico. El gobernador Arthur lo había intentado, pero no había creado mas que un simple jardín. Por su parte, Jane compró tierras, que terminaron ascendiendo a 410 acres (casi 166 hectáreas), en una hermosa cañada de la montaña en el valle de Sassafras (en el actual Lenah Valley), cerca de Hobart. Jane quería un título debidamente clásico para su «jardín de la montaña» y pidió a los miembros de la Sociedad de Tasmania que le dieran uno. Los socios consultaron diccionarios, discutieron palabras y finalmente se inventaron Ancanthe, «valle de las flores», que tenía «una etimología irreprochable y no sonaba mal»30.
Jane encargó desarrollar el jardín al botánico Ronald Gunn, que quiso exponer «los órdenes naturales de nuestras plantas indígenas», no solo las de la Tierra de Van Diemen, sino las de todo el hemisferio sur, para que pudieran ser introducidas en Gran Bretaña. No obstante, solo tuvo tiempo de trazar unos pocos surcos31. A Joseph Hooker, un botánico que había participado con Ross y Crozier en la expedición de 1840, le gustaba ver crecer vigorosas las plantas locales, en lugar de meros especímenes secos. Un día Jane Franklin lo llevó al jardín junto con otras personas; subieron por el camino de Gunn cerca de Prospect Hill, pero la bruma enturbiaba la vista. Al bajar, Jane oyó un grito y pensó que alguien había visto una serpiente, pero «se trataba únicamente de una orquídea que el señor Hooker no había visto nunca». Tomen nota de la falta de interés de Jane en la botánica32.
Pronto Gunn se trasladó al norte y, como no había ningún otro botánico disponible, se desvaneció el sueño de Jane Franklin de un jardín botánico. A partir de entonces, el jardín se convirtió en un bonito lugar para hacer picnics, y lo sigue siendo en la actualidad.
Jane Franklin se interesaba por el arte de la misma manera en que se interesaba por la ciencia: como una influencia beneficiosa y civilizadora que debía fomentar. Horrorizada al enterarse de que no había ni una sola galería de arte en ninguna de las colonias australianas, planeó abrir una en Hobart. En 1842 recaudó dinero de unas setenta personas y pidió a su hermana Mary que comprara obras por medio de un sindicato artístico. Llegaron algunos de los cuadros, pero, por alguna razón desconocida, todo se desmoronó. A Jane también le gustaba encargar cuadros sobre temas australianos. En Sídney en 1839 encargó un cuadro de Conrad Martens después de regatearle hasta conseguir que le cobrara un cuarto del precio que él había sugerido en un principio. Jane pagó la factura, pero no está claro de qué era el cuadro33.
Cuando volvió a Hobart, encargó copias de los cuadros de aborígenes de Thomas Bock, a quien pagó lo que la propia Jane describió como una suma formidable, aunque era lo normal para la época. También le encargó que pintara un retrato de Mathinna, su protegida aborigen, una vista del observatorio de Rossbank y (con reticencias, por complacer a Mary Maconochie) un boceto de la propia Jane Franklin, el único retrato claro de su vida adulta que se conserva (más adelante evitaría que la fotografiaran). Aunque de entrada los presidiarios no le gustaban, patrocinó a Bock, que pese a ser presidiario era un artista excelente, antes que a Benjamin Duterrau, un inmigrante libre de menor calidad artística. John Glover también era inmigrante y artista, pero Jane no lo veía con buenos ojos, aunque eran viejos conocidos. Se sintió aliviada cuando no la reconoció, pues había oído que Glover era un esposo cruel, mal padre, un sórdido amante del dinero y, lo peor de todo, «ateo fingido». Tampoco le gustaban sus obras: «no son dignas ni de un letrero»34. (Hoy en día se considera a Glover uno de los artistas más relevantes de aquella época).
Jane envió la mayoría de aquellos cuadros de vuelta a Inglaterra, para demostrar a la gente de allí que, gracias a sir John, la Tierra de Van Diemen era un hervidero de cultura. Era especialmente notable el cuadro de Rossbank, en el que sir John, la figura central, presidía los desarrollos de la ciencia en aquel paraje remoto.
A los Franklin no les interesaban demasiado otras ramas del arte. Ninguno de ellos era aficionado a la música, aunque había música en la Casa de Gobierno: la que tocaban los invitados, Sophy o, en ocasiones especiales, bandas locales. Sir John patrocinó el concierto de unos músicos franceses que estaban de visita, pero no veía con buenos ojos el teatro, que los Franklin no frecuentaban35.
En 1841, Jane Franklin hizo un gran intento por fomentar el arte al preguntar a su hermana Mary por «un diseño bonito para una gliptoteca». Es probable que tuviera en mente la gliptoteca de Munich, un templo de estilo griego diseñado por Ludwig I en 1815 para albergar sus esculturas griegas y romanas. «Me refiero únicamente a una, dos o tres salas pequeñas, aunque de buenas proporciones, para acoger un pequeño número de cuadros y una docena de yesos de los mármoles de Elgin y de los mármoles vaticanos», continuó Jane. Sugirió arquitectos apropiados y reproducciones de esculturas clásicas, pero Mary no obedeció aquellas órdenes. Fue un presidiario de Hobart, el famoso arquitecto James Blackburn, quien diseñó las dos salas de la gliptoteca, templo o museo (se le llamaba de las tres formas, aunque normalmente museo). En realidad, el estilo tira más a romano que a griego, y se parece más a la Sessions House de Spilsby, donde nació sir John, que a la construcción del rey Ludwig. Como le faltaban esculturas, Jane Franklin renovó su interés por la ciencia: el museo albergaría ejemplos de producciones tasmanas naturales y libros sobre Tasmania, y Jane creyó que sería perfecto en su estilo36.
Para construirlo, compró tierras cerca de su jardín, Ancanthe, «un lugar precioso en la parte inferior y más alegre del valle» que actualmente se corresponde con las afueras de Lenah Valley. Diseñó el museo cuidadosamente de modo que se asentara en una hondonada con una pequeña colina detrás y con el monte Wellington alzándose al fondo, un hermoso escenario para un edificio exquisito. En marzo de 1842 se celebró la colocación de la piedra angular, a la que asistieron cincuenta personas. Las invitaciones se redactaron en inglés, latín, griego, italiano, alemán y francés37; sin duda, alta cultura.
Eleanor disfrutó del día: «Papá ha colocado en Ancanthe la primera piedra del Museo de Tasmania», escribió en su diario:
Subimos a lo alto de la colina de Ancanthe para cenar. Había un mantel enorme extendido en el suelo y dos árboles caídos hacían las veces de asientos o de respaldos. Después de cenar y de brindar por el «éxito del museo» y de remover el café con sombrillas u otros palos, el señor Gunn bautizó la colina como «Nieka». Después se sirvió vino autóctono de la colina Nieka, tras lo cual regresamos a casa dando tumbos en el carro […]. Todo el mundo parecía contento38.
No se tiene ni idea de lo que costó el museo, que se construyó con piedra arenisca de una calidad excelente, pero no parece que se reparase en gastos. La construcción avanzaba lentamente bajo la atenta supervisión de Jane Franklin, que obligaba a Blackburn a rectificar cualquier error. El museo se inauguró por fin en octubre de 184339.
No se conserva nada de lo que Jane pudo escribir sobre el resultado final, su preciado museo. No sabemos si estaba satisfecha, si creía que su visión había tomado cuerpo, pero no era dada a las alabanzas. En cualquier caso, sigue siendo la única mujer en la Historia Universal que ha construido una gliptoteca.
Además de esforzarse sobremanera por fomentar la ciencia y el arte, Jane Franklin mejoró la Tierra de Van Diemen en muchos otros sentidos. Por ejemplo, estimulando el desarrollo de una sólida clase de pequeños terratenientes, el pilar de Gran Bretaña. Desde que comenzó la colonización británica en el siglo XIX, se venía discutiendo sobre el mejor modo de establecer comunidades en tierras lejanas. En la década de 1830, lo que estaba de moda era el asentamiento sistemático de inmigrantes libres, y en Australia Meridional el Gobierno británico trató de poner en práctica el complicado sistema de Wakefield. En la Tierra de Van Diemen, lady Franklin puso a prueba su propia versión, «mi colonia emigrante», como la llamaba. Aunque muchos métodos de colonización fracasaron, el de Jane Franklin fue un éxito. Como no era una de esas analistas del ámbito académico, la teoría no fue una rémora para su colonia; por el contrario, poseía excelentes dotes organizativas, lo que en la práctica resultó mucho más útil para sus colonos.
No era una idea rompedora dividir la tierra en parcelas y arrendársela a agricultores; eso lo hacían muchos terratenientes en la Tierra de Van Diemen para procurarse rentas y el trabajo de sus inquilinos. Jane Franklin obtuvo escasas ganancias de su plan, más allá de la satisfacción de ayudar a gente valiosa y contribuir al desarrollo de la Tierra de Van Diemen, lo que, a su vez, aportaba lustre al gobierno de sir John40.
No está claro si cuando llegó a la Tierra de Van Diemen tenía intención de hacer esto, pero a mediados de 1837 conoció a John Price, que tenía tierras cerca del río Huon. La zona era famosa porque crecía el pino Huon, excelente para la construcción de barcos, y había un grupo de gente viviendo en Port Cygnet, en la orilla este. En 1835 se midió la zona y se pusieron las tierras a la venta. Para 1837 estaba cultivando allí John Clark, el primer colono permanente de la orilla oeste, y John Price compró las tierras adyacentes, donde actualmente se encuentra el pueblo de Franklin. Empezó a desbrozar la zona con mano de obra presidiaria41.
Hijo de baronet, Price era bien recibido en la Casa de Gobierno. Cuenta la historia que consiguió encasquetarle las tierras a lady Franklin cuando descubrió que eran improductivas. Para ayudarlo, Jane decidió arrendárselas a inmigrantes. A principios de 1838 habló de «mi colonia emigrante» con un oficial del gobierno que pensaba que no funcionaría, por lo que decidió organizarla ella misma. Pronto se encontraba arrendando tierra a dos agricultores. Uno, George Walter, era oriundo de Lincolnshire y parece ser que los Franklin ya lo conocían. Jane ayudó a la familia de otras formas; por ejemplo, acogiendo a las dos hijas en la Casa de Gobierno, donde la señorita Williamson les dio clases para ayudarles a que se ganaran la vida como institutrices42.
En septiembre de 1838, Jane Franklin visitó el Huon. Eleanor describió cómo desembarcaron Jane, Mary y ella: «Un fuerte granizo nos acompañó hasta la casa de Clarke, donde cenamos bajo un cobertizo. Después remamos hasta un río. El señor Price hizo una hoguera y nos calentamos. Llegamos a casa [su barco] hacia las seis». Al día siguiente visitaron la cabaña de corteza de George Walter, de una sola habitación. Había desbrozado las tierras y estaba cultivando patatas, nabos y zanahorias, «y desbrozar los frondosos arbustos del Huon no es ninguna tontería», escribió Eleanor. John Price les enseñó a talar un árbol, y visitaron otras cabañas, donde acabaron «cubiertas de barro hasta los tobillos».
El tercer día inspeccionaron Port Cygnet, al otro lado del río. «Mamá se ha pasado los dos días pasados hablando en francés para que no la entendieran, total para terminar descubriendo que la gente por aquí era francesa» (había una francesa que había sido condenada en Inglaterra y deportada). Las visitantes admiraron las pulcras cabañas de corteza, y cuando los colonos se quejaron del precio de la carne lady Franklin prometió enviar provisiones más asequibles en la barcaza llamada Huon Pine que estaba construyendo para los colonos. Los periódicos alabaron su trabajo: «una combinación de utilidad y filantropía»43.
A partir de 1839 Jane Franklin amplió su plan. Compró más tierras, y lo mismo hicieron varios hombres de su círculo, a buen seguro animados por la elocuencia de Jane. Se reservó una parte para construir un pueblo, y tenía una granja dirigida por un empleado, pero el resto lo arrendó a respetables colonos libres a los que ofrecía el primer año gratis con la condición de que compraran la tierra en un plazo de siete años. En agosto de 1839 estaba ocupada entrevistando a candidatos para las parcelas. Les exigía tanta formalidad, como recordaron más tarde, que tenían que ser prácticamente abstemios. El cristianismo era fundamental también, pero Jane no quería demasiados metodistas para que no agobiasen a los anglicanos, aunque lo cierto es que los metodistas formaron un bastión contra «la invasión del papismo». A veces cuando surgían disputas entre ellos los arrendatarios delegaban en Jane para que las resolviera con la habilidad que la caracterizaba. Por lo demás, todo iba bien: «Estoy sumamente satisfecha por esta prueba del éxito de mis planes»44.
En octubre de 1839 Jane y Eleanor volvieron a visitar el Huon acompañadas por el archidiácono, que iba a consagrar la capilla. Les alegró ver cuánto habían progresado: habían desbrozado las tierras, habían construido cabañas, habían cultivado cosechas y habían vendido madera; además, el número de habitantes ascendía a unos sesenta. Cuando los Walter abrieron una escuela dominical, Jane la proveyó de libros y pizarras45.
El inmigrante Horatio Tennyson (emparentado con el poeta) tuvo menos éxito: salvaje e indolente en casa, lo habían enviado a las colonias para ver si alguien conseguía enderezarlo. Era cuñado de la sobrina de sir John, un vínculo lo suficientemente remoto como para que Jane pudiera excusarse de invitarlo a cenar (¿con semejante reputación? ¡Ni en sueños!). Su familia lo mandó con los Walter para que aprendiera agricultura. Según le contó Jane a Mary, era amable, pero malgastó un par de años disparando patos, sin mostrar deseo alguno de trabajar46. Un pobre ejemplar comparado con sus laboriosos terratenientes rurales.
El asentamiento del Huon progresaba bien. Jane Franklin no contrató a un lugarteniente, sino que lo organizaba todo ella directamente con los agricultores, dirigiendo el barco con mano firme. Continuó reclutando colonos y empleados, acudiendo en persona al barrio de los inmigrantes (donde se alojaban los recién llegados) para invitar al Huon a hombres casados. En 1842, por ejemplo, reclutó al clan familiar de los Geeve, compuesto por diez miembros, para que le desbrozaran tierras, y ella misma los condujo hasta el Huon para que se pusieran manos a la obra. Hubo una abrupta demanda de parcelas y se ocuparon casi todas. Se diseñó un pueblo y «la zona está llena de actividad e industria», informó un periódico. Jane se entusiasmaba cuando un colono la visitaba, sacaba billetes arrugados para pagar la primera mensualidad del arrendamiento y le informaba de sus progresos47.
Jane visitaba su colonia todos los años y cuando los Franklin se marcharon de Hobart en 1843 pasaron a despedirse, acompañados por el nuevo obispo. Cuando desembarcaron en el muelle del pueblo, la campana de la capilla estaba tañiendo. Les dieron la bienvenida, refrigerios y los metieron en la abarrotada capilla. El obispo condujo el servicio y bautizó a cuatro niños, una de ellas llamada Jane Franklin Louisa. Jane obsequió a su tocaya con una hermosa Biblia y un libro de rezos.
Los Franklin y los suyos se hospedaron en casa de los Clark, donde cenaron cerdo asado y pudin de ciruela. Al día siguiente exploraron el asentamiento, pese a la lluvia y los mosquitos. La casita más pulcra, escribió Jane, tenía una combinación de cocina y sala, un dormitorio y una tercera estancia en la que había una mesa y bancos «que me pareció un cuarto para beber, pero el señor Coleman me informó de que se usaba para rezar». Un arrendatario que debía la renta «tenía, como de costumbre, una apariencia tan lamentable y andrajosa que no pude reprochárselo». Los habitantes, que por entonces superaban ya los ciento veinte, parecían entusiastas y trabajadores48.
Cuando los Franklin se marcharon de la colonia, el gobierno bautizó en su honor el pequeño pueblo, que pasó a llamarse Franklin. Las patatas y la madera trajeron prosperidad a los colonos. Lady Franklin recibió muchos elogios por animas a los inmigrantes de aquel modo y su recuerdo fue reverenciado: «el recuerdo de la población de Franklin era de agradecimiento»49.
Hasta aquel momento, las mejoras que Jane Franklin había introducido en la Tierra de Van Diemen se correspondían más o menos con las actividades de su época, pero con su mente infatigable expandió sus horizontes para abarcar también actividades innovadoras. Le aterrorizaban las serpientes y le extrañaba que los colonos no intentaran acabar con ellas. La gente le decía que era una idea muy tonta. De hecho, a los tasmanos no parecían preocuparles demasiado; nadie menciona las serpientes como un problema y, pese a la escasez de actividad local de la que informar, durante el periodo Franklin los periódicos recogen solo dos casos de mordedura de serpiente. Ambas víctimas sobrevivieron.
Sin dejarse disuadir, Jane Franklin puso en marcha su propio plan: pagaría un chelín por cada serpiente que se matara. En un año había pagado 600 libras por más de 12 000 serpientes. Pero los patronos se opusieron, pues los presidiarios asignados a su cargo cazaban serpientes en vez de trabajar; y la policía, que tenía que lidiar con el pago de los chelines, se quejó de la carga de trabajo añadida. Los oficiales escribieron con tono firme que había que poner fin a aquel plan. Casi todo el mundo pensaba que la idea de las serpientes de lady Franklin era una locura, «su capricho más extraordinario», según su admirador James Calder; incluso recibió una tarjeta de san Valentín anónima que consistía en una serpiente muerta enredada en un corazón pintado de rojo50.
La actividad por la que más recordarían los tasmanos a sir John Franklin en años posteriores fue la instauración de la regata de Hobart, que no habría tenido lugar sin el apoyo de su esposa (quizá fuese ella quien puso en marcha la idea). Por desgracia, la regata terminó tristemente para los Franklin: en 1841, Jane ofreció como premio una «elegantísima lancha de cinco remos», pero aquel año los lugareños frecuentaron las casetas de licor con demasiado entusiasmo y los Franklin retiraron su apoyo al evento51. Pasaron a dirigirlo los lugareños, y todavía hoy en día se celebra con gran éxito.
La compra de la isla Betsey no fue exactamente un intento por mejorar la Tierra de Van Diemen, sino una extravagante actividad en el marco de los horizontes ampliados de Jane Franklin. Pensó que podía construir un retiro campestre en aquel islote de una belleza descarnada, pero árido y baldío, que se encontraba en la desembocadura del río Derwent, y lo compró por 910 libras (su precio anterior, unos meses antes, había sido de 600). Los Franklin organizaron dos visitas, extremadamente caras, a la isla52. Aquel episodio responde a una vena impulsiva y poco práctica que Jane Franklin, por lo general, sabía mantener a raya.
Jane Franklin no solo intentó mejorar la Tierra de Van Diemen, sino que defendió con vehemencia que era la mejor colonia del mundo. Insistía tanto con que Hobart era más impresionante que Sídney —una afirmación poco realista ya entonces— que sir John tuvo que calmarla cuando visitó la ciudad: «También debes tener en cuenta, querida, que la gente de Sídney tiene celos de la Tierra de Van Diemen»53.
¿Qué razones motivaron la agotadora actividad de Jane Franklin en la Tierra de Van Diemen? Como siempre, perseguía sus dos ambiciones. Por un lado, exprimir la vida al máximo haciendo lo que le gustaba: explorar (como se ve en el capítulo 10) y poner en práctica los planes que su fértil mente diseñaba, como intentar erradicar las serpientes y comprar la isla Betsey. Por otro lado, impulsar la carrera de su marido. Empleó mucho tiempo y dinero en mejorar la Tierra de Van Diemen no porque le gustase el sitio —sus escritos muestran escaso o, más aún, nulo afecto por la isla o sus habitantes—, sino porque tenía que verse como un éxito bajo el gobierno de sir John. Cuando visitó Sídney escribió: «No pensaré en nada más que en nuestra preciosa colonia, a cuya prosperidad está inextricablemente unido el nombre de sir John»54. Jane Franklin perseveraba en su lucha para convertir en un éxito a su marido y todo lo que este hacía. Si en ocasiones la batalla resultaba ardua, Jane se mostraba aún más decidida.