Los forasteros del valle
Por quinta o sexta vez, en el transcurso de una hora, Robert Liste detuvo sus pasos y poniendo una mano sobre sus ojos, a manera de pantalla que los defendiera contra los ardorosos rayos del sol, oteó detenidamente todo el horizonte que podía abarcar con la mirada. De sus resecos labios brotó una imprecación y por vez primera la duda hizo mella en su ánimo.
El panorama de arenas y arbustos calcinados que se ofrecía a su vista, era desde luego como para descorazonar al espíritu más optimista. Ni una sola mota de verdor, ni una señal de vida, podía verse en cuanto abarcaba su vista. Sólo arena y cielo, un cielo que casi resultaba blanco a fuerza de luz y un sol despiadado, que cual si fuera espíritu vengador, parecía querer abrasar con sus rayos al audaz viajero que tuviera la temeridad de desafiar a su poder.
Robert se echó aún más el sombrero sobre los ojos y escupió. Tenía la garganta reseca y la boca llena de un polvo finísimo e impalpable, pero que sentía metido incluso entre los dientes. Sus labios se fruncieron en una mueca harto expresiva y con un encogimiento de hombros, característico de su espíritu fatalista, reanudó la marcha en lentos y cansinos pasos, cada uno de los cuales levantaba una nubecilla de polvo que suavemente volvía a caer sobre la arena.