The information contained in this book or books is provided for informational purposes only and includes the book title, author name, and a brief description or abstract. For the full text of the book, please contact the author or publisher.
Tras nueve años de matrimonio, Matt le anuncia a Adam, su marido, que espera un hijo. Sin embargo, Adam sabe, gracias a su amigo Don, un prestigioso científico, que no puede ser padre. Pero ¿acaso puede dudar de su esposa? Siempre han estado juntos, siempre han sido buenos amantes y grandes amigos...
El conflicto está servido y surge una pregunta: ¿siempre han sido todo lo sinceros que debían ser? La hora de la verdad ha llegado.<
Nines es una chica muy segura de sí misma. Heredera de una gran fortuna y educada de forma moderna y liberal, nada suele resistírsele. Hasta que llega a la plantación algodonera de su difunto tío y conoce a Igor, un atractivo pero taciturno joven que enseguida se propone conquistar. Pero él se resiste, y Nines ha de tragars e sus lágrimas y su orgullo. Sin embargo, la lectura del testamento del tío Ed cambiará radicalmente las cosas.<
—Lo siento mucho, Marie. No me mires así. Yo no tengo la culpa de lo que dispuso tu difunta abuela antes de morir. Entiéndeme bien —se revolvió como inquieto en el ancho butacón que presidía el enorme despacho—, yo no sabía nada. Por algo convocó a mis dos socios y redactó su testamento durante mi estancia en Escocia. A mi regreso a Detroit me encontré con el cadáver de tu abuela, y esta carpeta azul donde se hallaba su testamento. ¿Lo entiendes? Marie no entendía nada. Todos estaban locos. Todos, empezando por ella seguramente.<
Mulca Prado continuaba aún de pie frente a la ventanilla del tren que por cierto empezaba a moverse, agitaba la mano y en la pequeña estación donde había seis o siete personas, si bien dos se destacaban de las demás, aquellas dos se pegaban una a otra moviendo las manos. Oscar Fanjul no se había sentado aún, pero sí que miraba pensativo la pequeña estación que se iba mientras se movían sus manos con ademanes desvaídos y nerviosos. Oscar lanzó una mirada al infinito y la dejó caer vagamente sobre la chiquilla que continuaba de pie, con la cabeza vuelta hacia una estancia que ya era un punto difuso en la lejanía.
—Es mejor que te sientes, Mulca —aconsejó Oscar tomando asiento a su vez—. A las nueve de la noche llegamos a Madrid y te queda mucho tiempo para cansarte.
Mulca cayó sentada con un largo suspiro.<
—¿No ha venido Beatriz? —No tardará.
Paulino Ordiozola dejóse caer en una silla junto a la mesa de la cocina y su esposa salió y regresó minutos después con las zapatillas y el batín.
—Gracias —dijo el marido, procediendo a quitarse los zapatos y la americana, lo cual, a juzgar por la naturalidad de sus movimientos, era lo que hacía todos los días—. Hace un frío endemoniado. Teresa recogió los zapatos y la americana y salió con ello, regresando minutos después con un periódico en la mano.
—Entretente, mientras no llega tu hija.
—¿Por qué tarda tanto?
—Hombre, las amigas...
—A las siete deja la oficina —murmuró Paulino—. Son las nueve. No me gusta que Beatriz ande por ahí con sus amigas.
—Quizá haya subido a casa de María sin entrar aquí. No es la primera vez.
—Pregunta por teléfono.
Teresa se dirigió a la salita contigua y marcó un número en el aparato telefónico. Regresó de nuevo al lado de su esposo.<
'—¿DICES que ha muerto, Dilcey?. ¿Y eso qué es...?. Quiero verla otra vez. Ya verás como cuando yo la llamo me contesta. Mamaíta siempre me ha contestado. La negra suspiró tan ruidosamente que la pequeña Fanny la contempló asustada con sus ojos grandes y expresivos, llenos de interrogantes...
—Ahora no podrá contestar, señorita Fanny. Ha cerrado los ojos para siempre y se halla al lado de su papá, que está en elcielo.'<
'Rinnnnnn...
Kathy descolgó el teléfono y lo aproximó al oído.
–Diga.
–Kay, por favor, te suplico que vengas en seguida. Tengo a Alec muy malito. Estoy angustiada, Kay. Alec se ha marchado muy temprano, ¿sabes? — la voz tembló al otro lado; Kathy frunció el ceño—. Dijo que llamara al médico de cabecera, pero yo... ¡oh, Kay!, no tengo fe en nadie excepto en ti. Ven, querida.'<
—Siéntate a mi lado, Omar. Así, así. Escucha: Yo... Tú sabes que tengo vida para poco. Una hora, un día, tal vez un minuto. No debí llamarte. Omar. Pero..., pero... estaba aquí solo. ¿Sabes lo que es esto. Omar? Escucha, no me contestes. Ya sé que lo sabes. Todo el mundo lo sabe. Nadie puede ignorar que esto es la enfermería de una prisión de Córcega.
—Padre...
—No, Omar. Tú no. ¿Sabes? Yo era feliz con tu madre. ¿Nunca te lo contó tía Nanda, Omar? Tu madre y yo éramos felices. Te juro... Sí, sí, aquí, en mi lecho de muerte, en esta enfermería del Estado, aquí te juro que yo jamás hice aquello. ¿Sabes quién tuvo la culpa, Omar? —el enfermo experimentó como una sacudida Omar inclinóse hacia adelante y apretó la mano inerte que caía a lo largo del lecho, con una fuerza casi desesperada—. Me pasa ya, Omar. Fue un desvanecimiento. Yo quiero decírtelo todo antes de morir. Porque me voy a morir. Pero no me llores, Omar. ¿Qué ha sido de tía Nanda?
—Padre...<
Diego y Luisa Monterrey hablaban con su hija persuasivos. Se hallaban en el saloncito del palacete que habitaban en la parte residencial de las afueras de la ciudad. Era pleno verano y los ventanales se hallaban abiertos de forma que el sol mortecino del atardecer entraba bañando todo el lujoso salón en el cual hacía el calor natural que aquel sol había dejado durante el día, si bien a determinada hora de la tarde, la brisa del cercano mar producía como un cierto airecillo refrescante. Luisa Monterrey se levantó y entornó los ventanales y encendió una lámpara de pie, de modo que el salón se hizo más íntimo. A la puesta de sol, el próximo mar azuloso durante el día se iba tornando grisáceo y ondulado y el firmamento se poblaba de diminutas estrellas. La voz de Diego Monterrey de persuasiva se iba haciendo firme a medida que hablaba. Indudablemente decía verdades como puños y su hija queescuchaba lo pensaba así y no digamos Luisa, que era realista y pensaba igual que su marido.<
Laura Cánovas introdujo la llave en la cerradura y empujó la puerta. Cerró ésta tras de sí y a paso lento atravesó el pasillo. Aún no había llegado a mitad de éste, cuando su hermana apareció en el umbral de la cocina y le hizo una seña. Laura se detuvo en seco.
—Por aquí —susurró Elisa—. Tengo que hablar contigo, y es preciso que no nos oiga mamá.
—¿Cómo está?
—Como todos los días. Ven, vayamos a nuestro cuarto.
—Elisa —preguntó una débil voz, salida de una alcoba próxima a la cocina—, ¿ha llegado Laura?
—Estoy aquí, mamá. Mientras Laura traspasaba el umbral, Elisa quedó en el pasillo apretando nerviosamente el delantal de flores entre sus dedos. Laura se inclinó sobre la cama y besó a su madre varias veces, tan tierna y maternal, que resultaba conmovedor.<
Por primera vez, Jack y Dolly no estaban de acuerdo. Eran éstos un matrimonio bien avenido, jóvenes aún, pues Jack contaría cuarenta y ocho años y su esposa Dolly rondaría los cuarenta y dos. Se habían casado jóvenes, se amaron mucho, tuvieron una hija de aquel enlace y con los años afianzaron su posición social y económica en Newark, donde poseían una vasta posesión, ganado en abundancia, cuenta corriente en los Bancos de Nueva York, un cariño verdadero que los unía estrechamente, y muy pocas preocupaciones. Pero de repente, éstas surgían en su vida y no se trataba precisamente de una preocupación pasajera. Era algo muy grave, muy de tener en cuenta y muy de discutir. Jack era un hombre moderno, tenía ideas liberales, un concepto de la vida verdadero, y su lema era el siguiente: «No forzar la felicidad, pero sí buscarla con ahínco. Y no ceder jamás lo que era de uno». A propósito de esto, tenía lugar la discusión entre marido y mujer aquella mañana de octubre.<
We use cookies to understand how you use our site, to personalize content and to improve your experience. By continuing to use our site, you accept our use of cookies and you agree with Privacy Policy and Terms of Use