Una celda en San Quintín
Ernie Holker pegó la espalda en la pared y miró hacia el vigilante situado a corta distancia, pero que en aquellos momentos no se ocupaba de ellos. Luego, a los dos hombres que tenía delante. Eran jóvenes, pero muy distintos. Sam «Lightfingers» Prowsett, de treinta y dos años, alto, delgado, de cabellos rubios y cara afilada, ojos claros y boca fina, estaba cumpliendo una condena de doce años por robo con lesiones. Joseph «Rough» Leskowitch, de veintiocho, cumplía veinte por homicidio. Ambos tenían a sus espaldas un interesante historial. Ahora permanecían muy atentos a sus palabras. El propio Ernie «Dum-Dum» —Ernie para sus amistades y la policía— estaba considerado como uno de los inquilinos más importantes de San Quintín. Se había librado de la cámara de gas únicamente a causa de la destreza de su abogado y la desaparición muy oportuna de cierto testigo de cargo, pero cumplía cadena perpetua por homicidio en primer grado. Contaba treinta y siete años, era alto, fuerte, de duras facciones y fríos ojos negros. Había ido a la Universidad y fue teniente de «marines» en Corea hasta que alguien reveló en un periódico que solía convertir en balas «dum-dum» los proyectiles de su pistola y su metralleta. Eso le costó un Consejo de guerra y la pérdida de su graduación, más cierta permanencia en una prisión militar, dejándole el apodo y también un profundo rencor hacia la milicia en particular y la sociedad en general. Puesto en libertad y desmovilizado, no había tardado en demostrar sus sentimientos, culminando con el asesinato a sangre fría del periodista que lo descubrió, asesinato que no le pudieron probar, aunque centró sobre él la atención de toda la Prensa del país. Gracias a eso, meses más tarde era capturado, convicto de un nuevo crimen de sangre, y recluido en San Quintín, donde gozaba de mucha consideración entre sus camaradas.