Capítulo 21

Domingo, 16 de mayo

Otro día sofocante y apestoso. La luz del sol se filtraba por entre los bordes de las cortinas. Mary levantó un párpado. ¿Por qué se sentía tan...? Incluso antes de poder formular la pregunta, los sucesos del día anterior acudieron a su mente. No la invadieron ni la abrumaron, simplemente le golpearon. James. Su discusión. Su separación. Tendría que ser lo mejor, pero todavía no se había convencido de ello. ¿Es que no sentía vergüenza? Era un hombre arrogante y temperamental, pero el comportamiento de ella había sido aún peor: falso y atolondrado.

El día anterior, al regresar a la casa, se había refugiado en su habitación recurriendo a la clásica excusa femenina, la jaqueca, para evitar asistir a la cena familiar. Cass se las había arreglado para subirle una bandeja con comida: una taza de té templado, tres tostadas con mantequilla duras como una piedra y un pedazo de pastel de Madeira un poco pasado. Pese a sentirse mal consigo misma, Mary no pudo evitar una sonrisa ante la idea que tenía la muchacha de lo que era el bienestar y no le costó mucho convencerla de que debía comérselo todo. Aquella mañana, sin embargo, se sentía hambrienta por haberse saltado una comida.

¿Valía la pena levantarse aquel día? Arrugó la nariz. La pregunta era de por sí embarazosa, aun sin haberla formulado en voz alta. Y, ¿cómo había podido olvidarlo? Aquel día esperaban las conclusiones de su misión. Su primera misión. Su tan comprometida misión. Después podría regresar al refugio lascar... pero en lugar de eso, ahí estaba, fingiendo una enfermedad por culpa de un hombre que la despreciaba.

Impulsada por aquel pensamiento, se incorporó a tiempo de oír cómo el reloj del rellano daba las nueve. ¡Las nueve! ¿Dónde estaba Cass? Ni té, ni baño caliente, y habitualmente se levantaba dos horas antes. Se estaba convirtiendo en toda una señora, abandonada en su habitación ante la ausencia de su criada. Se lavó utilizando el agua de la palangana para las manos, se vistió rápidamente y bajó a la sala del desayuno. Estaba desierta, pero cuando se sentó para tomarse el café, los huevos, el beicon, los tomates y la tostada, oyó un ruido apagado de algo que se rompía, seguido de unos gritos recriminatorios.

Suspirando, se dirigió al pasillo. No le costó determinar el origen del ruido; incluso desde la parte superior de la escalera de la servidumbre se oía la voz de la Cocinera con la suficiente claridad como para hacerla retroceder. Mary dudó un momento; en aquella parte de la casa no tenía autoridad. Pero al detenerse pudo distinguir una sonora bofetada. Aquello la decidió.

El problema estaba en la despensa. Al doblar la esquina, Mary vio fragmentos de cristal esparcidos por el suelo de piedra. Y allí, en el suelo entre los pedazos rotos, se encontraba la figura encogida de Cass Day, protegiéndose la cabeza con los brazos.

—Buenos días, Cocinera —dijo Mary con frialdad.

La Cocinera, una mujer fuerte de unos cuarenta años, se la quedó mirando. Estaba sin aliento.

—¿Qué buscas aquí abajo? —Cass se quedó inmóvil.

—La señorita Thorold estaba muy preocupada por el ruido —improvisó—. Me ha enviado para que te ayude.

La Cocinera se secó el sudor de la frente con el delantal.

—Es esta mocosa, holgazana y ladronzuela —escupió—. La he pillado robando esas lámparas.

Los restos de un par de lámparas de aceite se balanceaban en una esquina.

—Ya veo. —Mary desvió la mirada de las lámparas a la figura inmóvil de Cass y, de esta, a la Cocinera.

—Está despedida, por supuesto. Pero la comadreja llorica antes necesita una buena lección. —La Cocinera estaba arremangada hasta el antebrazo y seguía enrabietada.

Las dos mujeres se miraron durante un minuto, sopesando sus opciones. Entraba dentro de las funciones de la Cocinera despedir a Cass e incluso darle una paliza. En aquel tenso silencio, un violento temblor sacudió el cuerpo encogido de Cass.

—Tienes mucho trabajo. Ya me encargaré yo de acompañarla afuera. —Mary se quedó mirando a la niña y, con la voz fría y neutral, añadió—: Levántate, Cass.

—¿Y quién va a limpiar todo este desastre? —La Cocinera entrecerró los ojos.

—Limpiar y pulir las lámparas es responsabilidad de William. —Mary protegió a Cass con su cuerpo—. Le informaré de los daños.

Por primera vez, la Cocinera cambió de postura. Se produjo otro tenso silencio. Entonces empezó a retorcerse el delantal a la defensiva.

—Sácala de mi vista —le espetó.

Las palmas de las manos de Mary sudaban a causa del alivio que sentía al empujar a Cass para que se pusiera en movimiento.

—Coge tus cosas.

Ninguna de las dos habló mientras atravesaban la cocina camino de la «habitación» de Cass, al fondo de la trascocina. Se trataba de un espacio reducido, mal ventilado y de techos bajos con un sucio catre de paja en el suelo. Las paredes de piedra estaban sucias, cubiertas de moho, y los zapatos se adherían al suelo por los excrementos de los roedores. El mustio hedor a orín invadía el espacio. Cass procuró no tocar nada mientras entraba en la habitación y, con un práctico movimiento, logró hacerse con un viejo camisón situado bajo el saco de harina que le hacía las veces de sábana. Hizo un ovillo con él y lo guardó en un gorro de dormir igual de cochambroso. De un tendedero improvisado recogió unas enaguas llenas de remiendos y un par de gruesas medias oscuras. Finalmente, rebuscó en una fisura de la pared, cerca del suelo y, tras un rato, sacó un pequeño cuaderno. La cubierta estaba roída por los ratones, pero, por el modo en que Cass se lo metía entre los repliegues de su falda, Mary dedujo que se trataba de su posesión más preciada.

—Estoy preparada —murmuró. Tenía una pequeña herida en la cabeza que le sangraba por donde le había arrancado el cabello.

Mary se la quedó mirando un instante.

—Sube.

Cass la siguió obediente escaleras arriba por el tramo de los criados, con las pertenencias bajo el brazo. Cuando Mary dobló la esquina y empezó a subir al segundo piso, Cass dudó brevemente. Una vez en su dormitorio, Mary cerró la puerta con firmeza.

—Ahora —le dijo—, creo que hay algo que debes contarme.

Cass apenas alzó la cabeza, pero volvió a dejarla caer antes de que Mary pudiera descifrar la expresión que se dibujaba en su rostro.

—N... no lo entiendo, señorita.

Mary se acercó a Cass y alzó la barbilla de la chica con dos dedos. No le sorprendió que Cass se estremeciera, como esperando que fueran a pegarle. Sin embargo, le sorprendió ver las lágrimas que empezaron a deslizarse por las mejillas.

—No trataste de robar esas lámparas. Lo sé también como tú.

El rostro de Cass se torció ante la sorpresa, pero no lo confirmó ni lo negó.

—No me has contado tu versión.

Cass se limpió la cara con la manga. Cuando finalmente se puso a hablar, su voz era apenas audible.

—¿Y qué sacaría con eso, señorita?

—Nada, en lo que concierne a la Cocinera —reconoció Mary, ofreciéndole un pañuelo limpio—. Pero, la verdad es importante. ¿Te gustaría que siguiera pensando que eres una ladrona? ¿Además de una ladrona estúpida?

Cass medio sollozó, medio rió.

—No.

—Bien. Entonces, ¿por qué no me cuentas qué ha ocurrido realmente?

—La Cocinera me hizo limpiar las lámparas esta mañana —hablaba lentamente—. Porque William bebió mucho ayer por la noche y hoy iba con retraso. Estaba llevando las dos últimas lámparas al salón comedor cuando me caí y se rompieron. —Se retorcía las manos, nerviosa—. Eso es todo.

—Así que, por encubrir a William, ¿te acusó de robar las lámparas?

Cass asintió.

—Bueno, es responsabilidad de la Cocinera contratar a quién necesite, así que no puedo ayudarte a recuperar tu trabajo. Pero, aunque pudiera, no creo que lo hiciera.

—Pero, ¿por qué? —Cass parecía dolida.

—Quiero ayudarte, Cass —le explicó Mary amablemente—, pero no a mantener un trabajo que representa un riesgo para tu salud.

La mandíbula de Cass adoptó una postura testadura.

—Cualquier trabajo es mejor que ninguno. No tengo cartas de recomendación, y no puedo conseguir otro trabajo sin una carta de recomendación. —Las lágrimas volvieron a acumulársele y se frotó los ojos.

—Utiliza mi pañuelo, Cass. Por favor.

Y el pañuelo obró el milagro; tal vez se tratara simplemente de que era demasiado elegante para mancharlo. En cualquier caso, Cass se obligó a detener las lágrimas.

—Lo siento, señorita Quinn —murmuró.

—No lo sientas. Escúchame, Cass: ¿de verdad quieres ser una criada de cocina?

—Es lo que sé hacer, señorita —dijo, encogiéndose de hombros.

Mary hizo un gesto con la mano, impaciente.

—Pero, ¿te acuerdas de cuando hablamos de convertirte en una señora? ¿No en una señora de verdad, sino una como yo?

—S... sí...

—Bueno, ¿sigues pensando que te gustaría convertirte en una?

—Eso solo era un sueño, señorita. —Cass se sonrojó.

Mary tomó las delgadas manos de la chica entre las suyas.

—¿Qué pasaría si te dijera que no es un sueño, Cass? ¿Qué pasaría si te dijera que sería posible que fueras a la escuela y que conocieras a chicas de tu edad?

Cass frunció el ceño, más por sorpresa que por rechazo.

—Las clases también son un trabajo —le advirtió Mary—. No te gustará todo. Pero podrías aprender.

Cass agitó la cabeza, como si quisiera aclarársela.

—Señorita, usted no... soy la chica de la cocina. Eso es todo. Es usted muy amable, señorita Quinn, pero no puedo. Ni siquiera entiendo a qué se refiere.

Mary ahogó un suspiro.

—Sé que es precipitado. Lo que quiero decir es que conozco a alguien que puede ayudarte. Es profesora en un internado para chicas y está interesada en... —Se detuvo. El rostro de Cass se quedó petrificado mientras retrocedía hacia la puerta, negando con la cabeza—. ¿Qué sucede, Cass?

Cass seguía negando con la cabeza.

—Es usted muy amable, señorita, pero, por favor, debo marcharme.

—Déjame darte una carta, es como si fuera de recomendación, pero para esta escuela en lugar de para trabajar en el servicio. Puedes llevarla a la escuela...

Cass parpadeó y asintió una vez, bruscamente. No era la aceptación entusiasta que esperaba, pero Mary inmediatamente se sentó y alzó la tapa de su escritorio. Tardó un minuto en encontrar una pluma, tinta y papel. Estimada Señorita Treleaven, escribió, Cassandra Day, la portadora de esta misiva... Oyó un clic en la puerta y Mary alzó la mirada. Para cuando había alcanzado la entrada, Cass ya estaba a medio camino del pasillo. Caminaba a toda prisa, con el paquete con su ropa bajo el brazo.

El primer impulso de Mary fue ir tras ella. Pero, ¿qué conseguiría con eso? Aunque atrapara a Cass y la llevara personalmente ante Anne Treleaven, la Academia no era una prisión. Las alumnas que no lograban encajar, eran libres de marcharse. Escuchó los pasos de Cass alejándose y se frotó la cara con desgana. Tenía los dedos ligeramente grasientos, probablemente tras haber tocado los de Cass. Se lavó las manos y regresó a la sala del desayuno.

Se estaba convirtiendo en una mañana plagada de crisis domésticas. Media hora después, cuando Mary pasó frente a la puerta del dormitorio de Angélica, no pudo evitar oír una especie de sollozo ahogado. Dudó. A Angélica nunca le había gustado revelar sus preocupaciones y Mary no podía imaginar que ahora fuese distinto... sin embargo, tras la escapada de ayer, se sentía responsable.

Mary se hizo con una bandeja para el té y llamó a la puerta del dormitorio. Tuvo que mostrarse persistente, pero, tras varios minutos, oyó un apagado «Entre». El dormitorio estaba a oscuras y la atmósfera cargada por el sueño nocturno y el perfume pasado.

—Te he traído una taza de té —le dijo Mary al bulto que había bajo las sábanas.

Angélica siguió sollozando sobre su almohada.

Mary estaba sinceramente alarmada. Después de todo, era el día posterior al día más feliz en la vida de Angélica.

—¿Angélica? ¿Estás enferma?

Un prolongado silencio.

—N... no.

—¿Te has enfadado con Michael?

El rostro de Angélica emergió de las sábanas: hinchado, rojo, grotesco.

—N... no. Ayer fue un día maravilloso. Michael fue maravilloso. Todo fue mara... maravilloso... —Y volvió a hundirse en un torrente de lágrimas.

Mary no sabía cómo responder.

—Así que, ayer fue maravilloso, ¿pero hoy no lo es?

Angélica emitió una especie de sonido que le pareció un sí.

—¿Y no sabes qué te pasa?

Angélica negó con la cabeza mientras gimoteaba. Tras varios minutos, exhausta y con un ataque de hipo, le dijo tartamudeando:

—S... soy así. A veces.

Mary recordó la mañana después de la fiesta. Angélica tendría que haberse sentido exultante, pero, en lugar de eso, parecía apesadumbrada.

—¿Por qué no te incorporas? Respirarás mejor. —Le sirvió un vaso de agua.

A Angélica le costó incorporarse y se sonó la nariz.

—Debes de despreciarme —logró decirle—. Mi vida es tan fácil comparada con la tuya y, sin embargo, soy yo la que está llorando por nada.

—No te desprecio. —Mary lo dijo automáticamente, pero se dio cuenta de que no lo decía de corazón. Angélica era una mocosa egoísta. Sin embargo, a pesar de toda la riqueza y de todos los privilegios, tenía tan poco poder como Cass Day en lo fundamental.

Angélica suspiró y se miró las manos. En el dedo índice de su mano izquierda lucía un sencillo anillo de oro, tan delgado que apenas se veía. Su rostro se oscureció de nuevo.

—No te arrepientes por haberte casado con él, ¿verdad? —le preguntó Mary—. Ayer parecías bastante segura.

El rostro de Angélica pareció torcerse de nuevo, como si fuera a llorar, pero se las ingenió para controlarse. Tras unos minutos, volvió a hablar:

—Pensaba que casarme con él me haría feliz. Y me hizo feliz, por unas horas. Pero entonces, regresamos a casa ayer a hurtadillas, cenamos y todo parecía igual que siempre. —Hizo un gesto débil con la mano—. Da lo mismo. Yo sigo aquí y él sigue siendo el secretario. Creía que me sentiría diferente.

—Las cosas serán diferentes en cuanto tus padres sepan que estás casada. Quizás tú y Michael deberíais contárselo.

Angélica sorbió un poco de té.

—Me he pasado despierta toda la noche dándole vueltas. Pero es más que eso. Creía que casarme lo cambiaría todo, pero solo ha hecho que las cosas se compliquen aún más. Me siento atrapada, no sé cómo explicarlo.

Mary observó a Angélica durante un minuto. Luego le dijo:

—Sé que no te caigo muy bien, pero, ¿puedo darte mi opinión?

—No es que no me caigas bien... sino que decidí que no me caías bien. —Dibujó una media sonrisa—. No creo que te importe, pero pienso que eres interesante.

Interesante. Era un doloroso recordatorio de lo que James había opinado de ella y de su posterior desdén. Mary suspiró profundamente y se centró en el problema de Angélica.

—Creo —dijo con cautela— que hay ciertas mujeres para las que el matrimonio y los hijos son lo más importante que hay en la vida. Sin embargo, creo que hay otras que esperan algo más. Tu infelicidad me recuerda ese tipo de necesidad.

Angélica arrugó la frente.

—Me educaron para el matrimonio.

—Eres una pianista con talento, Angélica. ¿Alguna vez has pensado en tocar para alguien más que no sea tu familia y tus amigos?

Un leve sonrojo tiñó sus mejillas.

—Mis profesores de música siempre me lo habían dicho... Jamás pensé que... jamás me permití pensar que... ahora estoy casada. —Se encogió de hombros—. Es demasiado tarde.

—¿Seguro? —Había muchas actrices y cantantes de ópera que seguían cantando después de haberse casado—. ¿No podrías dedicarte a la música y ser esposa al mismo tiempo?

—¡No puedo hacer eso! —Angélica parecía estar realmente escandalizada—. Y el pobre Michael...

—Parece un hombre razonable y quiere que seas feliz. Probablemente se sentiría orgulloso de tener una esposa con talento.

Angélica negó con la cabeza; la agitación era ahora visible en aquellos redondos ojos azules.

—No es eso, es que... no...

—No trato de decirte lo que debes hacer —se apresuró a decirle Mary— tan solo te sugiero que puede que tu infelicidad se deba a la falta de opciones. —No era capaz de determinar la respuesta de Angélica—. Solo tú puedes saberlo, pero no quería marcharme sin decírtelo. —Y era verdad. En algún momento durante la última media hora, había pasado de ser una dama de compañía cumplidora a convertirse en una amiga preocupada. En la desgracia de Angélica, como en la de Cass, Mary veía reflejada su propia historia.

—Te dejo que reflexiones sobre ello —dijo finalmente—. ¿Necesitas algo más?

Angélica parecía estar ya sumida en sus pensamientos.

—¿Mmm? Oh, no. Pero, ¿Mary?

Se detuvo en el marco de la puerta.

—¿Sí?

—Gracias otra vez.