Capítulo 6
Lunes, 10 de mayo
La carta iba dirigida a G. Easton, Esquire, pero cuando James vio el matasellos, la abrió de todas formas. Una brillante sonrisa le iluminó el rostro y salió disparado del despacho principal hacia la habitación privada de su hermano.
—¡Lo tenemos! —gritó, abriendo la puerta de par en par—. ¡Estamos dentro!
—Demonios, James, ¿Cuándo aprenderás a llamar a la puerta? —le espetó George, dando un respingo en su asiento.
James le puso la carta delante de los ojos.
—¡Mira! ¡El contrato del ferrocarril! ¡En la India! ¡Vamos a construir ferrocarriles en la India! Empezaremos en septiembre, lo que significa... ¡Dios mío! ¡Tendrás que partir a final de mes! ¡O antes, si es posible! —Empezó a hablar sin parar sobre la reserva del pasaje y los comprimidos de quinina, pero de pronto se quedó en silencio—. ¿George? ¿Me estás escuchando?
—¿Mmm? —George levantó la vista de su secante.
—Este es el mejor contrato que Ingenieros Easton haya conseguido nunca y tú vas a ir a la India, pero pareces alguien a quien le hayan robado el acordeón. ¿Qué te ocurre?
—Bueno, en cierto modo, ella... —George emitió un profundo suspiro.
—No te entiendo, ¿quién es «ella»?
—La señorita Thorold, por supuesto. En la fiesta le dije que yo también era músico y eso pareció interesarle, pero cuando le dije que tocaba el acordeón, ella... ¡se rió!
—Bueno, tal vez fue una risa comprensiva. —James contuvo una sonrisa.
—No me sirve. Cree que soy un payaso.
—Eso no es cierto —mintió James audazmente. Se dio cuenta, por primera vez, que el secante de la mesa de George estaba cubierto de garabatos: Señora George Easton. Angélica Easton. George + Angélica. El más popular era sencillamente Angélica y rodeado de florituras, corazones y flechas.
George se frotó la cara.
—Los poetas tienen razón: es una enfermedad. No puedo dormir, no puedo comer, no puedo trabajar... solo pienso en ella.
—Anoche cenaste demasiado.
—Aquello fue diferente.
—¿Porque se trataba de pollo asado? —James intentaba no reírse—. Venga, George. Hay docenas de chicas que se casarían contigo. ¿Por qué la señorita Thorold?
George se lo quedó mirando:
—Esa pregunta demuestra lo poco que sabes sobre el amor.
—Pues me siento aliviado, si esta es la alternativa. —James señaló el secante—. Lo siguiente que harás será escribir poesía.
—George se sonrojó de la raíz del pelo hasta el cuello y James empezó a reírse de nuevo—. ¡No! ¡¿En serio?!!Oh, por el amor de Dios!
—¿Has acabado de burlarte de mí?
—Nunca, viejo amigo. Pero hablemos del nuevo ferrocarril de Calcuta.
—¿De qué hay que hablar? —George parecía ofendido.
—¿Qué quieres decir con «de qué hay que hablar»? ¡Vas a estar construyéndolo allí dentro de un par de meses! De hecho, es justo lo que necesitas. Hace demasiado tiempo que no tomas las riendas de un trabajo y, además, te ayudará a sacarte de la cabeza a la señorita Quiénes. —James estaba realmente entusiasmado—. En dos semanas estarás en un barco, camino del hermoso y saturado de especias Oriente, y todo pensamiento sobre la señorita Comosellame se habrá desvanecido de tu testadura mollera.
—¿Dos semanas? —George se incorporó de golpe.
—Bueno, querrás...
—¡Pero si eso es mucho tiempo! —Le brillaban los ojos al tiempo que sonreía a James por primera vez—. ¡Me las puedo arreglar con dos semanas!
—Por supuesto que sí —dijo James, aliviado. Eso era más propio del viejo George.
—¿Eso crees? —George lo miró directamente a los ojos.
—Sí.
Se levantó del escritorio y estrechó la mano de James con entusiasmo.
—¡Gracias! Tu confianza significa mucho para mí. Sé que no estás especialmente interesado en ello y que durante un tiempo estuvimos en completo desacuerdo, pero es muy agradable saber que mi hermano pequeño me apoya...
¿Que no estaba interesado? ¿En completo desacuerdo? ¿Sobre el trabajo en la India? De repente James tuvo la desagradable sensación de que estaban hablando de cosas totalmente distintas.
—Esto... ¿mi confianza en qué, George?
—¡Hombre, pues en que me case con la señorita Thorold y me la lleve a la India conmigo!
—¿A eso te referías? —Oh, no. Oh, no. Pero George ya no le estaba escuchando.
—Es una chica sana, no como su madre. El clima no le supondrá ningún problema. Y con lo romántica que es la India... su belleza, como tú mismo la has calificado... ¡Así conseguiré conquistarla!
James suspiró para sus adentros. Cada vez se ponía peor. Desde el principio se había opuesto a la conexión Thorold, ya que le habían llegado a sus oídos ciertos rumores nada halagadores sobre los negocios de la familia. Sin embargo, también había confiado en descubrir la verdad antes de que George fuera demasiado lejos y le propusiera matrimonio; de ahí que hubiera estado investigando en el despacho de Thorold. Pero un cortejo relámpago era una cosa muy distinta. Aunque Angélica parecía bastante distante, sus padres estaban entusiasmados. Podían obligarla a aceptar la oferta de George. A James le quedaba poco tiempo para actuar. Por el momento, y gracias a la señorita Quinn, no había averiguado nada.
—Espera, antes de que te vayas, dime qué opinas de esto. —George rebuscó en el cajón de su escritorio y sacó una hoja de una libreta lavanda, decorada con flores..
James tomó la hoja y la examinó.
—¿Quieres saber mi sincera opinión?
El rostro de George se apagó.
—Es muy malo, ¿no? Es difícil, ¿sabes? Encontrar una rima para «Angélica».
A James le dio lástima.
—Te escribiré un poema mejor. —«Pero con o sin poema», pensó para sí, «no te vas a casar con una familia de criminales».
Martes, 2 de mayo
—¡OIGA!
James no reaccionó ante el primer grito. Adams, el capataz, tendía a sobresaltarse.
—¡SEÑOR EASEN!
Sin embargo, no podía ignorar aquello. James se limpió el sudor de la frente y de la nuca y se dio la vuelta sin ganas para descubrir la última catástrofe en la construcción de un nuevo túnel bajo el Támesis. Aquel trabajo se había convertido en un auténtico dolor de cabeza desde el mismo día en que habían empezado. Y ya deberían haber terminado las obras. Ahora, el desagradable hedor del río amenazaba con prolongarse aún más, puesto que muchos de sus mejores trabajadores temían enfermar a causa de aquella pestilencia maligna. James no estaba convencido de que el hedor fuera la causa de la enfermedad, pero de todos modos había enviado a casa a los trabajadores el día antes porque vomitaban demasiado para trabajar con seguridad. Si continuaba aquel clima, tendrían que trabajar de noche. O aquello o posponer el proyecto hasta otoño.
—Sueño con el día —dijo James localizando al capataz— en que te dirijas a mí con algo diferente de “Oiga”.
Adams sonrió y volvió a ponerse la gorra en su sitio.
—Creo que el otro día dije “oye”, señor.
—¿Y esto qué es? —pregunté señalando al escuálido muchacho con las botas enfangadas colgando que Adams agarraba del cuello.
—Este chaval...
—Lo está estrangulando, déjelo en el suelo.
Adams dejó caer al chaval de golpe, aunque siguió sujetándolo por el hombro.
—Ha entrado sin permiso. ¡Esta vez no escapará! Hace diez minutos que lo había echado y ahora ha vuelto. ¿Lo tiro al río, señor?
El muchacho tomó aire para defenderse e inmediatamente sufrió un violento ataque de tos. Cuando se incorporó, con los ojos llorosos, se dirigió a James.
—Mensaje para el señor Easton, señor.
—No deja de repetir eso, ¡pero no quiere darle el mensaje a nadie más! Dice que tiene que hablar con usted en persona.
—Adams parecía irritado.
—Adelante, entonces —dijo James con un suspiro. El chico parecía haber recuperado la respiración.
—Es sobre... —se detuvo y miró a Adams sospechosamente—... sobre ese trabajo en Chelsea, señor.
No había ningún trabajo en Chelsea. James entrecerró los ojos.
—Chelsea.
—La casa, señor.
Oh, santo Dios. Esto es lo que pasa cuando se contrata a policías fuera de servicio para que vigilen la casa de los Thorold; que estos se lo encargan a su vez a unos chavales por mucho menos de lo que él les había pagado por hacer bien su trabajo. Debería haberlo sabido.
—Oh, ese trabajo. —James asintió con la cabeza a Adams y le indicó al chaval que le siguiera. Mientras caminaban por el perímetro de la zona en obras, miró al chico severamente.
—¿Cuántos años tienes?
—Diez, señor.
—¿Cómo me has encontrado? —Tenía la edad suficiente para trabajar.
—Creía que no lo conseguiría, señor. El inspector Furley mencionó algo sobre un túnel bajo el río, pero como estaba completamente borracho, pensé que volvía a decir tonterías —dijo el chico mientras se frotaba la nariz con energía—. No me habría dirigido directamente a usted, pero es una cuestión urgente. Asumo toda la responsabilidad, señor.
A pesar de lo irritado que estaba con Furley, James se sintió afectado por los modales del chico.
—Bien. ¿Qué noticias traes?
El chico se explicó con rapidez y claridad. La joven dama a la que le habían encargado vigilar se había marchado de casa a las nueve y media y había tomado un carruaje hasta Customs House donde permaneció sentada mirando las puertas. Tras un cuarto de hora, apareció el Señor Thorold y se perdió entre la multitud. En lugar de seguirle, despidió al carruaje y entró en el edificio.
James frunció el ceño.
—¿Cómo la seguiste?
—En la parte trasera del carruaje, señor.
Un muchacho descuidado en la parte trasera de un carruaje que aprovechaba el viaje... bastante común.
—Bien. ¿A qué hora sucedió eso?
—Hace un cuarto de hora, señor. Quizás un poco más. Vigilé la puerta durante unos minutos, pero no volvió a salir. Como está cerca, y como quizás tenía para rato ya que había pagado el carruaje, pensé que le gustaría saberlo.
—Bien pensando... mmm... —James parpadeó, sorprendido.
—Quigley, señor. Alfred Quigley.
—Bien. Buen trabajo. —James le dio al muchacho una corona y se dio la vuelta. Pero se detuvo y volvió a mirar al chico.
—Mmm... Quigley.
—¿Señor?
—No podré vigilar a la dama en todo el día. Sígueme y continúa vigilándola.
—Sí, señor.
—Y, de ahora en adelante, me informarás a mí directamente.
—¿Y el inspector Furley, señor? —Los ojos del muchacho se abrieron ligeramente.
—Ya arreglaré las cosas con él. De ahora en adelante, estás en mi equipo.
La puntualidad de James, o más bien, la puntualidad de Alfred Quigley, fue excelente: su carruaje se detuvo frente a las puertas de Customs House justo a tiempo para ver salir de las pesadas puertas dobles una silueta familiar. Iba ataviada con un tupido velo y vestía con mayor austeridad de la habitual, pero la reconoció por la rápida seguridad de sus movimientos. Con paso ligero, salió de la puerta al tiempo que detenía un carruaje.
Sintiéndose un poco ridículo, James le dijo en voz baja a su conductor:
—Siga a ese carruaje.
—Eso ya lo he oído antes, jefe —le contestó el conductor riéndose a carcajadas.
Las calles estaban abarrotadas de gente, animales y basura de todo tipo, por lo que tardaron un cuarto de hora en llegar al final de la calle. No obstante, el conductor la siguió a través de aquel caos y finalmente cruzó el Támesis por el Puente de Londres hasta Southwark.
Se detuvieron cerca del muelle de West India y James vio cómo salía, miraba a ambos lados y se apeaba para continuar su viaje a pie. La observó desde la privacidad de su vehículo durante un par de minutos, mientras ella aminoraba su paso para no mancharse las faldas del vestido. Las llevaba levantadas tanto como la decencia le permitía, es decir, hasta donde terminaban sus estrechas botas. Aunque era mediodía, una fina niebla blanqueaba las calles. Mientras la veía desaparecer entre la niebla, James pagó al conductor con calma, se caló el sombrero hasta los ojos y se apeó del carruaje. No había por qué apresurarse, sabía exactamente hacia dónde se dirigía.
Justo en la esquina, los almacenes de la compañía mercante Thorold & Co. ocupaban medio acre de tierra pantanosa robada al río, en la orilla sur del Támesis. Los edificios de ladrillo rojo eran toscos y rectangulares, con ventanas altas y estrechas. Pese no tener más de dos décadas de antigüedad, ya estaban cubiertos de una gruesa capa de oscura mugre.
Manteniéndose a cierta distancia, James se apoyó en una farola, cuya luz ardía en un intento fútil de iluminar la niebla, mientras la observaba caminar lentamente, aproximándose a la entrada principal de los almacenes. El velo seguía ocultándole el rostro, pero la cabeza estaba girada observando los edificios.
¿Qué demonios buscaba?
La zona estaba densamente transitada y los movimientos y gritos de los chicos que hacían recados, los vagabundos, una chica que vendía cerillas, los trabajadores de los muelles, los marineros que habían bajado a puerto, los hombres vestidos de cheviot y la prostituta que raramente aparecía por la mañana temprano, todo facilitaba su tarea de vigilancia, aunque no fuera lugar para una dama. Especialmente para una que anduviera sin la compañía de un criado a dos pasos por detrás. Pese al velo cubriéndole el rostro, atraía las miradas y algún que otro comentario. Si se detenía, la asaltarían. James podría verse obligado a acudir a su rescate. Se preguntó si lo haría.
Inmediatamente después de su encuentro en el despacho de Thorold, había iniciado sus pesquisas sobre ella. Aunque era nuevo en el negocio del espionaje, tenía algunos contactos. Lo único que sabía era que había ejercido de profesora ayudante en una escuela para chicas y que, antes de eso, había sido alumna de la misma. Según le informaron, la escuela acogía a muchas chicas por caridad y parece ser que aquel había sido su caso. Por lo menos, no había sido capaz de descubrir ningún pariente o alguien que le hubiera pagado las cuotas. Ahí terminaban las pistas. La señorita Quinn no tenía amigos fuera de la escuela, nadie que la visitara con regularidad ni otras conexiones.
Aquellos pocos detalles lo dejaron aún más perplejo. La noche anterior se había quedado despierto hasta tarde, incapaz de conciliar el sueño, repasando los pocos detalles que conformaban su vida: Mary Quinn, maestra y acompañante. Fecha de nacimiento: desconocida. Lugar de nacimiento: desconocido. Infancia: desconocida. Era absurdo. Según su fuente, debería ser posible tener acceso a más información, aun cuando se tratara de huérfanos criados por la diócesis. O bien la chica había sido una huérfana abandonada o bien vivía con una identidad falsa. Ninguna de las dos posibilidades tenía mucho sentido. . James la estudiaba mientras ella examinaba los almacenes. Ni su vestimenta formal ni sus gráciles movimientos sugerían criminalidad o culpa. Sí, sabía que a veces las apariencias engañaban y que la más dulce de las apariencias podía ocultar crueldad o vicio. Pero le costaba creer que fuera una vulgar ladrona o una aspirante a chantajista... o la amante de Thorold. Tumbado en la cama la noche anterior, había considerado un escenario melodramático tras otro: una hija ilegítima de Thorold que buscaba pruebas de la herencia que este le había arrebatado; una chica ingenua a la que alguien (¿quién? ¿Gray?) había obligado a rebuscar en el despacho, o...
Mary cruzó la calle y caminó sigilosamente junto al complejo Thorold. Parecía estar examinando la alta reja de hierro rematada con puntas que rodeaba el perímetro de la propiedad. Cada minuto que pasaba, su inocencia era cada vez menos probable. Resultaba evidente que sabía que sus propias acciones eran sospechosas. Pero sus motivos eran suficientemente claros.
Sabía perfectamente lo que tenía que hacer: olvidarse de ella, salvo en lo referente a su propia investigación. También sabía lo que no debía hacer: no debía perder el tiempo, ni horas de sueño, analizando sus motivos. No debía preocuparse por los peligros a los que exponía, ni perder el tiempo intercambiando palabras con ella cuando visitaba a Angélica. Y definitivamente no debía admirar la elegancia de su pequeña figura a unas pocas yardas de distancia.
Ciertamente no debía hacer esto último.
Y hablando de perder el tiempo... consultó su reloj de bolsillo. Ya sabía qué iba a hacer Mary, aunque no la razón que la impulsaba a hacerlo, y tenía una cita con un cliente dentro de media hora. James inclinó la cabeza y se detuvo en la esquina de una calle tranquila.
Mary desapareció lentamente de vista.
—¿Señor? —Apareció Alfred Quigley.
—Infórmame esta noche en mi despacho. Estaré allí hasta las ocho en punto. —Le dio a dirección en un susurro.
Quigley asintió con la cabeza y salió disparado, perdiéndose, de inmediato, entre la multitud.
A las siete en punto de aquella misma tarde, James era el último que seguía trabajando en sus oficinas de Great George Street. Normalmente, siempre era el último en marcharse, aunque aquella tarde estaba distraído y era poco productivo. Ya era la novena vez que había decidido dejar de pensar en Mary Quinn cuando, de repente, una luz en la puerta le hizo levantar la cabeza.
—Adelante.
—Buenas noches, señor Easton. —Alfred Quigley entró silenciosamente en la habitación.
—¿Y bien, Quigley?
El informe del muchacho era bastante simple. La señorita Quinn se había pasado otros diez minutos más caminando por los alrededores de los almacenes y luego se subió a un ómnibus de vuelta a la City. Por el camino, se detuvo en Clerkenwell y compró una serie de objetos, entre ellos, varias yardas de cuerda y ropa de chico, que pagó al contado. Después se apeó en Bond Street, donde compró varios lazos e hilo de seda que cargó a la cuenta de los Thorold. El resto del día no salió de la casa.
La expresión de James se ensombreció a medida que escuchaba el informe de Quigley.
—¿Qué crees que pretende hacer con la cuerda y el disfraz?
—Parece que quiere entrar en el almacén, señor. Aunque debe tratarse de una dama fuera de lo común si sabe hacer nudos y esas cosas.
—Desde luego.
James se quedó pensativo unos minutos más. El silencio solo se vio interrumpido por el intento de Quigley de disimular un bostezo.
—Te estoy entreteniendo —le dijo James, de repente—. Será mejor que te vayas a casa y duermas un poco.
—¿Quiere que vigile a la señora esta noche, señor? —Se trataba de una oferta heroica: estaba casi bizco de cansancio.
—No, iré yo. —James hizo una pausa. El muchacho solo tenía diez años—. ¿Está muy lejos tu casa?