Gracias
Una noche de enero, varios amigos festejábamos un cumpleaños inmersos en las conversaciones habituales de las fiestas de cumpleaños entre gente madura: el paso del tiempo, la arruga nueva, ¿subirán las pensiones?, muy rica la tarta, mañana me pongo a dieta… cuando la corriente nos arrastró a un cauce insospechado. De repente, ni siquiera recuerdo cómo o por qué, Ana Unzeta, Ana Bernaldo, Lola Higuera, Cruz Martínez, Alvar Ocano, Emilio Drake, Fernando Roca, Benito Martín, Juma y yo nos sorprendimos a nosotros mismos en pleno corazón del viejo Madrid preguntándonos acalorados, con idéntica pasión a la que habríamos volcado en una discusión sobre fútbol, si Rosa Luxemburgo realmente llegó a sentirse socialdemócrata, cuándo se olvidó la Historia de dar las gracias a Clara Zetkin y si el mundo hoy sería distinto si hubiera triunfado la Revolución de Alexandra Kollontai. Al final, todos acabamos ante una botella de godello y un hojaldre de manzana brindando a las tres de la madrugada por un esclavo romano con el rostro de Kirk Douglas.
Ahora que ya ha concluido el viaje de Mariela, quiero darles las gracias a ellos por aquella conversación estimulante y a muchos más. El camino con mi enfermera aragonesa ha sido largo, pero no lo hemos recorrido solas. Ella ha ido creciendo de forma natural, sin que yo pudiera predecir el paso siguiente, casi de forma autónoma y muchas veces sin apenas tener en cuenta mis opiniones. Sin embargo, en cada uno ha encontrado una mano amiga que le ha tendido puentes y eliminado vallas para que no se detuviera.
Por eso, tengo que dar muchas gracias.
Por ejemplo, a quienes me han prestado sus nombres auténticos, que son mis casi hermanas: mis muy queridas Marisol Becerra y su madre, Sole, esta última dueña de la mejor pollería que ha existido en Hoyo de Manzanares; Carolina García Menéndez, compañera del alma desde la universidad; la verdadera Susana Moreno, siempre dispuesta a regalarme su identidad durante las páginas y los personajes en que yo la necesite, y mi cuñada Yvonne Torregrosa, poeta de vocación literaria recién descubierta, que ha conseguido que nos entre el ruiseñor de May Borden por la ventana a toda la familia.
También a quienes ofrecieron el brazo a Mariela en sus escalas españolas y europeas:
En su paso por tierras aragonesas, a María Pilar Roca, que ha suplido mi desconocimiento de una región de España fascinante.
En las zonas francófonas, a Antonio Santiago, amigo querido de la adolescencia, de corazón dividido a partes iguales entre Suiza y España.
En su etapa alemana, a mi sobrino Christian Rumpf, convertido en detective lingüístico por amor a su tía y para ayudar a Mariela aun antes de conocerla, hasta el punto de redactar en su beneficio un auténtico diccionario de modismos hispano-germanos.
Y en lo que a Rusia concierne, a Elena Novikova, periodista de Moscú hoy afincada en España, bilingüe perfecta y gran colega de profesión y de vida.
Hay más expertos que nos han asistido como guías a Mariela y a mí: Fernando Martel Muñoz-Cobos, que lo sabe todo (absolutamente todo, no exagero) sobre aviones en general y sobre el Ilya Muromets en particular, y Eva Calderaro, valenciana y buena amiga, a quien debo una paella en Campanar (quedo aquí comprometida por escrito).
Por otra parte, una novela como esta y escrita por alguien lego en ciencia y medicina como yo no podría haber visto la luz sin el asesoramiento de aquellos a quienes va dedicada.
Por eso, reciban mi gratitud, mi respeto y mi reconocimiento algunos ángeles blancos y buenos de la vida que he tenido la fortuna de conocer:
Mi gran amiga Eva García Perea, doctora en Enfermería, directora del Departamento de Enfermería de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid y coordinadora de la asignatura Cuidados a las Mujeres dentro del máster en Investigación y Cuidados en Poblaciones Vulnerables.
Azucena Pedraz, subdirectora del mismo departamento y profesora de Historia de la Enfermería, que me ha ayudado a afinar las precisiones temporales.
María Teresa Miralles Sangro, creadora de la fundación que lleva su nombre, dedicada al estudio de la evolución de los cuidados y el desarrollo de la enfermería, que tuvo la amabilidad de mostrarme pieza a pieza los tesoros de la colección de su propiedad que se acumulan en las vitrinas del único museo de España dedicado a este oficio.
Victoria Trujillo, de la Asociación Madrileña de Enfermería, que obtuvo su título profesional precisamente en la Fundación Jiménez Díaz, donde hace un siglo se levantaba el Instituto Rubio y la escuela Santa Isabel de Hungría.
Y el doctor en Medicina Carlos Prego, querido amigo y un médico de diagnósticos siempre acertados, que ha donado desinteresadamente sus ideas y su sabiduría a Mariela y que, por su bondad y cariño, ocupa un lugar de honor en el cielo de los ángeles.
Debo asimismo agradecimiento al bisnieto de Cecilio Núñez, el doctor José María Núñez Motilva, que hoy mantiene la llama del apellido encendida en la única farmacia de Ágreda. En ella, un establecimiento moderno y concurrido, me recibió con hospitalidad, me contó anécdotas de su estirpe de científicos y me mostró las joyas de la familia: fotografías antiguas y curiosos tratados de plantas y flores, algunos auténticos incunables.
Sobre ellas, además, he recibido información valiosa y singular de otro amigo entrañable, Javier Roset, conocedor empírico y también ilustrado de la naturaleza soriana.
A todos, mil gracias.
Y a muchos más que no menciono. Ellos saben… aunque todos entienden que, al menos, sí recuerde a dos:
A mi amiga Hannelore Haas, que hace más de veinte años perdió la batalla contra la Bestia, pero sigue viva en muchos corazones, entre ellos el mío.
Y a otra amiga valiente, Inmaculada Trujillo, vencedora en el pulso y, ella sí, capaz hoy de mirar al monstruo a los ojos.
Va por y para ellas.
¿Alguien es capaz de escribir sin que alguien le sostenga los brazos cuando flaquea y le aliente cuando duda? Yo, no. Pero cuento con las mejores manos para que eso no me suceda.
En el viaje de Mariela ha sido vital la ayuda y el ánimo de Palmira Márquez, mi agente literaria de Dos Passos, y, sobre todo, mi amiga, una amiga de verdad a quien le debo gran parte de la fe que hoy pueda tener en mí misma. También se la debo al otro paso de Dos Passos, el sabio poeta Miguel Munárriz (si su prodigiosa memoria algún día archiva la primera frase de Mariela, me hará la escritora más feliz del mundo).
Y todo el apoyo, sin fisuras y siempre con una sonrisa, de mi editora y ya buena amiga Carmen Romero, de Ediciones B y Penguin Random House, y también de Covadonga D’lom, la mejor correctora con la que una novela podría soñar. En ambas, Mariela ha encontrado fuerzas para caminar y, gracias a ellas, suficiente calidad literaria.
Dos últimos, aunque no menores, agradecimientos:
A mi madre, Kety: aunque hace algunos años que emprendió su propio viaje con la Bestia, estoy segura de que le habría gustado ser Mariela.
Y a mi marido, Juma Torregrosa, por darnos a Mariela y a mí una historia de amor eterno. Gracias. Siempre.