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La caricia interrumpida
Fue un paseo largo, muy largo.
Quizá se debió al aroma a azalea y haya, quizás al de las hierbas que encontró en el Tiergarten, quizás al de estiércol de animal, quizás al bramido remoto de las fieras enjauladas, quizás al recuerdo vago y lejano de una vida que ya no volvería a vivir… O quizá no se debiera a nada de todo eso, pero aquella tarde del 3 de enero de 1919, en un parque berlinés, Mariela mantuvo la conversación más extensa e íntima que jamás había mantenido con un hombre. A Yakov Sverdlov le contó con una sinceridad inusual, aún más profunda que la que consiguió desplegar ante él en París, lo que solo había contado a su amiga May Borden.
Le habló de su Moncayo, de las nieves perpetuas en las que había crecido y que eran tan blancas y puras como las nieves que ahora les rodeaban en el parque. Volvió a contarle, con muchos más detalles, de la primera oleada de gripe en la que conoció a la Bestia, de cómo y por qué tuvo que huir de su pueblo, del modo en que llegó a París, a la guerra, a Bélgica, a Alemania, al dolor, a la ignorancia…
Se sintió correspondida. El prohombre ruso también desplegó ante ella las páginas de su vida y algo le dijo que no solía hacerlo con frecuencia. Tal vez fuera la primera ocasión. Tal vez ella estaba siendo objeto de un honor que ignoraba.
Mariela viajó a los paisajes nevados de la Siberia de Dostoievski cuando el camarada Andrei narró cómo había comenzado a serlo: desde la adolescencia, al sufrir las injusticias de un régimen opresor que explotaba hasta la extenuación a sus hombres jóvenes y más tarde los enviaba a una guerra en la que nadie creía, las de un zar hedonista y megalómano empeñado en ir de caza mientras el pueblo se moría de hambre o en las trincheras, las de una familia imperial paranoica más preocupada por las predicciones de un aprovechado llamado Rasputín que en observar y subsanar lo que ocurría en las calles que nunca pisaban… Para rebelarse contra todo eso y contra mucho más, se convirtió en bolchevique. Y, por hacerlo, el régimen le mantuvo encarcelado durante casi toda su vida adulta.
Se aproximaron el uno al otro para hablar en voz baja, nunca se sabía dónde podía haber un oído indiscreto, pero así, gracias a los susurros que todo lo velaban de misterio, mi bisabuela logró imaginar a Yakov apresado, deportado y fugado de sus cárceles sucesivas. No en una ocasión, sino en decenas… una y otra vez, siguiendo el patrón del héroe irreductible que jamás se da por vencido ni se cree prisionero porque sabe que no hay guardianes suficientes para confinarle.
Pudo pintar en su cerebro aquellos presidios, que no estaban protegidos por rejas, sino por hielo y nieve. Pintó al Sverdlov clandestino y exiliado, apresado en parajes remotos a los que ni las lechuzas ni las musarañas siberianas se atrevían a llegar, custodiado por carceleros que sufrían la misma pena que él, rodeados todos de un desierto inabarcable de blancura y silencio.
—El peor castigo es el aislamiento, Mariela. Esa es la razón por la que, desde el momento en que ponía un pie en mi lugar de deportación, ya estaba imaginando cómo podría escapar de él.
Habían pasado suavemente y sin darse cuenta a la intimidad del tuteo.
—Lo entiendo. Yo no he sido encarcelada, pero sé cómo es esa soledad de la que hablas. Me he sentido sola en mi propio pueblo, con los míos, ante los que me vieron nacer. Y entonces yo también sentía la necesidad de escapar, ser libre y volar…
Sverdlov pareció titubear antes de preguntar:
—¿Y nadie te ha acompañado en tu camino…?
Su voz firme trataba de sonar casual. Habían paseado mirándose fijamente, a veces detenidos sin dar un paso, solo midiéndose con sus ojos hermanos. La pregunta llegó cuando los dos estaban erguidos e inmóviles bajo un roble centenario. Mi bisabuela no dudó al contestar. No sintió pudor, porque no se avergonzaba de nada.
—Me amó un buen hombre en España. Murió atropellado cuando aún me esperaba y cuando los dos todavía creíamos que volveríamos a vernos; no conservo de él más que tres besos y un libro de poemas. Después, en Wervik, cometí un error que duró más tiempo y más asaltos hasta que los dos perdimos el combate. No sé si algún día conoceré un tercer amor…
Callaron.
En medio del silencio, un organillo distante entonó una melodía que ella reconoció enseguida: era una balada que había oído en las recepciones de la calle Monsieur, una hermosa pieza dedicada a la Elise de la que al parecer estaba enamorado un huraño compositor llamado Ludwig van Beethoven.
Seguían mirándose en silencio, sabiéndose más cercanos de lo que se habían sentido con otros conocidos de más tiempo, hasta que Sverdlov lo rompió con una sonrisa:
—¿Bailas conmigo, camarada?
Lo preguntó en un impulso, sin darse cuenta de lo que hacía, porque ese hombre jamás, en su corta vida como ser humano libre, había bailado.
Curiosamente, Mariela tampoco… no había tenido tiempo de aprender. Sabía cuáles eran todas las funciones fisiológicas del cuerpo y para qué servía cada una de ellas. Sabía cómo curar sus heridas. Pero no sabía que la música, al igual que los libros, servía para algo más que como medicina del alma.
Y, sin embargo, ambos, sintiéndose activados por espíritus que no eran los suyos, avanzaron sin dudar los dos pasos que les separaban y ensamblaron los cuerpos y las manos como en un rompecabezas perfecto.
Giraron, giraron, giraron… Ya no sonaba el organillo, en el Tiergarten volvía a oírse únicamente el rumor de la copa del roble, pero ellos no lo sabían y seguían girando.
Cuando se detuvieron, él soltó la mano con la que la había dirigido en un baile torpe que quiso parecer un vals aun sin serlo, acarició el rostro de Mariela con el dorso de la suya y sostuvo la palma abierta bajo su mejilla.
El beso fue intenso, húmedo, perfumado, encendido, fresco, sereno… inevitable. Sintieron que era un beso acumulado durante siglos que debía unirles sin alternativa posible en ese momento exacto de sus vidas. No comenzó en los labios. El beso les nació a los dos en el estómago, les subió por la garganta y al final se les enredó en la boca tratando de escapar del laberinto de las entrañas. Fue un beso distinto a todos los besos que mi bisabuela había dado o recibido. Fue el beso de todos los besos.
Después llegó la caricia. También fue una, una sola, una caricia que recorrió el cuerpo entero de Mariela con un estremecimiento de ramas de roble a la brisa del invierno. Una sola caricia, tan larga y tan profunda que dejaba una estría a medida que ella se abría a su paso para allanarle el camino.
Hasta que, inesperada y bruscamente, se alejó de su piel el calor, la caricia se retiró y los dos se separaron.
—Discúlpame, Mariela, no puedo seguir… no puedo mentirte. Estoy casado, tengo tres hijos, dos de ellos con Klavdiya, mi segunda mujer y mi compañera de exilio y cárcel. No somos la pareja perfecta, pero los dos luchamos por una revolución a la que aún acechan muchos peligros. Ese debe ser mi único objetivo, afianzar la nueva Rusia. Me debo a mi pueblo. Lo siento, Mariela, lo siento tanto…
Se alejó de ella y perdió los ojos en el horizonte por el que ya anochecía.
Mariela no respondió, porque, aunque el corazón latía fuerte rebelándose en su pecho, la mente le dio la razón. No en vano tenían ojos hermanos con los que podían entenderse.
Sabía lo que estaba ocurriendo: los dos tenían una misión que cumplir. Él, salvar la Revolución. Ella, derrotar a un monstruo. Nada resultaría más conveniente a la Bestia que un beso de fuego y una caricia interrumpida para apartarla de su camino.
Miró a Sverdlov y sin palabras le agradeció la sinceridad, porque con ella la había devuelto a la realidad… a su realidad. Las hierbas que había acumulado en su bolsa de enfermera eran y debían ser todo su mundo.
Se separaron con una sonrisa triste y solo entonces se dieron cuenta de que la música que les había hecho girar se había detenido hacía mucho mucho tiempo.
Sverdlov no la acompañó al día siguiente al cuartel de la Volksmarinedivision, como le había prometido. Ni siquiera tuvo ocasión de despedirse de ella.
La noche en que regresaron del Tiergarten, Inessa había recibido un telegrama de Moscú. Alexandra Kollontai, ese pilar sobre el que se estaba asentando la segunda revolución soviética que era la revolución femenina, llevaba varios días enferma. Creían que era una afección pulmonar, pero, con el amanecer del nuevo año, su mal culminó en un desenlace preocupante: había sufrido un ataque al corazón y, por tanto, no estaba en disposición de poner en marcha el nuevo Jenotdel, el proyecto estrella del partido bolchevique para el año 1919. Se reclamaba la presencia urgente de Yakov Sverdlov y de Inessa Armand en el Kremlin. Debían partir sin dilación.
Cuando el camarada Andrei se alejó volando de su vida para siempre en el avión de la princesa Shajovskaya, Mariela advirtió que le debía un último agradecimiento.
En sus labios, ella había besado todos sus propios besos para siempre. Gracias a eso, ya sabía cómo era su tercer amor: imposible.