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Una casa de color, música y risa
Días más tarde, el presidente de la República de Francia, Raymond Poincaré, firmaba un decreto en el Consejo de Ministros mediante el cual agregaba el departamento del Sena a la zona de los Ejércitos, lo que equivalía a incluir a la capital en la categoría de zona de guerra. El decreto advertía, para tranquilizar a los ciudadanos, de que la medida era meramente de carácter estratégico, que no modificaba en absoluto las condiciones de la vida pública y que los grandes servicios continuarían funcionando bajo la autoridad de los ministerios de los que dependían.
Como si no hubiera pasado nada por encima de la vida de los parisinos… solo la guerra. Una vez más, la guerra.
Tres días después volvió a no pasar nada, pero en forma de alarmas: saltaron a las once y treinta y nueve minutos de la noche para avisar de la llegada de aviones enemigos que se dirigían a la región de París. Cayeron bombas. La alerta cesó a las doce y treinta y seis. Poco antes, a las cinco de esa tarde, el capitán Marcel Doumer, jefe de una escuadrilla de aeroplanos franceses, moría en combate aéreo; el capitán era el tercer hijo del senador Doumer, amigo de los Borden-Spears, que moría en la contienda.
—Mi querida española —Mary Borden fue en busca de Mariela a la Maison de Madame Clotilde al conocer las noticias—, hasta aquí hemos llegado. ¿Quieres ser enfermera en el frente? Hazlo, pero hazlo viva. Ya sé que has rechazado mi oferta varias veces, pero no voy a permitir que sigas haciéndolo. Te vienes ahora mismo con nosotros. Nuestra casa es enorme y tendrás una habitación para ti sola. Mariela, hazme caso, tienes que salir de Belleville y vivir en un lugar más o menos seguro. Así, además, pasaremos más tiempo juntas para que puedas contarme de ti, y yo, de lo que he vivido, por si te sirve…
Nada podría servirle más que la historia de aquella mujer única, el ofrecimiento era en extremo tentador. El doctor Peset ya había regresado a España y, aunque dejó pagada una semana de alojamiento para ella en Madame Clotilde, Mariela dudaba de que pudiera estirar sus magros ahorros mucho más allá de un mes.
Era el plazo que se había fijado para partir hacia el frente, a alguno de los hospitales de campaña donde el bien más preciado y escaso eran las enfermeras con experiencia. Ella tenía poca experiencia en heridas de guerra, pero mucha en las de la enfermedad y también en las del alma. Y de esas también se muere.
No obstante, recordaba el consejo de May y sabía que no debía precipitarse si quería ser de utilidad. Cualquier cosa que pudiera llegar a aprender de ella sería más valiosa que cien días de batalla. Solo el pundonor de quien no ha nacido en la abundancia la retenía y le hacía dudar. Solo la naturalidad de quien sí ha crecido en ella hizo que triunfara la generosidad.
Así, el último día de junio de 1918, Mariela llegó con una maleta de cuero gastado y un botiquín con hierbas del Moncayo que ya comenzaban a secarse en el número 13 de la calle Monsieur de París.
El hogar de los Borden-Spears era un pequeño oasis, como una mansión solariega de la Normandía trasplantada al corazón de la gran ciudad. Los dos, May y Edward, hicieron de ella su refugio con el único propósito de poder acoger después a todo aquel que lo necesitara.
—Es una casa preciosa pero absurda, ¿verdad, Mariela?
No supo qué responder y solo sonrió mientras miraba extasiada alrededor. A mi bisabuela le gustaban las cosas absurdas, eran las que tenían más sentido para ella.
La casa no daba directamente a la calle. Para acceder a su interior había que atravesar un túnel por debajo del edificio hasta llegar a un patio y después subir por un conjunto de escaleras que desembocaban en un conjunto de habitaciones con vistas a un jardín inserto en un conjunto de jardines. Era una casa de conjuntos.
La estancia que consiguió detener unos segundos la respiración de Mariela fue la biblioteca. Sus paredes estaban pintadas de un verde tan oscuro que hacían del recinto un bosque apacible poblado de bellísimos árboles encuadernados. Algunos eran ejemplares nuevos, muchos de ellos regalados por buenos conocedores de la pareja o adquiridos en viajes anteriores a la guerra. Pero la mayoría eran libros antiguos, con los cantos desportillados y las hojas manoseadas, seguramente comprados uno a uno, escogidos con amor, paso a paso desde el quai Voltaire hasta el de la Tournelle, en los tenderetes de los buquinistas que vendían sus viejos tesoros a las orillas del Sena. Eran libros que olían a vida, rebosaban de vida. Y contaban dos historias, la que narraban sus páginas y la que podía leerse al aspirar su aroma. Esos eran los mejores libros, porque, como mi bisabuela siempre supo, en ellos, en los libros, está todo.
El resto de la casa de los Borden-Spears también desbordaba vida: un secreter lacado en rojo, dos sillones junto a la chimenea, paredes paneladas del color del oro pulido, un piano presidiendo el salón de música, una puerta siempre abierta a un jardín de lilas y al ruiseñor que todos los veranos cantaba junto a la ventana… Era una casa de conjuntos llenos de color, de música y de risa. Así la describió la propia May. Ese, añadió, iba a ser el nuevo hogar de Mariela.
Al tomar conciencia de ello, mi bisabuela se dejó abatir por un minuto de vacilación. ¿Tenía derecho? Tras una lucha a muerte con la Bestia y otra más encarnizada con la sinrazón de la ignorancia, en medio de la guerra y mientras las bombas sobrevolaban ese cielo que desde la calle Monsieur solo parecía una apacible bóveda azul, ¿tenía ella derecho a ser feliz? ¿Merecía vivir en una casa de color, música y risa cuando todo lo demás era gris, gemido y llanto?
Después se acordó del doctor Núñez y de su sabia dedicatoria: «Pensar es sufrir». ¿Dejaría ella de pensar por el mero hecho de dormir en aquella casa? Imposible. Nunca olvidaría a Yvonne, ni a Pepe, ni a su querido padre, ni a Cristovalina, ni a Angelines, ni a Jano, ni a doña Socorro, ni al doctor Peset… No olvidaría jamás todo lo que había dejado atrás pero lo llevaba siempre consigo. Como tampoco olvidaría lo que aún no había conocido: el Rugido al que todavía no había hecho frente, aquellos a quienes pudiera salvar o aquellos que quizás algún día morirían agarrados a su mano.
Eso se prometió a sí misma y al ruiseñor. No, ella nunca dejaría de pensar, luego siempre sufriría, ya fuera en la quietud de una casa en la margen izquierda o en las trincheras que, solo unos kilómetros al este, aguardaban su llegada.
No es que a mi bisabuela le gustara sufrir. Es que le había tocado vivir uno de los periodos de mayor sufrimiento en el mundo y nada de lo que se prodigara en él le era ajeno. De modo que asintió para sus adentros: puedo ser feliz un instante, sí, porque lo importante es pensar. Pensar y no olvidar durante el resto del tiempo. Jamás.