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Cartas ganadoras
Lo que no habían borrado las casi trece horas que duró el viaje lo borró el viento de su sierra. Bastó una bocanada de Moncayo para limpiarle el último vestigio de la Bestia: su hedor se desvaneció en el aire cuando descendió del Ford T de Berdol, que se había hecho con el único vehículo motorizado para pasajeros de toda la comarca. El hijo de Cristovalina fue a recogerla a la estación del Norte de Zaragoza y, aunque lo agradeció, eso la preocupó aún más. Había prisa por llevarla ante Chuanibert. De otra forma, ni la misma ira de Satán desatada por boca de su madre habría conseguido mover al perezoso de Berdol.
—Tu padre está muy malico, Mariela, mucho mucho.
Berdol parecía seriamente preocupado.
—¿Hay más gente como él en el pueblo?
—No, que yo sepa. Estuvo hace cinco días en la Feria de Hortelanía de Zamora, que no era para menos porque este año le ha salido una lechuga crispilla que está para ganar concursos. Tan contento estaba con el éxito, que a la vuelta invitó a todos a vino en la partida de mus. Llenica estaba la taberna, qué bien lo pasamos.
—¿Y cuándo notasteis algo raro?
—Empezó a ponerse coloracho dos días después, parecía una hoja de papel. Mi madre le chilló bien, bandarra, menuda melopea la del otro día que aún te dura, quién te mandaría. Pero él no le entró como el toro al trapo, lo mismo que siempre, solo dijo que se moría de cansancio, ya le conoces, sin un clamido, ni un ay le salió de la boca. Después pasó del blanco del papel al morado de la uva, y ahora está esganguillado como una mesa desencolada, con modorrera todo el tiempo y ardiendo como una pira.
Lo había descrito a la perfección.
Chuanibert parecía hundido en el colchón. Sembrado en él, solo le asomaba la cara y las manos cianóticas, y un estertor que parecía brotar de las entrañas del inframundo.
Mariela se acercó y le acarició levemente, casi rozándole solo con el calor de la mano y no con la piel.
Al hacerlo, mil recuerdos se le amontonaron ante los ojos. El perfil que sobresalía de la cama era el perfil de su infancia. En él volvió a ver la sonrisa permanente del padre que, incluso cuando quería parecer estricto ante una niña traviesa, no conseguía borrarla de la mirada. Vio de nuevo el perfil de un ave rapaz vigilante, siempre vigilante para que a ella no la envolviera más que la felicidad. Lo vio otra vez lloroso, anegado en tanta dosis de añoranza como de orgullo, cuando la despidió en el tren que la llevaría de Zaragoza a Madrid…
Y allí volvía a verlo por primera vez desde entonces, pero en esa ocasión acunado en el regazo de su peor enemiga.
Porque era ella, sin duda alguna. La Bestia estaba en aquella casa: el olor había regresado.
Pero Mariela estaba dispuesta a disputar con uñas y dientes la revancha que le proponía. Ahora ella era fuerte, ya no estaba triste y el monstruo aún se recuperaba de su último revés.
Mi bisabuela tenía más cartas ganadoras y sabía cómo jugarlas.
—Todo el mundo fuera de la casa. Tú no, Cristovalina, tú aquí conmigo, pero siempre con guantes y mascarilla.
Le examinó detenidamente y supo que no iba a ser fácil. Su piel azul, el olor, la respiración, esa respiración… había algo más que la Bestia dentro de él. Entendió enseguida que al monstruo le había salido un aliado que no por esperado dejaba de ser lo más oportuno que podría encontrar para sus intereses.
—Esto ya lo he vivido yo en Madrid, Lina, es una gripe muy peligrosa, la llaman la enfermedad de moda, fíjate si la tendrá gente. Pero a mi padre se le ha complicado con un efecto secundario que solo he visto una vez en otro enfermo. ¿Podría llevarte Berdol a Tarazona para comprar algunas cosas que no he traído yo?
Ya estaban madre e hijo en la carretera antes de que Mariela terminara de hablar.
Tardaron una hora. La hora más larga que padre e hija vivieron juntos en sus vidas.