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La mirada vacía
La nueva batalla del Marne se había saldado con el repliegue alemán; no obstante, el hospital, aún lleno de heridos y convalecientes, debía seguir en funcionamiento. Además, continuaban llegando soldados.
En las siguientes semanas recibieron a varios hocicos rotos, ya para siempre enrolados en un ejército de miles de rostros desfigurados que quedaron marcados como ganado; muchos, con una larga vida por delante para sufrir su deformidad, como el adolescente que fue reconstruido en el hospital de París donde conoció a Clara. También pechos hundidos por la metralla, decenas de piernas y brazos amputados, pieles ulceradas por el gas, genitales mutilados, más pies de trincheras y cientos de mentes enfermas que habían naufragado en medio del oleaje.
Había británicos, belgas, franceses, norteamericanos y también prisioneros austriacos y alemanes muy maltrechos que precisaban ser atendidos como seres humanos antes de pasar a convertirse en botines bélicos.
Ese desfile, pensó Mariela, era el verdadero desfile militar y también el único que jamás vería pasear triunfante por las calles de las capitales de las potencias vencedoras. Fueran cuales fueran.
Mi bisabuela y el doctor Dumont los cuidaron a todos como pudieron y con las fuerzas que les quedaban. Nunca más volvieron a necesitarse para llenar su vacío, incluso se trataron de usted nuevamente, aunque alguna que otra vez siguieron compartiendo los Camel de otros estuches metálicos.
Cuando oyeron los gritos, estaban los dos fumando en silencio a las puertas del hospital. Era el primer descanso que tomaban en las últimas cuarenta y cinco horas y creyeron que eran víctimas de las alucinaciones del agotamiento. Pero los gritos eran reales. Un soldado americano empuñaba un arma y amenazaba a todos, personal sanitario y pacientes, mientras chillaba en inglés:
—¡Que calle el silbato, decidle que pare! No puedo más, no puedo… Si no se calla, os mato a todos. O me mato yo, mirad, así… —El cañón de la pistola apuntaba alternativamente a los camastros repletos de hombres y a su sien, donde dejaba dibujada en rojo la circunferencia de su boca.
—Os mato, juro que os mato. ¡Que calle ese puto silbato, por Dios, que calle…!
Las enfermeras y los médicos habían formado un círculo a su alrededor a una distancia prudencial mientras le pedían que se calmase. Cuando Mariela entró en el hospital no se detuvo ni respetó el círculo. Se dirigió directamente al soldado y le puso una mano en el hombro:
—Ya está bien, Jimmy. ¿Qué haces, idiota? Esto es una tontería, dame la pistola.
Para sorpresa de todos, Jimmy obedeció. Cedió sumiso el arma a mi bisabuela y se puso a llorar como un bebé.
Jimmy Owen padecía una enfermedad que aún no tenía nombre, pero que Mariela había visto ya en un buen número de soldados. Una enfermedad sin nombre, sin reconocimiento y, sobre todo, sin comprensión.
—Estás cansado, solo eso, Jimmy, ven, siéntate conmigo y cuéntame qué te pasa.
—Oigo el silbato, señorita, a todas horas, y tengo mucho miedo. No quiero salir de la trinchera.
—Ya no estás en la trinchera, muchacho. Estás en un hospital y yo soy tu enfermera, ¿no te acuerdas de mí? ¿Qué silbato es ese del que hablas?
Se lo explicó en un relato deshilvanado, pero Mariela creyó entenderlo.
Durante la batalla, los soldados aguardaban en tensión dentro de las trincheras, de unos dos metros de alto, sin poder ver lo que estaba ocurriendo fuera de ellas. Cada vez que sonaba un silbato, debían salir del agujero y saltar al exterior, a la tormenta de fuego enemigo que les aguardaba. Todos reptaban, después se erguían, disparaban, caían los compañeros, volaban piernas y brazos, seguían disparando, mataban, morían, regresaban y volvían a esconderse. Así, un día tras otro. Siempre que alguien tocaba el silbato, sabían que les estaba llamando a lanzarse de nuevo al infierno. Muchos de aquellos a los que el caprichoso azar de la ruleta rusa permitía retornar enteros a la trinchera lo hacían sonámbulos, muertos de pánico y con la mirada vacía.
Años después, al pintor británico Thomas Lea se le ocurrió llamarla «la mirada de las mil yardas», porque a algo menos de un kilómetro estaba la trinchera enemiga, la fuente de todas las pesadillas.
Jimmy entró en el hospital de campaña con lesiones menores y esa misma mirada vacía. Tenía la piel abrasada por los piojos y por el cresol que él y sus compañeros se habían aplicado para combatirlos, aunque Jimmy había cometido un error adicional: creyó que se había librado de los insectos, de forma que dio la vuelta a la casaca y se la puso del revés, pensando que de esa forma vestía una prenda nueva libre de plagas, cuando, en realidad, solo estaba dando cobijo a los huevos restantes en el calor de su cuerpo.
Llegó hasta la Cruz Roja en carne viva y con fiebre alta. Sin embargo, Mariela supo desde el primer momento que el mal no lo llevaba Jimmy en la piel sino en el espíritu, por eso no lo perdió de vista. Y por eso reconoció enseguida el brote neurótico que más tarde o más temprano habría de llegar cuando lo vio apuntar con una pistola a los enfermos del hospital.
—Debes reponerte enseguida, no puedes seguir así. Mira, nadie mejor que yo entiende por lo que estás pasando. Estás aterrado, cansado, tienes pesadillas, te espanta regresar ahí fuera, a esa locura que ya nadie entiende ni nadie comparte porque esto no es más que un festín de sangre en el que todos sois corderos enviados a un matadero sinsentido… y vive Dios que espero que nadie nos esté oyendo porque blasfemar contra la santa ley de la guerra tiene una dura penitencia.
Jimmy la miraba y, cuando lo hacía, los ojos renunciaban a encontrar un punto a mil yardas de distancia y parecían llenarse de algo que podía ser llamado vida.
—Pero ahora quien corre peligro eres tú. Me han contado de casos como el tuyo. A algunos soldados paralizados por el terror que no fueron capaces de volver al frente se les consideró desertores. Ya sabes lo que eso significa: consejo de guerra y posiblemente fusilamiento. Jimmy, tienes que sobreponerte…
—No puedo, señorita. Prefiero que me fusilen. He traicionado a todos, a mi país, a mi bandera, a mi padre… He dejado de ser un patriota, pero no puedo volver a la trinchera, no puedo. Pasé tres noches abrazado a Pierre, hablándole de mi granja sin darme cuenta de que llevaba cuatro muerto. Han muerto todos. Si vuelvo, ni siquiera quedará quien abrace mi cadáver. Tengo pesadillas con eso y no sé si estoy soñando o estoy despierto. No puedo volver, le juro que no puedo. Que me fusilen. Eso es lo que quiero, morir. Quiero morir, señorita, necesito morir…
Pero Jimmy no iba a morir porque Mariela había decidido en ese mismo momento que no moriría. Jimmy iba a volver a Kansas e iba a volver a arar los campos de maíz de su padre. Jimmy tenía derecho a padecer miedo y angustia. Jimmy estaba autorizado a sucumbir al desamparo, porque en él le habían abandonado quienes le arrojaron al campo de batalla para pelear por nada, por nadie. Jimmy no era un traidor, era una víctima. Una víctima de la mentira y del disparate.
Así que ella estaba dispuesta a rescatarle, al menos uno entre los millones de hombres que quedaron hundidos en el cenagal de una tierra que no era la suya. Le iba a salvar del auto de fe, como Joan Peset la salvó a ella del suyo en el Moncayo.
Llegaron enfermeras nuevas al hospital, así que dejó de ser imprescindible. Dijo que la reclamaban en la capital.
Dos días más tarde, con ayuda de Bertrand, Jimmy y ella consiguieron viajar en una ambulancia motorizada hasta un puesto de auxilio cercano a París. Vestidos de civiles, anduvieron varios kilómetros hasta que llegaron a la estación del Este.
Allí les esperaba Mary Borden. Mariela le entregó un sobre, May le dio un paquete atado que ella metió en la maleta y ambas se abrazaron largo rato.
—Ten cuidado, amiga. Aún le haces falta a mucha gente.
—Lo tendré, May. Y volveré. Dile al ruiseñor que me espere…
Después del cuarto abrazo, se separaron. Jimmy y mi bisabuela tomaron un tren que se dirigía a Brest, de donde en unos días iba a zarpar el buque SS Leviathan con destino a Nueva York.
Mariela estaba ayudando a un desertor, aunque no era lo que sentía. Lo que realmente sentía era que estaba ayudando a un pobre campesino americano, sin más horizonte que un campo de maíz labrado en paz, a recuperar su vida, la que nunca debieron arrebatarle.
Sentía que le estaba sacando del barro, porque el auténtico monstruo de esa guerra era el barro.
Y el barro ruge. El barro es el Rugido.