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El niño que tenía que crecer
Aquella tarde Pepe y Mariela salieron taciturnos del Café del Oro, en la esquina donde el aire aún era puro. Miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que Madrid se había convertido en una ciudad triste. Triste y desorientada, porque sus habitantes habían perdido el único agarradero que les quedaba para olvidar la miseria: el calor humano, el sufrimiento compartido. Estaban prohibidas las reuniones numerosas, solo podían acudir un máximo de cinco personas a los entierros, se redujeron considerablemente los actos públicos en teatros, en salas de baile, incluso en celebraciones religiosas. Únicamente, estaba permitido respirar, pero lo más lejos posible del prójimo y, para quien lo pudiera pagar, preferiblemente con mascarilla.
Esa tarde, en la puerta del café y contraviniendo todas las normas de la profilaxis y del sentido común que ambos conocían bien, se dieron el primer beso. Fue un beso de pena, un beso de amor afligido que permitió al rictus de sus bocas abrirse en algo que recordaba a una sonrisa.
Él la acompañó hasta la puerta de la casa de huéspedes, volvió a besarla y ella le prometió que esa noche no saldría de ronda a visitar a sus enfermos. Se le habían multiplicado a tal grado que a Mariela le faltaban horas y últimamente corazón para atenderlos a todos. Pero no cumplió su promesa.
En realidad, técnicamente sí lo hizo, porque salir no salió. Alguien la esperaba en el interior del portal.
Hacía semanas que, después de mucho buscar, Angelines había logrado encontrar a una enfermera que, según una vecina a cuyo hijo había curado de sarna, era la misma reencarnación de la Virgen de Lourdes, y desde ese momento no había dejado de cobijarse bajo su sombra. La seguía en sus incursiones nocturnas, le sostenía la bolsa de hierbas, mendigaba un céntimo de su caridad solo si lo necesitaba… pero siempre en silencio cerca de aquel ángel blanco, para que la ayudara a esquivar a la parca por si venía a arrebatarle a su hijo.
Y la parca llegó. Fue aquella noche.
Angelines la vio encarnada en el rostro del niño y se la mostró entre lágrimas a Mariela en el portal.
—Es el Jano, señá Mariela, que tié la Cucaracha, que me se muere el niño…
El crío era una bola de fuego. Angelines tenía razón, se le moría el niño. Allí estaba la Bestia.
—Espérame aquí, subo a por mi bolsa y bajo enseguida. Escóndete y procura que no te vea nadie.
Con la praxis comienza todo, eso le habían enseñado a mi bisabuela en la escuela y eso había comprobado cada día de su estancia en Madrid. Había administrado tantas hierbas a tantos enfermos de gripe últimamente, que estaba empezando a discernir la efectividad de cada una de ellas y a distinguir cómo y cuándo convenía aplicarlas en según qué estadio de la enfermedad.
La Bestia no solía devorar niños, pero los días en que tenía hambre nadie estaba a salvo de sus fauces. Esa vez, la dentellada feroz se había clavado en el pequeño amoratado que se convulsionaba en el portal de Mariela.
Con mano indecisa, aplicó a la criatura la receta que ya iba perfilándose en su cabeza como la panacea adecuada. Lo hizo como quien come su última cena o apura el cáliz final. En sus dedos estaba la vida, pero también la muerte. Se hundía bajo el peso de su inmenso poder, se sentía minúscula ante un monstruo descomunal.
Le habría gustado recordar entonces alguno de los rezos que le había enseñado Cristovalina… pero en su mente solo cabía el eco de los estertores del niño.
Pasó la noche junto a Jano y Angelines, acurrucada con ellos en el portal y sin quitar los ojos del bultito que agonizaba en los brazos de su madre.
Mariela la observó: era apenas una cría, quizás algo mayor que su pupila Xara, pero aquella noche se había convertido de golpe en una anciana. Quizá para no oír los jadeos del niño que era toda su vida, le contó a Mariela cómo la había vivido desde que supo que iba a tenerlo. Era una triste vida de miseria y abandono cuyo final ninguna de las dos sabía todavía si iba a ser feliz.
A Angelines la preñó su padrastro, un borracho maléfico que, cada vez que daba una paliza a su madre, tenía una erección que solo encontraba reposo en el cuerpo de su hijastra adolescente. Cuando ya no era posible ocultar el embarazo, el maléfico la echó de la casa por descarada, por sucia y por puta. Faltaba muy poco para que saliera de cuentas, lo supo mientras deambulaba perdida, con solo quince años en su espalda y una bola de tres kilos en el vientre, por los alrededores de la calle Embajadores. Allí parió una noche, sola y aterrada. Cortó con sus propios dientes el cordón umbilical, arropó al niño con harapos y lo alimentó como pudo hasta el amanecer. Entonces, a la primera luz del alba, dio la vuelta al caserón del Colegio de la Paz junto a cuyo muro había nacido Jano. Sabía dónde estaba y sabía por qué estaba allí; era el edificio de la Inclusa de Madrid.
Colocó al cuello del niño una medallita de la Milagrosa y lo depositó en el torno en el que estaba acordado que todo aquel dispuesto a abandonar a su bebé debía dejarlo para mantener el anonimato. Pero cuando lo vio desaparecer por el artilugio e imaginó que otras manos lo acunarían y otros pechos lo amamantarían, algo se le oscureció dentro. De qué forma consiguió que la admitieran en la Inclusa como ama de cría era algo que no recordaba. Cómo encontró y reconoció a Jano entre miles de niños menesterosos, roñosos, desnutridos y sifilíticos… ni siquiera lo sabía. Cómo salió una noche de la Inclusa con su hijo escondido bajo las ropas, bien apretado contra su vientre, simulando ante los guardas que llevaba a un niño dentro de la tripa en lugar de pegado a ella por fuera y sujeto en un atadijo… entonces le parecía un sueño.
Pero allí estaban los dos aquella noche, Angelines abrazando a un bultito que solo emitía silbidos de agonía y rogando a la Milagrosa que, si a alguien tenía que llevarse la gripe, fuera a ella y que lo hiciera enseguida, cuanto antes, que no le importaba ya porque ese ángel blanco que tenía al lado cuidaría sin dudarlo de su pequeño para que este jamás tuviera que regresar a la Inclusa.
Sin embargo, no fue necesario porque, ya de madrugada, el bultito comenzó a respirar sin silbidos; después, dejó de agitarse, y cuando amaneció, dormía plácidamente.
Quizá fuera porque a la Bestia le costaba mascar carne demasiado tierna, quizá porque mi bisabuela había encontrado al fin la dosis precisa de las hierbas exactas, quizá porque el monstruo había elegido ya su siguiente víctima y la tenía al lado, quizá porque esa noche se cerraba una lunación completa…
Quizá por todo o por nada, o porque no había llegado su hora, o porque el niño que escapó de la Inclusa y de la gripe tenía que crecer, y salir del barro, y estudiar, y convertirse en Alejandro, y un día abandonar su país, y cruzar un océano, y conseguir una plaza en un hospital de Nueva York, y desde allí alzar la voz junto al exilio y contra la dictadura que les había cercenado la voz, y gritar que él había nacido en otro momento también sombrío, el de la peor epidemia conocida por el mundo, y gritar que, siendo tan pequeño que apenas podía recordar, conservaba intacta en la memoria la imagen etérea de un ángel blanco que le arrancó de las zarpas del monstruo, y gritar que gracias a ella estaba vivo, y que gracias a ella podía gritar, y que gracias a ella había vuelto con su grito a España, y que gracias a ella ahora le gritaba a la cara a otro monstruo, y que gracias a ella pudo llevar su último grito de libertad hasta una tapia de fusilamiento…
Fue por todo eso y por muchas más cosas, algunas fundamentales para mi propia vida, pero Mariela nunca lo supo. Tan solo que había rescatado a un niño a la entrada misma del infierno. Y que la prueba que hizo con él podría servirle para salvar a otros.