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Domingo 2 de marzo
La mano en la que cabe una vida
A la mañana siguiente desayunó café.
Mientras lo bebía en silencio y contemplaba el Zagorodni desde el dormitorio de la camarada Kuznetsova, mi bisabuela volvió a preguntarse cómo había llegado ella hasta allí… cómo una antigua enemiga de muy muy antigua memoria, una Bestia vieja y tal vez milenaria, resucitada ahora para comerse el mundo, la había conducido hasta ese lugar. Se lo preguntó mirando por una ventana nueva desde la que podía ver un parque nuevo con plantas nuevas y, sobre todo, con un sentimiento nuevo y desconocido ensanchándole el corazón.
Después dirigió sus grandes, brunos y dispares ojos hacia otros cerrados y puede que hermanados con los suyos para siempre, que dormían en la cama de un apartamento humilde en las entrañas de Jarkov. Junto a él, una almohada que aún conservaba el hueco de la cabeza de mi bisabuela. Y a su alrededor, un aroma distinto que no era ni se parecía al putrefacto de la Bestia: uno fragante que no había olido antes y que aún no tenía nombre para ella.
Y se preguntó por enésima vez en su camino: ¿cómo había llegado ella hasta allí?
—¿Cómo te ha tratado mi país desde que dejaste Alemania, Mariela? —quiso saber Sverdlov unas horas antes, durante la primera taza de café.
Mi bisabuela volvió a comparar su voz de barítono con un aria de Massenet. A ella le gustaba la ópera, ya fuera hablada o cantada, y también le gustaba el café, que la noche del sábado, después de la sesión del congreso en la que se reencontraron, saboreó con deleite en el minúsculo hogar de Sveta Kuznetsova.
Tanto lo saboreó que, a la segunda taza, creyó elevarse un palmo por encima de la silla de enea en la que estaba sentada. Y tanto se elevó, que comenzó a perder el poco miedo que tenía a las represalias del aparato revolucionario y, al fin, le contestó.
—Si me preguntas cómo me han tratado las mujeres con las que he convivido en Moscú, creo que nunca me he sentido tan querida y protegida como con ellas, excepto cuando vivía con May Borden.
Sverdlov la escuchaba en silencio. Seguía sin apartar los ojos de los suyos y los volvió aún más incisivos cuando se inclinó un poco hacia delante. Le ofreció un cigarrillo. Mariela aceptó y, con él, lo que interpretó como una invitación a continuar.
—Pero si me preguntas cómo me ha tratado la Revolución, prefiero que me contestes tú. Llegué persiguiendo a una Bestia y parece que aquí he encontrado más de una…
El hombre se echó a reír.
—Vaya, ¿acaso la Revolución es otra Bestia para ti?
—No sé, aún no me he parado a calificarla, no he tenido tiempo. Desde luego, lo que sí sé es que no puede ser buena si el solo hecho de que yo me haga preguntas sirve para que me desterréis en lugar de, sencillamente, responderlas. Y me temo que a otros que estuvieron antes en mi lugar les han debido pasar cosas peores.
Esta vez fue ella quien se inclinó hacia delante interrogándole con la mirada. Sverdlov dejó de reír.
—Pues mira —prosiguió temerariamente mi bisabuela—, aun a riesgo de que esas cosas peores me ocurran a mí, voy a decirte lo que pienso y, de paso, te contesto. Sabes mejor que nadie que he vivido la revolución en Alemania y que allí fue donde empezó a cautivarme. Karl, Rosa, Clara… ellos consiguieron que llegara a creer un poco en vuestros ideales, esos que compartís aunque, ahora lo sé, no todos…
—Los verdaderos revolucionarios creemos en lo mismo.
—Tú y yo sabemos que no es así, porque aún no he encontrado a dos que piensen igual.
Él volvió a reír y ella continuó:
—Voy a dejarte esto claro antes de seguir: me cautivó la Revolución porque yo quiero lo mismo que vosotros, que todo sea de todos y que esté bien repartido, que no pequen unos de gula a costa de que otros mueran de hambre, que seamos iguales, compañeros o camaradas, pero que lo seamos de verdad. Yo también creo en vuestro lema, ese que gritabais hace un año frente al Palacio de Invierno, ¿no se llamaba así?, algo parecido a «pan, paz y tierra para todos», no sé si en este orden…
Sverdlov asintió fumando, aunque esta vez no habló.
—Claro que creo en esa revolución vuestra, claro que yo también quiero pan, paz y tierra. Y que no haya Bestia. Y nunca más una guerra. Y que todos trabajen y contribuyan a la prosperidad de su pueblo. Y, sobre todas las cosas y desde lo más profundo de mi corazón, que nadie humille a las mujeres y que todos, vosotros y nosotras, seamos de verdad iguales, como también lo quieren todas esas amigas revolucionarias maravillosas a las que he conocido en Moscú.
—Entonces crees en la Revolución…
—Creo en ellas y en todo eso, e incluso os concedo algo de razón en que los Estados, o los gobiernos, o los que manden deberían sufragar el bienestar de su pueblo y supervisar que el reparto y la emancipación sean equitativos… ¿Comedores, guarderías, lavanderías y limpieza doméstica a cargo de las arcas públicas y para todos por igual? ¡Ideas magníficas, extraordinarias, brillantes! No me parece descabellado que un orden superior organice parte de la vida cotidiana de la gente si es para mejorarla. Pero también creo lo mismo que creía antes de conoceros y mientras la guerra me enloquecía con su aullido: que no hay causa que sea buena si esta cuesta un solo ser humano. Ni tampoco si cuesta su libertad y su dignidad. Es que, si ese es el precio a pagar, nunca habrá una liberación real de la mujer ni del proletariado ni de nadie… en ningún lugar. Eso es en lo que yo creo.
—Idealizas la libertad. Como dice el camarada Lenin, ese es un don tan precioso que debe ser racionado.
—¡Exactamente lo mismo que decían los burgueses contra los que lucháis cuando se declararon la guerra los unos a los otros en Europa!
—Estás equivocada, nosotros no somos como los burgueses ni la Revolución es como la guerra.
—¿Y en qué os diferenciáis? Permíteme que te diga algo: yo no he visto pan en las calles de Moscú ni en las de Jarkov, que está bajo vuestro mando. Tampoco he visto paz, porque, además de otra guerra, y esta entre vosotros mismos, lo que sí veo es miedo a pensar y a hablar. Así que ahora deja que sea yo quien te pregunte: ¿hay algo más que no haya visto aún en tu país y en tu Revolución y que me horrorizará cuando lo descubra?
Se les acabaron los cigarrillos. Y, al parecer, al camarada Andrei también las palabras.
Ante su silencio, tan profundo y denso como sus ojos, Mariela sintió por primera vez algo muy diferente a lo que experimentó en el Tiergarten. Ahora, en Jarkov, lo que sentía era miedo. Se había extralimitado. ¿Por qué no había recordado a tiempo las palabras sabias de Alexandra Kollontai? ¿Por qué era impulsiva, irreflexiva, catarata en lugar de río, tormenta en lugar de lluvia, relámpago en lugar de candil…? ¿Por qué no se había limitado a hablar de sentimientos en lugar de ideas?
Siempre le había ocurrido lo mismo, desde Trasmoz a Jarkov.
Solo que esta vez el precio podría ser demasiado alto.
Yakov Sverdlov tenía una formidable mente resolutiva, eso le dijeron y eso recordó de nuevo Mariela cuando le vio levantarse de su silla, pasear por la habitación apurando el último cigarrillo y hacerlo con los ojos perdidos en pensamientos que ella ni siquiera podía vislumbrar.
—Ya —dijo cuando se detuvo de pie ante mi bisabuela.
No pudo evitar un escalofrío al escuchar esa palabra: ¿significaba que Mariela era un problema y que el camarada Andrei acababa de encontrar el modo de resolverlo? Sí, exactamente eso era lo que significaba. Acto seguido, supo por qué.
—Querida Mariela, no sabes cuánto agradezco lo que dices. La tuya es la voz que necesita la Revolución. Los burgueses y la Iglesia llaman conciencia a esa voz, pero lo hacen para acallar al pueblo y conseguir que solo ellos puedan hablar. Tu voz no es la voz de la conciencia, sino la voz de la razón, y nos hace mucha falta oírla a quienes quizá nos hemos dejado llevar por la tromba que nos ha arrastrado a todos en el último año. Rusia ha vivido en el ojo de un huracán desde que comenzó la Gran Guerra europea. Afortunadamente, el pueblo consiguió rebelarse contra la monarquía opresora para detener esa guerra y, desde entonces, hemos debido tomar muchas decisiones difíciles de comprender y también de poner en práctica. La más dolorosa ha sido la lucha contra los enemigos internos, contra camaradas que lucharon a nuestro lado, pero que después trataron de destruirnos desde dentro. Esa ha sido la más desgarradora, pero también la más necesaria. La lepra nace en el interior y, cuando ya se extiende a la piel, el enfermo está desahuciado. Nosotros no pudimos ni quisimos permitirlo y por eso debimos endurecer el puño antes de descargarlo sobre los traidores. La Revolución era lo primero y debíamos sostenerla…
—Te refieres a la idea bolchevique de la Revolución, claro.
—Si tratas de recordarme que entre nuestras filas también había socialrevolucionarios, mencheviques, comunistas de izquierdas, anarquistas, radicales… sí. Ellos decían ser revolucionarios, pero, en realidad, no eran más que la lepra intestina que tuvimos que arrancar cuando solo era una larva. Fue necesario, camarada, tú también lo habrías entendido si lo hubieras presenciado. La unidad de acción, todos como un bloque monolítico caminando hacia un mismo destino, sin fisuras ni divergencias… eso es lo que diferencia a una simple revuelta de una revolución. Nosotros queríamos hacer una revolución y que fuera duradera y triunfante. Lo seguimos queriendo.
Continuó paseando por el cuartucho y bebiendo café.
—Dicho todo esto, querida Mariela, voy a confesarte que creo que estás en lo cierto, que en algún momento tendremos que hacer un alto en el camino y revisar nuestra política de control y extirpación de los traidores. Solo discrepo contigo en una cosa: yo creo que aún no ha llegado ese momento. Puede que tú no lo hayas visto por ti misma, pero te recuerdo que Rusia está en guerra. Queremos lograr la unión con todas las repúblicas hermanas, como esta de Ucrania, hasta que formemos un mundo nuevo de repúblicas soviéticas en el que la Revolución reine y encauce las vidas de todos hacia el progreso y la emancipación. Sin embargo, eso requiere que el pueblo se sacrifique, y aún queda mucho sacrificio que hacer por delante…
—Pero ¿os gustará lo que consigáis con ese sacrificio?
—Tendrá que gustarnos. No es posible que tanto esfuerzo haya sido en balde.
—Y mientras tanto, no se podrá usar la razón…
—Claro que sí, pero dirigida hacia un bien común.
—Porque el sueño de la razón produce monstruos…
—No te entiendo.
—Ya lo sé, perdona, es el título del dibujo de Goya, un pintor de mi país, que vi en un libro.
—«El sueño de la razón produce monstruos». Podría ser un buen lema bolchevique.
—No. Al menos, no en el sentido en el que seguramente lo usaríais vosotros.
—Lo único real es que nuestro esfuerzo dará a luz un nuevo mundo.
—Pero ¿merece la pena tanto sufrimiento del pueblo hasta que se afiance completamente la Revolución?
—Lo merecerá.
—¿Y si nunca conseguís que se afiance?
—Lo haremos. Muchos hemos empeñado la vida en ello.
—¿Y si esa vida os la arrebata la Bestia? Nada le favorece más que el silencio que tanto os gusta.
—En ese caso —sonrió—, te tenemos a ti para luchar contra ella.
—Pero yo no pienso dejar de hacer preguntas.
—Y nosotros contestaremos a las que creamos que debemos contestar.
—¿Pero me queréis así, preguntando, en vuestra Revolución, o me vais a expulsar de ella como me habéis expulsado de Moscú?
Mariela también se había puesto en pie durante el último duelo verbal y ambos, a medida que hablaban, se iban acercando el uno al otro como hicieron un mes antes bajo un roble centenario. Poco a poco, en sus cabezas comenzó a sonar de nuevo un tintineo de organillo.
Sverdlov respondió susurrando y lo hizo al ritmo de la melodía imaginaria:
—No sé qué pensará la Revolución, pero yo sí te quiero así… junto a mí.
Y ya no hubo freno.
Terminaron de pagarse la deuda contraída en Berlín. Se la debían el uno al otro.
Esa misma noche mi bisabuela lo entendió todo. Aquella mano que estaba completando una caricia interrumpida era la última parada de un viaje interminable y en ella, irremediablemente, iba a caber su vida entera.