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La selva en medio del páramo

La tarde del 1 de diciembre no le oyó llegar.

Ella acababa de terminar un posado y guardaba con cuidado el cloché mientras meditaba sobre su propio caos.

La mente produce asociaciones asombrosas. Una de ellas sucedió entonces: había pasado la tarde mirando a los ojos de Otto, que iban de su figura al lienzo y del lienzo a su figura, cuando otros ojos de distinto tamaño, dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, tomaron al asalto su cerebro. Aquellos ojos…

Aquellos ojos le habían desnudado el alma en París como ahora los de un pintor prisionero trataban de captarla con su paleta de acuarelas. Mariela cerró los suyos al recordar los de un revolucionario ruso y no los abrió ni tan siquiera cuando Otto la tocó por primera vez.

Lo hizo sigiloso, sin anunciarse ni pedir permiso. La abrazó por la espalda, tomándola por la cintura, y le acarició la mejilla con la de él. El contacto fue una sacudida, una descarga eléctrica que le dejó el corazón oscilando. Todo su cuerpo se tambaleó con la vibración. Y después se desató el caos.

No fue como en el hospital de campaña de Reims con el doctor Dumont. Mariela no solo sabía ya que no estaba hueca, sino que era capaz de desbordarse. Lo de Wervik fue diferente, algo animal, solo instinto, la selva en medio de un páramo. Desde el primer roce, ambos supieron que el uno iba a ser para el otro una necesidad esencial: la de la supervivencia.

La primera vez que temblaron juntos lo hicieron hasta partirse por dentro. No fueron uno… fueron dos, fueron cuatro, fueron miles. Ninguno habló, tan solo gimieron. No sabían si habría vida después de la guerra porque ni siquiera sabían si quedaba vida en el mundo. No buscaban consuelo, ninguno lo precisaba ya, habían aprendido a vivir cada uno con su amargura. Las manos de él rociaron con su olor a disolvente y deseo la piel de ella, y las de ella las guiaron por sus recodos y meandros. Y así, los dos de pie porque la urgencia no les dejó tiempo de buscar un lecho, encontraron en sus cuerpos una trinchera de refugio.

Eso era lo único que necesitaban: sus cuerpos, no sus corazones.

Siguieron necesitándose las veintitrés noches que se recorrieron enteros desde aquella primera en su selva de sexo y prisas. Cada una de las veintitrés se devoraron en silencio y a oscuras, vibrantes, sin dejar de besarse los labios y el cuerpo para no tener que hablar y explicarse lo que ocurría.

Veintitrés noches de química, ensamblados en las dobleces de la piel en las que cada uno era capaz de cobijar al contrario, mientras juntos formulaban el explosivo perfecto.

Veintitrés noches, sin embargo, en las que Mariela no abrió nunca los ojos mientras tenía a Otto dentro de ella. Prefería cerrarlos y soñar con otros que jamás volvería a ver.

Hubo caos, sí, y fue salvaje, pero también ciego.

Tal vez por eso nunca llegaron a alumbrar una estrella danzarina.

Mariela
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