134
Domingo 8 de marzo
Carpe diem
Nikolai Alexandrovich Semashko era comisario popular de Salud Pública, pero, sobre todo, era un médico revolucionario que había sufrido cárcel y exilio y que ahora, desde su cargo de ministro del régimen bolchevique, se enfrentaba a la peor de las amenazas: la nueva epidemia de ispanka que se cernía sobre la nueva Rusia.
Llegó a la habitación de Mariela justo un instante después de que Alexandra hubiera preparado para la convaleciente un desayuno digno de un zar: un té negro y una deliciosa manzana cocida gracias al samovar de Inessa.
Mi bisabuela la comió con apetito y, sobre todo, con mucho agradecimiento. Aún se deshacía en exagerados elogios de la mejor y más exquisita manzana del mundo cuando apareció Semashko con sus profundísimos ojos transparentes y un ceño fruncido que, sin embargo, no le daba aspecto de enojo sino de ensimismamiento.
—Me han hablado mucho de ti, camarada Mariela, estaba deseando conocerte.
—Pues ya ves, doctor, quiero decir camarada Semashko… no estoy en mi mejor momento, siento que nos conozcamos así.
—No lo sientas en absoluto. Eres una heroína. En cuanto te recuperes, me gustaría visitarte como colega, no como tu médico, para que tengamos una larga charla y me hables de tus conocimientos. Presiento que tenemos mucho que aprender de ti y de tu experiencia.
Mariela se habría ruborizado si no hubiera tenido el rostro amoratado. No creía merecer el elogio, ni tampoco ser tratada como colega de una personalidad como él.
El médico le había quitado la venda y la estaba examinando.
—Siento decirte, querida camarada, que tiene razón Popov. Nunca vas a recuperar la vista de este ojo… perdona por hablarte con tanta claridad.
Le interrumpió Inessa sonriendo:
—Tranquilo, Nikolai, exactamente así es como hay que hablar con esta española tozuda.
Semashko sonrió también y continuó:
—Sin embargo, he de decirte que estás cicatrizando asombrosamente bien, jamás había visto una recuperación de la piel y de los tejidos tan portentosa y en tan poco tiempo.
—Pedí que me aplicaran una cataplasma de hierbas que yo conozco…
—¿Hierbas?
—Sí, todas las mujeres del pueblo en el que yo nací sabemos hacer esos emplastos. Aquí no hay las mismas plantas que en mi tierra, pero he hecho lo que he podido con otras que he ido encontrando.
—Admirable, verdaderamente admirable… Insisto: quiero que hablemos cuando estés mejor. De verdad.
Al terminar el examen y la cura, y después de recomendarle vivamente que guardara reposo, el hombre salió de la habitación pensativo.
Hasta Mariela, que solo veía la mitad del mundo, fue capaz de advertir que la sorpresa del médico al oír hablar de plantas y cataplasmas que surtían efectos insólitos era sincera.
Cuando las tres se quedaron a solas, tuvieron ocasión de conversar tranquilamente por primera vez. Shura acarició con ternura la venda de lo que antes fue un ojo vivo y no pudo evitar una lágrima.
—Mi querida, mi muy querida niña… —qué bien sonaba a sus oídos doloridos el español vibrante de Kollontai—, cuánto lamento que nuestro país te haya tratado así, te pido perdón en su nombre.
—No lo lamentes, amiga mía. Te recuerdo que eran ucranianos y tampoco la culpa es toda suya, sino de la zver. Ella es quien me ha robado el ojo.
—Pero no habría pasado esto si hubieras sido un cosaco de dos metros y cien kilos. Te lo ha hecho un grupo de salvajes y siento mucho que esos salvajes fueran de aquí.
—Pegar a una mujer es fácil y tiene poco castigo. Cualquier cobarde puede hacerlo —suspiró Inessa.
—Eso es cierto. Cobardes y salvajes los hay en todos los países —la secundó Mariela—. El vuestro, sin embargo, me ha dado al mismo tiempo un corazón nuevo. Yo ya pertenezco a Rusia.
—No sé mucho español, pero dime… ¿entiendo que estás diciendo que por fin te has convertido en una revolucionaria? —quiso saber Inessa, que le apretaba las manos.
«Qué necesaria es la amistad para el espíritu». Eso pensó mi bisabuela antes de responder con un gesto de cariño:
—No, eso no, todavía… Dejáis demasiadas preguntas sin contestar. Pero al menos soy una mujer, seguro que mañana podré ponerme en pie yo sola y aún me queda un ojo. ¿Os sirvo de algo con esas tres cosas para que me aceptéis en vuestra tierra?
—¡Tú nos sirves para muchas más cosas de las que imaginas! Gracias por haber llegado a nuestras vidas.
—Y supongo que también a la vida del camarada Andrei… —Inessa estaba deseosa de alcanzar ese punto de la conversación.
—Sé que debo contaros…
Alexandra la interrumpió:
—No. No tienes que contarnos absolutamente nada. Vuestros rostros lo dicen todo: creo que hace mucho tiempo que no veía a Sverdlov sonreír como le vi sonreír ayer y, desde luego, jamás le vi mirar a nadie como te mira a ti. Eso es lo único que necesito saber.
—Por más que nos empeñemos en relegarlo entre nuestros principios revolucionarios, el amor sigue ocupando un puesto muy importante para nosotras… para todas nosotras —pontificó Inessa.
—El amor… con sus desilusiones, sus tragedias y sus eternas exigencias —Shura hablaba consigo misma.
A Mariela aún le dolía la mandíbula de modo que contestó despacio para que pudiera ser entendida:
—Solo quería que supierais que no he hecho nada para provocar esto, pero tampoco por evitarlo. No me importa que sea un líder prominente ni que se siente junto a Lenin. No me importa que, a veces, discutamos sobre esa revolución vuestra ni que otras trate de que cambie de idea…
—¿Tú? ¿Cambiar de idea? ¡Imposible! —Rieron.
—Lo único que me importa —siguió— es el daño que podamos hacer a Klavdiya.
Inessa y Alexandra se miraron. Habló la primera:
—Si no hubieras llegado tú, se habrían separado igual. Hace tiempo que todos sabemos que esa pareja había llegado al final del camino.
Y Alexandra precisó:
—Klavdiya no solo no entiende la lucha por la liberación de la mujer que nosotras hemos emprendido, sino que se ha propuesto boicotear el Jenotdel… aún tiene buenos amigos en el partido que están de su parte y a los que les gustaría erradicar de la Revolución eso que llaman «el asunto de la mujer». Por ejemplo, Koba…
—¿Stalin? —se quiso asegurar Mariela.
—Efectivamente, Stalin es uno de los que apoyan a Klavdiya.
—Lo imaginaba.
—A mí la actitud de Klavdiya me duele no solo porque hayamos puesto nuestras ilusiones en el proyecto, sino porque su propio marido ha volcado muchos esfuerzos en él. Las críticas de su esposa le hacen sufrir, lo sé.
—Yo no diré ni una palabra sobre eso, soy la persona menos indicada para juzgarla. Además, estaréis de acuerdo conmigo en que nada de lo que me contáis puede servirme para consolarme o conformarme. Yo lo que quiero es que Yakov encuentre la solución que sea menos dolorosa para todos.
—Yakov siempre encuentra una solución.
—¡Ya! —exclamó Inessa imitando la voz de barítono de Sverdlov.
—Lo cierto, camaradas, es que nunca me he sentido así. He perdido un ojo, pero, a cambio, he ganado algo: por primera vez, me he unido a alguien hasta convertirme en él. Nunca imaginé que el amor sería así…
Callaron.
—Sí, al principio el amor suele ser así —Alexandra se citó a sí misma recordando uno de sus muchos escritos—. Nuestro error consiste en que siempre creemos haber hallado al único hombre en la persona del que amamos… pero las cosas al final salen de otra manera, porque el hombre intenta imponernos su propio Yo y adaptarnos a él enteramente… Eso es lo que escribí una noche en que Dybenko y yo discutimos. Al día siguiente partió hacia Crimea. No he vuelto a verle.
—Lo siento mucho, Shura. Y puede que tengas razón y que eso llegue a sucederme con Yakov. No me engaño, muchas antes y después de mí habrán pasado por lo mismo. Pero, mientras, soy feliz… y no recuerdo haberlo sido desde que salí de mi pueblo para ir a estudiar a Madrid. A pesar de todo lo sufrido, soy amargamente feliz… como imagino que tú lo has sido con Dybenko.
—Querida, no hagas demasiado caso a Shura, porque ahora ella está en una fase de desencantamiento. Lo que yo creo es que incluso una pasión fugaz es más poética que los besos sin amor dentro del matrimonio. Tu vaso ya está vacío de nieve, así que vive tu propio poema, camarada… carpe diem —suspiró Inessa—, aunque, si me interroga la Checa, negaré haber pronunciado jamás semejante tópico burgués.
La 112 volvió a llenarse de risas. «Qué necesaria es la amistad para el espíritu», pensaron las tres.
Y qué desgarradoramente sorprendente es la vida cuando, una vez lo ha destrozado todo y después lo ha recompuesto, aún tiene vigor suficiente para asestar un nuevo golpe.