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Klavdiya Sverdlova
—Aún no me habéis hablado de eso de la liberación sexual… —La tibia sugerencia de Mariela al comienzo de la cuarta tarde arrancó risas pícaras de las presentes.
—Ese es uno de nuestros pilares y se lo debemos a la camarada Shura. Ella lo llama «Nueva Moral…».
En ese instante alguien entró en la habitación y lo hizo con un mohín de desagrado al escuchar las últimas palabras. Todas procedieron a saludar y presentar a la recién llegada.
—Mariela, debes conocer a otra de nuestras amigas —la introdujo Alexandra—. Es Klavdiya Timofeevna Sverdlova, esposa del camarada Andrei, Yakov Sverdlov.
Regresaron la sima y el vértigo, redoblados al revivir el recuerdo de un baile embarrado por la pátina del remordimiento y la culpabilidad.
Algunas dedicaron un vago ademán a la recién llegada, otras sonrieron. Únicamente, Alexandra Kollontai y Nadia Krupskaya la estrecharon con cariño, aunque solo respondió con calidez a la última.
Mi bisabuela trató de dominar un escalofrío y le estrechó la mano.
Era una mujer varios años mayor que ella y que debió de haber sido muy bella, pensó. Conservaba la hermosura en la mirada y especialmente en las cejas, que arqueaba en un gesto que podía parecer de desdén, pero que era más bien altivo, de orgullo satisfecho. El labio superior, apenas visible, le recordó a Clara Zetkin; el inferior, grueso y sensual, a algunas muecas de Shura. Sin embargo, algo le faltaba de ambas, aunque en ese momento Mariela no logró adivinarlo.
—Es un honor conocerte, camarada Sverdlova…
Mariela tenía miedo de delatarse si seguía hablando directamente con ella, así que miró a las demás cuando añadió:
—No solo doy las gracias a Klavdiya por visitarme en esta habitación, también me siento culpable por haceros venir a todas, estoy mucho mejor y deberíamos estar en la de Shura.
Todas acariciaron a Mariela con cariño, pero la recién llegada dijo, mirando alrededor:
—Por mí no te preocupes. Es agradable estar aquí. Veo que esta habitación ha cambiado poco, aunque confieso que me asombra que haya flores frescas… qué gran e insólito lujo burgués, ¿no te parece, camarada Kollontai?
Mi bisabuela notó la tensión e intervino:
—Espero que no te resulte demasiado incómoda mi presencia en la misma habitación en la que tu esposo y tú vivisteis antes de mudaros al Kremlin.
Se hizo un silencio tenso de cinco segundos.
—Tranquila, camarada española, aquí vivió Yakov solo. Yo me quedé en Nijni-Novgorod con los niños. —Después miró triunfante alrededor—. Pero ahora mi marido ha comprendido la importancia de la familia y nos ha mandado llamar. Seguid, seguid hablando… como si yo no estuviera.
Lo hicieron, pero algo se había enfriado. Comentaron un par de asuntos, la mayor parte del tiempo en ruso, que sonaron a ambigüedad calculada. Después, Sverdlova murmuró algo también en ruso, se despidió de mi bisabuela en francés deseándole una pronta recuperación y salió erguida, con sus cejas altas y la mirada hermosa. No había sonreído ni una sola vez.
El ambiente se distendió tras su marcha, mi bisabuela lo captó en ojos y reojos, pese a que nadie se atrevía a romper la reserva.
Fue Inessa:
—No te inquietes, camarada Mariela, Klavdiya no tiene nada contra ti, es que es así.
—Sé justa, Inessa. Lo está pasando mal. —Faltando a su habitual parquedad, Nadezhda trató de explicarse ante la invitada extranjera—. Yakov y ella han estado a punto de separarse. Klavdiya es… algo tradicional, por decirlo de alguna forma. Fue una gran luchadora. Ella era la camarada Olga, y yo, Sablina, nuestros nombres en la clandestinidad. Las dos acompañamos a nuestros maridos en el exilio, pero ahora es distinto, tiene hijos…
—Y mucho miedo a perder su posición, su seguridad.
—No sé si es eso. Creo que a lo que realmente tiene miedo es a perder a Yakov.
Alexandra tomó la palabra:
—¿Veis? A eso es a lo que siempre me he referido, aunque no siempre se me haya entendido. Aún nos quedan restos del concepto de amor burgués, en el que uno es el propietario del otro. La camarada Sverdlova y muchas de nosotras pertenecemos a una generación de mujeres que no supimos ser libres. El matrimonio es la peor forma de esclavitud. —Todas la miraron con cierta ironía, pero ella no se dio por aludida—. Lo que yo proclamo es que el amor no debe ser el objetivo principal de nuestras vidas, sino el trabajo, el crecimiento personal. La pobre Klavdiya aún tiene que aprender esto.
Así que esa era la revolución que Alexandra Kollontai había declarado a la revolución, como le había contado Clara en Stuttgart. La emancipación femenina para ella era también y, sobre todo, su emancipación de las cadenas del amor.
Aunque ya había renunciado a sentirse atada por ellas, Mariela quiso saber más. Pero tuvo que esperar a que se fueran las demás y consiguiera quedarse a solas con Shura y con Inessa. Ese era el momento, mi bisabuela lo sabía bien, en que, aunque a Alexandra los médicos le habían prohibido probarlo, su amiga sacaría el vodka. Y las confidencias llegarían solas… así que, a pesar de que acababa de estrechar la mano a la persona que dormía cada noche con su amor imposible, decidió no llorar hasta escucharlas de la boca de sus queridas camaradas.