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El Rugido
A Mariela Bona Márquez jamás se le olvidaría el viaje desde su pueblo perdido en las faldas del Moncayo hasta la capital del mundo conocido a este lado del Atlántico. Aunque, paradójicamente, apenas recordaba detalles de él.
Sí recordaba que se había sentido segura viajando de la mano de Joan Peset; el rudimentario pasaporte de la época con los correspondientes visados y salvoconductos de guerra conseguidos por el doctor en Barcelona, suficientes para franquearles el paso a través de Francia; también que aprendió que la cruz de Malta bien visible en su uniforme de enfermera equivalía a muchas credenciales impresas. Y que la sola mención de los amigos del doctor en el Instituto Pasteur o la relevancia de sus mentores ya fallecidos, Jules Ogier y Alphonse Bertillon, eran llaves que abrían muchas puertas.
Todo aquello les ayudó a superar más de un escollo en su travesía: ¿por qué dos españoles querrían recorrer el camino inverso a la cordura? ¿Por qué dejaban la paz para adentrarse en el fragor de la contienda? ¿Por qué, si era patente que no huían del hambre, a diferencia de muchos pobres del sur que se ofrecían a realizar los trabajos que los franceses habían dejado vacantes cuando partieron al frente? ¿Por qué? ¿No sería porque bajo esa apariencia de sanitarios respetables se escondían dos espías a favor de los germanos? ¿Serían amigos o, peor aún, herederos de aquella mujer infame, Margarethe Zelle, la prostituta conocida como Mata Hari, la agente H21, que traicionó a Francia desde la cama del embajador alemán en Madrid? ¿Acaso no venían, igual que ella, de una España neutral, enemiga de todos y amiga de nadie, de donde vienen también las peores deslealtades, porque cuando uno no tiene opinión está en disposición de vender la suya al mejor postor?
Mi bisabuela recordaba que eso era lo que se leía en las miradas de los funcionarios franceses de cada puesto fronterizo o militar que encontraron en su periplo al norte. Pero no recordaba cómo ni cuándo las explicaciones de su acompañante desactivaron las suspicacias ni cómo ni cuándo atravesaron las campiñas desiertas ni cómo ni cuándo cruzaron las viñas resecas ni cómo ni cuándo abordaron trenes cargados de llanto de niño y de calamidad.
Lo que sí guardó cuidadosamente en la memoria y nunca llegó a borrar de sus tímpanos, del mismo modo en que jamás consiguió difuminar de su olfato el hedor de la Bestia, fue el estruendo del Rugido.
Comenzó en el mismo instante en que cruzaron la frontera. Primero era un sonido lejano, una suerte de redoble de tambor distante, muy distante, que solo gemía a lo lejos en un ronroneo apenas perceptible. Pero el día en que Mariela lo oyó por primera vez al traspasar los Pirineos, ya nunca dejó de hacerlo. Cada mañana en cada despertar, cada noche antes de cerrar los párpados… siempre estaba ahí, siempre mugiendo, siempre pegado como una costra a su cerebro. Solo ella lo oía. Solo ella lo entendía.
Pasaron los días y con ellos fue aumentando el zumbido, hasta que se hizo ensordecedor. Sucedió en el minuto en que bajó del último vagón del último tren y puso el pie en el andén de la estación del Este, por fin en París.
Ahí lo supo: había llegado a la boca inmensa que profería el grito. Era el aullido del miedo, de la sangre, de la muerte.
Era el Rugido de la guerra.
Se hospedaron en la Maison de Madame Clotilde, en Belleville. Llevaba el nombre de una buena mujer que, junto a su esposo Miguel, llegó hacía mucho desde Alicante a la vendimia francesa y nunca más regresó, ni a su Mediterráneo ni tampoco al mundo de los vivos. Clotilde se quedó varada la tarde en que tuvo que enterrar el cadáver destripado de su hijo Francisco, muerto junto al río Marne cuatro años antes, recién comenzada esa guerra de la que todos seguían hablando. Para ella terminó con el primer estallido, el que se llevó los intestinos y el alma de su Francisco. Después se le fue Miguel, roto por la pena. Y ella se marchó con los dos, aunque quedase con vida. Al menos, su hija Pilar vivía, aunque solo fuera para regentar la casa de huéspedes y para recordarle, de vez en cuando, que debía respirar.
Desde que viajó a París por vez primera, con veintidós años y una beca del Gobierno español, Joan Peset siempre se alojaba en una de sus habitaciones. Y siempre traía un paquete de almendras garrapiñadas, lo único que, según Pilar, encendía algo de brillo en la mirada de su madre. A Mariela no le importó que el cuarto de Madame Clotilde fuera aún más pequeño que el de Galaciana, porque la ventana que ponía París a sus pies, sin embargo, era más grande y estaba más abierta. Por eso, una vez instalada, mi bisabuela se sintió capaz de formular de viva voz la pregunta que le había martilleado la sien durante los tres días de viaje.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Joan?
—¿Ahora? Prepararnos para ir a la Facultad de Medicina, me acompañarás a la conferencia, ¿no?
—¡Qué cosas tienes, amigo! Estoy aquí por ti, no tengo otro lugar adonde ir, no sé qué va a ser de mí mañana… Mi única seguridad es que voy a estar ahí, contigo, aplaudiéndote a rabiar en tu conferencia. Pero es que no quiero ser una carga para ti. Sé que no he estado muy habladora durante el viaje; es solo que ahora, de repente, me doy cuenta del tremendo embrollo en el que estoy metida… y en el que te he metido a ti.
El doctor Peset sonrió.
—No te preocupes tanto, mujer, todo a su debido tiempo. Tú ven conmigo a la universidad, que allí espero poder presentarte a gente que te interesa conocer.
El trayecto en taxi desde Belleville hasta la otra orilla del Sena pudo haber sido una aventura a los ojos de Mariela si no hubiera visto los cascotes de la iglesia de Saint-Gervais, bombardeada apenas tres meses antes, y las colas rodeando los albergues de la Cruz Roja antes que las torres aún en pie de Notre Dame o que la reverberación del sol sobre el río en la primera mañana luminosa tras una primavera plomiza.
Los cascotes y los rostros del infortunio, inexplicablemente, la devolvieron con tanta nitidez a su memoria que creyó tenerla allí mismo, sentada a su lado en el Renault rojo que cruzaba a veinte kilómetros por hora el bulevar de Sebastopol: era Yvonne. Había vuelto. Estaba con ella.
—No necesitas el francés… Sabes muchas cosas… ¿Para qué más? Otro problema… ¿Lo necesitas…?
«Sí, Yvonne, mi querida Yvonne, lo necesito y mucho. Tú me has dado un idioma y ese es el pilar sobre el que voy a construir mi nueva vida. Sí, mi querida Yvonne, para eso necesitaba el regalo que me hiciste, para eso llegaste a mi vida y me enseñaste lo que sabías. Yo, en cambio, no lo hice a tiempo de salvar la tuya. Sí, Yvonne, lo necesito como aún te necesito a ti. Ahora, cada vez que hable tu lengua y me entiendan y yo entienda… ahora, mi niña, mi amiga del alma, ahora vas a volver a estar conmigo, en mi boca y en mi cabeza. Sí, Yvonne, aquí, en tu país, es donde más te necesito».
Gracias a Yvonne, escuchó dos horas de disertación del doctor Peset en perfecto francés ante los mejores cerebros de La Sorbona y comprendió sus farragosas explicaciones sobre los avances que, bajo su dirección, el laboratorio de Valencia había realizado respecto a las vacunas variolosas. Gracias a Yvonne, dejó volar la imaginación hasta el establo de terneras sanas de las que estas se obtenían y supo calcular en más de dieciséis mil las dosis que se fabricarían en España ese año de 1918. Comprendió también la aplicación de la técnica de Vincent, a base de éter, para preparar la antitífica y la descripción de cómo se practicó en Cheste la primera vacunación colectiva a cargo del centro que dirigía Peset. Fue capaz de entender y sumarse a los aplausos que siguieron a su charla y, después, a su nombramiento como doctor honoris causa de la Société de Thérapeutique de la Facultad de Medicina. Gracias a Yvonne, lo entendió todo.
Y también entendió que la nueva vida que empezaba esa misma mañana en la Universidad de París habría sido imposible sin la enfermera y amiga que murió en sus brazos en el San Luis de los Franceses de Madrid.
Fue Yvonne, estaba segura, quien le envió un reemplazo.
—Mariela, permite que te presente a una gran amiga mía y también colega tuya, Mary Borden Spears.
El flamante doctor de La Sorbona, Joan Peset, señalaba a una mujer alta, delgada y vestida con una sencillez de inmensa elegancia, que fumaba un cigarrillo con boquilla en una mano enguantada mientras le extendía la otra para saludarla sonriente.
Cuando mi bisabuela le devolvió la enorme sonrisa que le dedicó al hacerlo, lo supo: ahí estaba… era su nueva Yvonne.