119
Inessa Armand y Nadezhda Krupskaya
La tercera tarde, fue Inessa quien se adelantó a las demás. Llegó acompañada del vodka de ocho destilaciones.
—Te he observado estos días y sé que algún rumor te ha debido de llegar ya. ¿Hay algo que quieras preguntarme, camarada Mariela?
Su amiga sonrió con timidez y respondió con otra pregunta:
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso te he contagiado de brujería? La verdad es que no me atrevería a preguntarte nada que tú no me quieras contar.
—Pues quiero… sí, quiero. Te considero ya una buena amiga y no me avergüenzo de nada.
De modo que comenzó su historia y lo hizo en una ciudad que Mariela añoraba, París. Allí conoció Inessa a una pareja a la que admiraba mucho, Nadezhda Krupskaya y Vladimir Ilich Ulianov. Lo hizo porque se sabía de memoria todos los escritos de Lenin desde el exilio y porque ella, francesa de nacimiento y rusa de residencia y corazón desde los cinco años, había encontrado en la revolución la respuesta a la situación de esclavitud a la que se veían sometidas muchas mujeres.
—Ilich y Nadia me dieron cobijo en París y fueron para mí mi verdadera familia. Si prometes no repetir lo que voy a decirte, confieso que lo que realmente me cautivó cuando les conocí fue la inteligencia de Nadezhda. Es una mujer brillante, excepcionalmente brillante. Me gustaría que llegaras a hablar con ella detenidamente para que lo compruebes por ti misma. Yo la admiré en París y la sigo admirando ahora. Jamás olvidaré mi vida con ellos…
A Inessa la cautivó Nadia y a Lenin le cautivó Inessa. Porque él no amaba a su esposa, o al menos dejó de amarla muy pronto, cuando un hipertiroidismo para el que entonces no existía tratamiento le embotó las facciones de hermosa mujer eslava, hizo que los ojos se le volvieran saltones, trastocó en fealdad la belleza salvaje de su juventud y la dejó estéril. La pareja compartía el exilio, los libros, la revolución, las confidencias, la soledad. Pero no el amor.
Hasta que llegó Inessa Armand. Nadia, por primera vez, dejó de ser la esposa de Lenin y se transformó ante los ojos de la nueva amiga en lo que realmente era, una mujer. Ella, por sí sola, sin que la sombra del líder la tapara. Una mujer extraordinaria, inteligente, aguda, culta y sabia en el sentido más literal de la palabra.
Inessa y ella hablaban de política y de cómo mejorar la condición del universo femenino, discutían programas e imaginaban proyectos.
Y Lenin, mientras lo hacían, se enamoró.
—No creo que llegara a amarme a mí. A veces pienso que lo único por lo que realmente me ha amado ha sido por mi forma de interpretar la Apassionata de Beethoven al piano. Ilich siempre me decía que es una de las piezas más difíciles y que solo Liszt sabía tocarla con autoridad. ¡Liszt y yo!, según él, lo cual es un honor tan inmerecido que muchas veces he pensado que fue el único agasajo romántico que se le ocurrió decirme para conquistar mi corazón.
—¿Y lo hizo? ¿Conquistó tu corazón?
Inessa siguió sonriendo, pero la tristeza de su tono se volvió más intensa.
—¿Te digo la verdad, Mariela? No, nunca. Si me preguntas si yo conquisté el suyo, te diré que no lo sé… y que no me importa. Lo que más me dolió de la época en la que los dos jugábamos a ese juego de la conquista imposible, cada uno en la cama del otro, es el daño que seguramente le hice a Nadia.
Nadezhda le pidió varias veces el divorcio, pero Lenin se negó. Ella era el cerebro y él, la marca. Juntos, aunque uno en el pedestal y otra en la retaguardia, estaban llamados a gobernar la nueva Rusia. Por muy legal y legítimo que fuera ya divorciarse gracias a las nuevas leyes, nunca harían nada para estropear el producto que habían fabricado. Y ella aceptó porque, ante todo, era una revolucionaria: Lenin era el líder y ella acataba la disciplina del partido.
Pero Inessa fue el vértice, la alegría de los dos, la risa perdida, un lado del triángulo que se convirtió en indispensable. A veces caminaban los tres juntos, con Inessa en el centro, agarrando del brazo a cada uno de ellos. Una verdadera imagen simbólica que a muchos, mujeres y hombres, escandalizó.
—¿Y ya no seguís juntos?
—Vuelvo a pedirte discreción, querida amiga, pero escucha bien lo que voy a contarte. Ahora mismo, estoy más entregada a la causa de la emancipación femenina que a la de la revolución comunista. Sí, como lo oyes. Soy bolchevique con toda el alma, pero si tuviera que elegir entre el partido y la salvación de las mujeres que sufren, no lo dudaría: las mujeres primero. Te preguntarás por qué te cuento esto. Verás, Ilich y yo no estamos juntos ya porque yo predico la liberación femenina de todas, y digo todas, las ataduras. Desde que conocí a Alexandra, me he convertido a su revolución, no a la de Lenin. Y la revolución de Kollontai dice que la familia nuclear está a punto de extinguirse, que no deben existir arcaicismos burgueses como el adulterio y que el amor no ha de someterse a contratos. Yo también creo en la libertad de las mujeres y en que el matrimonio no puede ser su cárcel. Creo que Nadezhda tiene que ser libre para brillar por sí misma. Creo que yo lo soy para compartir la cama de quien elija libremente, aunque no nos amemos. Creo que somos libres de respetar y de ser respetadas. Eso creo y lo creo firmemente… pero Lenin no.
—Qué ironía, ¿verdad?
—Ironía en su caso. En el mío, coherencia.
—Y a él no le gusta que no creas lo que cree él.
—Exactamente, camarada. A Lenin le gusta que sus mujeres crean lo mismo que él.
—Pero todas me habéis dicho que Lenin y los demás os apoyan en vuestra lucha, ¿no?
—Sverdlov, sí. Pero Lenin lo hace como líder revolucionario que es y porque debe mantener esa imagen. Sin embargo, no se atreve a ir todo lo lejos que quisiéramos en las cuestiones femeninas. ¿Sabes que hubo muchos camaradas hombres que pusieron serias objeciones a la celebración del congreso de noviembre? Por ejemplo, Zinodiev, el gobernador de Petrogrado, aunque el peor de todos es uno llamado Iosef Vissarionovich Djugashvili, el comisario de Asuntos Nacionales, que está subiendo como la espuma. Se le conoce como Stalin. Si algún día te tropiezas con él, corre y no pares hasta que le pierdas de vista.
Nunca imaginó Mariela que Inessa se sentiría con la suficiente libertad como para hablar en esos términos de miembros del partido delante de ella. Ni siquiera alentada por un segundo vaso de vodka helado.
Prosiguió:
—Pero es que tampoco Ilich era totalmente partidario del congreso.
—¿Lenin?
—Lenin, sí, aunque poca gente lo sabe. Un día habló con Alexandra para advertirle de que iba a vigilarla muy de cerca porque no consentiría que se crearan dos partidos, uno para hombres y otro para mujeres, algo totalmente alejado de nuestra intención, claro está.
—¿Lo decía por el congreso, o por el Jenotdel, o por…?
—Lo decía por todo. Ante las multitudes, Ilich grita que el éxito de la Revolución depende del grado de participación de las mujeres. Pero en voz baja añade que este es aceptable siempre que no se equipare al de los hombres.
—¿Y qué dice Nadia?
—Ella lo conoce y lo sufre más que nadie. Pero es fiel a sus ideales políticos; puede que a veces tenga ganas de abandonar a su marido, pero nunca hará nada por abandonar la Revolución. Nadia fue una de las organizadoras del congreso, como nosotras, y mantuvo informado en todo momento a Lenin. El tercer día, le aconsejó que participara en la asamblea y que disipara así todas las suspicacias de las delegadas hacia él. Lo hizo, se presentó por sorpresa, casi de incógnito, y pronunció un discurso sin sustancia, dijo cuatro cosas ya sabidas sobre la disposición del partido a acabar con el trabajo doméstico y sobre la necesidad de abolir la palabra baba…
—¡Abolir una palabra! ¿Y qué significa?
—A ti esto te va a hacer mucha gracia, Mariela: significa bruja… una especie de bruja campesina e inculta, pero es un insulto desagradable para muchas.
Efectivamente, le hizo una gracia amarga. Prostitutas o brujas: ¿por qué la humanidad tenía tan poca imaginación a la hora de ofender e insultar a las mujeres?, se preguntó. ¿Por qué repetía sus obsesiones en Rusia, en España y alrededor de todo el planeta? O, visto de otro modo, ¿de qué tenía miedo la humanidad cuando hablaba de las mujeres?
—Pero sus palabras sonaron a una inyección de ánimo —siguió Inessa— y toda la sala rompió en aplausos cantando la Internacional. Gracias a la camarada Krupskaya, su esposo se redimió ante muchas revolucionarias. Ya te lo he dicho: ella es el verdadero cerebro de la pareja. Yo la respeto enormemente… y también la adoro.
Mi bisabuela quedó anonadada. Se sentía honrada al recibir tal llovizna de sinceridad, algunas de cuyas gotas podrían haber ocasionado serios problemas a Inessa si se hubieran hecho públicas, aunque le juró en tres idiomas que no desvelaría ni una sola su boca.
Salieron mucho más tarde de su pluma, eso sí, cuando ya estaba lejos y nadie más que ella podía leerlas, y así he llegado yo a conocerlas hoy, a pesar de que ya sé mucho más que la propia Mariela sobre lo que sucedió después.
Pero gracias a ella aprendí lo que nadie ha contado, lo que nadie ha podido leer. Entre otras cosas, que aquella tarde de secretos, todos irrepetibles y asombrosos, en la que volvió a pronunciarse el nombre de Sverdlov, mi bisabuela tampoco lloró.