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Travesía por el desierto
Y en la mañana del quinto día, Mariela resucitó.
Había dejado de llorar y había dejado de nevar. Amanecía un día de sol brillante que dejó sobre Moscú el cielo más azul que mi bisabuela había visto desde que salió del Moncayo. Se asomó a la ventana de la 112 y, por fin, volvió a divisar el mundo entero. Allí estaba, bajo sus pies. Y ella, de nuevo dispuesta a cambiarlo.
No solo había dejado de llorar, sino que también había tomado una decisión: en contra del propósito que se impuso a sí misma desde que pisó suelo ruso, tras sus charlas con las mujeres de la Revolución comprendió que ya no le daba miedo volver a ver a Sverdlov, estaba preparada. Debía enfrentarse a sus debilidades con la misma entereza con la que se enfrentaba a la Bestia. En cuanto el camarada Andrei regresara de sus viajes, pediría audiencia con él y le propondría una amistad de compañeros unidos en la lucha por un mundo mejor, con el compromiso de que ambos olvidaran lo sucedido en el Tiergarten. Solo así ella quedaría libre para buscar y encontrar algún día un tercer amor sin cadenas: un amor de mujer emancipada.
Se aseó, tomó un té y abrió la puerta con un rostro recompuesto, renovado y sin rastro de lágrimas cuando Inessa llamó suavemente con los nudillos.
—Estoy avergonzada por este momento de debilidad —confesó a su amiga—, no sé cómo he podido dejar que me venciera el desánimo. Sentí que había tocado fondo, que no había nada por debajo de mis pies, todo era oscuridad y dolor aquí, en el pecho… pero ya pasó, gracias a vuestras charlas y a vuestra compañía. He entendido tantas cosas estos últimos días… ¡Y tengo aún tantas preguntas que hacerte…! Pero no ahora. Ahora tenemos trabajo. La Bestia ha intentado vencerme en otras ocasiones y no lo ha conseguido. Tampoco en esta. Vámonos, camarada, vamos al Bitsevski, después al Sheremetievski y después a todos los hospitales de Moscú. Volvamos a la lucha.
Sin lugar a dudas, debió de pensar Inessa, la española resuelta e imbatible que había conocido en Berlín, raptada en Moscú durante unos días por el demonio de la melancolía, había regresado.
Quizá se confiaron Sergei e Inessa cuando mi bisabuela subió de nuevo al Skoda, quizá creyeron que los días de abatimiento le habían mermado los sentidos, quizá se relajaron mientras conversaban, quizá no la distrajeron lo suficiente. Lo cierto es que bajaron la guardia y ocurrió lo que era inevitable que ocurriera algún día.
Primero, Mariela percibió el olor. Fue tan penetrante que inundó la cabina del vehículo por las rendijas de las ventanillas que no podían ajustarse bien. No lo había notado antes, en ninguno de los viajes anteriores. ¿Sería porque la nieve lo lavaba y solo podía hacerse evidente en un día soleado como aquel?
No era el olor de la Bestia, pero se le parecía. Era un olor a inmundicia acumulada que se explicaba fácilmente con un solo vistazo a las calles, a medida que se adentraban en los barrios periféricos de la ciudad y se alejaban de su corazón: montañas de basuras, desechos, animales muertos y excrementos se acumulaban en las esquinas. En algunos rincones, todo ello convertido en cieno se deslizaba como un río en cuanto encontraba una pendiente, porque algunas tuberías habían reventado por el frío, y el agua de ellas, unida a la de los montones de nieve que se derretían, arrastraba en regueros lo que encontraba a su paso.
Mariela dejó de mirar hacia el interior del vehículo, como era su costumbre cuando le hablaban sin cesar, y observó a través de los cristales. Vio edificios medio destruidos y otros aún en pie, a cuyas puertas aguardaban largas colas de ciudadanos silenciosos y famélicos, encorvados por una pesadumbre que parecían no entender. Eran ciudadanos doblados de hambre y de estupor.
Mi bisabuela interrogó con los ojos a Inessa, que se vio obligada a confesarle lo que había estado tratando de ocultar desde que llegó a Moscú. Se lo debía: ella no era una periodista americana en busca de un titular con el que definir a la exótica Rusia bolchevique. Ella era una combatiente contra la Bestia y contra todo lo que pudiera ayudarla a sobrevivir.
—Son las colas del racionamiento del pan —confesó al fin su amiga.
«Pero… ¿no era ese mismo pan por el que habían luchado los revolucionarios? ¿No era su falta precisamente lo que los levantó contra un régimen opresor? ¿No eran esas mismas vidas las que pretendían mejorar y salvar aboliendo la tiranía? ¿No era ese el mismo mundo de antes, que no había cambiado en absoluto?».
A Mariela le habría gustado preguntarle todo eso, pero calló, esperando más explicaciones. A Inessa le costaba darlas, debía medir con cuidado cada frase, cada palabra. Hasta que no le quedó más remedio que seguir hablando.
—No te escandalices, solo son colas. Hay que racionar la comida en tiempos complicados, eso es algo que ya has vivido en Francia y Alemania, ¿no? Ahora aquí tenemos una dieta universal diaria que todos respetamos, y tú misma lo sabes porque es lo que has comido hasta ahora: veinte gramos de pan, unos puñados de avena… —Estaba seria, aunque después trató de bromear—. Pero al menos tenemos manzanas, muchas manzanas, todo el mundo puede comer manzanas.
—No le encuentro la gracia, Inessa. Yo me alimento con poca cosa y no me preocupa, pero no sabía que lo que como cada día es lo único que puedo comer obligatoriamente y que es lo que comen todos, incluidos los niños, estén o no enfermos. Cuando hablabas de escasez no imaginaba que llegaba a estos extremos. ¿No prometíais pan y libertad? ¿En qué se diferencia esta hambre de la que os hacía pasar el zar? ¿Para qué os ha servido la Revolución, además de para todos los hermosos proyectos sobre la mujer que me habéis contado?
—No te precipites juzgándonos, Mariela, hay muchos factores que operan en nuestra contra…
—Pues explícamelos, porque necesito entenderlos.
—Por ejemplo, el bloqueo internacional.
Primero fueron los alemanes, que controlaron con puño de acero las importaciones según los términos leoninos del acuerdo de Brest-Litovsk. Cuando los alemanes se rindieron a los aliados, fueron los británicos quienes cerraron el Báltico a los buques rusos y lo hicieron aún más férreamente. Dejó de llegar combustible y dejaron de fabricarse locomotoras, lo que interrumpió los transportes por tierra con los cada vez más escasos países dispuestos a comerciar con Rusia. De forma que la supervivencia también se vistió de ideología y el bolchevismo decidió que, si nadie quería dejarle salir, tampoco nadie podría entrar, y se enclaustró en su concha hermética. Cerró las fronteras que nadie del exterior deseaba cruzar con el pretexto de impedir que el capitalismo volviera a traspasarlas y contaminara a la nueva Rusia. La autarquía fue impuesta mediante un comunismo de guerra destinado a evitar la infección extranjera.
Lenin volvía a proclamar, en cada mitin y en cada arenga, la importancia del derecho de las naciones a la autodeterminación que tanto censuraba Rosa Luxemburgo. Había muerto, pues, el ideal del internacionalismo, como predijeron Alexandra Kollontai y las supuestas radicales que se enfrentaron al partido al oponerse a la firma del tratado por el que Rusia se retiraba de la Gran Guerra. Tenían razón ellas, y Lenin, no.
Para redondear el desastre, el Gobierno bolchevique recurrió a la nacionalización de la industria, las requisas de las cosechas y el desvío de los recursos a los frentes de la guerra civil. En las reuniones de Gobierno, se culpaba a la Iglesia ortodoxa por no ceder sus tierras y a los campesinos por ocultar el grano para evitar que fuera confiscado; en las calles, se culpaba a la mano de hierro de los bolcheviques; entre los bolcheviques, al germen capitalista del extranjero…
Y el resultado era hambre, mucha hambre y miseria, las suficientes para terminar de estrangular a un pueblo ya castigado por cuatro años de guerra en Europa, un año de otra interna y una travesía por el desierto que no parecía tener fin.
El corazón de Mariela no volvió a caer en una depresión, pero sí se contrajo con una tremenda tristeza y una preocupación punzante: ahora entendía por qué el mejor caldo de cultivo que había encontrado la epidemia era la nueva Rusia revolucionaria. Los rusos que no murieran de hambre morirían por la Bestia. Los que quedaran no tendrían suficiente tierra para enterrar a sus muertos ni lágrimas para llorarlos, así que morirían de pena. Y todo sucedería envuelto en una gruesa capa de silencio.
Eso pensó tras escuchar las explicaciones de Inessa. Se quedó callada un instante y después no supo hacer otra cosa más que repetir sus propias palabras:
—Pero… ¿de verdad que para esto os ha servido la Revolución?