CAPÍTULO 2
TEORÍA DE LOS TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD
Este capítulo presenta una teoría de los trastornos de la personalidad en el contexto global del origen, el desarrollo y la función de la personalidad. La exposición apunta principalmente a mostrar de qué modo los procesos de la personalidad se forman y operan al servicio de la adaptación. Antes de presentar una sinopsis de nuestra teoría del trastorno de la personalidad, reseñaremos nuestros conceptos de la personalidad y a continuación los relacionaremos con dichos trastornos.
Iniciamos esta exposición con una explicación especulativa del modo como los prototipos de nuestras pautas de personalidad pueden derivarse de la herencia filogenética. Las «estrategias» genéticamente determinadas que facilitaron la supervivencia y la reproducción fueron presumiblemente favorecidas por la selección natural. Derivados de esas estrategias primitivas pueden observarse en forma exagerada en los síndromes sintomáticos tales como los trastornos por ansiedad y la depresión, así como en los trastornos de la personalidad, como el trastorno por dependencia.
A continuación avanzamos a lo largo del continuo que va desde las estrategias basadas en la evolución hasta una consideración del modo como el procesamiento de la información, que incluye los procesos afectivos, precede a la puesta en práctica de esas estrategias. En otras palabras: la evaluación de las exigencias particulares de una situación es anterior y desencadena una estrategia adaptativa (o inadaptada). La manera de evaluar una situación depende por lo menos en parte de las creencias subyacentes pertinentes. Esas creencias están insertadas en estructuras más o menos estables, denominadas «esquemas», que seleccionan y sintetizan los datos que ingresan. La secuencia psicológica pasa entonces de la evaluación a la activación afectiva y motivacional, y finalmente a la selección e instrumentación de la estrategia pertinente. Consideramos que las estructuras básicas (esquemas) de las que dependen estos procesos cognitivos, afectivos y motivacionales, son las unidades fundamentales de la personalidad.
Los «rasgos» de la personalidad identificados con adjetivos tales como «dependiente», «retraída», «agobiante», o «extravertida» pueden conceptualizarse como expresiones abiertas de estas estructuras subyacentes. Al asignar significados a los acontecimientos, las estructuras cognitivas inician una reacción en cadena que culmina en los tipos de conducta abierta (estrategias) que se atribuyen a los rasgos de la personalidad. Las pautas conductuales que comúnmente adscribimos a los rasgos o disposiciones de la personalidad («honesto», «tímido», «sociable»), representan en consecuencia estrategias interpersonales desarrolladas a partir de la interacción entre las disposiciones innatas y las influencias ambientales.
Atributos tales como la dependencia y la autonomía, conceptualizados en las teorías motivacionales de la personalidad como impulsos básicos, pueden considerarse como funciones de conglomerados de esquemas básicos. En términos conductuales o funcionales, los atributos pueden denominarse «estrategias básicas». Estas funciones específicas se observan de modo hipertrofiado en algunas de las pautas conductuales abiertas atribuidas, por ejemplo, a los trastornos de la personalidad esquizoide o por dependencia.
Pasamos ahora al tema de la activación (y sus modalidades) de los esquemas, y su expresión en la conducta. Habiendo sentado las bases de nuestra teoría de la personalidad, pasamos a reseñar la relación de estas estructuras con la psicopatología. La activación pronunciada de esquemas disfuncionales está en el núcleo de los denominados trastornos del Eje I, como por ejemplo la depresión. Los esquemas más idiosincrásicos, disfuncionales, desplazan a los más adaptativos, orientados a la realidad, en funciones tales como el procesamiento de la información, el recuerdo y la previsión. Por ejemplo, en la depresión, la modalidad organizada en torno al tema de la autonegación se vuelve dominante. En los trastornos de ansiedad, hay un predominio de la modalidad correspondiente al peligro personal; en los trastornos por angustia, se moviliza la modalidad correspondiente a la catástrofe inminente.
Las creencias disfuncionales típicas y las estrategias mal adaptadas que se expresan en trastornos de la personalidad hacen a los individuos sensibles a experiencias vitales que inciden en su vulnerabilidad cognitiva. Así, el trastorno de la personalidad dependiente se caracteriza por una sensibilidad a la pérdida de amor y ayuda; el narcisista es sensible al atentado contra su autoestima; el histriónico, al fracaso cuando intenta manipular a los demás para obtener atención y apoyo. La vulnerabilidad cognitiva se basa en creencias extremas, rígidas e imperativas. En un terreno especulativo, pensamos que esas creencias disfuncionales se originan en la interacción de la predisposición genética del individuo con su exposición a influencias indeseables de otras personas y a hechos traumáticos específicos.
La evolución de las estrategias interpersonales
Nuestra concepción de la personalidad tiene en cuenta el papel desempeñado por la historia evolutiva en la conformación de nuestras pautas de pensamiento, sentimiento y acción. Podemos comprender mejor las estructuras, funciones y procesos de la personalidad si examinamos las actitudes, los sentimientos y la conducta a la luz de su posible relación con estrategias etológicas.
Gran parte de la conducta que observamos en animales no humanos se considera en general «programada». Los procesos subyacentes están programados y se expresan en la conducta manifiesta. El desarrollo de esos programas a menudo depende de la interacción con la experiencia de las estructuras determinadas genéticamente. Se puede suponer que en los seres humanos existen procesos evolutivos similares (Gilbert, 1989). Es razonable considerar que en nuestros procesos automáticos (el modo como construimos los acontecimientos, sentimos y nos disponemos a actuar) influyen procesos cognitivo-afectivo-motivacionales antiguos. Los programas involucrados en el procesamiento cognitivo, el afecto, la excitación y la motivación, pueden haber evolucionado como consecuencia de su capacidad para sostener la vida y promover la reproducción.
Es presumible que la selección natural haya generado algún tipo de ajuste entre la conducta programada y las exigencias del ambiente. Pero nuestro ambiente ha cambiado con más rapidez que nuestras estrategias adaptativas automáticas —en gran medida como resultado de las modificaciones que nosotros mismos le hemos impuesto al medio social—. Así, las estrategias de predación, competencia y sociabilidad que fueron útiles en entornos más primitivos ya no se adecúan al sistema actual de una sociedad altamente individualizada y tecnológica, con su propia organización cultural y social especializada. Una inadecuación puede ser un factor en el desarrollo de la conducta que diagnosticamos como «trastorno de la personalidad».
Con independencia del valor para la supervivencia que tuvieron en sus escenarios más primitivos, algunas de estas pautas derivadas de la evolución se vuelven problemáticas en nuestra cultura actual porque obstaculizan el logro de las metas personales o entran en conflicto con las normas grupales. Por ejemplo, las estrategias predatorias o competitivas altamente desarrolladas que podían promover la supervivencia en condiciones primitivas quizá no se adecúen al medio social y desemboquen en un «trastorno antisocial de la personalidad». De modo análogo, un tipo de comportamiento exhibicionista, que en la vida salvaje habría atraído ayuda y contribuido a obtener pareja, puede ser excesivo o inapropiado en la sociedad contemporánea. Es sumamente probable que esas pautas causen problemas si son inflexibles y relativamente incontroladas.
Los síndromes sintomáticos (trastornos del Eje I) pueden también conceptualizarse en términos de principios evolucionistas. Por ejemplo, la pauta de lucha o fuga, si bien fue presumiblemente adaptativa en situaciones de emergencia arcaicas con peligro físico, podría formar el sustrato de un trastorno por ansiedad o de un estado de hostilidad crónico. La misma pauta de respuesta que se activaba a la vista de un predador, es también movilizada por la amenaza de traumas psicológicos tales como el rechazo o la desvalorización (Beck y Emery con Greenberg, 1985). Cuando esta respuesta psicofisiológica —percepción del peligro y excitación del sistema nervioso autónomo— es desencadenada por la exposición a un espectro amplio de situaciones interpersonales potencialmente aversivas, el individuo vulnerable puede manifestar un trastorno por ansiedad diagnosticable.
De modo análogo, la diversidad de dotación genética explicaría las diferencias individuales de personalidad. Así, un individuo puede estar predispuesto a «quedarse frío» frente al peligro, otro a atacar, un tercero a evitar toda fuente de peligro potencial. Estas diferencias de conducta manifiesta o de estrategia —que pueden tener valor de supervivencia en ciertas situaciones— reflejan características relativamente duraderas, típicas de ciertos «tipos de personalidad» (Beck y otros, 1985). Una exageración de esas pautas lleva a un trastorno de la personalidad; por ejemplo, el trastorno de la personalidad por evitación tal vez refleje una estrategia de retraimiento o evitación ante cualquier situación que suponga la posibilidad de desaprobación social.
¿Por qué aplicamos el término «estrategia» a características tradicionalmente denominadas «rasgos de personalidad» o «pautas de conducta»? Las estrategias en este sentido pueden considerarse formas de conducta programada destinadas a servir a metas biológicas. Aunque el término implica un plan racional, consciente, aquí no lo empleamos en ese sentido, sino más bien como lo hacen los etólogos, para indicar conductas estereotipadas, altamente pautadas, favorables a la supervivencia individual y la reproducción (Gilbert, 1989). Se puede considerar que estas pautas de conducta tienen como meta final la supervivencia y la reproducción: la «eficacia reproductiva» o la «capacidad de adaptación». Estas estrategias evolutivas fueron descritas hace doscientos años por Erasmus Darwin (1791; citado por Eisely, 1961), abuelo de Charles Darwin, como expresiones de hambre, deseo sexual y deseo de seguridad.
Aunque los organismos no se percatan de la meta final de estas estrategias biológicas, son conscientes de los estados subjetivos que reflejan su modo de operación (el hambre, el miedo o la excitación sexual), así como de las recompensas y los castigos que acompañan a su satisfacción o no satisfacción (principalmente, el placer o el dolor). Nos sentimos incitados a comer para aliviar el malestar del hambre, pero también para obtener una satisfacción. Buscamos relaciones sexuales para reducir la tensión sexual y también para lograr gratificación. Nos vinculamos a otras personas para aliviar la soledad, pero también para obtener el placer de la camaradería y la intimidad. En suma, cuando experimentamos una presión interna que apunta a la satisfacción de ciertos deseos inmediatos —como por ejemplo obtener placer y aliviar la tensión— por lo menos en alguna medida podemos estar realizando metas evolutivas muy amplias.
En los seres humanos, el término «estrategia» puede aplicarse análogamente a formas de conducta que pueden ser adaptativas o inadaptadas, según las circunstancias. El egocentrismo, la competitividad, el exhibicionismo y la evitación de lo desagradable pueden ser adaptativos en ciertas situaciones, pero muy inadaptados en otras. Puesto que sólo podemos observar la conducta manifiesta de las otras personas, surge el interrogante de cómo están relacionadas con las estrategias nuestros estados inconscientes (pensamientos, sentimientos y deseos). Si examinamos las pautas cognitivas y afectivas, advertimos una relación específica entre ciertas creencias y actitudes, por una parte, y la conducta por la otra.
Un modo de ilustrar esta relación consiste en examinar los procesos exagerados que se observan en individuos con diversos trastornos de la personalidad, y comparar las actitudes típicas específicas asociadas a esos desórdenes con las estrategias correspondientes. Como se ve en la tabla 2.1, es posible señalar una actitud típica asociada con cada uno de los trastornos tradicionales de la personalidad. Puede verse que la estrategia específica representativa de un trastorno particular se desprende lógicamente de esta actitud característica.
TABLA 2.1. Creencias básicas y estrategias asociadas con los trastornos tradicionales de la personalidad
Esta tabla (así como las correspondientes del capítulo 3) no incluye el trastorno límite ni el trastorno esquizotípico. Estos dos trastornos —a diferencia del resto— no presentan un conjunto idiosincrásico típico de creencias y estrategias. Por ejemplo, en el trastorno límite puede haber una amplia variedad de creencias y pautas de conducta típicas que son características de toda la gama de los trastornos de la personalidad. Este desorden se distingue por características que tienen más que ver con el «déficit del yo» que con un contenido específico de creencias. El desorden esquizotípico se caracteriza más precisamente por peculiaridades del pensamiento y no por un contenido idiosincrásico.
En la primera columna de la tabla 2.1 vemos los trastornos de la personalidad; la segunda presenta las actitudes correspondientes que subyacen en la conducta manifiesta, y la tercera columna traduce a una estrategia la pauta conductual idiosincrásica. Se sigue lógicamente que un trastorno de la personalidad por dependencia, caracterizado por una conducta de apego excesivo, se desprenderá de un sustrato cognitivo basado en parte en el miedo al abandono; la conducta de evitación derivará del miedo a ser dañado, y las pautas pasivo-agresivas se originarán en la preocupación por ser dominado. Las observaciones clínicas de las que se han extraído estas formulaciones serán examinadas en capítulos posteriores.
Decimos que tales estrategias podrían analizarse en términos de sus posibles antecedentes en nuestro pasado evolutivo. La conducta dramática de la personalidad histriónica, por ejemplo, tal vez tiene sus raíces en los rituales de exhibición de los animales no humanos; la antisocial, en la conducta predatoria, y la dependiente, en la conducta de apego observada en todo el reino animal (véase Bowlby, 1989). Considerando en estos términos la conducta inadaptada, podemos reseñarla con más objetividad y reducir la tendencia a rotularla peyorativamente como «neurótica» o «inmadura».
La idea de que la conducta humana puede verse productivamente desde una perspectiva evolucionista fue desarrollada por McDougall (1921), quien elaboró en detalle la concepción de la transformación de los «instintos biológicos» en «sentimientos». Sus escritos prepararon el camino para algunos de los actuales teóricos biosociales, como por ejemplo Buss (1987), Scarr (1987) y Hogan (1987). Buss ha examinado diferentes tipos de conducta desplegados por los seres humanos (como la competitividad, el dominio y la agresión), rastreando su semejanza con las conductas de los otros primates. En particular, enfocó de este modo el papel de la sociabilidad.
Hogan postula una herencia filogenética, en virtud de la cual en la secuencia evolutiva surgen mecanismos programados biológicamente. Según este autor, la cultura proporciona ocasiones para que se expresen las pautas genéticas. Este autor considera que la fuerza impulsora de la actividad humana adulta —el esfuerzo por conseguir aceptación, status, poder e influencia— es análoga a la observada en los primates y en otros mamíferos sociales. En su teoría evolucionista del desarrollo humano subraya la importancia de la «adecuación». Scarr hace hincapié específicamente en el papel de la dotación genética como determinante de la personalidad. Esta misma autora escribe (1987, pág. 62):
En el curso del desarrollo, diferentes genes se activan y desactivan, creando cambios madurativos en la organización de la conducta, tanto como cambios madurativos en las pautas del crecimiento físico. Las diferencias genéticas entre los individuos son análogamente responsables de determinar qué experiencias tendrán y no tendrán las distintas personas en sus ambientes respectivos.
La interacción entre lo genético y lo interpersonal
Los procesos que se ven realzados en los trastornos de la personalidad también pueden clarificarse mediante estudios en el campo de la psicología evolutiva. La conducta adhesiva, la timidez o la rebeldía observadas en el niño que crece pueden persistir a lo largo del período de desarrollo (Kagan, 1989). Nosotros pronosticamos que esas pautas persisten en la adolescencia tardía y la edad adulta, y pueden seguir manifestándose en algunos de los trastornos de la personalidad, como en los trastornos de la personalidad por dependencia, por evitación o pasivo-agresivo.
Con independencia del origen final de los prototipos genéticamente determinados de la conducta humana, hay pruebas firmes de que ciertos tipos de temperamentos y pautas conductuales relativamente estables ya están presentes desde el nacimiento (Kagan, 1989). Lo mejor es considerar esas características innatas como «tendencias» que la experiencia puede acentuar o atemperar. Además, entre las pautas innatas del individuo y las pautas de otras personas significativas puede establecerse un ciclo continuo de refuerzo recíproco.
Por ejemplo, un individuo con un gran potencial para una conducta que suscita cuidados puede inducir en las otras personas una conducta consistente en cuidarlo, de modo que sus pautas innatas se conservan mucho más allá del período en que esa conducta resulta ser adaptativa (Gilbert, 1989). Una paciente, Sue (cuyo caso examinaremos en detalle más adelante), era descrita por la madre como más adhesiva y reclamadora de atención que sus hermanos desde el momento mismo del nacimiento. La madre respondió brindándole cuidados y protección especiales. A lo largo de todo el período de desarrollo y en la edad adulta, Sue logró vincularse con personas más fuertes que daban respuesta a sus deseos expresos de afecto y apoyo continuos. Además tenía la creencia de que nadie podía quererla. Los hermanos mayores la maltrataban, y este hecho constituyó la base de una creencia posterior: «No puedo conservar el afecto de un hombre». En razón de esa creencia tendía a evitar las situaciones en las que podía ser rechazada.
Hasta ahora hemos hablado de las «tendencias innatas» y la «conducta» como si esas características pudieran explicar las diferencias individuales. En realidad, según nuestra teoría los programas integrados cognitivo-afectivo-motivacionales son los que deciden la conducta del individuo y lo hacen distinto de las otras personas. En los niños mayores y en los adultos, la timidez, por ejemplo, deriva de una infraestructura de actitudes del tipo de «es peligroso exponerse», un umbral bajo para la angustia en las situaciones interpersonales, y la tendencia a titubear frente a extraños o personas que se acaban de conocer. Esas creencias se fijan como consecuencia de la repetición de experiencias traumáticas que parecen confirmarlas.
A pesar de la poderosa combinación de las predisposiciones innatas y las influencias ambientales, algunos individuos logran cambiar su conducta y modificar las actitudes subyacentes. No todo niño tímido se convierte en un adulto tímido. La influencia de personas clave y de las experiencias deliberadas para cultivar conductas más asertivas, por ejemplo, pueden hacer que una persona tímida se vuelva más expresiva y sociable. Como veremos en los capítulos siguientes de este libro, incluso las pautas fuertemente inadaptadas pueden modificarse centrando la terapia en la puesta a prueba de esas actitudes y en la formación o fortalecimiento de otras más adaptativas.
Hasta ahora nuestra formulación ha abordado, aunque sucintamente, la cuestión del modo como la dotación innata puede interactuar con las influencias ambientales para generar distinciones cuantitativas en las pautas cognitivas, afectivas y conductuales características que explican las diferencias individuales de personalidad. Cada individuo tiene un perfil único de personalidad, que consiste en los diversos grados de probabilidad de que responda de cierto modo a cierto grado de una situación particular.
Alguien que ingresa en un grupo en el que hay gente que no conoce quizá piense: «Parezco estúpido», y vacile. Otra tal vez reaccione con el pensamiento «Puedo resultarles divertido». Otra puede pensar: «No son amistosos y es posible que pretendan manipularme», por lo cual estará en guardia. Cuando los individuos tienen diferentes respuestas características, éstas reflejan importantes diferencias estructurales representadas en sus creencias o esquemas básicos. Las creencias básicas, respectivamente, serían: «Soy vulnerable porque soy incapaz en las situaciones nuevas», «Yo divierto a todo el mundo» y «Soy vulnerable porque la gente es inamistosa». Tales variaciones se encuentran en personas normales, bien adaptadas, y dan una coloración distintiva a cada personalidad. Pero en los trastornos de la personalidad las creencias de ese tipo son mucho más pronunciadas; en nuestro ejemplo caracterizan, respectivamente, a los trastornos de la personalidad por evitación, histriónico y paranoide. Los individuos con trastornos de la personalidad presentan las mismas conductas repetitivas en muchas más situaciones que las otras personas. Los esquemas inadaptados típicos de los trastornos de la personalidad son suscitados por muchas o casi todas las situaciones, tienen un carácter compulsivo y son menos fáciles de controlar o modificar que sus equivalentes en otras personas. Toda situación que opera sobre el contenido de sus esquemas mal adaptados los activa, en vez de activar los más adaptativos. En su mayor parte, esas pautas son contraproducentes para muchas de las metas importantes de estos individuos. En suma, en relación con las de las otras personas, sus actitudes y conductas disfuncionales presentan una generalización excesiva, son inflexibles, imperativas y resistentes al cambio.
El origen de las creencias disfuncionales
Puesto que las pautas de personalidad (cognición, afecto y motivación) de las personas con trastornos de la personalidad presentan desviaciones respecto de las otras personas, surge el interrogante de cómo se desarrollan. Para abordar esta cuestión —aunque sea brevemente— tenemos que volver a la interacción naturaleza-crianza. Los individuos particularmente sensibles al rechazo, el abandono o la frustración suelen desarrollar miedos y creencias intensas sobre el significado catastrófico de esos hechos. Un paciente predispuesto por naturaleza a reaccionar en exceso a los rechazos más comunes de la niñez, puede desarrollar una autoimagen negativa («No merezco ser amado»). Esa imagen queda reforzada si el rechazo es muy fuerte, reiterado, o se produce en un momento de particular vulnerabilidad. Con la repetición, la creencia se estructura.
La paciente antes mencionada, Sue, desarrolló una imagen de sí como inepta e inadecuada porque sus hermanos la criticaban cada vez que cometía un error. Para protegerse todo lo posible del dolor y el sufrimiento, tendía a evitar las situaciones en las que podrían producirse. Su actitud generalizada en exceso era: «Si me permito ser vulnerable en cualquier situación, resultaré herida».
Procesamiento de la información y personalidad
El modo como las personas procesan los datos sobre sí mismas y sobre los demás sufre la influencia de sus creencias y los otros Componentes de su organización cognitiva. Cuando existe algún tipo de trastorno —un síndrome sintomático (Eje I) o un trastorno de la personalidad (Eje II)— la utilización ordenada de esos datos se vuelve sistemáticamente distorsionada de un modo disfuncional. Esa distorsión de la interpretación y la conducta consecuente reciben su forma de creencias disfuncionales.
Volvamos al ejemplo de Sue, que tenía trastornos de la personalidad por dependencia y por evitación, y a la que la preocupaba mucho ser rechazada. En una secuencia típica, oyó ruidos provenientes de la habitación vecina, donde su novio, Tom, realizaba algunas tareas. La percepción de esos ruidos le proporcionó el material de datos para su interpretación. Dicha percepción aparecía insertada en un contexto específico —sabía que Tom estaba colgando algunos cuadros—. La fusión del estímulo y el contexto constituía la base de la información.
Como los datos sensoriales en bruto —por ejemplo los ruidos— tienen en sí mismos un limitado valor informativo, es preciso transformarlos en alguna clase de configuración significativa. La integración en una pauta coherente es el producto de estructuras (esquemas) que operan sobre los datos sensoriales brutos dentro del contexto específico. El pensamiento instantáneo de Sue fue: «Tom está haciendo mucho ruido». La mayoría de las personas cerrarían en ese punto su procesamiento de la información, almacenando esa inferencia en la memoria a corto plazo. Pero como Sue estaba predispuesta a sentir rechazo, en tales situaciones se inclinaba a extraer importantes significados. En consecuencia, su procesamiento de la información no se detuvo y adscribió un significado personalizado: «Tom está haciendo mucho ruido porque está enojado conmigo».
Tal atribución de causalidad es consecuencia de un orden superior de estructuración que adscribe significaciones a los hechos. Un componente (esquema) de este sistema de nivel superior sería la creencia de que «Si alguien íntimamente allegado a mí hace ruido, significa que está enojado conmigo». Este tipo de creencia representa un esquema condicional («si… entonces…»), en contraste con un esquema básico («No merezco que me amen»).
No era imposible que Tom estuviera enojado con Sue. Pero por la fuerza de su creencia básica, Sue interpretaba lo mismo, siempre que alguien significativo para ella —como Tom— hiciera ruido, por estar enojado o no. Además, en la jerarquía de sus creencias ocupaba un lugar prominente la fórmula «Si está enojado, me rechazará», y, en un nivel más generalizado, «Si la gente me rechaza, me quedaré sola» y «Estar sola será devastador». Las creencias están organizadas en una jerarquía que les asigna en los niveles sucesivos significados cada vez más complejos.
Este ejemplo ilustra un concepto relativamente nuevo en la psicología cognitiva, a saber: que el procesamiento de la información es influido por un mecanismo de feed-forward (Mahoney, 1980). En el nivel más básico, Sue tenía la creencia de que no podía despertar amor. Esa creencia se manifestaba por la disposición a asignar cierto significado sistemático a todo hecho importante (Beck, 1964, 1976), y tomaba una forma condicional: «Si los hombres me rechazan, significa que no puedo ser amada». En general, esta creencia se mantenía «a la expectativa» si la paciente no se veía expuesta a una situación en la que podía sufrir el rechazo de un hombre. Esa creencia (o esquema) desplazaba a otras creencias (o esquemas) más razonables, aunque estas últimas fueran más apropiadas cuando se producía una situación relacionada con el tema (Beck, 1967). Si había datos de los que se pudiera suponer que indicaban que Tom la estaba rechazando, la atención de la joven quedaba fijada en la idea de la imposibilidad de ser amada. Moldeada la información sobre la conducta de Tom a fin de adecuarla a ese esquema, aunque otra fórmula concordara mejor con los datos (por ejemplo, «El ruido es señal de exuberancia»). Como el esquema de rechazo de Sue era hipervalente, se activaba con preferencia a otros esquemas, a los que parecía inhibir.
Desde luego, los procesos psicológicos de Sue no se detenían con la conclusión de que había sido rechazada. Siempre que se activa un esquema de pérdida o amenaza personales, se produce la activación consiguiente de un «esquema afectivo»; en el caso de Sue, ese esquema le producía una intensa tristeza. La interpretación negativa de un hecho está vinculada a un afecto que es congruente con ella.
Aunque fenómenos tales como los pensamientos, sentimientos y deseos se limiten quizás a pasar fugazmente por nuestra conciencia, las estructuras subyacentes responsables de esas experiencias subjetivas son relativamente estables y persistentes. Además no son en sí mismas conscientes, aunque por medio de la introspección podemos identificar su contenido. Sin embargo, a través de procesos conscientes tales como el reconocimiento, la evaluación y la puesta a prueba de sus interpretaciones (técnicas básicas de la terapia cognitiva), las personas pueden modificar la actividad de las estructuras subyacentes y en algunos casos cambiarlas sustancialmente.
Características de los esquemas
En este punto sería deseable puntualizar el lugar de los esquemas en la personalidad y describir sus características.
El concepto de «esquema» tiene una historia relativamente larga en la psicología del siglo XX. El término, que puede rastrearse hasta Barlett (1932, 1958) y Piaget (1926, 1936/1952), se ha empleado para designar las estructuras que integran y adscriben significado a los hechos. El contenido de los esquemas puede tener que ver con las relaciones personales (como las actitudes respecto de uno mismo o los demás) o con categorías impersonales (por ejemplo, los objetos inanimados). Estos objetos pueden ser concretos (una silla) o abstractos (mi país).
Los esquemas tienen cualidades estructurales adicionales, como la amplitud (son reducidos, discretos o amplios), la flexibilidad o rigidez (capacidad para la modificación) y la densidad (preeminencia relativa en la organización cognitiva). También se los describe en función de su valencia —su grado de activación en un momento dado—. El nivel de activación (o valencia) oscila entre los extremos de «latente» e «hipervalente». Cuando los esquemas son latentes, no participan en el procesamiento de la información; cuando están activados, canalizan el procesamiento cognitivo desde las primeras etapas hasta las finales. El concepto de esquema es similar a la formulación de los «constructos personales» por parte de George Kelly (1955).
En el campo de la psicopatología, el término «esquema» se ha aplicado a estructuras con un contenido idiosincrásico altamente personalizado, que se activan durante trastornos tales como una depresión, la ansiedad, las crisis de angustia y las obsesiones, y se vuelven predominantes. Cuando son hipervalentes, esos esquemas idiosincrásicos desplazan y probablemente inhiben a otros que podrían ser más adaptativos o apropiados en una situación dada. En consecuencia, introducen una tendenciosidad sistemática en el procesamiento de la información (Beck, 1964, 1967; Beck y otros, 1985).
Los esquemas típicos de los trastornos de la personalidad se asemejan a los activados en los síndromes clínicos, pero actúan con más continuidad en el procesamiento de la información. En el trastorno de la personalidad por dependencia, el esquema «necesito ayuda» se activará siempre que surja una situación problemática, mientras que en las personas deprimidas sólo adquirirá relieve durante la depresión. En los trastornos de la personalidad, los esquemas forman parte del procesamiento de la información normal, cotidiano.
La personalidad puede concebirse como una organización relativamente estable compuesta por sistemas y modalidades. Los sistemas de estructuras entrelazadas (esquemas) son los responsables de la secuencia que va desde la recepción de un estímulo hasta el punto final de una respuesta conductual. La integración de los estímulos ambientales y la formación de una respuesta adaptativa depende de esos sistemas entrelazados de estructuras especializadas. En la memoria, la cognición, el afecto, la motivación, la acción y el control, participan sistemas separados pero relacionados. Las unidades básicas de procesamiento, que son los esquemas, están organizadas según sus funciones (y también según su contenido). Diferentes tipos de esquemas tienen diferentes funciones. Por ejemplo, los esquemas cognitivos tienen que ver con la abstracción, la interpretación y el recuerdo; los esquemas afectivos son responsables de la generación de sentimientos; los esquemas motivacionales se relacionan con los deseos; los esquemas instrumentales preparan para la acción, y los esquemas de control están involucrados en la autoobservación y la inhibición o dirección de las acciones.
Algunos subsistemas compuestos por esquemas cognitivos apuntan a la autoevaluación; otros, a la evaluación de las otras personas. Hay subsistemas destinados a almacenar recuerdos (episódicos o semánticos), y a proporcionar acceso a ellos. Y aun otros subsistemas preparan para situaciones futuras y proporcionan la base de las expectativas, previsiones y proyectos de largo alcance.
Cuando ciertos esquemas son hipervalentes, el umbral para la activación de los subesquemas constitutivos es bajo: los pone en marcha con facilidad un estímulo remoto o trivial. Son también «predominantes»; es decir que en el procesamiento de la información desalojan con facilidad a esquemas o configuraciones más apropiados (Beck, 1967). De hecho, la observación clínica sugiere que los esquemas más adecuados a la situación estímulo real son inhibidos activamente. Por ejemplo, en la depresión clínica prevalecen los esquemas negativos, de lo que resulta una tendenciosidad negativa sistemática en la interpretación y el recuerdo de experiencias, así como en las previsiones de corto y largo plazo, mientras que los esquemas positivos se vuelven menos accesibles. Los pacientes deprimidos perciben con facilidad los aspectos negativos de un hecho, pero es difícil que adviertan los positivos. Recuerdan los hechos negativos mucho más fácilmente que los positivos. A la probabilidad de resultados indeseables le atribuyen mayor peso que a la de resultados positivos.
Cuando una persona entra en una depresión clínica (o un trastorno por ansiedad) se produce un pronunciado «cambio cognitivo». En términos de energía, ese cambio produce un alejamiento del procesamiento cognitivo normal y favorece el predominio de un procesamiento por medio de los esquemas negativos que constituyen el modo depresivo. Los términos «catexia» y «contracatexia» han sido empleados por autores psicoanalíticos para designar el despliegue de energía que activa pautas inconscientes (catexia) o las inhibe (contracatexia). En la depresión, por ejemplo, está catectizado el modo depresivo; en el trastorno por ansiedad generalizada, está catectizado el modo «peligro»; en el trastorno por angustia, está catectizado el modo «angustia» (Beck y otros, 1985).
Puede parecer que el examen de las pautas cognitivas y conductuales subestima los aspectos subjetivos de nuestra vida emocional —nuestros sentimientos de tristeza, alegría, terror y cólera—. Sabemos que es probable que nos sintamos tristes cuando estamos separados de un ser querido o sufrimos una pérdida de status; que nos agrada recibir expresiones de afecto o alcanzar una meta y que nos enojamos cuando se nos trata injustamente. ¿Cómo se insertan esas experiencias emocionales —o afectivas— en el esquema de la organización de la personalidad? ¿Cuál es su relación con las estructuras y estrategias cognitivas básicas?
Según nuestra formulación, el afecto relacionado con el placer y el dolor desempeña un papel clave en la movilización y el mantenimiento de las estrategias cruciales. Las estrategias de supervivencia y reproducción parecen operar en parte a través de su ligazón con los centros de placer-dolor. Como se ha señalado antes, las actividades dirigidas a la supervivencia y la reproducción conducen al placer cuando se consuman con éxito, y al «dolor» cuando se ven frustradas. Los impulsos relacionados con los apetitos alimentarios y sexuales crean tensión al ser estimulados, y gratificación al ser satisfechos. Otras estructuras emocionales que producen ansiedad y tristeza, respectivamente, refuerzan las señales cognitivas que nos alertan ante el peligro o acentúan la percepción de que hemos perdido algo valioso (Beck y otros, 1985). Ahora examinaremos mecanismos automáticos asociados con el sistema de control e involucrados en la modulación de la conducta.
De la percepción a la conducta
Entre los componentes básicos de la organización de la personalidad hay secuencias de diferentes tipos de esquemas que actúan como una línea de montaje. Para simplificar, se puede considerar que esas estructuras operan en una progresión lineal lógica. Por ejemplo, la exposición a estímulos peligrosos activa el correspondiente «esquema de peligro», que comienza a procesar la información. Después se activan en secuencia los esquemas afectivo, motivacional, de acción y de control. La persona interpreta la situación como peligrosa (esquema cognitivo), siente ansiedad (esquema afectivo), quiere alejarse (esquema motivacional) y se moviliza para huir (esquema de acción o instrumental). Si juzga que la huida es contraproducente, puede inhibir ese impulso (esquema de control).
En los trastornos del Eje I se vuelve hipervalente un modo específico, y conduce, por ejemplo, a preocuparse por la pérdida, el peligro o el combate. En el caso de la depresión se establece una reacción en cadena:
cognitiva → afectiva → motivacional → motriz
En las situaciones personalmente significativas, la interpretación y el afecto se alimentan en el circuito o «bucle efector», o sistema de acción. Por ejemplo, después de haber interpretado un rechazo, el rostro de Sue adquiría una expresión de tristeza. Este proceso, que se produce de modo automático, podría haber servido filogenéticamente como una forma de comunicación —por ejemplo como señal de congoja—. Al mismo tiempo se activaban en Sue los «esquemas de acción»: su propia estrategia particular para responder al rechazo. Entonces —en la ocasión examinada más arriba— experimentó el impulso de entrar en la habitación contigua y pedirle a Tom que la tranquilizara. Se sentía llevada a actuar en concordancia con su estrategia estereotipada. En ese punto, podía ceder o no a su impulso de correr hacia Tom.
El sistema interno de control
Sabemos que las personas no ceden a todo impulso, ya sea que se trate de reír, llorar o golpear a alguien. Otro sistema —el «sistema de control»— opera en conjunción con el sistema de acción para modular, modificar o inhibir impulsos. Este sistema también se basa en creencias, muchas de las cuales —o la mayoría— son realistas o adaptativas. Mientras que los impulsos constituyen los «quiero», esas creencias constituyen los «hacer» o «no hacer» (Beck, 1976). Ejemplos de tales creencias son «Está mal pegarle a alguien más débil o más grande que tú», «Debes respetar a las autoridades», «No debes llorar en público». Esas creencias se traducen automáticamente en órdenes: «No pegues», «Haz lo que se te dice», «No llores». Entonces las prohibiciones oponen su fuerza a la expresión de los deseos. Sue tenía creencias personales específicas —en este caso, en particular, «Si abuso pidiéndole a Tom que me tranquilice, se enojará conmigo» (una predicción). De ahí que inhibió su impulso a precipitarse en la habitación vecina y preguntarle al joven si todavía la amaba.
En la terapia es importante identificar las creencias (por ejemplo, «No puedo gustarle a nadie») que dan forma a las interpretaciones personales, las del sistema instrumental que inician la acción (por ejemplo, «Preguntarle si me ama»), y las del sistema de control que gobiernan las anticipaciones y consecuentemente facilitan o inhiben las acciones (Beck, 1976). El sistema de control o regulador desempeña un papel crucial —y a menudo no reconocido— en el trastorno de la personalidad, y por lo tanto merece más atención.
Las funciones de control pueden dividirse en las relacionadas con la autorregulación —esto es, dirigidas hacia adentro— y las involucradas en la relación con el ambiente externo, primordialmente el entorno social.
Los procesos autorregulatorios de particular importancia para los trastornos de la personalidad tienen que ver con el modo como las personas se comunican consigo mismas. Las comunicaciones internas consisten en la autoobservación, la autoevaluación y autopercepción, las advertencias y las instrucciones dirigidas a uno mismo (Beck, 1976). Cuando son exagerados o deficientes, esos procesos se vuelven más visibles. Las personas que se observan demasiado tienden a ser inhibidas —lo vemos en la personalidad evitativa, así como en los estados de ansiedad—, mientras que una inhibición escasa facilita la impulsividad.
Las autopercepciones y autoevaluaciones son métodos importantes para determinar si uno «va por buen camino». La autopercepción simplemente representa la observación de sí mismo; la autoevaluación implica formular juicios sobre el propio valor: bueno-malo, digno-indigno, amablerechazable. Las autoevaluaciones negativas son claramente visibles en la depresión, pero pueden operar de una manera más sutil en la mayoría de los trastornos de la personalidad.
En el funcionamiento normal, este sistema de autoevaluaciones y autoestimaciones actúa más o menos automáticamente. El individuo puede no percatarse de esas señales de sí mismo a menos que centre en ellas específicamente su atención. Entonces esas cogniciones pueden representarse en una forma particular denominada «pensamientos automáticos» (Beck, 1967). Como ya se ha observado, los pensamientos automáticos se vuelven hipervalentes en la depresión y se expresan en ideas tales como «Soy indigno» o «Soy indeseable».
Las autoevaluaciones y autoinstrucciones parecen derivar de estructuras más profundas, a saber, los autoconceptos o autoesquemas. De hecho, los autoconceptos exageradamente negativos (o positivos) pueden ser los factores que llevan a alguien, de tener un «tipo de personalidad», a tener un «trastorno de la personalidad». Por ejemplo, el desarrollo de una concepción rígida de sí mismo como alguien desamparado puede hacer que un niño que ha experimentado los deseos normales de dependencia pase a una dependencia «patológica» en la edad adulta. De modo análogo, el énfasis en el sistema, el control y el orden predisponen a un trastorno de la personalidad en el que el sistema sea el amo en lugar de ser el instrumento, a saber: el trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad.
En el curso de la maduración desarrollamos una mezcla confusa de reglas que proporcionan el sustrato de nuestras autoevaluaciones y autoinstrucciones. Esas reglas también constituyen la base para establecer normas, expectativas y planes de acción para nosotros mismos. Una mujer que tiene una regla que dice «Siempre debes realizar un trabajo perfecto» quizás esté evaluando continuamente su comportamiento, elogiándose por alcanzar una meta o criticándose por no haberlo hecho. Como esta regla es rígida, esa mujer no puede actuar en concordancia con una regla práctica más flexible, como «Lo importante es hacer el trabajo, aunque no esté perfecto». De modo análogo, se desarrollan reglas para la conducta interpersonal: los «hacer» y «no hacer» pueden conducir a una acentuada inhibición social, como la que encontramos en las personalidades evitativas. A estas personas les creará ansiedad incluso el pensamiento fantasioso de violar una regla tal como «No te arriesgues».
La transición a los trastornos del Eje II. Ya hemos examinado la idea del «cambio cognitivo». Cuando un individuo desarrolla un trastorno de Eje II, tiende a procesar la información selectivamente y de un modo disfuncional.
Los cambios en la organización de la personalidad
La facilidad con que los pacientes aceptan sus creencias condicionales durante la depresión o los trastornos por ansiedad sugiere que han perdido temporalmente la capacidad para someter sus interpretaciones disfuncionales a la prueba de realidad. Por ejemplo, un paciente deprimido que tiene la idea de «Soy un ser humano despreciable» parece carecer de capacidad para considerar esta creencia, sopesar las pruebas en contra y rechazarla si no hay pruebas que la respalden. Se diría que la discapacidad cognitiva reposa en la pérdida temporal del acceso a los modos racionales de cognición mediante los cuales ponemos a prueba nuestras conclusiones. La terapia cognitiva apunta explícitamente a «reactivar» el sistema de la prueba de realidad. Mientras tanto, el terapeuta le sirve al paciente como verificador auxiliar del valor de realidad de las creencias.
Los pacientes deprimidos difieren también por su procesamiento automático de los datos. El trabajo experimental (Gilson, 1983) indica que incorporan rápida y eficientemente la información negativa sobre ellos mismos, pero están bloqueados en el procesamiento de la información positiva. El pensamiento disfuncional predomina y se dificulta la aplicación de los procesos cognitivos correctivos, más racionales.
Como ya lo señalamos, el modo como un individuo utiliza los datos sobre sí mismo y sobre los otros es influido por la organización de su personalidad. Cuando hay un trastorno de algún tipo —un síndrome clínico (sintomático) (Eje I), o un trastorno de la personalidad (Eje II)— el procesamiento ordenado de esos datos es disfuncionalmente distorsionado de un modo sistemático. La distorsión de la interpretación y la conducta consecuente es conformada por las creencias y actitudes disfuncionales de los pacientes.
Los cambios en la organización cognitiva
Muchas de las creencias básicas que encontramos en los trastornos del Eje II se vuelven evidentes cuando el paciente desarrolla un trastorno por ansiedad generalizada o una depresión mayor. Por ejemplo, algunas de las creencias condicionales más específicas se amplían para incluir un espectro mucho mayor de situaciones. La creencia o actitud de «Si alguien no me guía en las situaciones nuevas, no salgo a flote» adquiere un mayor alcance: «Si en todo momento no tengo a alguien a mano, me hundo». A medida que aumenta la depresión, esas creencias pueden llegar a «Puesto que estoy desamparado, necesito a alguien que se haga cargo de mí y me cuide». Esas creencias adquieren entonces su carácter más absoluto y extremo.
Además, las creencias que el paciente tenía antes de desarrollar la depresión (u otro trastorno del Eje I) se vuelven mucho más verosímiles y generalizadas. Por ejemplo, «Si no tienes éxito, careces de valor» o «Una buena madre siempre satisface las necesidades de sus hijos». Asimismo, se acentúan y amplían las creencias negativas sobre uno mismo (la autoimagen negativa), hasta ocupar todo el concepto de sí mismo (Beck, 1967), de modo que el paciente empieza a perseverar en el pensamiento de «Carezco de valor» o «Soy un desastre». Las creencias o pensamientos negativos, que eran transitorios y menos poderosos antes de la depresión, se vuelven predominantes y gobiernan los sentimientos y la conducta del paciente.
El cambio cognitivo
La experiencia de Sue ilustra el cambio que se produce en las funciones cognitivas con la transición desde un trastorno de la personalidad hacia un estado de ansiedad y después a la depresión. Hasta donde Sue podía recordar, siempre había dudado de ser alguien aceptable. Cuando su relación con Tom se vio amenazada, esas dudas esporádicas sobre sí misma se transformaron en una preocupación continua. A medida que entraba en la depresión, la creencia de que podría ser indeseable se convirtió en la creencia de que era indeseable.
De modo análogo, la actitud de esta joven acerca del futuro pasó de una incertidumbre crónica a una aprensión continua, y finalmente, mientras se deprimía más, al desamparo respecto del futuro. Además, cuando se sentía ansiosa tendía a prever catástrofes, pero cuando estaba deprimida aceptaba esas catástrofes como si ya hubieran ocurrido.
Cuando no estaba clínicamente deprimida o ansiosa, Sue tenía acceso a alguna información positiva sobre ella misma: era «una buena persona», una amiga considerada y leal, una trabajadora concienzuda. Cuando se ponía ansiosa, aún podía reconocerse esas cualidades positivas, pero le parecían menos importantes, tal vez porque aparentemente no le aseguraban una relación estable con un hombre. Sin embargo, con el inicio de la depresión le resultaba difícil reconocer o incluso pensar en sus propias ventajas; cuando podía reconocerlas, tendía a descalificarlas, puesto que eran discordantes con su autoimagen.
Ya hemos observado que las creencias disfuncionales de los pacientes se vuelven más extremas y rígidas a medida que se desarrolla el trastorno afectivo. Antes de esto, Sue sólo ocasionalmente suscribía la creencia de «No puedo ser feliz con un hombre». Cuando se desarrollaron su ansiedad y su depresión, esta creencia se convirtió en «Siempre seré infeliz si no tengo un hombre».
La progresión de la disfunción cognitiva desde el trastorno de la personalidad hasta la ansiedad y después la depresión queda ilustrada por el deterioro gradual de la prueba de realidad. En un estado ansioso, Sue podía ver con cierta objetividad algunas de sus preocupaciones catastróficas. Advertía que el pensamiento de que «Siempre estaré sola y seré infeliz si se rompe esta relación» era sólo un pensamiento. Cuando se deprimía, la idea de que sin duda siempre sería infeliz ya no era una posibilidad; para ella era la realidad, un hecho.
En la terapia, las creencias antiguas que forman la matriz del trastorno de la personalidad son las más difíciles de cambiar. Las creencias asociadas sólo con los trastornos afectivos y por ansiedad son susceptibles de una mejoría más rápida, porque son menos estables. Por ejemplo, es posible que una persona pase de un modo depresivo a un modo más normal con psicoterapia, quimioterapia o simplemente con el transcurso del tiempo. Hay una circulación de la energía —o catexia— de una modalidad a otra. Cuando se produce ese cambio, se atenúan considerablemente los rasgos del «trastorno del pensamiento» en la depresión (distorsión negativa sistemática, generalización excesiva, personalización). El modo «normal» del trastorno de la personalidad es más estable que el modo depresivo o ansioso. Puesto que en ese «modo normal» los esquemas tienen más solidez y están más representados en la organización cognitiva, son menos susceptibles de cambio. Estos esquemas les dan sus características distintivas a la personalidad normal y al trastorno de la personalidad. En cada trastorno de la personalidad predominan ciertas creencias y estrategias que dan forma a un perfil característico. Estos rasgos distintivos serán examinados en el capítulo siguiente.