CAPÍTULO 1
VISIÓN GENERAL DE LA TERAPIA COGNITIVA DE LOS TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD
La terapia de pacientes con distintos trastornos de la personalidad ha sido sometida a examen en la literatura clínica desde el inicio de la historia conocida de la psicoterapia. Los casos clásicos de Anna O. (Breuer y Freud, 1893-1895/1955) y del Hombre de las Ratas (Freud, 1909, 1955), de Sigmund Freud, pueden rediagnosticarse como trastornos de la personalidad según los criterios actuales. Con el desarrollo del primer Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-I) de la American Psychiatric Association (APA, 1952) hasta la versión actual del manual (DSM-III-R; APA, 1987), se han ido ampliando y refinando gradualmente las definiciones y los parámetros que permiten comprender estos estados graves y crónicos. La literatura general sobre el tratamiento psicoterapéutico de los trastornos de la personalidad es más reciente y crece con rapidez. La principal orientación teórica en la literatura actual sobre los trastornos de la personalidad, o en la literatura psicoterapéutica en general, ha sido psicoanalítica (Abend, Porder y Willick, 1983; Chatham, 1985; Goldstein, 1985; Gunderson, 1984; Horowitz, 1977; Kernberg, 1975, 1984; Lion, 1981; Masterson, 1978, 1980, 1985; Reid, 1981; Saúl y Warner, 1982; Waldinger y Gunderson, 1987).
El enfoque cognitivo-conductual de los trastornos de personalidad
Más recientemente, terapeutas conductuales (Linehan, 1987 a, b; Linehan, Armstrong, Alimón, Suárez y Miller, 1988; Linehan, Armstrong, Suárez y Alimón, 1988) y cognitivo-conductuales (Fleming, 1983, 1985; Fleming y Pretzer, en prensa; Freeman, 1988a,b; Freeman y Leaf, 1989; Freeman, Pretzer, Fleming y Simón, 1990; Pretzer, 1983, 1985, 1988; Pretzer y Fleming, 1989; Young y Swift, 1988) empezaron a concebir y plantear un enfoque de tratamiento cognitivo-conductual. El libro de Millón (1981) es uno de los pocos que en esta área ofrecen un punto de vista socioconductual. En su origen, los enfoques cognitivos abrevaron en las ideas de los «analistas del yo», derivadas de las obras de Adler, Horney, Sullivan y Frankl. Aunque los psicoanalistas consideraban radicales sus innovaciones terapéuticas, las terapias cognitivas primitivas eran en muchos sentidos «terapias de insight», ya que empleaban en gran medida técnicas introspectivas para modificar la «personalidad» manifiesta del paciente (Ellis, 1962; Beck, 1967). A partir de ese trabajo inicial, Beck (1963, 1976; Beck, Rush, Shaw y Emery, 1979; Beck y Emery con Greenberg, 1985) y Ellis (1975a,b, 1958) se contaron entre los primeros en emplear una amplia gama de técnicas conductuales de tratamiento que incluían el trabajo para el hogar estructurado in vivo. Todos ellos subrayaron sistemáticamente el efecto terapéutico de las técnicas cognitivas y conductuales, no sólo sobre las estructuras sintomáticas, sino también sobre los «esquemas» cognitivos o creencias controladoras. Los terapeutas cognitivos trabajan en el nivel de la estructura sintomática (problemas manifiestos) y en el de los esquemas subyacentes (estructuras inferidas). La mayor parte de los análisis de la práctica psicoterapéutica se encuentran con que los pacientes suelen presentar problemas básicos o «nucleares» —problemas centrales tanto para los estados disfuncionales (por ejemplo, un autoconcepto negativo) como para la conducta problemática (por ejemplo, una conducta dependiente) (Frank, 1973)—. La terapia cognitiva postula que hay importantes estructuras cognitivas organizadas jerárquicamente en categorías. Una amplia gama de las dificultades de un paciente pueden subsumirse bajo una clase, y ser influidas por los cambios de un único esquema o de varios. Esta formulación es congruente con las principales teorías contemporáneas sobre la estructura cognitiva y el desarrollo cognitivo, que hacen hincapié en la función de los esquemas como determinantes de la conducta guiada por reglas (Neisser, 1976; Piaget, 1970,1974, 1976, 1978; Schank y Abelson, 1977). Los esquemas proporcionan las instrucciones que guían el centro, la dirección y las cualidades de la vida diaria, así como las contingencias especiales.
Los teóricos de la terapia cognitiva comparten con los psicoanalistas la idea de que en el tratamiento de los trastornos de la personalidad es por lo general más productivo identificar y modificar los problemas «nucleares». Las dos escuelas difieren en su visión de la naturaleza de dicha estructura nuclear; para la escuela psicoanalítica, esas estructuras son inconscientes y no fácilmente accesibles para el paciente. Desde el punto de vista de la terapia cognitiva, los productos en proceso son en gran medida conscientes (Ingram y Hollon, 1986) y, con un entrenamiento especial, aún más procesos pueden resultar accesibles a la conciencia. Los sentimientos y la conducta disfuncionales (siempre para la teoría de la terapia cognitiva) se deben en gran medida a la función de ciertos esquemas que tienden a producir sistemáticamente juicios tendenciosos y una tendencia correlativa a cometer errores en ciertos tipos de situaciones. La premisa básica del modelo de la terapia cognitiva es que la fuente principal del afecto y la conducta disfuncionales en los adultos reside en la distorsión atributiva, y no en la distorsión motivacional o de respuesta (Hollon, Kendall y Lumry, 1986; Mathews y MacLeod, 1986; MacLeod, Mathews y Tata, 1986; Zwemer y Deffenbacher, 1984). Otros trabajos han demostrado que las pautas cognitivas clínicamente pertinentes están relacionadas con la psicopatología del niño, en correlación con las pautas afectivas y cognitivas de relación que se encuentran entre los adultos (Beardslee, Bemporad, Keller y Klerman, 1983; Leitenberg, Yost y Carroll-Wilson, 1986; Quay, Routh y Shapiro, 1987; Ward, Friedlander y Silverman, 1987), y que una terapia cognitiva eficaz puede seguir una línea similar en niños y adultos (DiGiuseppe, 1983, 1986, 1989).
Por el carácter prolongado de los problemas caracterológicos de los pacientes con un trastorno de la personalidad, por el hecho de que generalmente evitan la psicoterapia dado que con frecuencia llegan al consultorio debido a la presión familiar o a exigencias legales, y por su resistencia manifiesta al cambio o su incapacidad para cambiar, estos sujetos suelen ser los más difíciles entre los casos del clínico. Por lo general suponen más trabajo en cada sesión, mayor tiempo de terapia, una mayor exigencia a las aptitudes (y la paciencia) del terapeuta, y más energía por su parte que para la mayoría de los otros pacientes. Debido a este dispendio, hay menos ganancia terapéutica, mayor dificultad en lograr conformidad con el tratamiento, y tasas de cambio y satisfacción —tanto en el terapeuta como en el paciente— más reducidas que las que son características con otro tipo de pacientes.
Lo típico es que estos pacientes recurran a la terapia no presentando como problema trastornos de personalidad, sino por lo general quejas de depresión y ansiedad codificadas en el Eje I del DSMIII-R. Los problemas comunicados de depresión y ansiedad pueden separarse de las pautas del Eje II o derivar del trastorno de la personalidad del Eje II y nutrirse de él. El curso de la terapia es mucho más complicado cuando existe una combinación de trastornos de los Ejes I y II. En la terapia cognitiva de los trastornos de la personalidad hay que modificar la duración del tratamiento, la frecuencia de las sesiones, las metas y expectativas de terapeuta y paciente, y las técnicas y estrategias necesarias. En vista de las dificultades inherentes al trabajo con los trastornos de la personalidad, sorprende que muchos de esos pacientes mejoren con el tipo de terapia cognitiva modificada que describimos en este volumen.
Los pacientes con trastornos de la personalidad a menudo ven los desórdenes con los que se enfrentan en el trato con otras personas o en sus tareas como externos a ellos, y por lo general independientes de su propia conducta o percepción. A menudo se describen como víctimas de los otros o, más globalmente, del «sistema». Esos pacientes suelen no darse cuenta de cómo llegaron a ser lo que son, de cómo contribuyen a crear sus propios problemas, ni tampoco saben cómo cambiar. Suelen ser enviados por miembros de la familia o amigos que reconocen una pauta disfuncional o están en el límite de lo que pueden hacer para tener bajo control a esos individuos. Otros pacientes son derivados por el sistema judicial. Los de este último grupo suelen tener la opción de ir a la cárcel o iniciar una terapia (Henn, Herjanic y VanderPearl, 1976; Moore, Zusman y Root, 1984).
Otros pacientes tienen una conciencia mucho mayor de que sus problemas de personalidad (por ejemplo la dependencia excesiva, la inhibición, la evitación excesiva) se vuelven contra ellos mismos, pero tampoco saben cómo llegaron a ser lo que son, ni cómo cambiar. Hay aun otros pacientes que comprenden la etiología de su trastorno de personalidad, pero no tienen capacidad para el cambio.
Si bien el diagnóstico de algunos trastornos de la personalidad puede basarse en la historia tomada en las sesiones iniciales, con otros pacientes los indicadores diagnósticos quizá no aparezcan hasta después de iniciado el tratamiento. Quizás el clínico no advierta al principio la naturaleza caracterológica, la cronicidad y severidad de los problemas de personalidad del paciente (Koenigsberg, Kaplan, Gilmore y Cooper, 1985; Fabrega, Mezzich, Mezzich y Coffman, 1986; Karno, Hough, Burnam, Escobar, Timbers, Santana y Boyd, 1986). A menudo éstos son los pacientes que peor se desenvuelven socialmente (Casey, Tryer y Platt, 1985). Algunos buscan sólo un tratamiento sintomático de problemas agudos. Aun cuando también puede estar indicado un tratamiento centrado en el esquema (véanse los capítulos 3, 4 y 5), el paciente y el terapeuta no concuerdan automáticamente acerca de una serie de problemas o la agenda de metas del tratamiento. Si en el momento de la admisión se identifican problemas del Eje II, quizás el paciente no esté dispuesto a trabajar sobre el trastorno de la personalidad, sino que prefiere apuntar a los síntomas por los que fue derivado. Es importante recordar que son las metas del paciente, y no las de otros (entre los que se cuenta el terapeuta), las que están en el objetivo inicial del tratamiento. En la medida en que los esquemas del paciente son tanto el agente como el objetivo del cambio terapéutico, el terapeuta puede trabajar para desarrollar confianza en su guía y actuar tanto sobre los síntomas como sobre el esquema. Es probable que el diagnóstico y la planificación precoces del tratamiento sean más eficaces (Morrison y Shapiro, 1987).
Ciertos pacientes del Eje II guardan silencio sobre sus trastornos de personalidad a causa de una falta de insight o reconocimiento, o bien porque, aunque los reconocen, los niegan. Otros pacientes con estos trastornos niegan que sus problemas sean un reflejo de los trastornos mismos. La eficacia de la terapia cognitiva en un momento dado depende del grado de acuerdo entre las expectativas del paciente acerca de las metas terapéuticas y las del terapeuta (Martin, Martin y Slemon, 1987). Son importantes la confianza mutua y el reconocimiento por el terapeuta de los requerimientos del paciente, pues forman parte del encuadre médico (Like y Zyzanski, 1987). La lucha de poder por metas conflictivas suele impedir el progreso (Foon, 1985). La naturaleza cooperativa del proceso de establecer las metas es uno de los rasgos más importantes de la terapia cognitiva (Beck y otros 1979; Freeman y otros, 1990).
En algunos casos, el paciente puede no estar dispuesto a cambiar porque lo que el terapeuta conceptualiza como un trastorno del Eje II ha sido funcional para el sujeto a lo largo de muchas situaciones vitales. Estas conductas pueden haber sido funcionales en el trabajo, pero con un gran coste personal. Por ejemplo, Mary, una programadora de veintitrés años de edad, recurrió a la terapia debido a «la tremenda presión del trabajo, la incapacidad para disfrutar de la vida, un enfoque perfeccionista de prácticamente todas las tareas y un aislamiento general respecto de los otros». Era sumamente diligente en su empleo, y obtenía muy pocas satisfacciones del trabajo. Constantemente se atrasaba. «El no comprende que yo trabajo con mucha lentitud y cuidado. Solamente quiere que haga rápido el trabajo, y yo tengo mis propias normas sobre lo que considero lo bastante bueno como para entregarlo». La joven tenía que llevarse trabajo a casa los fines de semana, y los días hábiles se quedaba en la oficina hasta las siete u ocho de la noche para realizar la tarea de acuerdo con sus «normas». Los rasgos compulsivos de su personalidad habían sido recompensados antes en la escuela y en el hogar; los profesores siempre habían subrayado su trabajo prolijo y perfecto, de modo que en la graduación obtuvo muchos premios. Tras dejar la escuela, dedicaba todo su tiempo al trabajo, pero su perfeccionismo ya no era recompensado. En su vida había muy poco lugar para los amigos, el ocio o la diversión (Freeman y Leaf, 1989, págs. 405-406).
Los pacientes con personalidades dependientes son a veces ideales para el servicio en las fuerzas armadas, porque obedecen las órdenes. Un anciano de sesenta y seis años al que se le diagnosticaron trastornos de la personalidad obsesivo-compulsivo y por evitación, decía: «El mejor momento de mi vida lo pasé en el ejército. No tenía que preocuparme por qué ropa ponerme, qué hacer, adónde ir o qué comer».
Entre los signos heurísticos que pueden indicar la posibilidad de problemas del Eje II se cuentan los siguientes ítems:
- Un paciente o un conocido suyo informa: «Oh, siempre ha hecho eso, desde que era un niño», o bien el paciente dice: «Siempre he sido así».
- El paciente no acepta el régimen terapéutico. Si bien esta no conformidad (o «resistencia») es común en muchos problemas y por muchas razones, la no conformidad actual debe utilizar se como señal para una mayor exploración de problemas del Eje II.
- La terapia parece llegar a una interrupción súbita sin ninguna razón aparente. El clínico que trabaja con estos pacientes a menudo les ayuda a reducir los problemas de la ansiedad o la depresión, pero queda bloqueado en el trabajo terapéutico ulterior por el trastorno de la personalidad.
- Los pacientes no parecen tener la menor conciencia del efecto de su conducta sobre los demás. Hablan de las respuestas de los otros, pero no ven la conducta provocativa o disfuncional que pueden presentar ellos mismos.
- Hay un problema que concierne a la motivación del paciente para el cambio. Esta dificultad es especialmente real con aquellos que han sido «enviados» a la terapia por miembros de la familia o por un tribunal. El paciente dice estar de acuerdo con la terapia y da importancia al cambio, pero en realidad parece actuar como para evitarlo.
- Los problemas de personalidad del paciente le parecen aceptables y naturales. Por ejemplo, un paciente deprimido con un diagnóstico correspondiente al Eje II puede decir: «Sólo quiero librarme de esta depresión. Sé perfectamente lo que es sentirse bien, y quiero volver a sentirme así». El paciente de Eje II puede ver los problemas como si éstos fuesen él mismo: «Así es como soy», «Esto es lo que yo soy». Esto no indica de ningún modo que se sienta cómodo con su estilo de personalidad y las conductas que le acompañan. El paciente con un trastorno de la personalidad por evitación puede muy bien querer relacionarse más activamente con los demás, pero tiene pensamientos de inferioridad intrínseca. Por otro lado, un paciente con un trastorno narcisista de la personalidad quizá no reconozca ningún problema, salvo la negativa o renuencia de los otros a admirarle y a tenerle en alta estima.
El trastorno de la personalidad constituye probablemente una de las representaciones más impresionantes del concepto de «esquema» de Beck (Beck, 1964, 1967; Beck y otros 1979; Freeman, 1987; Freeman y otros, 1990). Los esquemas (reglas específicas que gobiernan el procesamiento de la información y la conducta) pueden clasificarse en una variedad de categorías útiles —por ejemplo, como esquemas personales, familiares, culturales, religiosos, de sexo u ocupacionales—. Se pueden inferir a partir de la conducta o identificarlos en la entrevista y la anamnesis. Con el paciente correspondiente al Eje II, el trabajo centrado en los esquemas se sitúa en el núcleo de esfuerzo terapéutico. La situación de un esquema particular en el continuo que va de lo activo (hipervalente o valente) a lo inactivo (en reposo o latente), y en el continuo que va de lo impermeable a lo modificable, son dos de las dimensiones esenciales que el terapeuta usa al conceptualizar los problemas del paciente y desarrollar una estrategia de tratamiento.
En vista de la naturaleza crónica de los problemas y del precio que paga este paciente en términos de aislamiento, dependencia o necesidad de aprobación externa, debemos preguntarnos por qué se mantienen esas conductas disfuncionales, capaces de provocar dificultades en el trabajo, la escuela o la vida personal. En algunos casos las refuerza la sociedad (por ejemplo, los maestros que alientan a un niño que es «trabajador», «que no amia tonteando», que «no hace barullo con los otros», que «realmente trabaja con empeño y consigue las mejores notas»). A menudo los esquemas coercitivos que el paciente «sabe» que son erróneos resultan difíciles de cambiar. Dos factores parecen ser los más importantes: en primer lugar, como lo ha señalado DiGiuseppe (1986), el problema puede deberse en parte a la dificultad que tienen las personas (incluso los terapeutas de orientación científica) para realizar un «cambio de paradigma», renunciando a una hipótesis a veces precisa por otra menos familiar; en segundo término, como lo ha advertido Freeman (1987; Freeman y Leaf, 1989), suele suceder que la gente encuentra modos de adaptarse y de extraer beneficios a corto plazo con esquemas fundamentalmente desviados que a largo plazo restringen o limitan su capacidad para enfrentarse a los desafíos de la vida. Con respecto al primer problema, DiGiuseppe (1989) recomienda el uso terapéutico de una variedad de ejemplos del error que produce un esquema particular (de modo que pueda verse cómo gravita su efecto de distorsión sobre amplias áreas de la vida del paciente), y la explicación repetida de las consecuencias de una alternativa no distorsionada. Aunque cabría esperar que la terapia que sigue esas recomendaciones sea a menudo prolongada, las estrategias aconsejadas para abordar este problema están en gran medida bajo control del terapeuta y puede recurrirse a ellas cuando esté indicado. El segundo problema no es tan susceptible de ser tratado. Por ejemplo, cuando los pacientes adaptan su vida para compensar sus ansiedades, deben cambiar de vida y enfrentarse a esas ansiedades para cambiar ellos mismos. El paciente al que nos referimos antes, que describía el período de su servicio militar como «la mejor época de mi vida», reaccionaba de ese modo porque «no tenía que preocuparme por qué ponerme, qué hacer, a dónde ir o qué comer». En vista de la historia del paciente y de su modo general de respuesta, no esperemos que busque o adopte una estrategia terapéutica que le exija tareas en el hogar que le expongan constantemente a un conjunto de nuevos riesgos (Turner, Beidel, Dancu y Keya, 1986). Antes de que el paciente adopte una estrategia terapéutica adecuada, es posible que el terapeuta deba dar una nueva forma a las expectativas iniciales de este sujeto acerca de las metas, el curso y los procedimientos de la terapia; tendrá que ayudarle a lograr algunas ganancias relativamente inmediatas y prácticas, y desarrollar una relación cooperativa de confianza y apoyo.
Una de las consideraciones más importantes en el tratamiento de pacientes con trastornos de la personalidad es que se debe tener conciencia de que la terapia provocará ansiedad, porque se le pide al individuo que vaya más allá del cambio de una cierta conducta, o de dar un marco nuevo a una percepción. Se le pide que renuncie a lo que es y a como se ha definido a sí mismo durante muchos años. Si bien la estructura esquemática puede ser incómoda, limitante y solitaria, el cambio significa entrar en un territorio nuevo y extraño: «Pueden herirme, percibo una gran amenaza, y por lo tanto me siento ansioso». El reconocimiento de la ansiedad generada por el cambio es crucial para el tratamiento exitoso del paciente con un trastorno de la personalidad. Debe imponérsele sobre el potencial de ansiedad, de modo que ese estado no aparezca al margen de toda previsión, como un gran choque o sorpresa. Beck y otros (1985), en relación con el tratamiento de la agorafobia, dicen:
Es esencial que el paciente experimente ansiedad para asegurar que han sido activados los niveles cognitivos primitivos (puesto que esos niveles están directamente conectados con los afectos). El reconocimiento repetido, directo, inmediato de que las señales de peligro no llevan a la catástrofe […] realza la capacidad de respuesta del nivel primitivo a inputs más realistas desde niveles superiores (pág. 129).
Un paciente respondió que «es bueno tener esta seguridad, y no comprendo por qué tendría que renunciar a ella». Estos pacientes se vuelven más ansiosos cuando el terapeuta empieza a ayudarles a permitirse ser más vulnerables. A menos que sean capaces de manejar con éxito la ansiedad, bloquearán o abandonarán la terapia. (La limitación de espacio impide una discusión detallada del tratamiento de la ansiedad. Véanse Beck y otros, 1985; Freeman y Simón, 1989).
El cambio de esquema es sumamente importante, pero los esquemas son difíciles de modificar. Están firmemente fijados por elementos conductuales, cognitivos y afectivos. La terapia debe adoptar un enfoque tripartito. No dará resultado una perspectiva estrictamente cognitiva que intente discutir con los pacientes sus propias distorsiones. Hacer que los pacientes abreaccionen en la sesión sus fantasías o recuerdos tampoco será eficaz por sí mismo. Es esencial un programa terapéutico que apunte a las tres áreas. Las distorsiones cognitivas del paciente sirven de postes indicadores que señalan el esquema. El estilo de la distorsión, así como el contenido, la frecuencia y las consecuencias de las distorsiones son elementos igualmente importantes.
Una historia desdichada puede sumarse al carácter coercitivo de los esquemas desviados y al desarrollo de los trastornos de la personalidad. Hallamos un ejemplo de esto en los datos comunicados por Zimmerman, Pfohl, Stangl y Coryell (1985). Estos autores estudiaron una muestra de mujeres que habían sido hospitalizadas por padecer episodios depresivos agudos, codificados como trastornos del Eje I del DSM-III. Cuando dividieron su muestra en tres grupos, distinguidos por su gravedad en una escala diferencial de acontecimientos vitales negativos destinada a evaluar el status del Eje IV (gravedad de los estresantes psicosociales), los tres grupos dieron resultados similares en mediciones del síntoma agudo a los proporcionados por la Hamilton Rating Scale for Depression (Hamilton, 1967) y el Beck Depression Inventory. Esos grupos diferían entre sí de modo significativo, a pesar de sus rasgos comunes: los síntomas presentados, la gravedad en cada grupo de los acontecimientos vitales negativos y la dificultad del tratamiento. De entre el total del 30 por ciento de las pacientes que intentaron suicidarse durante el lapso del estudio, la tasa de intentos en el grupo de alto estrés cuadruplicaba la del grupo de bajo estrés. Los trastornos de personalidad eran evidentes en el 84,2 por ciento de los miembros del grupo de alto estrés, en el 48,1 por ciento del grupo de estrés moderado, y sólo en el 28,6 por ciento del grupo de bajo estrés. Los investigadores interpretaron que el hecho de que los acontecimientos vitales negativos frecuentes estuvieran asociados con el trastorno de la personalidad y la severidad del caso se debía, por lo menos en parte, a la cronicidad de los acontecimientos y a la respuesta del paciente a esa cronicidad; si en la vida de alguien son inusualmente frecuentes los acontecimientos negativos, no es improbable un pesimismo acentuado respecto de uno mismo, del mundo y del futuro. En contraste, los pacientes que lograban evitar los factores de estrés vital podían habitar un mundo personal relativamente seguro y tener tasas muy bajas de trastornos de la personalidad clínicamente evidentes. En un estudio sobre las derivaciones psiquiátricas a un hospital militar en tiempos de paz, por ejemplo, la única diferencia notable entre esos pacientes y los similares atendidos en escenarios civiles era una tasa muy baja de trastornos de la personalidad diagnosticables (Hales, Polly, Bridenbaugh y Orman, 1986). La aparición clínica de un trastorno de la personalidad no es en sí misma indicativa de que el paciente tenga o no esquemas desviados. Como lo atestigua la extensa literatura sobre las profecías de autocumplimiento, es posible realizar predicciones sistemáticamente distorsionadas a partir de esquemas erróneos, y no obstante vivir de un modo congruente, porque se restringe la asunción de riesgos y no se ensayan esquemas alternativos más exactos (Jones, 1977).
Estudios e investigaciones clínicas
La mayoría de las publicaciones que presentan enfoques de desarrollo reciente sobre la conceptualización y el tratamiento de los trastornos de la personalidad tienen una base teórica o clínica, y la investigación de la eficacia del tratamiento cognitivo-conductual de esos desórdenes está en su infancia (véase Fleming y Pretzer, en prensa, y Pretzer y Fleming, 1989, como reseñas recientes). En particular, existen pocos estudios bien controlados de resultados que examinan específicamente la eficacia de las intervenciones cognitivo-conductuales con individuos que cumplen claramente los criterios diagnósticos de los desórdenes de la personalidad. Por fortuna, hay una masa creciente de pruebas sobre lo acertado de las concepciones cognitivo-conductuales de los trastornos de la personalidad, así como de la eficacia de la terapia cognitivo-conductual con individuos con diagnósticos de trastorno de la personalidad (véase la tabla 1.1). El examen de estos datos nos permite ser optimistas, pero también revela con gran claridad que se necesitan investigaciones mucho más empíricas en las que pueda apoyarse el tratamiento efectivo de estos complejos problemas.
TABLA 1.1. Datos acerca de la eficacia de las intervenciones cognitivo-conductuales con trastornos de la personalidad
Nota: +: intervenciones cognitivo-conductuales que resultaron eficaces; +/-: intervenciones cognitivo-conductuales que no resultaron eficaces; ±: resultados mixtos. Las intervenciones cognitivo-conductuales fueron eficaces con pacientes con un trastorno antisocial de la personalidad sólo cuando los individuos estaban deprimidos en el pretest.
Informes clínicos sobre la eficacia de las intervenciones cognitivo-conductuales
Las primeras publicaciones que consideraron explícitamente el tratamiento de los trastornos de la personalidad con una perspectiva cognitivo-conductual se basaban en observaciones no controladas de clínicos que se habían encontrado con clientes con trastornos de la personalidad en el curso de su práctica. Algunas de las primeras discusiones sobre la eficacia (o falta de eficacia) de los tratamientos cognitivo-conductuales de clientes con diagnósticos de trastorno de la personalidad se produjeron a propósito de casos que no respondían a ese tratamiento. Por ejemplo, en un capítulo sobre los fracasos de la terapia cognitiva con la depresión, Rush y Shaw (1983) informaron que una proporción sustancial de esos resultados negativos correspondían a individuos con trastornos límite, y sostuvieron que la terapia cognitiva no podía tratar con éxito ese trastorno de la personalidad.
Pero el mismo año se presentaron varios trastornos de base clínica, que comunicaron el éxito del tratamiento de algunos trastornos de la personalidad con terapia cognitiva (Fleming, 1983; Pretzer, 1983; Simón, 1983; Young, 1983). En los últimos años ha habido un flujo constante de material clínico (Fleming, 1985, 1988; Freeman y otros, 1990; Linehan, 1987a,b; Mays, 1985; Overholser, 1987; Perry y Flannery, 1982; Pretzer, 1985, 1988; Simón, 1985), y actualmente ya se tiene noticia de por lo menos un éxito limitado en el tratamiento de todos los trastornos de la personalidad. No obstante, hay que ser cauteloso al interpretar estos informes clínicos de tratamientos logrados. Cuando un clínico comunica resultados positivos o negativos correspondientes al empleo de intervenciones determinadas con un determinado paciente, es imposible establecer con alguna certidumbre si el resultado se debió a las intervenciones utilizadas, a efectos no específicos del tratamiento, a características idiosincrásicas del paciente, a acontecimientos independientes del tratamiento o a una remisión espontánea. Estas limitaciones aumentan cuando el informe presenta defectos metodológicos adicionales que, aunque no intrínsecos en todo informe clínico, son sumamente comunes.
Por ejemplo, en un estudio sobre la eficacia de las intervenciones conductuales con clientes histriónicos, Kass, Silvers y Abrams (1972) describen el tratamiento de un grupo de pacientes internados en el que se reforzaron los aspectos asertivos y se extinguieron las respuestas disfuncionales abiertamente emocionales. Según los autores, este enfoque fue útil con cuatro de los cinco miembros del grupo. Aunque sus resultados son alentadores, el estudio presenta varios defectos. En primer lugar, los diagnósticos se basaron en criterios idiosincrásicos que no se correspondían claramente con los del DSM-II, y no se incluyó ningún control de su validez. Por lo tanto, no está claro en qué medida los sujetos eran representativos de los individuos con un diagnóstico de trastorno histriónico de la personalidad. En segundo término, la mejoría de cuatro de los cinco sujetos fue definida sobre la base de la evaluación subjetiva de los autores, quienes no comunicaron ningún dato sobre resultados o seguimientos. En tales condiciones, resulta difícil evaluar la eficacia del tratamiento o en qué medida persistieron los cambios comunicados. Finalmente, puesto que la experiencia se realizó con un solo terapeuta, es difícil determinar si los resultados se debieron al tratamiento empleado o a factores no específicos de éste, como por ejemplo el apoyo emocional proporcionado por el grupo o el carisma y entusiasmo del terapeuta. Los informes clínicos son interesantes y estimulantes, y pueden ser muy valiosos para generar hipótesis y promover la realización de investigaciones más rigurosas, pero la falta de controles experimentales y los múltiples factores que pueden distorsionar los resultados impiden interpretarlos de modo concluyente y zanjar las contradicciones de informes opuestos.
Estudios basados en diseños de caso único
En vista de la generalización limitada de los resultados comunicados en informes no controlados, existe una necesidad obvia de realizar investigaciones empíricas sobre el tratamiento cognitivo-conductual de los trastornos de la personalidad. No obstante, algunos problemas prácticos hacen difícil llevar a cabo la cantidad de estudios necesarios para desarrollar y refinar los enfoques cognitivo-conductuales de estos trastornos. Además de los problemas con que se enfrenta cualquier estudio sobre resultados de tratamientos, puede ser difícil reunir una muestra de individuos claramente adecuados a los criterios diagnósticos del trastorno de la personalidad que se investiga, y la extensión del tratamiento requerido por muchos sujetos con trastornos de la personalidad convierte en una empresa importante cualquier estudio de resultados.
Turkat y sus colaboradores (por ejemplo Turkat y Carlson, 1984; Turkat y Levin, 1984; Turkat y Maisto, 1985) han propuesto un enfoque de base empírica para comprender y tratar los trastornos de la personalidad, evitando muchos de los problemas prácticos que se hallan en los estudios controlados de resultados. Este enfoque consiste en utilizar diseños experimentales de caso único. En primer lugar se desarrollan estudios conceptuales de cada paciente partiendo de una evaluación completa. A continuación se generan y ponen a prueba hipótesis específicas, utilizándose las medidas disponibles más apropiadas para confirmar la validez del planteamiento conceptual.
Después de esto, se diseña un plan de tratamiento basado en dicho planteamiento y, si las intervenciones demuestran ser eficaces, se considera que el hecho proporciona un respaldo adicional a la formulación del caso realizada por los investigadores. Se entiende que las intervenciones no logradas plantean interrogantes sobre la validez del planteamiento y aconsejan una reevaluación.
Los resultados comunicados por Turkat y Maisto (1985) se resumen en la tabla 1.2. Los ejemplos de casos sobre los que informan estos autores proporcionan pruebas empíricas de que las intervenciones cognitivo-conductuales basadas en planteamientos individualizados pueden ser eficaces con por lo menos algunos individuos que presentan trastornos de la personalidad. Dado que, para documentar los cambios posteriores y el seguimiento, en algunos de los casos se emplearon tanto la observación conductual como mediciones establecidas, estos informes proporcionan pruebas más fuertes que las de los informes. En varios de estos casos resultaron eficaces las intervenciones basadas en un planteamiento individualizado del trastorno del cliente, cuando el tratamiento sintomático solo no había tenido éxito. Por ejemplo, Turkat y Carlson (1984) presentan el interesante ejemplo de una mujer de cuarenta y ocho años que dijo padecer ansiedad y conducta de evitación desde el momento en que su hija fue diagnosticada como diabética. Cuando se empleó un tratamiento estrictamente sintomático, conductual, para reducir la ansiedad y la conducta evitativa, los síntomas disminuyeron sustancialmente, pero sólo para reaparecer con toda su fuerza al reducirse la frecuencia de sesiones de terapia. El caso fue replanteado como ansiedad relacionada con la toma independiente de decisiones, y se revisó el tratamiento para centrarlo en la exposición gradual a la toma independiente de decisiones; entonces la intervención resultó un éxito, con una mejoría significativa en la autoevaluación de la ansiedad que subsistía durante el seguimiento realizado a los once meses. Ejemplos como éste respaldan la idea de Turkat en cuanto a que las intervenciones basadas en formulaciones específicas son más eficaces que los tratamientos basados simplemente en intervenciones que apuntan a síntomas.
TABLA 1.2. Casos de trastornos de la personalidad comunicados por Turkat y Maisto (1985)
TABLA 1.2. (Continuación)
Nota: Adaptado de «Personality Disorders: Application of the Experimental Method to the Formulation and Modification of Personality Disorders» de I. D. Turkat y S. A. Maisto, 1985, en D. H. Barlow (comp.): Clinical Handbook of Psychological Disorders, Nueva York, Guilford Press.
La muestra total consistía en 74 pacientes atendidos en un servicio de psicología clínica albergado en un centro de investigación y entrenamiento sobre la diabetes.
El tipo de diseño de caso único propugnado por Turkat para hacer progresar nuestra comprensión de los trastornos de la personalidad presenta sustanciales ventajas sobre los informes no controlados. En cuanto las hipótesis específicas están claramente formuladas y se someten a prueba utilizando mediciones apropiadas, puede reducirse al mínimo la distorsión subjetiva al interpretar las observaciones y evaluar la validez de los planteamientos conceptuales. No obstante, una limitación importante de los diseños de caso único consiste en que resulta difícil determinar hasta qué punto el sujeto de un ensayo particular de tratamiento es un representante típico de otros individuos incluidos en la misma categoría diagnóstica. Un planteamiento de la intervención terapéutica que demuestra ser válido en un caso particular puede o no ser generalizable a otros individuos. Por ejemplo, si bien Turkat y sus colaboradores han presentado las conceptualizaciones y estrategias individualizadas que emplearon con ciertos clientes, se muestran cautelosos en cuanto a la generalización de esas ideas a otros individuos con los mismos diagnósticos.
Se puede pensar que una serie suficientemente grande de estudios de caso único que produjeron resultados similares proporciona una base para generalizar los descubrimientos a otras muestras. Ahora bien, realizar una larga serie de estudios de caso único significaría sacrificar muchas de las ventajas prácticas de esta metodología, sin ningún beneficio en términos de un mejor control experimental y un análisis estadístico más refinado —ventajas que es posible obtener con estudios controlados de los resultados—. Se diría que los diseños de caso único son útiles para el desarrollo y refinamiento de planteamientos conceptuales y estrategias de intervención basados en la experiencia clínica. Se necesitarán estudios que utilicen diseños tradicionales con sujetos múltiples para poner a prueba su generalizabilidad.
Debe observarse que los resultados generales obtenidos por Turkat y sus colaboradores, presentados en la tabla 1.2, indican que el tratamiento fue ineficaz con muchos clientes. Las dificultades más comunes mencionadas por los investigadores eran la incapacidad para desarrollar un enfoque del tratamiento basado en una formulación específica, el hecho de que los sujetos no estuvieran dispuestos a comprometerse con el tratamiento y que éste acabara prematuramente. El enfoque de Turkat es muy prometedor, pero este programa de investigación está en su fase inicial, y los datos publicados se refieren sólo a una muestra limitada.
Estudios sobre los efectos del tratamiento sintomático
Las conductas y los síntomas característicos de los trastornos de la personalidad no son exclusivos de esos trastornos. Los tratamientos conductuales y cognitivo-conductuales de problemas tales como la conducta impulsiva, las habilidades sociales pobres y la expresión inadecuada de la ira cuentan con un aval empírico considerable. Esto ha llevado a algunos autores a afirmar que el tratamiento de los trastornos de la personalidad consiste simplemente en abordar una a una las conductas problemáticas o cada uno de los síntomas que presenta el paciente. Por ejemplo, Stephens y Parks (1981) consideran el tratamiento de estos clientes tomando síntoma por síntoma, sin presentar una mayor conceptualización global de los trastornos de la personalidad ni discutir si el tratamiento de los síntomas en clientes con trastornos de la personalidad difiere del tratamiento de los mismos síntomas en otros clientes.
A menudo se ha dado por supuesto que las intervenciones que resultaron eficaces con individuos no diagnosticados como pacientes con trastornos de la personalidad serán igualmente eficaces para tratar problemas similares en individuos con tal diagnóstico. Por ejemplo, al reseñar la base empírica de este enfoque, Stephens y Parks citan datos sobre la eficacia de las intervenciones conductuales para el tratamiento de cada una de las diez categorías de conducta inadaptada característica de los individuos con trastornos de la personalidad. Pero la gran mayoría de los estudios citados fueron realizados con sujetos no diagnosticados como pacientes con trastornos de la personalidad, o con sujetos que tenían diagnósticos diversos, entre los cuales había algunos con trastornos de la personalidad. De modo análogo, Pilkonis (1984), al examinar el tratamiento del trastorno de la personalidad por evitación, proporciona un resumen conciso de la literatura sobre la ansiedad social y la evitación interpersonal, pero no advierte que los estudios citados se realizaron con sujetos que iban desde estudiantes tímidos hasta internados psicóticos, con pocos individuos que cumplieran claramente con los criterios diagnósticos del trastorno de la personalidad por evitación.
De los informes citados antes, según los cuales las intervenciones conductuales y cognitivo-conductuales son menos eficaces con clientes que presentan trastornos de la personalidad (por ejemplo Mays, 1985; Rush y Shaw, 1983), se desprende claramente que el descubrimiento de que un síntoma o conducta problemática particulares pueden tratarse eficazmente en una muestra heterogénea de sujetos, no implica necesariamente que la intervención de la que se habla sea igualmente eficaz cuando se aplica a clientes con un diagnóstico de trastorno de la personalidad. Es esencial investigar empíricamente la validez de la generalización de los descubrimientos de la investigación en sujetos sin un trastorno de la personalidad a individuos con trastornos de la personalidad.
Varios estudios clínicos que examinaron la eficacia del tratamiento conductual estándar en sujetos con diagnóstico de un trastorno de la personalidad, comparados con sujetos sin trastornos de la personalidad, proporcionan datos acerca de esta cuestión. Al poner a prueba un tratamiento cognitivo-conductual con pacientes externos severamente bulímicos, Giles, Young y Young (1985) encontraron que un programa de tratamiento que combinara la prevención de la respuesta, la educación y la reestructuración cognitiva era eficaz con la mayoría de los sujetos (22 fueron tratados con éxito, 6 desertaron del tratamiento y 6 no respondieron a él). De los seis sujetos con los que no se tuvo éxito a pesar de que continuaron en tratamiento durante todo el estudio, cuatro satisfacían los criterios diagnósticos del DSM-III para el trastorno límite de la personalidad. Ninguno de los sujetos tratados con éxito manifestó un trastorno límite de la personalidad. De modo análogo Turner (1987) encontró que los pacientes aquejados de fobia social sin trastornos concurrentes de la personalidad mejoraban notoriamente después de un tratamiento grupal de quince semanas, y conservaban esa mejoría en un seguimiento realizado al año. No obstante, los sujetos que satisfacían los criterios diagnósticos de los trastornos de la personalidad además de su fobia social presentaban poca o ninguna mejoría en el postratamiento y en el seguimiento al año.
En un estudio sobre el tratamiento de la agorafobia, Mavissakalian y Hamman (1987) hallaron que el 75 por ciento de los sujetos agorafóbicos con baja puntuación en trastornos de la personalidad respondían bien a un tratamiento conductual y farmacológico de tiempo limitado. No obstante, sólo el 25 por ciento de los sujetos con puntuación alta en trastornos de la personalidad respondían a este tratamiento. Es interesante que los investigadores hayan encontrado que cuatro de los siete sujetos que cumplían los criterios diagnósticos de un solo trastorno de la personalidad antes del tratamiento dejaron de cumplirlos después, mientras que los sujetos a los que se había diagnosticado más de un trastorno de la personalidad tendían a obtener los mismos diagnósticos, o diagnósticos de otros trastornos de la personalidad, después del tratamiento. Además Mavissakalian y Hamman hallaron que no todos los trastornos de la personalidad respondían igual o eran igualmente resistentes al tratamiento. Las características asociadas con los trastornos de la personalidad límite, por dependencia y pasivo-agresivo eran los que más respondían al tratamiento de la agorafobia, mientras que las características asociadas con los trastornos de la personalidad histriónico y por evitación presentaban pocos cambios.
Chambless y Renneberg (1988) realizaron un estudio similar al de Mavissakalian y Hamman, analizando el impacto de los trastornos de la personalidad sobre el resultado del tratamiento de sujetos agorafóbicos. Estos investigadores encontraron que si bien un tratamiento grupal intensivo era más eficaz en general que la terapia individual semanal, los sujetos con un diagnóstico concurrente de trastornos de la personalidad por evitación no respondían significativamente mejor al tratamiento grupal intensivo que al tratamiento individual semanal en cuanto a los síntomas agorafóbicos. Los sujetos con trastorno pasivo-agresivo de la personalidad respondían de un modo particularmente pobre a la terapia individual semanal, y sacaban más partido de la terapia grupal intensiva.
En cada uno de estos estudios sobre los resultados, la mayoría de los individuos con diagnóstico de trastorno de la personalidad respondían pobremente a los tratamientos conductuales establecidos, lo que sugiere que no puede darse por sentado que la eficacia de las intervenciones conductuales con muestras estándar sean generalizables a muestras de personas con un diagnóstico de trastorno de la personalidad. Sin embargo, a pesar de esos resultados en general pobres, las intervenciones conductuales fueron eficaces con por lo menos algunos individuos que presentaban trastornos de la personalidad. Es particularmente interesante observar que cuando las intervenciones conductuales eran eficaces, se lograban cambios amplios en muchos aspectos de la vida de los pacientes; la mejoría no se limitaba a las conductas-problema específicas que estaban en el objetivo del tratamiento.
Estudios controlados de resultados
Hasta ahora, los estudios controlados de los resultados del tratamiento cognitivo-conductual en clientes con diagnóstico de trastorno de la personalidad sólo han abordado unos pocos de estos trastornos, y ninguno de dichos estudios ha recibido réplica alguna. Por lo tanto, no proporcionan una base para extraer conclusiones firmes. Pero los datos publicados hasta la fecha son alentadores.
En un estudio sobre el tratamiento de individuos que se quejaban de ansiedad social, el entrenamiento breve en habilidades sociales combinado con intervenciones cognitivas demostró ser eficaz para aumentar la frecuencia de la interacción social y reducir la ansiedad social en sujetos con trastornos de la personalidad por evitación (Stravynski, Marks y Yule, 1982). Este estudio encontró que la combinación del entrenamiento en habilidades sociales con el tratamiento cognitivo no era más eficaz que el entrenamiento en habilidades sociales solo; a juicio de los autores, este resultado demostraba la «falta de valor» de las intervenciones cognitivas. Sin embargo, debería señalarse que todos los tratamientos fueron realizados por un único terapeuta (que era también el principal investigador), y que sólo se empleó una de las muchas intervenciones cognitivas posibles (cuestionamiento de las creencias irracionales). Greenberg y Stravynski (1985) observan que el miedo al ridículo del cliente evitativo parece influir en la terminación prematura del tratamiento en muchos casos, y sostienen la necesidad de que el entrenamiento en aptitudes sociales incluya como tema la respuesta al rechazo y la turbación, tanto como la práctica de la conducta socialmente aplicada. Estos autores dicen que las intervenciones que modifican aspectos importantes de las cogniciones del cliente pueden suponer una aportación sustancial a la eficacia de la intervención. El trastorno antisocial de la personalidad ha sido ampliamente considerado como impermeable al tratamiento externo. No obstante, un informe reciente demuestra que una terapia breve cognitivo-conductual en régimen ambulatorio puede ser eficaz con por lo menos algunos clientes que padecen este trastorno. En un estudio sobre el tratamiento de adictos al opio en un programa de mantenimiento con metadona, Woody, McLellan, Luborsky y O’Brien (1985) encontraron que los sujetos que satisfacían los criterios diagnósticos del DSM-III para la depresión grave y el trastorno antisocial de la personalidad respondían bien al tratamiento breve con la terapia cognitiva de Beck (Beck y otros, 1979) o a una psicoterapia de apoyo y expresión sistematizada de Luborsky (Luborsky, McLellan, Woody, O’Brien y Auerbach, 1985). Estos sujetos presentaron una mejoría estadísticamente significativa en 11 de las 22 variables de resultado empleadas, que incluían síntomas psiquiátricos, uso de drogas, empleo y actividad ilegal. Los sujetos que satisfacían los criterios del trastorno antisocial de la personalidad, pero no de la depresión grave, respondieron poco al tratamiento, mejorando sólo en 3 de las 22 variables. Esta pauta de resultados se mantuvo en un seguimiento realizado a los siete meses. Los sujetos a los que no se diagnosticó un trastorno antisocial manifiesto respondieron al tratamiento mejor que los sociópatas; no obstante, con los sociópatas que estaban inicialmente deprimidos los resultados fueron sólo ligeramente peores que con los no sociópatas, mientras que fueron mucho peores con los sociópatas no deprimidos. El hecho de que dos intervenciones totalmente distintas resultaran de igual eficacia podría sugerir que la mejoría se debió a efectos específicos de los tratamientos. Sin embargo, el grado de acuerdo del terapeuta con el manual de tratamiento correspondiente en cada caso estaba correlacionado significativamente con el grado de mejoría, tanto entre los diversos terapeutas como dentro del conjunto de casos de cada terapeuta (Luborsky y otros 1985). Esto demostraría que la mejoría fue realmente específica del tratamiento.
Linehan y sus colaboradores (Linehan, Armstrong, Alimón, Suárez y Miller, 1988; Linehan, Armstrong, Suárez y Alimón, 1988) han comunicado recientemente los datos obtenidos en un estudio de resultados sobre la terapia conductual dialéctica y en el «tratamiento usual» con una muestra de sujetos límite con una historia de tentativas de suicidio. Encontraron que los pacientes en terapia conductual dialéctica tenían una tasa de deserción significativamente más baja y una conducta de autolesión significativamente menor que los sujetos que recibían el «tratamiento usual». No obstante, los dos grupos presentaron sólo una mejoría general modesta en la depresión u otra sintomatología, y no diferían significativamente en esas áreas. Aunque los resultados sean modestos, es alentador encontrar que un año de tratamiento cognitivo-conductual pudo producir una mejoría duradera en una muestra de sujetos que no sólo satisfacían los criterios diagnósticos del trastorno límite de la personalidad, sino que también estaban más perturbados que muchas de las personas con este trastorno. Los sujetos de Linehan y otros eran parasuicidas crónicos, tenían historias de múltiples hospitalizaciones psiquiátricas y no conservaban sus empleos, debido a sus síntomas psiquiátricos. Muchos individuos que cumplen los criterios diagnósticos del trastorno límite de la personalidad no son en términos generales parasuicidas, se los hospitaliza pocas veces y conservan sus empleos.
Las pruebas de que el tratamiento cognitivo-conductual puede producir resultados benéficos en problemas difíciles tales como el trastorno de la personalidad por evitación, el trastorno antisocial y el trastorno límite de la personalidad, son muy alentadoras. Pero está claro que sería prematuro extraer conclusiones acerca de la eficacia de la terapia cognitivo-conductual con trastornos específicos de la personalidad. En particular, muchos de los tratamientos más globales propuestos en los últimos años todavía no han sido puestos a prueba empíricamente, y sin duda las intervenciones cognitivo-conductuales «estándar» a menudo demuestran ser ineficaces en clientes con diagnóstico de trastorno de la personalidad.
Conclusiones
En vista de la difusión de los trastornos de la personalidad y del consenso en cuanto a que la intervención conductual y cognitivo-conductual es muy complicada en estos casos, tiene indudable importancia que estos trastornos estén continuamente en el objetivo de la investigación empírica, la innovación teórica y la experimentación clínica. Por el momento, las recomendaciones para el tratamiento basadas en la observación clínica y en un limitado fundamento empírico son lo mejor que podemos ofrecer a los clínicos que tienen que trabajar hoy en día con clientes que presentan trastornos de la personalidad. Esto es preferible a esperar el desarrollo de técnicas de tratamiento empíricamente validadas. Por fortuna, algunos clínicos informan que cuando las intervenciones cognitivo-conductuales se basan en conceptualizaciones [conceptualizations] individualizadas de los problemas de los clientes, y cuando los aspectos interpersonales de la terapia reciben suficiente atención, muchos clientes con trastornos de la personalidad pueden tratarse con total eficacia.