CAPÍTULO 16

SÍNTESIS Y PERSPECTIVAS PARA EL FUTURO

El concepto de trastorno de la personalidad está en cambio constante. Al reseñar su desarrollo a través de las ediciones sucesivas del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, la gama de problemas, las definiciones y la terminología continúan evolucionando (o, según algunos, degenerando). Se identifican nuevos trastornos mientras que otros de eliminan. Por ejemplo, la personalidad inadecuada (301.82) y la personalidad asténica (301.7) del DSM-II desaparecieron en el DSM-III, mientras que el trastorno narcisista de la personalidad (301.7), que no existía en el primero, apareció en el segundo. Otras denominaciones cambian. Por ejemplo, la personalidad inestable (51.0) del DMS-I se convirtió en la personalidad histérica (301.5) del DSM-II y en el trastorno histriónico de la personalidad del DSM-III y el DSM-III-R.

Mientras escribimos esto, las comisiones de diagnóstico y nomenclatura de la American Psychiatric Association realizan el arduo trabajo de revisar el esquema actual del diagnóstico para el DSM-IV. Blashfield y Breen (1989) sostienen que la validez de muchas de las actuales categorías diagnósticas de los trastornos de la personalidad es escasa, y que en varios casos existen niveles altos de superposición de significados. La actual confusión se acentúa cuando consideramos las diferencias entre los criterios del DSM-III-R y los de la International Classification of Diseases, 9.a edición (ICD-9; World Health Organization, 1977) o la ICD-10, de aparición inminente (World Health Organization, en preparación), para los trastornos de la personalidad. Es esencial que la investigación en curso delimite mejor las categorías del Eje II que se superponen, y que identifique los factores diagnósticos específicos que indican la existencia de cada trastorno. Además los criterios de las categorías nosológicas deben tener algo más que una validez nominal o clínica; por medio de estudios estadísticos hay que demostrar que poseen validez discriminativa y factorial. La elección final de las categorías depende de la medida en que le ofrezcan al clínico un marco conceptual para el diagnóstico, capaz de conducir a estrategias e intervenciones útiles.

Evaluación

Escalas como el Inventario Clínico Multiaxial de Millón (Millón Clinical Multi-Axial Inventory; 1987a), el Examen de los Trastornos de la Personalidad (Personality Disorder Examination; Lorenger, Sussman, Oldham y Russakoff, 1988) o la Entrevista Clínica Estructurada para el DSMIII-R (Structured Clinical Interview for the DSM-III-R; Spitzer, William y Gibbon, 1987) ayudan a identificar los trastornos de la personalidad. Entre los instrumentos más útiles para el terapeuta cognitivo se cuentan los que evalúan directamente los esquemas del paciente y comparan las creencias expresas (o inferidas) con las estructuras esquemáticas clínicamente reconocidas de los diversos trastornos. En el apéndice presentamos una de tales escalas que listan las creencias específicas de cada uno de los trastornos de la personalidad.

Cuestiones clínicas

Si bien no existen protocolos de tratamiento validados empíricamente, podemos proponer un resumen de las orientaciones para la terapia presentadas en este libro; nuestro resumen se basa en parte en una reseña de la literatura disponible (Pretzer y Fleming, 1989) y en parte en la experiencia clínica.

1. Las intervenciones son más eficaces cuando se basan en una conceptualización individualizada de los problemas del paciente

Turkat y colaboradores (sobre todo en Turkat y Maisto, 1985) han demostrado el valor de la conceptualización individualizada de los problemas; esa conceptualización parte de una evaluación detallada y se pone a prueba con datos adicionales y observando los efectos de las intervenciones. La formulación clara de los problemas del paciente ayuda a elaborar un plan de tratamiento eficaz y reduce al mínimo los riesgos de que el terapeuta se vea confundido por la complejidad del caso. Además, la práctica de poner a prueba el planteamiento conceptual confrontándolo con datos empíricos (Turkat y Maisto, 1985) o con la observación clínica (Freeman, Pretzer, Fleming y Simón, 1990, cap. 2) le permite al terapeuta identificar y corregir los errores de concepción, inevitables en vista de la complejidad de los pacientes con trastornos de la personalidad.

Es importante evaluar los cinco ejes del DSM-III-R (Síndromes clínicos y códigos V; Trastornos del desarrollo y trastornos de la personalidad; Trastornos y estados somáticos; Intensidad del estrés psicosocial; Evaluación global del sujeto) para que la información recogida sea lo más completa posible. El planteamiento del caso debe considerar los datos históricos completos, incluso la historia familiar, la historia evolutiva, la historia social, la información educacional y profesional, la historia médica y psiquiátrica, y el estado funcional actual. Nunca se pondrá demasiado énfasis en la necesidad de que la conceptualización del caso se siga revisando a medida que se reúnen nuevas informaciones. La piedra de toque para reconocer su validez es que explique las conductas pasada y presente, y permita predecir la futura. Los elementos básicos se resumen en la tabla 16.1:

TABLA 16.1. Esquema de los elementos básicos de la terapia cognitiva de los trastornos de la personalidad

A. Conceptualización del caso:

  1. Historia pasada, historia evolutiva.
  2. Concepciones básicas de sí mismo y los demás.
  3. Creencias condicionales y nucleares.
  4. Relación de las creencias con las cogniciones.
  5. Estrategias disfuncionales.
  6. Creencias y estrategias adaptativas.
  7. Desarrollo de la psicopatología.
  8. Confección del diagrama.

B. Cooperación y descubrimiento guiado.

C. Relación terapéutica:

  1. Interés por las metas, la familia, el trabajo.
  2. Modelo de rol.
  3. Experiencias personales como ejemplos.
  4. Ayuda en las decisiones y adquisición de habilidades.
  5. Empatía y comprensión.
  6. Empleo de las «reacciones transferenciales».

D. «Pensamientos automáticos» y «respuestas racionales».

E. Dramatización (role playing):

  1. Desarrollo de habilidades, entrenamiento en asertividad.
  2. Inversión de roles:
    1. El terapeuta modela las habilidades.
    2. Aumenta la empatía y la comprensión.
  3. «Revivir» las experiencias tempranas.

F. Evocación de imágenes:

  1. Imágenes de las figuras clave en el presente.
  2. Experiencias de la niñez.

G. Identificar y poner a prueba las «creencias básicas»:

  1. Técnica de la flecha hacia abajo.
  2. Experimentos conductuales.

H. Implantación de nuevos «esquemas»:

  1. Técnica del casillero.

I. Establecer / cambiar metas y prioridades:

  1. Técnica del «balance».

J. Cuestiones relacionadas con los «encargos para el hogar»:

  1. Necesidad de una base racional clara.
  2. Empleo de diarios.
  3. Práctica de las habilidades en el consultorio:
    1. Pensamientos automáticos.
    2. «Errores» de designación.
    3. Puesta a prueba de los pensamientos automáticos, y respuesta a los mismos.
  4. Problemas:
    1. Desarrollo de habilidades.
    2. Relación con las creencias y estrategias:
      1. Disconformidad.
      2. Toma de notas obsesiva.
      3. Exhibición histriónica.

K. Terapia de apoyo.

L. Prevención de la recaída.

2. Los esquemas pueden reconstruirse, modificarse o reinterpretarse. El cambio de esquemas en todos los trastornos puede pensarse como distribuido a lo largo de un continuo

El cambio más profundo sería la construcción de nuevos esquemas o la reconstrucción de los esquemas inadaptados. El punto siguiente del continuo es el mantenimiento de los esquemas con modificaciones importantes o pequeñas. El otro punto de referencia con el continuo es la reinterpretación de los esquemas, conservando su estructura pero enmarcando de un modo más funcional esos esquemas antes inadaptados.

3. Es importante que terapeuta y paciente trabajen en cooperación en pos de metas compartidas y claramente identificadas

Para no saltar de un problema a otro sin realizar ningún progreso duradero es necesario que la terapia tenga metas claras y congruentes. Pero es importante que esas metas se establezcan de común acuerdo, para reducir al mínimo la disconformidad por parte del paciente y las luchas de poder que suelen obstaculizar el tratamiento de los pacientes con trastornos de la personalidad. No es fácil definir las metas compartidas del tratamiento cuando el paciente presenta quejas muy vagas y no se manifiesta dispuesto a modificar las conductas que el terapeuta considera particularmente problemáticas. Pero por lo general vale la pena dedicar tiempo y esfuerzo a establecer las metas de común acuerdo.

Como la terapia cognitiva es cooperativa, terapeuta y paciente trabajan en equipo. La naturaleza y severidad del trastorno de la personalidad, y las complicaciones de los múltiples problemas del Eje I y el Eje II, no siempre permiten una cooperación en partes iguales (50%). Con algunos pacientes los porcentajes son de 30 y 70, o incluso 10-90: es el terapeuta quien aporta la mayor parte de la energía o el trabajo en las sesiones o, más en general, en la totalidad de la terapia. En el tratamiento de algunos pacientes con un trastorno de la personalidad, parte del esfuerzo terapéutico se centra en ayudarles a usar al máximo sus propios recursos, para superar las dificultades de relación que obstruyen el desarrollo de una alianza de trabajo sólida. Con los otros pacientes —sobre todo los dependientes— el problema de la personalidad en sí puede ponerse al servicio de la relación terapéutica. Se puede satisfacer la necesidad que tiene el paciente dependiente de alguien que le ayude, pero con equilibrio, sin permitir la renuncia absoluta a todo pensamiento y acción independientes.

4. El terapeuta debe ser realista respecto de la duración de la terapia, sus metas y las normas para la autoevaluación

Muchos terapeutas que aprenden enfoques conductuales y cognitivo-conductuales de la terapia, teniendo en cuenta la evaluación de resultados, empiezan a creer que deben ser omnipotentes y vencer a la psicopatología con facilidad y rapidez, en doce sesiones o menos. La consecuencia es la frustración y la ira por el paciente «resistente» cuando la terapia avanza con lentitud, y la culpa y autocrítica cuando marcha mal. Desde luego, los problemas complejos y enraizados requieren más de quince o veinte sesiones de terapia. Las intervenciones conductuales y cognitivo-conductuales pueden lograr cambios sustanciales, aparentemente duraderos, pero en ciertos casos los resultados son más modestos, y en algunos es muy poco lo que se consigue (Freeman y otros, 1990; Turkat y Maisto, 1985). Cuando la terapia avanza con lentitud, tiene importancia que no se abandone prematuramente ni se insista en aplicar un enfoque de tratamiento que fracasa. Cuando el tratamiento no tiene éxito, hay que recordar que la capacidad del terapeuta no es el único factor que influye en el resultado.

5. Es importante concentrar más atención que la habitual en la relación terapeuta-paciente

Las conductas interpersonales disfuncionales que esos pacientes ponen de manifiesto en las relaciones de fuera de la terapia con toda probabilidad también aparecerán en la relación terapeuta-paciente. Es probable que tales conductas malogren la terapia si no se abordan con éxito, pero también es cierto que su aparición proporciona la oportunidad de realizar un trabajo más eficaz, puesto que le permiten al terapeuta la observación y la intervención en vivo (Freeman y otros, 1990; Linehan, 1987a,c; Mays, 1985). Con los individuos que tienen problemas interpersonales de la magnitud común entre los pacientes con trastornos de la personalidad, la eficacia y la eficiencia de la intervención pueden aumentar sustancialmente cuando se aprovechan las oportunidades brindadas por la relación terapeuta-paciente, en lugar de considerarlas problemas que hay que eliminar lo antes posible.

Un tipo de problema de la relación terapeuta-paciente que es más común entre los pacientes con un trastorno de la personalidad es la percepción errónea, extremada y/o persistente del terapeuta por parte del paciente. Este fenómeno puede comprenderse en función de las creencias y expectativas inadecuadamente generalizadas del individuo. Los pacientes con trastornos de la personalidad a menudo están alertas ante cualquier indicación de que lo que temen pueda producirse, y reaccionan dramáticamente cuando la conducta del terapeuta parece confirmar sus precisiones. Cuando se producen esas fuertes respuestas emocionales, es importante que el terapeuta advierta lo que sucede, llegue pronto a una comprensión clara de lo que piensa el paciente y despeje de modo directo, pero con sensibilidad, los errores de concepción y comprensión. Si no lo hace, esas reacciones pueden complicar mucho la terapia.

6. Las intervenciones que aumentan la sensación que el paciente tiene de su propia eficacia, a menudo reducen la intensidad de la sintomatología y facilitan la terapia

Muchos pacientes con trastornos de la personalidad se sienten muy incómodos al tener que ser francos —a causa de su falta de confianza en el terapeuta, por el malestar que les provocan incluso los niveles moderados de intimidad, por miedo al rechazo, etcétera—. Si resulta factible, puede ser útil empezar el tratamiento trabajando con un problema abordable mediante intervenciones conductuales que no requieran mostrarse muy abiertamente. (Freeman y otros, 1990, cap. 8.) Esto da tiempo para que el paciente vaya sintiéndose, más cómodo con la terapia (y con el terapeuta), y para que el terapeuta aborde gradualmente el malestar del paciente cuando tiene que confiarse.

Con algunos pacientes, todo el curso de la terapia puede verse limitado por la dificultad que tienen para confiarse a otros o, en términos más generales, para confiar en alguien. Con un foco conductual como el que hemos recomendado, el terapeuta los ayuda a aliviar ciertos síntomas, pero es posible que sigan poniendo de manifiesto el mismo estilo de personalidad.

7. El terapeuta no debe confiar principalmente en las intervenciones verbales

Cuanto más graves son los problemas de un paciente, más importante es el uso de las intervenciones conductuales para lograr el cambio cognitivo y de la conducta (Freeman y otros, 1990, cap. 3.) Por ejemplo, muchos pacientes escasamente asertivos obtienen un beneficio sustancial cuando analizan la autoafirmación y los temores que sienten al respecto, y ensayan conductas asertivas con el auspicio del terapeuta. Sin embargo, los pacientes con un trastorno de la personalidad por dependencia o un trastorno pasivo-agresivo de la personalidad suelen temer tanto la autoafirmación, que incluso inducirlos a dramatizarla se torna difícil, para no hablar de intentar conductas asertivas en la vida real. Una jerarquía gradual de «experimentos conductuales» no sólo da oportunidad al paciente de dominar las habilidades que se necesitan para actuar asertivamente, sino que también puede ser muy eficaz para cuestionar las expectativas poco realistas.

8. El terapeuta debe considerar la posibilidad de comenzar con intervenciones que no pongan al paciente en situación de tener que revelar muchas cosas sobre sí mismo

Muchos pacientes con trastornos de la personalidad se sienten incómodos cuando tienen que hablar de sí mismos, a causa de su falta de confianza en el terapeuta, la incomodidad que les produce la intimidad —incluso en niveles moderados—, el temor al rechazo, etc. En la medida de lo posible debe comenzarse el tratamiento atacando un problema que pueda abordarse mediante intervenciones conductuales que no obliguen al paciente a revelar mucho sobre sí mismo (Freeman y otros, 1990, cap. 8.) Esto da tiempo al paciente para sentirse cada vez más cómodo con la terapia (y con el terapeuta), y al terapeuta para abordar gradualmente la cuestión de la incomodidad que experimenta el paciente al tener que revelar cosas sobre sí mismo.

En el caso de algunos pacientes, la terapia puede resultar afectada en todo su desarrollo por la dificultad que encuentran para hablar de sí mismos o, en general, para confiar en los demás. Adoptando el tipo de intervenciones conductuales mencionadas precedentemente, el terapeuta puede ayudarlos a aliviar algunos síntomas, aunque es posible que no se produzcan cambios en su estilo de personalidad.

9. El terapeuta debe tratar de identificar y abordar los miedos del paciente antes de instrumentar los cambios

Los pacientes con trastornos de la personalidad suelen tener miedos, fuertes pero no expresados, a los cambios que ellos mismos persiguen o que se les pide que realicen en el curso de la terapia; si no se empieza por abordar esos miedos, suele ser inútil que se intente inducir al paciente a seguir avanzando (Mays, 1985). Pero si el terapeuta examina las expectativas y preocupaciones del paciente antes de intentar cada cambio, es probable que se reduzca su nivel de ansiedad respecto de la terapia y que aumente su conformidad. El paciente puede temer el cambio («¿Cómo será ser diferente?»), los efectos del cambio sobre otros significativos («¿Me seguirán queriendo si soy diferente?») o que le resulte imposible cambiar («¿Y si trato de cambiar y a pesar de mis esfuerzos fracaso?»).

10. El terapeuta debe prever que habrá problemas con la disconformidad

Entre los pacientes con trastornos de la personalidad, son muchos los factores que inducen una tasa alta de disconformidad del paciente con el tratamiento. Además de las complejidades de la relación terapeuta-paciente y de los fuertes miedos a los que acabamos de referirnos, las conductas disfuncionales de los pacientes con trastornos de la personalidad están muy enraizadas y son a menudo reforzadas por ciertos aspectos del entorno. Por otra parte, cada trastorno de la personalidad produce sus propios problemas específicos de disconformidad. Un individuo con personalidad evitativa probablemente se resistirá a llevar a cabo las tareas que supongan interacción social, mientras que otro con un trastorno límite tenderá a oponerse al tratamiento para demostrar su autonomía. Estos episodios proporcionan la oportunidad de identificar cuestiones que impiden el progreso de la terapia; es posible abordarlos y convertirlos en agua para el molino de la terapia.

11. El terapeuta no debe dar por supuesto que el paciente vive en un ambiente razonable o funcional

A menudo los pacientes con trastornos de la personalidad son el producto de familias seriamente atípicas o disfuncionales, y siguen viviendo en ambientes atípicos. El terapeuta puede engañarse por la simplicidad aparente de algunas intervenciones. Ciertas conductas, como la asertividad, son en general tan adaptativas que uno tiende a pensar que siempre constituyen una buena idea y que se pueden instrumentar con facilidad. Al instrumentar los cambios, es importante evaluar las respuestas probables de las personas significativas del ambiente del paciente, y no dar por sentado que reaccionarán automáticamente de un modo razonable. La ayuda al paciente para lidiar con sus esquemas internos se ve complicada por la necesidad de que aprenda también a lidiar con los esquemas de otras personas, o con los esquemas más generales de la familia, la religión o la cultura.

12. El terapeuta debe prestar atención a sus propias reacciones emocionales en el curso de la terapia

La interacción con los pacientes que presentan trastornos de la personalidad puede suscitar en el terapeuta reacciones emocionales fuertes, que oscilan entre la tristeza empática y la cólera, el desaliento, el miedo o la atracción sexual intensos. Es importante que el terapeuta tome conciencia de sus propias reacciones, por varias razones. Primero, es importante asegurarse de que esas reacciones no impidan el trabajo terapéutico ni conduzcan a actitudes inconvenientes para el paciente. Segundo, esas respuestas emocionales constituyen una útil fuente de datos. Como no se producen por azar, es probable que cuando sean fuertes permitan vislumbrar importantes creencias disfuncionales de paciente y terapeuta, o que las haya provocado alguna conducta del paciente. El reconocimiento preciso de las propias respuestas del terapeuta acelera la identificación de las pautas cognitivas del paciente. Tercero, el terapeuta debe reconocer sus respuestas emocionales para reflexionar con cuidado sobre si tiene que revelarlas o no. Por una parte, revelar esas reacciones eleva el nivel de intimidad de la relación, y puede resultar amenazante con pacientes a quienes la intimidad les crea malestar. Por otro lado, si el terapeuta oculta una reacción que el paciente percibe de todos modos a través de claves no verbales, es posible que sea mal interpretado o que provoque desconfianza. Finalmente, el reconocimiento por parte del terapeuta de sus reacciones emocionales al paciente le permite emplear técnicas cognitivas como el registro de pensamientos disfuncionales (Beck, Rush, Shaw y Emery, 1979) para examinar el fenómeno con perspectiva. Si las reacciones emocionales persisten, quizá sea necesario consultar con un colega más objetivo.

13. El terapeuta debe ayudar al paciente a abordar las emociones desagradables que pueden obstaculizar la terapia

El cambio, las exploraciones en lo desconocido o los viajes a zonas temidas suelen provocar respuestas emocionales. Estas pueden ser moderadas y fáciles de manejar, o severas y debilitantes. Cuando a los pacientes con un trastorno de la personalidad se les pide que cuestionen la esencia misma de su ser y que se perciban de otro modo, es probable que aparezcan emociones negativas, quizá lo bastante poderosas como para que abandonen la terapia, en un intento de «reagrupar fuerzas» y reforzar la coraza. Pero si a esos pacientes se les advierte con antelación que existe la posibilidad de que aparezcan reacciones ansiógenas o disfóricas y se les ayuda a elaborar estrategias adecuadas, es más probable que no abandonen la terapia y trabajen en el difícil proceso del cambio de esquemas.

14. Establecer límites es una parte esencial del programa general de tratamiento

Teóricos de diversas posiciones, desde la psicoanalítica (Gunderson, 1984; Kernberg, 1984) hasta la cognitivo-conductual (Freeman y otros, 1990) comparten la idea de que establecer límites firmes y razonables sirve para varios propósitos en la terapia de los pacientes del Eje II. Primero, ayuda al paciente a organizar su vida y a protegerse de sus propios excesos, que en el pasado quizá le hayan causado problemas a él mismo y a otros. Segundo, ayuda al terapeuta a modelar un enfoque estructurado, razonado, de la solución de problemas. Tercero, ofrece una estructura que le permite al terapeuta mantener el control de una relación terapéutica prolongada y tal vez tormentosa.

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Consideramos que este libro dará un impulso a la aplicación de nuestro trabajo al tratamiento de los trastornos de la personalidad. Esperamos que, lo mismo que Cognitive Therapy of Depression (Beck y otros, 1979), sirva como guía de tratamiento para los estudios de resultados clínicos que evalúen la eficacia de la terapia cognitiva con este grupo tan complejo y difícil. Con tal fin, habrá que elaborar protocolos de investigación para poner a prueba el modelo, conceptualizaciones teóricas y estrategias de tratamiento. Mientras escribimos esto, se están formulando planes para poner a prueba en un estudio controlado la eficacia de nuestro enfoque en el tratamiento de tres trastornos de la personalidad: el trastorno por evitación, el trastorno por dependencia y el obsesivo-compulsivo. Más adelante nos proponemos realizar pruebas de la eficacia de otros trastornos de la personalidad, y de tal modo establecer una sólida base de trabajo para la terapia cognitiva de este difícil grupo de pacientes. A medida que avanzamos en la década de 1990 vislumbramos nuevas esperanzas de que ciertos estados, alguna vez considerados refractarios a las intervenciones terapéuticas, resultarán modificables, como ya lo son los trastornos afectivos o por ansiedad.