CAPÍTULO 15

EL TRASTORNO PASIVO-AGRESIVO DE LA PERSONALIDAD

Rasgos diagnósticos

El rasgo más notable del trastorno pasivo-agresivo de la personalidad (TPAP) es la resistencia a los requerimientos externos, que típicamente se pone de manifiesto con conductas de oposición y obstrucción, entre las que se cuentan la posposición de tareas y decisiones, el trabajo mal realizado y el «olvido» de las obligaciones. Estas personas suelen tener una historia de habilidades inferiores a las normales en los ámbitos ocupacional y social. Como es de esperar, lo típico es que les irrite tener que conformarse a normas establecidas por otros. Si bien estas características también son ocasionalmente observables en muchos otros individuos, en el TPAP constituyen una pauta conductual crónica e inflexible. Aunque la conducta pasivo-agresiva en general no suele ser la forma más ventajosa de interacción, no es tampoco gravemente disfuncional hasta que impide lograr las metas vitales del individuo.

Las personas con TPAP no son asertivas, porque creen que la confrontación directa es peligrosa. A diferencia del sujeto con un trastorno de la personalidad por evitación, que no es asertivo por miedo al rechazo o a la evaluación negativa, el pasivo-agresivo piensa que la confrontación es una acción que se brinda a los demás para que se entrometan y le controlen. Cuando se le piden cosas que no está dispuesto a hacer, la combinación de la molestia por las exigencias externas y la falta de asertividad le lleva a responder en términos de provocación pasiva. Además se enoja con quien le pide que haga cosas, y no ve las alternativas de negarse o modificar el pedido. A estos individuos también les fastidian e irritan las obligaciones en el trabajo o el estudio. En general, la persona con un TPAP ve a las figuras de autoridad como arbitrarias e injustas. En consecuencia, lo típico es que culpe a otros por sus propios problemas y no vea que su propia conducta es la que en parte le crea dificultades.

Millón (1969) ha observado que, además de oponerse a los requerimientos externos, estos individuos se caracterizan por su malhumor y pesimismo generales. En otras palabras, se centran en los elementos negativos de todo lo que les ocurre.

En la tabla 15.1 presentamos los criterios del DSM-III-R (APA, 1987) para el TPAP.

TABLA 15.1. Criterios diagnósticos del DSM-III-R para el trastorno pasivo-agresivo de la personalidad

Una pauta generalizada de resistencia pasiva a las demandas razonables de rendimiento social y profesional, que se hace patente desde el inicio de la vida adulta y que se da en diversos contextos. Esta pauta se pone de manifiesto por al menos cinco de las siguientes características:

  1. Retrasos, demoras en la ejecución de las tareas, de modo que no se cumplen los plazos.
  2. El sujeto se vuelve malhumorado, irritable o discutidor cuando se le pide que haga algo que no desea hacer.
  3. Parece trabajar de un modo deliberadamente lento o hace mal las tareas que no desea hacer.
  4. Se queja injustificadamente de que los demás le piden cosas irrazonables.
  5. Evita las obligaciones pretendiendo que las ha «olvidado».
  6. Cree que está haciendo las cosas mucho mejor de lo que los demás piensan.
  7. Rechaza las sugerencias útiles de los demás para que sea más productivo.
  8. Malogra los esfuerzos de otras personas al entorpecer la parte del trabajo que le corresponde.
  9. Critica o se burla de manera irrazonable de las personas que tienen posiciones de autoridad.

Perspectiva histórica

Aunque el concepto de estilo de personalidad pasivo-agresivo había sido descrito en trabajos anteriores, la expresión no se acuñó hasta la Segunda Guerra Mundial. En 1945, el Departamento de Guerra caracterizó la «reacción de inmadurez» como una reacción al «estrés militar de rutina, manifestada con desvalimiento o respuestas inadecuadas, pasividad, obstruccionismo o estallidos agresivos». Más tarde, un U. S. Joint Armed Services Technical Bulletin de 1949 empleó la expresión «pasivo-agresivo» para designar a los soldados que presentaban esa pauta de conducta. En el DMS-I (APA, 1952), la categoría «pasivo-agresiva» aparecía dividida en tres subtipos: pasivo-agresivo, pasivo-dependiente y agresivo. El tipo pasivo-dependiente, correspondiente al actual trastorno de la personalidad por dependencia, se caracterizaba por desvalimiento, indecisión y tendencia a aferrarse a otros.

Los tipos pasivo-agresivo y agresivo diferían por sus respuestas a la frustración. Como era de esperar, el tipo agresivo (correspondiente en algunos aspectos al actual trastorno antisocial de la personalidad) reaccionaba con irritabilidad e ira, estallidos de mal genio y conducta destructiva. El pasivo-agresivo manifestaba la agresión de manera pasiva —por ejemplo, con enfurruñamiento, terquedad, posponiendo las tareas, con ineficacia y obstruccionismo—. En el DMS-II (APA, 1968), el subtipo pasivo-agresivo aparecía como categoría separada, mientras que los otros dos subtipos pasivo-agresivos del DSM-I estaban incluidos en la categoría de «otros trastornos de la personalidad».

En el DSM-III (APA, 1980), el pasivo-agresivo no sólo siguió siendo un trastorno de la personalidad diferenciado, sino que los individuos caracterizados por rasgos de dependencia fueron incluidos en la actual categoría diagnóstica de trastorno de la personalidad por dependencia. Pero al principio el trastorno pasivo-agresivo de la personalidad quedó fuera del borrador del DSM-III, porque Spitzer (1977) se refería a ese trastorno con la expresión «reactividad situacional». Como lo señaló Malinow (1981), Spitzer decía que la conducta pasivo-agresiva podía ser una defensa empleada por la mayoría de los individuos en situaciones de desvalimiento (es decir, una defensa temporal) y no un trastorno de la personalidad (esto es, una pauta de inadaptación crónica).

Por su parte, Millón observó que los otros trastornos de la personalidad se caracterizaban por un cierto número de rasgos distintos, pero el TPAP quedaba definido casi exclusivamente por la resistencia a los requerimientos externos. En consecuencia, creía que faltaba la gama de criterios diagnósticos necesaria para definir un trastorno de la personalidad. Pero propuso incluir en la descripción de este trastorno de la personalidad características tales como la irritabilidad, la baja tolerancia a la frustración, la autoimagen insatisfactoria, el pesimismo y el empleo de conductas impredecibles y una actitud huraña para provocar malestar en los demás (Millón, 1981). Aunque esos rasgos no fueron incluidos en la descripción del DSM-III, algunos de ellos han sido incorporados en el DSM-III-R (APA, 1987; véase la tabla 15.1), y permiten recoger más información para diagnosticar este trastorno.

Los primeros teóricos de la psicopatología describieron un tipo de personalidad que presentaba varias características del TPAP. Por ejemplo, Kraepelin (1913) y Bleuler (1924) se refirieron a individuos que sistemáticamente respondían de manera negativa. Kraepelin habló de fluctuaciones extremas del estado de ánimo y respuesta excesiva a las experiencias negativas, mientras que Bleuler describió un grupo que se frustraba e irritaba muy pronto tras hacer interpretaciones negativas de cualquier situación en su estilo característico.

Algunos teóricos del psicoanálisis también han descrito un carácter análogo. Reich (1945), por ejemplo, identificó un tipo de personalidad masoquista, con quejas permanentes y tendencia a agredir a los demás de modo pasivo. Esas personas no toleran los sentimientos desagradables ni la excitación autónoma. Millón (1981) sugiere que el TPAP no tiene una estructura intrapsíquica compleja; el sujeto experimenta los sentimientos sin posibilidad de una modificación intrapsíquica. Esta explicación es coherente con el estado emocional vacilante de la personalidad pasivo-agresiva.

Una variante de este trastorno ha sido descrita por Berne (1964) en el análisis transaccional. Berne se refiere a una pauta de destructividad moderada —por ejemplo, derramar bebida en una fiesta— para la que se obtiene el perdón. En esta pauta o juego, llamado el schlemiel, la persona pasivo-agresiva obtiene satisfacción por el hecho de ser destructiva y también porque se la perdona.

Datos empíricos y de investigaciones

Aunque existen pocas investigaciones sobre el TPAP, dos estudios han examinado sus características. Whitman, Trosman y Koening (1954) examinaron a 400 pacientes externos y hallaron que el diagnóstico más común basado en la nomenclatura del DSM-I era el de tipo pasivo-agresivo; el 23 por ciento satisfacía los criterios diagnósticos para el tipo dependiente y el 19 por ciento caía en la categoría pasivo-agresivo. Estos autores observaron también que dos veces más hombres que mujeres satisfacían los criterios del TPAP. El cuadro sintomático asociado más a menudo con este trastorno de la personalidad eran la ansiedad (41 por ciento) y la depresión (25 por ciento). Tanto en el subtipo pasivo-agresivo como el pasivo-dependiente, la expresión abierta de la agresión estaba inhibida por la culpa o el miedo al castigo. Se sugirió que una componente clave del plan de tratamiento debía dirigirse contra la dependencia y el miedo a la agresión.

Small, Small, Alig y Moore (1970) realizaron un seguimiento de 7 a 15 años con 100 pacientes diagnosticados como pasivo-agresivos (según el DSM-II) durante una hospitalización psiquiátrica. Comprobaron que la dificultad en las relaciones interpersonales y la conducta social, junto con las quejas afectivas y somáticas, eran las formas principales de la sintomatología. También hallaron una alta proporción de pasivo-agresivos que habían estado deprimidos y que abusaban del alcohol.

Conceptualización de la terapia cognitiva

Pensamientos automáticos y actitudes

Los pensamientos automáticos de los individuos con TPAP reflejan su negativismo, autonomía y deseo de seguir la vía de la menor dificultad. Por ejemplo, consideran que cualquier requerimiento de los demás es intrusivo y exigente. Su respuesta consiste en resistirse automáticamente, en lugar de evaluar si desean o no cumplir. Vacilan entre la idea de que se aprovechan de ellos y la de que carecen de méritos. Este negativismo es general en su pensamiento. Los pacientes pasivo-agresivos buscan una interpretación negativa de la mayoría de los acontecimientos; se centran en lo negativo incluso cuando los hechos en sí mismos son neutros. En esto reside la diferencia con los pensamientos negativos de la depresión: los individuos deprimidos se centran en pensamientos de autodesaprobación o en pensamientos negativos sobre el ambiente o el futuro, mientras que los pasivo-agresivos suponen que los demás no les aprecian o que tratan de controlarles. Cuando reciben de alguien retroalimentación negativa, consideran que una vez más son unos incomprendidos.

Los pensamientos automáticos negativos también indican ira. Este grupo de pacientes suele insistir en que las cosas tienen que ser de cierto modo, y esos imperativos irrazonables resultan en una baja tolerancia a la frustración. Su rigidez es diferente de la orientación hacia la meta de la personalidad obsesivo-compulsiva, pues el énfasis del paciente pasivo-agresivo no está en un logro («Debo hacer esto»), sino en la autonomía, en decir, en no someterse a las reglas de otro («No debo tener que hacer esto»). En la tabla 15.2 presentamos algunos pensamientos automáticos típicos del trastorno.

TABLA 15.2. Pensamientos automáticos típicos en el trastorno pasivo-agresivo de la personalidad

  • ¿Cómo se atreven a hacerme esto?
  • Haré lo que quiera.
  • Nadie me reconoce el trabajo que hago.
  • La gente se aprovecha de mí.
  • Nada me da resultado.
  • La gente tendría que tratarme con más respeto.

Además encontramos en estos pacientes un supuesto típico de personas que experimentan dificultades para mostrarse enérgicas: creen que el conflicto abierto es terrible y provocará desaprobación o incluso rechazo. Pero si bien el pasivo-agresivo no se afirma a sí mismo, someterse a los requerimientos de los demás le disgusta profundamente. No quiere seguir instrucciones implícitas o explícitas, sino sólo frustrar a los demás de un modo pasivo: no desea el conflicto abierto, pero tampoco cumplir. Ve las reglas como el modo que tienen los otros de frustrarle. Al pasivo-agresivo no le importa que también a los otros se les pida que sigan las reglas. Sólo percibe la situación desde su propio marco de referencia, según el cual se le está tratando de un modo injusto. Por ejemplo, una paciente estaba furiosa por no haber recibido un resumen de cuenta. Esta paciente se había negado a acordar una entrevista, no había respondido a las llamadas telefónicas ni a las cartas del terapeuta, y nunca había dicho que necesitaba un resumen de cuenta, hasta que empezó a hacer llamadas coléricas. A diferencia del sujeto con personalidad paranoide, que podría sospechar motivos ocultos, esta paciente pensaba que había sido mal tratada. Otro paciente se enojó porque durante un fin de semana la grúa se había llevado su automóvil mal estacionado, aunque la zona estaba claramente marcada como de estacionamiento prohibido.

En parte como resultado de sus pobres habilidades laborales y sociales, el pasivo-agresivo desarrolla un modo de ver pesimista. Cree que «la vida es miserable», y se centra en los aspectos negativos de la experiencia. Es como si lo percibiera todo a través del filtro de la negatividad. A diferencia de los depresivos, que se describen con una actitud negativa en general, el pasivo-agresivo no espera que la vida lo recompense por su arduo trabajo. Esto puede deberse a la creencia de que en efecto ha trabajado mucho, y a su imposibilidad de reconocer los efectos negativos de su estilo cognitivo y conductual, que es lo que le impide tener éxito. Le parece que el logro de las metas responde a factores azarosos. Supone que es una víctima del destino, no advierte el modo como sus propias acciones inciden en su vida. Cuando al pasivo-agresivo le va bien, da por sentado que tendrá que ocurrir algo negativo. Algunos de esos supuestos y actitudes típicos aparecen en la tabla 15.3.

TABLA 15.3. Actitudes y supuestos típicos del trastorno pasivo-agresivo de la personalidad

  • La gente no me comprende.
  • La vida es miserable (nada me da resultado).
  • La gente se aprovecha de ti, si se lo permites.
  • No importa lo que hagas: nada da resultado.
  • Ser directo con las personas puede ser peligroso.
  • Las reglas son arbitrarias y me asfixian.

Conducta

Las conductas de los clientes con TPAP reflejan sus pautas cognitivas. La conducta de oposición pasiva (por ejemplo posponer tareas y un mal rendimiento laboral) se relaciona con cogniciones que parten del disgusto por tener que cumplir con obligaciones («No debería tener que hacer esto»). La posposición de tareas está asociada con la actitud de seguir la vía de la menor resistencia («No es necesario que haga esto ahora»). Como el pasivo-agresivo no quiere arriesgarse a provocar consecuencias adversas por enfrentarse de modo directo a esas situaciones (y porque a menudo carece de las habilidades necesarias para ser realmente asertivo), responde a los requerimientos «rebelándose» con los medios pasivos que hemos descrito. Ante las consecuencias negativas de no haber cumplido con sus obligaciones, se encoleriza con las personas que ocupan posiciones de autoridad, en lugar de advertir la incidencia de su propia pauta de conducta. Esta ira puede expresarse ocasionalmente en estallidos, pero es más probable que lo haga a través de medios pasivos de venganza, como el sabotaje. En la terapia, el paciente puede no pagar las sesiones, llegar con retraso o negarse a cooperar en el tratamiento. Una paciente pasivo-agresiva se olvidó de la sesión. El terapeuta la llamó por teléfono para proponer una nueva cita, dos días más tarde. Ella, colérica por haber perdido la primera sesión y porque la segunda no fuera inmediata, respondió colgando abruptamente después de decir: «Iré si todavía estoy viva». Esa respuesta obligaba al terapeuta a una mayor interacción antes de la sesión, o eso lo mantendría preocupado durante ese tiempo.

Afecto

Los estados afectivos negativos habituales en los pacientes con TPAP son la ira y la irritabilidad. Esto no tiene nada de sorprendente, pues ellos creen que se les exige que cumplan normas arbitrarias, que son unos incomprendidos y los demás no les aprecian como merecen. Por ejemplo, una paciente estaba enfadada porque los carteles señalizadores de una ciudad eran demasiado pequeños para que ella pudiera leerlos. Además, los pasivo-agresivos no suelen alcanzar sus propias metas profesionales y sociales. No advierten de qué modo su conducta y sus actitudes contribuyen a crearles problemas, así que piensan que el ambiente es la causa de su frustración.

La ira y la irritabilidad de estos sujetos también son consecuencias de su vulnerabilidad al control externo y de su interpretación de los requerimientos de los otros —percibidos como obstáculos a su libertad—. En las interacciones dan por sentado el control de los demás, y se oponen a él con vehemencia.

Razones para entrar en la terapia

Entre las razones típicas que llevan al paciente con TPAP a iniciar una terapia están las quejas de otras personas que dicen que el sujeto se resiste a satisfacer determinadas expectativas.

Esto ocurre tanto en el matrimonio como en las relaciones laborales entre superior y subalterno. El cónyuge suele quejarse de que el paciente no asume sus responsabilidades en el hogar. Una mujer dijo que su marido no le hacía caso hasta que ella misma dejaba de responderle y amenazaba con abandonarle. Entonces él cooperaba transitoriamente, hasta que ella volvía a comprometerse en la relación; después él volvía a su pauta de repliegue y resistencia a los requerimientos. A menudo estos pacientes entran en el tratamiento por insistencia de sus superiores, debido a que posponen sus tareas y a que eluden las reglas en el trabajo.

También la depresión lleva a la terapia a los pacientes con TPAP. Un factor que contribuye a provocar la depresión es una carencia crónica de recompensas interpersonales y laborales. Por ejemplo, el hecho de que sigan la vía del menor esfuerzo, y la resistencia a los requerimientos externos, pueden llevarles a creer que nada marcha bien para ellos. También la idea que tienen de que en su ambiente son vulnerables al control de los demás genera una concepción negativa del mundo en general. De esto suele resultar un nivel crónico de distimia. Pero ante un fracaso o pérdida, la depresión de estos pacientes puede ser más severa. Si son autónomos, procuran preservar su libertad de acción. Si se producen circunstancias en las que el paciente cree que no está dirigiendo su vida sin ninguna interferencia exterior, puede caer en una depresión severa.

Estrategias de evaluación

Al evaluar un TPAP en una situación de entrevista, quizá resulte difícil obtener información completa. Estos pacientes suelen dar respuestas breves e incompletas, y a veces se irritan, aunque se trate de las mismas preguntas que los pacientes con otros diagnósticos responden sin ningún problema. Incluso cuando parecen responder activamente, no lo hacen de modo directo; cambian de tema o se demoran en detalles extraños. Entre las cogniciones posibles se cuentan «No debo tener que hacer esto» y «El entrevistador trata de controlarme».

A continuación lo habitual es el despliegue de una actitud negativista, mientras el paciente describe lo difícil que es su vida y sus inevitables frustraciones. No demostrará ninguna comprensión de que él mismo contribuye a crear sus dificultades; culpa totalmente a otros.

Desde luego, una actitud de tipo «No me dejaré empujar por la gente» no basta para diagnosticar un TPAP. Se necesita información sobre los logros de la persona en los estudios y en las actividades sociales y laborales. El paciente pasivo-agresivo por lo general menciona algunas «salidas nulas» e intentos frustrados de alcanzar metas. Esta pauta es más crónica que la de los pacientes deprimidos. Si se profundiza la indagación, el pasivo-agresivo explica que perdió un trabajo porque «el jefe era injusto», o que «ese empleo no me dejaba ninguna libertad», o bien que «fui víctima de la discriminación». Aunque también los paranoides atribuyen a otros motivaciones discriminatorias y abusivas, son más suspicaces que los pasivo-agresivos. Estos últimos se centran más en las interferencias que perciben y que les impiden hacer las cosas a su manera.

Después del diagnóstico, para la planificación del tratamiento es útil la evaluación de las habilidades sociales. Algunos pacientes tienen capacidad autoasertiva, pero quizá no la aprovechen en razón de sus actitudes disfuncionales. Por ejemplo, en situaciones en las que podrían discutir de forma activa, no lo hacen, siguiendo así la vía de la menor resistencia. Además el deseo de hacer las cosas a su modo no facilita que se acerquen a la gente con ánimo de pactar. Si bien la mayoría de los pacientes pasivo-agresivos tienen actitudes que obstaculizan la conducta social apropiada, algunos carecen de las habilidades que tal conducta requiere, lo cual debe tenerse muy en cuenta en el plan de tratamiento.

Estrategias clínicas globales

Con frecuencia, cuando el paciente con un trastorno de la personalidad inicia el tratamiento, lo que le interesa no es cambiar sus pautas adquiridas de pensamiento y conducta. Lo que le lleva a la terapia es un diagnóstico del Eje I, como la depresión, o bien la presión de otras personas. Este es sobre todo el caso en el TPAP, puesto que lo probable es que estos sujetos crean que sus dificultades las provocan otros, y no ellos mismos. Por lo tanto, al principio hay que centrarse en determinar el objetivo que llevó al paciente al tratamiento.

Con estos sujetos, un primer planteamiento general se centra en lograr un espíritu práctico de cooperación, es decir, que el paciente se comprometa activamente en el proceso terapéutico (Beck, 1976). Aunque éste es un componente nuclear de la terapia cognitiva en general, con los pasivo-agresivos tiene una importancia especial, debido a su desafío habitual de las figuras de autoridad. Por lo tanto, hay que saber que en el tratamiento realizan activamente elecciones no orientadas ni controladas por el terapeuta. Al principio el terapeuta puede alentarlos a escoger entre varias tareas para realizar por su cuenta, o entre varias cuestiones para examinar en la sesión. Después se anima al paciente a que cree sus propias estrategias para abordar los problemas. Así se satisface el deseo de autonomía del paciente, y al mismo tiempo se reduce el típico enfoque pasivo. Esa cooperación también se facilita con un enfoque experimental. Por ejemplo, si un paciente cree firmemente en sus pensamientos automáticos o supuestos, es mejor que el terapeuta no intente discutir su exactitud, sino que les dé el carácter de hipótesis que pueden ser correctas o no. Entonces terapeuta y paciente, juntos, pueden montar un «experimento» para poner a prueba su validez.

Una segunda estrategia con los pacientes pasivo-agresivos consiste en ayudarles a tomar contacto con sus pensamientos automáticos. Su falta de insight indica que muy pocas veces examinan el modo como sus cogniciones inciden en sus afectos y conductas. Esta estrategia global es fundamental en el programa de tratamiento, y al principio hay que dedicar un tiempo considerable a explicar la base racional del modelo cognitivo. Al tomar más conciencia de sus pensamientos, el paciente aprende a identificar los pensamientos automáticos que contribuyen a generar afectos negativos y conductas disfuncionales. Finalmente, desde luego, tiene que aprender a evaluar esos pensamientos de forma más objetiva.

Otra estrategia general importante es que el terapeuta mantenga la coherencia del tratamiento. Como estos pacientes culpan a los demás por sus problemas, el procedimiento servirá para ilustrar que a menudo son sus propias actitudes y conductas las que provocan consecuencias negativas. Por ejemplo, si el paciente llega tarde (lo que es frecuente con los pasivo-agresivos), el terapeuta de todos modos da por concluida la sesión en el horario concertado. Cuando se produzca esa conducta, quizá convenga que el terapeuta solicite retroalimentación al paciente, para determinar si se trata de una típica respuesta pasivo-agresiva al terapeuta o la terapia. El pensamiento automático podría ser «No estoy obligado a llegar a tiempo; nadie va a decirme lo que tengo que hacer». Con esa discusión, el terapeuta ayuda al paciente a aprender medios directos de expresión para reemplazar a los indirectos. Es decir que si el cliente no quiere programar una sesión para cierta hora o día, debe decir que no le va bien, o que ese horario no le conviene. Quizá tome algún tiempo llevarle a examinar el modo como sus actitudes y conductas contribuyen a crearle dificultades, pero este enfoque pone las bases para hacerlo.

La siguiente componente importante del tratamiento consiste en ayudar al sujeto con TPAP a considerar sus métodos de «rebelión». Por ejemplo, si el paciente está irritado con alguien y responde trabajando mal, hay que discutir creencias tales como «Hay que castigar a la gente» o «Haré lo que me venga en gana», explorando las ventajas y desventajas, y generando modos de proceder alternativos. Para alcanzar ese fin será necesario examinar la secuencia de los acontecimientos que se producen en la interacción con los demás. A pesar de las desventajas obvias de ser negativo e imprevisible, esa conducta presenta algunos beneficios —pues de lo contrario no persistiría—. Por ejemplo, gracias a sus antecedentes de bajo rendimiento y carácter imprevisible, el pasivo-agresivo se salva de que le encarguen ciertas tareas indeseables. (Paradójicamente, esto suele despertar su resentimiento, pues piensa que así tratan de controlarle). Terapeuta y paciente tienen que considerar esos resultados «positivos», a fin de que no sólo perciba las consecuencias de esa conducta, sino también como motivación para emplear otros modos de respuesta.

También es útil una estrategia general que induzca a los pacientes a desplegar habilidades sociales adecuadas. Con quienes carecen de habilidades sociales, el terapeuta tendrá que enseñárselas paso a paso. Cuando haya cogniciones que interfieren en una conducta social adecuada que el paciente es capaz de poner en práctica, habrá que modificar dichas cogniciones.

Técnicas específicas

Con estas estrategias generales en mente, se pueden emplear algunas técnicas específicas para modificar las cogniciones, los afectos y la conducta de los pacientes pasivo-agresivos. Con el fin de ayudarles a identificar pensamientos automáticos, al principio se dan los mismos pasos que con el resto de pacientes. Concretamente, en la sesión se identifican los pensamientos automáticos que se producen al mismo tiempo que los cambios afectivos; los pensamientos automáticos que aparecen entre sesión y sesión se identifican con tareas específicas. Por ejemplo, un paciente se irritó en el curso de la sesión y dijo que en ese momento pensaba: «No tengo la obligación de hacer nada, usted trata de dominarme». Como estos pacientes sé resisten a los requerimientos, y les interesa seguir la vía de la menor resistencia, lo probable es que no les resulte fácil identificar los pensamientos automáticos.

En este punto, terapeuta y paciente deben trabajar juntos para identificar las cogniciones que quizás interfieran en el comportamiento del sujeto. Por lo general, esas cogniciones son de dos tipos: las del primer tipo contribuyen a crear afectos negativos (por ejemplo, depresión e irritabilidad), y las del segundo son respuestas a los «requerimientos» (por ejemplo, «Tengo que hacerlo a mi manera», «¿Por qué siempre me están obligando a hacer cosas?», «Lo más fácil es sentarse y aguardar que se asiente la polvareda»). Cuando esas cogniciones quedan identificadas, terapeuta y paciente pueden evaluar si hay pruebas que respalden tales conclusiones o interpretaciones, y si existen explicaciones alternativas, más válidas. Cuando se determina que la interpretación en sí no está distorsionada, terapeuta y paciente deben examinar las consecuencias desde un punto de vista realista, así como estrategias para resolver el problema. Por ejemplo, el paciente se siente triste cuando piensa: «Todos me odian en el trabajo, y yo no estoy trabajando bien». La idea de que todos le odian es probablemente una generalización excesiva; el terapeuta puede ayudar al paciente a refutarla generalizando datos que la contradicen. La idea de no estar actuando bien en el trabajo quizá sea realmente correcta. Lo más útil es entonces evaluar la magnitud de esta deficiencia y los factores cognitivos y motivacionales que inciden en ella, además del modo como el paciente puede modificar dichos factores.

Los pacientes pasivo-agresivos, cuando se les piden pruebas en apoyo de su creencia, suelen responder: «Así es como lo siento». Este «razonamiento emocional» aparece con frecuencia en estos sujetos, y conviene abordarlo. Puede ser útil que el paciente lleve consigo una tarjeta que diga «Los sentimientos no son hechos», para recordar que sus estados emocionales se basan en su interpretación de las situaciones —y no necesariamente en la realidad—. Otro recurso es buscar ejemplos del pasado en los que el paciente «sintió» que era cierta alguna cosa, con pocas pruebas que lo apoyaran, y más tarde descubrió que se había equivocado.

Cuando a los pacientes se les pide que anoten sus pensamientos automáticos, conviene explicarles que pase lo que pase será siempre útil. Cumplida la tarea, terapeuta y paciente pueden ver cuáles son los pensamientos automáticos que contribuyen a generar ansiedad y depresión. Pero si el paciente no cumple el encargo, de todos modos es útil, porque entonces podrán identificarse las cogniciones que interfieren en esa tarea. Por ejemplo, una paciente no realizó el encargo de registrar los pensamientos automáticos. Durante la semana lo había recordado varias veces, pero en todos los casos pensó: «¿Por qué tomarme ese trabajo? Nadie me va a obligar a hacer algo que no quiero hacer. Yo no creo que sirva para nada, así que no voy t hacerlo».

Con estos pacientes son importantes las técnicas de la terapia cognitiva que establecen cooperación. Al principio de cada sesión, paciente y terapeuta deben programar juntos su contenido y estructura. Al final de la sesión y después de cada intervención se pedirá retroalimentación al paciente, para asegurarse de que comprendió el fundamento racional de los procedimientos, y también para detectar sus eventuales cogniciones negativas sobre el terapeuta o la terapia. Como ya se ha observado, se pueden montar «experimentos» que pongan a prueba la validez de ciertas cogniciones del paciente.

Con frecuencia es útil un análisis de costes y beneficios. Por ejemplo, si el paciente no asiste a una reunión en el trabajo porque «No pueden obligarme» o «La programaron a una hora inadecuada», quizá crea que una ventaja de su ausencia fue que expresó indirectamente su insatisfacción por la «injusticia» de la situación. Pero el análisis de costes y beneficios indica con claridad que también hubo consecuencias negativas. Terapeuta y paciente pueden entonces considerar modos más directos de expresar insatisfacción, para que su superior no interprete mal la inasistencia a la reunión.

Cuando el paciente ya ha comprendido que sus estrategias suelen no comunicar bien el mensaje que él quiere enviar, es importante reforzar sus aptitudes para la asertividad. Estos pacientes a veces tienen en su repertorio la respuesta alternativa eficaz, pero no la aplican debido a sus supuestos disfuncionales. No obstante, lo típico es que haya un déficit de habilidades de respuesta, en cuyo caso conviene examinar las respuestas alternativas posibles y dramatizarlas en la sesión, para después ponerlas en práctica como tareas para que realice por su cuenta.

Estudio de caso

«X» era una estudiante graduada de 28 años que entró en tratamiento ansiosa, desvalida y con depresión severa. Se negó a dar información detallada en la evaluación de admisión, porque, según dijo, no se sentía cómoda con el psicólogo entrevistador. Comentó que sus calificaciones habían descendido en el último año. Antes se había hecho ilusiones con la escuela para graduados, pero no era lo que ella esperaba. Los profesores le parecían arbitrarios e injustos; le disgustaba tener que trabajar tanto para obtener su título. Para complicar las cosas, «X» había terminado una relación unos seis meses antes. Oscilaba entre sentirse herida porque había sido abandonada y la ira por no haber tomado ella la iniciativa de romper. (La relación no era buena, según la propia «X» lo admitió, y pensaba que, de haber tenido algo más de autoconfianza, le habría puesto fin).

Dijo poco sobre su infancia; la había pasado separada de su hermana y con la convicción de que los padres «no debían haber tenido hijos». Más tarde comentó que nunca supo qué podía esperar de ellos: «Perdían los estribos por cualquier cosa» y proporcionaban respaldo económico pero no emocional. Las relaciones actuales con la hermana y los padres eran tensas; sus sentimientos respecto de ellos, ambivalentes. A veces la encolerizaban y en otros momentos deseaba una relación más estrecha.

No fue fácil lograr que «X» especificara metas claras para el tratamiento, aunque sin duda quería reducir su depresión y ansiedad. Durante toda la terapia se resistió a las propuestas. Se negó a llevar un registro diario de pensamientos disfuncionales, pues estaba segura de que no daría resultado. Cuando expresaba desaliento por muchos aspectos de su vida (por ejemplo la ropa) descartaba todas las sugerencias del terapeuta. A veces cumplía con esos requerimientos fuera de la sesión, a pesar de su firme negativa en el curso de ésta.

Una de las primeras facetas del tratamiento consistió en ayudar a «X» a evaluar su relación amorosa. Aunque había terminado seis meses antes, con frecuencia pensaba en ella. En las sesiones, el terapeuta y «X» acumularon muchas pruebas de que esa relación no había sido satisfactoria para la paciente. Un tipo de intervención que se puso en práctica fue contrarrestar cada imagen positiva con una negativa, a fin de recordar el equilibrio de la relación. Aunque «X» creía que «sólo el tiempo» curaba esas heridas y que ella no podía facilitar el proceso, gradualmente logró ir apartando esa experiencia de su mente. Había evitado a su exnovio durante meses, pero al cruzarse un día en la calle se sintió herida porque él no la saludó. Se generaron explicaciones alternativas de esa conducta. Por ejemplo, era posible que el exnovio respondiera de ese modo al hecho de que ella le ignoraba, y no que la odiara, como ella había inferido automáticamente.

«X» también experimentaba un malestar considerable por sus estudios. Les dedicaba mucho tiempo, y sin embargo seguía obteniendo notas bajas. Sentía que ello se debía en gran medida a que los profesores no eran justos. Mientras trataba de estudiar, pasaba mucho tiempo dándole vueltas al injusto final de su relación amorosa y al hecho igualmente injusto de que tuviera que trabajar tanto. El terapeuta le sugirió una técnica de detención del pensamiento: a los pensamientos de ese tipo tenía que responderles con una voz de «¡Alto!» mental, y volver a concentrarse en su trabajo. Al principio «X» se negó a intentar la técnica. Más tarde, al aumentar su preocupación por las notas, pudo emplearla en un 20 por ciento de las veces que se sorprendía rumiando. El terapeuta usó este ejemplo para abordar su mala disposición a trabajar en pos de sus metas y su dificultad para alcanzarlas. Concretamente, existía una solución posible para uno de sus problemas, y ella se había negado a intentarla. Sobre la base del modelo cognitivo, el terapeuta dio por sentado que lo que le impedía alcanzar sus objetivos eran los pensamientos que producían interferencias. Le encargó a «X» que tomara conciencia de esos pensamientos, para examinarlos en el consultorio.

«X» no lo hizo al principio, pero en la segunda sesión después de encargársele esta tarea, ella y el terapeuta pudieron identificar algunos pensamientos que interferían en el trabajo, como «¿Por qué tendría que hacerlo?», «No dará resultado» y «No estoy obligado a hacer esto». En sesión se puntualizó que «X» no tenía que realizar el encargo para el terapeuta, sino que desafiar esas cogniciones podría ser beneficioso para ella misma. Junto con el terapeuta, «X» generó algunas respuestas y las escribió en tarjetas para recordarlas fuera de la sesión. Como era de esperar, comentó que no estaba segura de que fuera una buena idea, ni de poder hacerlo. En la sesión siguiente dijo que había usado las tarjetas y la técnica del «¡Alto!», y que esto le había ayudado a concentrarse mientras estudiaba.

Una respuesta frecuente de «X» era «Sobre esto mis sentimientos son confusos». El terapeuta trató de diferenciar esos sentimientos y los pensamientos que contribuían a generarlos. También era importante aclarar que, aun después de enfrentarse a esas distorsiones del pensamiento, resultaba razonable tener sentimientos confusos sobre muchas cuestiones.

De modo que la primera fase del tratamiento se dedicó a reducir la depresión y la ansiedad. Cuando «X» entendió que se había logrado en parte su preocupación y que podía sostener mejor su concentración en el estudio, quiso dar por terminada la terapia. Entonces terapeuta y paciente consideraron las ventajas y desventajas de continuar (por un lado, la posibilidad de examinar y modificar las actitudes disfuncionales que habían provocado la depresión y las dificultades interpersonales, así como reforzar las técnicas que había aprendido para superar las emociones negativas; en el otro platillo de la balanza, el tiempo y los gastos).

Aunque con reticencia, la paciente decidió continuar el trabajo abordando las pautas crónicas. Se abordaron su negativismo y la creencia de que se le estaba tratando de modo injusto. Cuando evaluaba algo como negativo (o desesperado, inútil, etcétera), se le aconsejó que apreciara el impacto de ese aspecto negativo y también tomara nota de los rasgos positivos. Por ejemplo, «X» se había quejado durante algunas sesiones de no tener tiempo para realizar un proyecto de investigación. Un día descubrió que, como su profesor se iba, no tenía ninguna posibilidad de continuar con ese proyecto. La irritó muchísimo perder la oportunidad de publicar su trabajo. En las sesiones, el terapeuta y «X» se centraron en las ventajas y desventajas de ese giro de los acontecimientos, en lugar de considerarlo totalmente negativo. Además examinaron si la partida del profesor tenía algo que ver con «X» en términos personales, o con otras cosas. También surgieron pruebas de que ella tendría la oportunidad de realizar nuevas investigaciones, tanto durante su estancia en la escuela como más adelante.

Cuando «X» empezó a considerar más abiertamente sus pautas de respuesta, inició junto con el terapeuta un «cuaderno de trabajo» en el que registraba las situaciones que la perturbaban. Allí anotaba sus pautas automáticas de respuesta tanto cognitivas como conductuales, y evaluaba su exactitud y eficacia. Después, juntos, el terapeuta y «X» desarrollaban pautas alternativas y hacían una lista de las ventajas y desventajas de cada uno de los métodos. Rastreando tales situaciones, pudieron agruparlas en unas pocas categorías, como «trato injusto», «exigencias» y «negatividad». Después elaboraron una estrategia para cada categoría. Por ejemplo, «X» daba automáticamente por sentado el «trato injusto». A veces lo tomaba como algo personal y señalaba al presunto culpable; otras veces adoptaba una conducta de provocación pasiva respecto de esa persona. Una estrategia más racional consistía en evaluar primero si había existido una injusticia real. Cuando «X» llegaba a la conclusión de que había sido tratada con injusticia, tenía que determinar si era una cuestión personal o si también otros habían sido tratados de la misma manera (por ejemplo, durante una clase). Después debía decidir con qué tipo de acción respondería a ese trato (si es que iba a hacer algo). También tenía que considerar sus expectativas sobre el modo como quería que los demás la trataran o que fueran las cosas.

A veces se incluía en el cuaderno de trabajo la conducta de «X» durante las sesiones. Por ejemplo, cuando el terapeuta se disponía a irse de vacaciones, «X» se negó a programar una sesión con un sustituto, pero hizo algún comentario acerca de que «no iba a estar por allí» cuando volviera la terapeuta. Esta le explicó que esos comentarios le hacían sentirse incómoda, y le pidió que enunciara sus preocupaciones directamente. Se puso de manifiesto que «X» sentía cólera porque el terapeuta interrumpía el tratamiento y la abandonaba. Juntos pudieron entonces abordar esas cuestiones, e incluso hallaron algunas ventajas en la breve interrupción de la terapia (por ejemplo, le daba a «X» la oportunidad de practicar por sí misma las técnicas terapéuticas).

«X» realizó progresos significativos sobre todo en la reducción de la negatividad y la conducta pasivo-agresiva. Aún respondía automáticamente con irritación a muchas situaciones, pero la frecuencia y duración de esa irritación fueron disminuyendo. En algunas situaciones podía asumir la responsabilidad por su conducta y responder de un modo más adecuado para alcanzar sus objetivos.

Prevención de la recaída

Una de las mejores estrategias para la prevención de la recaída es la de las sesiones de refuerzo. Lo mismo que con los otros pacientes con trastornos de la personalidad, las creencias disfuncionales enraizadas de los pacientes con TPAP pueden permanecer en estado de latencia hasta que el sujeto se encuentra en una situación que las desencadena. Antes de finalizar el tratamiento, se pueden identificar las situaciones en las que el paciente es vulnerable. Como ya hemos observado, existe la posibilidad de un «cuaderno de trabajo» que registra esas situaciones, en el cual se anotan las pautas automáticas disfuncionales típicas, así como cogniciones y conductas más racionales y funcionales. Son ejemplos de tales situaciones de vulnerabilidad el ser tratado con injusticia, recibir la orden de hacer algo o evaluar una situación negativa. Las sesiones de refuerzo impiden que el paciente vuelva a asumir pautas disfuncionales. Durante ellas se repasan las estrategias logradas, se examinan zonas-problema y se desactivan las dificultades potenciales. A lo largo del tratamiento hay que explicar que la terapia es un modo de aprender a manejar eficazmente diversas situaciones. Es razonable que en los momentos de estrés adicional el paciente requiera terapia como ayuda para desenvolverse con éxito.

Problemas del terapeuta

No debe sorprender que el trabajo con estos pacientes resulte difícil, a causa de su actitud negativista y de que por lo general no están dispuestos a probar modos alternativos de abordar sus problemas. Además, desde luego, el paciente pasivo-agresivo se resistirá a muchos de los pasos que supone el tratamiento; también demostrará ser difícil en cuestiones prácticas tales como los pagos, la puntualidad y la fiabilidad. Ya hemos señalado que un enfoque cooperativo atempera algunos de estos problemas. Por ejemplo, después de explicar el fundamento de una técnica terapéutica o de una tarea para hacer por su cuenta, es importante que el paciente describa qué utilidad le parece que tendrá eso para ayudarle a alcanzar sus metas. Lograr que los pacientes elaboren sus propias «mini metas» es ideal, pero no cabe esperarlo al principio. En lo que se refiere a la frustración del terapeuta, es útil que conciba la conducta de los pacientes con TPAP como una pauta conductual inadaptada aprendida, y no como algo que le concierne personalmente. Aunque es en efecto difícil trabajar con ellos, el progreso es posible, y resulta gratificante verles responder de un modo más funcional.