Pesadilla de cera Simon Clark

Prólogo

Los truenos rasgan el aire. Media Europa, al parecer, está en llamas. Las naciones se encogen ante el viento de Pentecostés. Hoy, el London Times informa que los hunos han hundido el Lusitania. Casi mil vidas inocentes perdidas. Mientras, la prensa continúa con su terrible letanía de decenas de miles de nuestros soldados consumidos por la guerra; esta guerra que pondrá fin a todas las guerras. En medio de este conflicto global, los casos de mi amigo Sherlock Holmes parecen tener poca importancia. Pero la pasada noche me sacaron de la cama tres visitantes. No voy a identificarlos por razones obvias; aunque dos de ellos son muy conocidos por todo el mundo, desde el rey al carretillero. Basta con decir esto: uno de los caballeros ostenta un puesto muy importante en el gobierno de Su Majestad; el segundo, un alto rango en el Ejército; y el tercero es una luminaria dentro del anónimo y clandestino mundo de nuestro servicio secreto.

Vestido con la bata y las zapatillas, los invité a pasar a mi cuarto de estar.

Dijo el militar:

—Doctor Watson. Disculpe que lo molestemos a esta hora de la noche, pero comprenda que nos encontramos aquí debido a un asunto realmente importante que afecta no solo a la seguridad del Imperio, sino también a la preservación de todas las naciones del mundo.

—Lo entiendo, caballeros —le contesté—. ¿En qué puedo ayudarlos?

El militar dijo:

—Hay dos asuntos que debemos presentarle. En primer lugar, ¿sabe usted cuál es el paradero de Sherlock Holmes?

Negué con la cabeza.

—Tengo entendido que se encuentra de viaje.

—¿Sabe adónde ha ido?

Volví a negar con la cabeza.

—Me temo que no.

—¿Se ha comunicado con usted el señor Holmes?

—Recibí un telegrama de su parte hará unas tres semanas.

—¿Puede divulgar el contenido del mensaje?

—Normalmente no debería hacerlo. Pero tratándose de ustedes, caballeros... —Me aclaré la garganta—. Holmes solo escribió: «Watson, ha empezado el juego».

—Ya veo...

En ese momento intervino el tercer caballero:

—Gracias, doctor Watson. Lo que nos lleva al segundo asunto. Hemos traído con nosotros unas grabaciones de fonógrafo que se realizaron hace unos años y que mis agentes encontraron en la caja fuerte del Ministerio del Interior. Le estaríamos muy agradecidos si escuchara estas grabaciones e identificara las voces que reconociera.

Nos llevó unos minutos preparar el fonógrafo con su cuerno y los cilindros de cera. Luego, el oficial de inteligencia puso en marcha el motor antes de accionar la manivela de bronce que ponía en marcha el mecanismo.

Las campanadas de medianoche del reloj de la iglesia que se encontraba al otro lado de la plaza murieron en el aire justo cuando el cilindro de cera reprodujo la voz de un hombre en la silenciosa habitación. Esto es lo que oí.

Allá vamos... ¿Les apetece jugar un poco? ¿Querrían ustedes adivinar mi nombre? ¿Qué es lo que han dicho? ¿Es un nombre de cierta importancia? ¿La Historia se acordará de ese nombre? ¿O, tal y como ha ocurrido con incontables miles de millones de hombres y mujeres que han ocupado la faz de este planeta como si fueran gusanos, se olvidará para siempre a los cuatro vientos?

¿Necesitan una pista?

Cierto detective aficionado, que juega con las pistas con la destreza de uno de esos simios que hacen juegos malabares, me describió como «el organizador de la mitad de todo lo que es maligno y de casi todo lo que ocurre en Londres sin que sea detectado». ¿Maligno? La interpretación que le da ese hombre a la palabra es realmente desafortunada. Admito que tengo la habilidad de obtener ese basto medio llamado dinero y de obligar a los hombres a realizar mis deseos sin el inconveniente de la conciencia. Más aún, el término «maligno» no es más que un insulto convertido en cliché y que los débiles dirigen contra los fuertes. Y ustedes serán realmente conscientes de que la Historia no olvida a los fuertes. Algunos acusarán al Julio César romano de ser maligno, pero nunca será olvidado. El séptimo mes del año recibió el nombre en su honor. Su sucesor, Augusto, un hombre poderoso y de escasa conciencia, reclamó póstumamente el siguiente mes, agosto. Tal vez mi nombre reciba algún día un honor semejante y se encuentre en el calendario.

Ah... ¿Ya han averiguado mi nombre? El detective anteriormente mencionado me otorgó el título de «Napoleón del crimen». Uno irrisoriamente inadecuado, debo añadir. Napoleón terminó perdiendo, mientras que yo seré el vencedor. Ya deben de haber averiguado cómo me llamo. ¿No?

Queridos, oh, queridos. Entonces no me demoraré más, pues solo dispongo de una hora para preservar para la posteridad este relato de mi singular tentativa. Soy el profesor James Moriarty. Como nunca he dudado en utilizar lo último en nueva tecnología, estoy grabando mi voz en un fonógrafo. Estos cilindros de cera preservarán este testamento oral para toda la humanidad. Al fin y al cabo, no desearía que cualquiera que oiga esto crea que me limité a encontrarme con el mayor descubrimiento de la humanidad por simple casualidad. Créanme, la suerte es para los tontos. Lo que conduce al éxito es el esfuerzo unido a la inteligencia, no la casualidad. Lo que yo he descubierto es fruto de veinticinco años de duro trabajo y esfuerzo intelectual. Por supuesto, el propósito de mi carrera criminal, como la llamarían los ignorantes, era poder financiar un importante trabajo de investigación; aunque debo admitir que el desarrollar todas esas malvadas estrategias tuvo como recompensa un cierto entretenimiento. Me atrevería a afirmar que hubiese podido conseguir los fondos necesarios a través del comercio legítimo, pero qué aburridos habrían resultado todos estos largos años. De hecho, jamás habría tenido la oportunidad de entablar esos duelos mentales con el detective anteriormente mencionado, un tal Sherlock Holmes (un nombre, diría yo, estruendosamente olvidado por la Historia).

Y aquí estoy yo ahora, el profesor Moriarty, sentado a solas en un vagón decorado de una manera muy elegante conducido por una locomotora privada. Es el primero de noviembre de 1903. En el trono de Inglaterra y al mando del Imperio británico se encuentra ese idiota manirroto del rey Eduardo VII.

Sin duda alguna, podrán oír en las pausas el claclaclac de las ruedas de hierro contra las vías. ¿No es un sonido evocador? ¡Una sinfonía para el viajero! Faltan diez minutos para la medianoche. Estamos atravesando un pantano prohibido que una gibosa luna ilumina de forma enfermiza. Dentro de poco... Allí... ¿Lo han oído? ¿El silbato del tren? El maquinista ha avisado de que quedan unas pocas millas para llegar a un destino sumamente peculiar. Ya puedo ver el mar a mi derecha.

Pero lo que se despliega al otro lado de la ventana en esta fiera y fría noche invernal tiene muchísima menos importancia que lo que se encuentra en el escritorio frente a mí. En este cálido y acogedor vagón se encuentra el resultado de veinticinco años del trabajo más arduo que se puedan imaginar. Si ustedes pudieran ver a través de estos cilindros de cera este objeto tan singular, no se emocionarían en un principio. «Si solo es un libro», dirían ustedes. Ah, pero qué libro. No es un libro cualquiera. ¿Oyen eso? ¿Esos susurros? ¿Cómo las voces de un millón de fantasmas que revelan secretos más allá de la tumba? Ah... Ese sonido que oyen, amigos míos, procede de las páginas de este fantástico y glorioso volumen. Y si pudieran ver el título, ese título extraño y de un poder oscuro que ha aterrorizado a muchos hombres, aún seguirían sin entender su importancia. Pero yo proclamo, aquí y ahora, que este es, sin lugar a dudas, el libro de los libros. Es el puente entre los mundos... Es el Necronomicón.

Mis diarios revelan con todo detalle el desarrollo de mi investigación. Pero el proporcionarles pequeños retazos de información en bocados que puedan digerirse con facilidad los ayudará a entender lo que esta noche estoy a punto de conseguir. Hace veinticinco años llegó a mi poder un gran conjunto de libros antiguos desde las manos de un rufián que lo único que quería a cambio eran unos cuantos cuartos de ginebra en los que empapar su hinchado hígado. Debido al baúl empapado de sangre en el que venían, se podía deducir sin dificultad cómo se había hecho con ellos el rufián. No importa. Examiné los libros, pues mi intención era vendérselos a los coleccionistas. Pero no se trataba de libros corrientes. En su mayor parte trataban de temas de contenido ocultista, de diferentes culturas muy distintas entre sí.

Sin duda, esos libros picaron mi curiosidad de una forma muy agradable. Sobre todo los varios diarios escritos por la excitada mano del padre Solomon Buchanan. Un hombre de Dios que estaba evidentemente más interesado en lo que subyace tras los ritos paganos que en todo lo que puede encontrarse en los evangelios. Pronto descubrí el fondo de la fascinación de este hombre por unas culturas tan aparentemente dispares. Desde las Américas a Europa, desde África al Oriente, estudió la mitología pagana y los escritos arcanos en busca de un elemento común y universal en todas las culturas del planeta, un elemento común que era un secreto muy bien guardado, que solo conocía un santuario secreto de sacerdotes, curanderos y chamanes. Lo que lo convierte en algo del mayor interés, pues si los individuos más poderosos guardan cierta información en el mayor de los secretos, eso solo puede significar una única cosa: esa información confiere poder al que la posee. ¿Y no es el poder el logro más sublime de todos?

Sobre la mesa que tenía ante mí en mi estudio, hace tantos años, desplegué con mucho cuidado los dibujos que el padre Buchanan había realizado de estatuas de Mesopotamia, de dibujos de tumbas egipcias, de máscaras rituales de los Tehuacán de América Central, de urnas cinerarias de Ban Na Di, en la India, y de un caldero de bronce que perteneció a un sacerdote de la dinastía Shang, en China. Para el ojo inexperto, los dibujos mostrarían tan solo piezas de museo; pero, a pesar de que estos diseños de artefactos arqueológicos provienen de las cuatro esquinas del orbe y tienen una antigüedad de varios miles de años, todos ellos contienen la representación de un mismo ser: uno achaparrado y bulboso, hay quien diría que se parece a un sapo. Pero no tiene unos rasgos faciales demasiado marcados, excepto una fina boca vertical sobre la que se asientan unos ojos semejantes a los de un sapo. En cada una de las representaciones, unos sacerdotes encapuchados se alzan ante él, adorándolo. Y esparcidas frente a este objeto de veneración se observan varias extremidades y cabezas humanas.

Este es un ejemplo de las muchas deidades que tienen en común culturas tan dispares. Ergo, en algún momento de la Historia de la humanidad, unas criaturas fabulosas ocuparon nuestro mundo. Los diarios de Buchanan sugieren que pudieron mezclarse la sangre humana y la inhumana. Aún más, a estas criaturas se las adoraba como a dioses, como a los amos de la humanidad.

Noche tras noche, devoré los escritos del padre Buchanan. Estaba entusiasmado con un libro secreto, el Necronomicón. Relataba antiguos testimonios de hombres que enloquecieron después de un encuentro con abominables razas inhumanas que se ocultan en el mar o en madrigueras subterráneas. Unas extrañas palabras me llamaron la atención en el texto: Cthulhu, Dagón, Y’golonac, Shub-Niggurath, Daoloth. Pronto me di cuenta de que el sacerdote no solo había descubierto una raza de seres hasta ahora desconocida que hace mucho tiempo se introdujo en nuestro mundo, sino también que esos Primigenios poseían la fuente de un enorme poder ocultista. Un poder al que podía acceder (y explotar) un hombre de conocimiento y valor. Ahora, veinticinco años después, yo, Moriarty, me encuentro apenas a cincuenta minutos de adquirir precisamente eso. El poder del vapor y de la electricidad apenas...

Un momento, algo no va bien... El tren está perdiendo velocidad... No había ninguna parada programada aquí. Lo único que puedo ver por las ventanas es el cenagal. Al tren le faltan aún diez minutos para llegar a su destino, pero... Pero...

Discúlpenme por esta pausa. Efectivamente, el tren se ha detenido. Ah, aquí está mi ayudante de confianza, el doctor Cowley.

—¿A qué se debe el retraso, Cowley? Debemos llegar a Burnston para las doce y quince.

—Continuaremos muy pronto, profesor. Nos hemos detenido para permitir que suba uno de los ingenieros.

—¿Qué demonios hace aquí un ingeniero? Debería estar en la zona de drenaje.

—Lo siento, profesor, pero parece que ha habido un problema.

—¿Problema? ¿Qué problema, Cowley? Recibí un telegrama que me aseguraba que habían drenado totalmente la zona.

—No... no estoy seguro de los detalles, profesor. Pero el ingeniero que espera...

—Pues hágalo pasar. Escuchemos qué tiene que decir.

Ah, esto es irritante. De todas formas, mantendré encendido el fonógrafo para poder grabar así mi conversación con el hombre que el doctor Cowley ha ido a buscar al siguiente vagón. Ja, el ruido de la locomotora... Ya estamos de nuevo en marcha. Me habría molestado no llegar a Burnston a tiempo.

Y aquí está el ingeniero, un hombre con gafas, de unos cincuenta y cinco años, diría yo, con su chaqueta de Norfolk y sus botas enfangadas.

—Siéntese, buen hombre. Y que no lo distraiga este aparato. ¿ha visto usted antes un equipo fonógrafo de grabación?

—Por supuesto que sí, caballero.

—Estoy realizando la grabación de un experimento científico. Todo sonido que usted emita quedará preservado en este cilindro de cera a medida que gira. No se preocupe, no lo morderá.

—Lo entiendo, caballero.

—Ahora necesito saber la naturaleza del problema que lo ha alejado de su trabajo y le ha hecho detener este tren.

—Bueno, caballero, creo que usted debería...

—Ah, antes que nada, ¿cómo se llama usted? En beneficio de la grabación.

—Por supuesto, caballero. Me llamo Victor Hatherley.

—¿Es usted el ingeniero hidráulico?

—Así es.

—Entonces, tal vez pueda explicarle brevemente a la audiencia la naturaleza del contrato de trabajo que firmé con su compañía este mismo año.

—Si eso es lo que usted quiere, caballero...

—Eso es lo que quiero, Hatherley. Ahora inclínese hacia delante. Pronuncie con claridad.

—La compañía de ingenieros para la que trabajo fue contratada para drenar una parcela de tierras bajas que se encuentra en la costa de Yorkshire. Hace cinco años, una tormenta en el Mar del Norte sumergió el pueblo de Burnston. Desde entonces, la aldea ha yacido en el fondo de una laguna de agua salada de unos doce pies de profundidad. Mis colegas y yo erigimos unos diques para aislar la laguna, y luego procedimos a drenarla mediante unas bombas de vapor.

—¿Y ahora el pueblo de Burnston ha sido reclamado al océano?

—Exacto, caballero.

—Entonces, ¿qué problema lo ha traído hasta aquí para detener mi tren?

—Los hombres quieren dejar de trabajar allí.

—Pues despídalos.

—Necesitamos un cierto número de hombres trabajando en las bombas, de lo contrario las filtraciones en el terreno provocarían nuevas inundaciones.

—¿Y por qué razón se niegan los hombres a ganarse las primas que les estoy pagando?

—Los peones no están contentos, dicen...

—Hable alto. El fonógrafo no puede grabar murmullos.

—Los profesionales continúan con sus obligaciones, pero los peones tienen miedo a entrar en el pueblo.

—Claro que tiene que haber unos cuantos huesos humanos entre los sedimentos, Hatherley; después de todo, creo recordar que desaparecieron unos ciento cincuenta aldeanos cuando se inundó el lugar.

—A los hombres no les asustan los esqueletos, caballero.

—Y entonces, por amor de Dios, ¿cuál es el problema?

—Cuando el nivel del agua descendió lo suficiente como para poder entrar en los edificios, encontraron cuerpos en ellos.

—¿Y qué?

—La gente que encontraron en las casas... seguía con vida.

Nuestro amigo Hatherley se encuentra ahora bebiendo té en otro vagón. Qué absurdos estos artesanos. Les asusta su propia sombra. Yo, el profesor Moriarty, por favor, no se olviden de ese nombre, no tengo miedo de entrar en ese pueblo inundado, pues sé que es allí donde se encuentra el mayor de todos los tesoros. Fue en Burnston donde el padre Solomon Buchanan descubrió un antiguo templo pagano bajo la parroquia... Un templo dedicado a la adoración de los Primigenios que describe el Necronomicón.

Dentro de poco entraré en el templo. Realizaré los ritos solemnes que he reconstruido con gran esfuerzo a través de miles de antiguos textos fragmentados. Y entonces veremos lo que veremos...

Continúo grabando mi relato en el fonógrafo. He levantado la persiana del vagón ahora que el tren está entrando en la estación ad hoc que han construido los ingenieros hidráulicos en la zona de drenaje. Pasan catorce minutos de la medianoche. ¿Qué es lo que veo ante mí? Un cuarto de milla atrás observé a la luz de la luna la plata del Mar del Norte. Entre la tierra y el océano hay un dique de tierra y rocas que los peones habían levantado para aislar la laguna de las mareas. Recordarán que la laguna se formó hace poco, cuando el pueblo de Burnston quedó sumergido debido a una tormenta. Veo hombres trabajando duro a la luz de las lámparas de tormenta. Caballos que arrastran carros llenos de gravilla amarilla con la que arreglar el camino. Chispas que se elevan de las chimeneas de los motores de vapor que hacen que las bombas extraigan el agua marina del pueblo inundado.

De la aldea en sí, lo que veo son casas sin tejado. Las calles siguen cubiertas de un barro asqueroso, que alcanza la altura de las ventanas. Allí está la posada del pueblo, La sirena, con su letrero todavía cubierto de algas marinas. Y allí está la iglesia de San Lorenzo, cubierta de percebes de un blanco leproso. Buchanan descubrió un templo pagano bajo la nave principal. En sus paredes hay símbolos tallados que evocan al Sin Nombre. Dentro de nada, abandonaré el vagón para realizar un breve ritual dentro del antiguo templo. Con eso, conseguiré acceder a lo inimaginable... Ah, aquí está otra vez Cowley; viene a interrumpir mi soliloquio. Tiene el rostro tan morado como una remolacha.

—Cowley, ¿no ve que estoy realizando una grabación fonográfica?

—Le ruego me disculpe, profesor.

—Diga.

—Esos individuos que los peones encontraron en las casas...

—Oh, sí, los duendecillos de los borrachos, no es nada.

—No, profesor. Esos individuos están atacando a los peones.

—Qué tontería.

—¡Están devorando a los trabajadores!

—Déjese de bobadas, hombre.

—No, profesor, señor. ¿No oye los gritos? Se están comiendo vivos a los hombres. Lo he visto con mis propios ojos. Los atacantes están deformados de una forma grotesca..., monstruosa.

—Shhh. Vamos, puede que el fonógrafo pueda captar esos sonidos. Sí, Cowley, no se equivoca usted. Oigo gritos. Fascinante. ¿Ha dicho que las casas están habitadas por gente que es, de algún modo, deforme?

—Peor que deforme, profesor. Soy médico, pero nunca he visto nada semejante. A estos individuos los aqueja algo que les otorga una piel muy parecida a la de los peces. No tienen párpados, y sí unos enormes ojos completamente redondos. Causan náuseas a cualquiera que los mire.

—Qué intrigante.

—Profesor, debemos partir de inmediato.

—No. No nos retiraremos. ¿Tiene su revólver?

—Sí.

—Pues vigile la puerta, hombre. Yo observaré cómo se desarrollan los acontecimientos desde el vagón.

—Pero...

—Haga lo que le ordeno, hombre.

—Sí, señor.

Continuaré ahora con mis observaciones. La verdad es que puedo ver una cierta cantidad de figuras que salen de las casas... Para ser más precisos, se deslizan a través de las ventanas como si fueran focas; se retuercen sobre sus barrigas a través de los sedimentos antes de erguirse. Mis trabajadores no parecen rivales para esas criaturas. Matan y devoran a los hombres ante mis ojos. Y qué andares tan peculiares los de estas criaturas: se mueven de una forma inestable y tambaleante, como si no estuviesen acostumbrados a caminar en tierra firme. La batalla casi ha terminado. En estos momentos se aproximan al vagón unas cincuenta criaturas. Hacen gestos con sus extremidades; llamarlas brazos conduciría a error, pues tienen algo de tentáculo. Las cabezas de los seres son redondas, parecidas a cúpulas; sus ojos se parecen a los de un bacalao. Grandes, redondos y negros. No parpadean. Sí, la luz de la luna es lo suficientemente brillante como para apreciar más detalles de los que podría desear. Inicialmente pensé que atacarían, pero se han detenido a unos treinta pasos del vagón. Me miran. Puede que, gracias a una cierta clarividencia, reconozcan mi identidad. Puede que sepan que soy un amigo y aliado.

Vuelven a mover las extremidades. Se trata de un gesto sacerdotal... ¿Qué es eso? Oigo voces..., siseos: me recuerdan al ruido que hacen los delfines al exhalar aire por su agujero de respiración. Puede que este aparato sea lo suficientemente sensible como para captar el coro de voces.

—Fhe’pnglai, Fhe’glinguli, thabaite yibtsill, Iä Yog-Sothoth, Cthulhu...

Un hechizo. Lo reconozco de la traducción que hice del Necronomicón. Realmente, es una visión fascinante. Única. Un acontecimiento de los que hacen época. Podría... tut-tut... Otra interrupción.

—Usted es el ingeniero... ¿Hatherley?

—Sí, señor. He venido a advertirle de que...

—Siéntese aquí, hombre, y guarde silencio, por favor. ¿No se da cuenta de lo que estoy haciendo?

Ah, continuar... Ahora, un brillante destello de luz. Las criaturas están utilizando un poder extraño. Dios mío, oh, Dios mío... Y eso va a estar también a mi disposición. ¿Voy a convertirme también en el destructor de mundos?

Ah, esa luz me ha deslumbrado. Y es extraño... Extraño. No oigo el ruido de la locomotora, pero da la impresión de que nos movemos... Ajá... He logrado cerrar la persiana, pero sigo deslumbrado debido a ese estallido de incandescencia... Qué curioso; el tren se está moviendo, pero es imposible, parece que descendemos. Y además a gran velocidad. Los moradores de Burnston deben de tener algún tipo inefable, exótico y arcano de influencia sobre el vehículo.

—Doctor Cowley.

—¿Sí, profesor?

—No esté tan asustado, hombre. Estando yo aquí, no pueden hacerle daño.

—Pero... estamos cayendo. ¿Qué han...?

—Silencio. Mantenga la compostura.

—Lo siento, señor.

—Y ahora vaya a la ventana. Mire sin descorrer la cortina más de lo que sea necesario. Describa lo que ve fuera.

—¿Fuera, caballero?

—Sí, hombre, y rápido. Lo haría yo, pero el destello de luz me ha deslumbrado. En fin... ¿Ya está usted junto a la ventana, doctor Cowley?

—Sí, señor.

—Mire a través de la rejilla de la persiana, tal y como lo haría al espiar por el ojo de una cerradura. No la abra bajo ninguna circunstancia.

—Entiendo.

—Señor Hatherley, permanezca en su asiento. No intente mirar por la ventana. No toque las persianas jamás.

—Entendido, caballero.

—Excelente. Y ahora, doctor Cowley, describa exactamente lo que ve.

—Profesor... Oh, Dios mío, estamos cayendo... ¡Estamos cayendo!

—Describa exactamente lo que ve. El fonógrafo registrará cada palabra.

—Estamos cayendo dentro de lo que parece ser un hoyo, pero veo estrellas dentro de las paredes. Constelaciones enteras de fabulosa complejidad. Bajo nosotros hay unas luces y esquemas extraños... Formas geométricas. Formas muy extrañas. Me resulta inquietante mirarlas... Un momento..., ya lo veo. Es como si el tren se hubiera detenido al borde de un precipicio muy profundo. Estoy viendo desde arriba lagos, canales, ciudades y océanos. Nos dirigimos hacia una ciudad en cuyo centro hay una enorme montaña morada. El choque nos va a dejar hechos añicos.

—No lo hará, Cowley. Estamos perdiendo velocidad. Nos posaremos suavemente sobre la ciudadela. Y ahora describa.

—Veo cosas fabulosas..., pero terroríficas..., como si fueran visiones inducidas por el opio.

—Describa lo que ve. Concrete. Deme detalles. Colores. Formas. Metáforas y símiles, si debe hacerlo.

—Se trata de una ciudad exótica, como sacada de un sueño. Es como siempre me he imaginado que sería Bizancio. Estamos atravesando una niebla rosácea. Veo casas alineadas terraza tras terraza, como si marchasen hacia la cima de la montaña morada. Miríadas de chimeneas expulsan un humo fragante que gira en vientos estelares. Veo barcos de velas doradas sobre océanos esmeralda. Veo torres de marfil que se alzan hacia el cielo. Veo cúpula sobre cúpula sobre cúpula, y así hasta el infinito. Veo campanas de bronce del tamaño de cruceros de batalla dispuestas bajo arcos. Esas campanas oscilan hacia delante y atrás, y repiquetean en unas notas fabulosas que resuenan de forma extraña por toda la ciudad. El tañido de las campanas anuncia que nunca cambiará y que nunca decaerá mientras el cosmos mantenga su cohesión. A través de grietas en el marco de la ventana puedo oler el incienso más hermoso y exótico. También huele a especias, que proceden de unas cocinas que ya eran viejas cuando las pirámides estaban recién construidas. Oigo música ultraterrena. Flautas mágicas. El batir de tambores. Oigo cantar por las calles. Canciones de inefable belleza. Melodías con poder divino.

—Es nuestro comité de bienvenida, Cowley. Vamos a ser sus huéspedes de honor.

—Ahora volamos sobre la ciudad. Veo gente... millones de personas por la calle. Siento su júbilo, la adoración que nos profesan. Se parece a una reunión familiar. No estamos yendo hacia allí, profesor. ¡Estamos regresando!

—Por supuesto, doctor Cowley.

—Ahora el tren se desliza por el aire; veo nuestra hilera de vagones encabezada por nuestra locomotora, que aún sigue expulsando vapor; el tren tiene la misma gracia de una serpiente sobre el agua. Bajo nosotros se encuentran bazares, mercados orientales, casbah cubiertas de telas de seda. Banderas de color turquesa ondean en la perfumada brisa de la tarde. Veo jardines con gansos tan blancos como la nieve. Fuentes con peces saltarines. Veo millones de personas vestidas con las exóticas ropas de Arabia. Telas doradas, carmesíes, escarlata, del color del jade.

»Ahora nos acercamos a esa montaña morada que se alza sobre todo como si fuera un antiguo dios. Reluce como si estuviese iluminada desde el interior. Oh, veo que se transfigura. No... ¡No!

—Cowley, continúe relatando lo que ve bajo nosotros.

—Pero... No... Está cambiando, se transforma..., se degrada: toda la ciudad se está fundiendo en la más obscena...

—Describa. Describa.

—Monstruos. Eso de ahí no son personas. Son criaturas con membranas interdigitales, con barbas en el cuello... Ojos como los de los sapos, que surgen de unos rostros realmente espantosos. Sé que no tengo ningún conocimiento al respecto, pero, de alguna forma, sé que estas bestias son algo impío. Son una mezcla pavorosa de persona y monstruo... Por favor, permítame cerrar los ojos.

—Doctor Cowley. Descríbame qué tenemos debajo.

—Veo una ciudad que es como una ampolla supurante en un cuerpo. De ella rezuman ríos de corrupción en los que nadan sus habitantes para burlarse de nosotros. Veo cómo la montaña crece, se hincha. Se transforma. Adquiere rasgos..., una boca..., unos ojos, ojos malignos... que... ¡Oh! No puedo mirar esos ojos. Y habla... La montaña me está hablando... Sé qué quiere decir, aunque no conozco las palabras. Me dice que abandone toda esperanza. Describe en lo que me voy a convertir... ¡Por favor!

Ah, esos lamentables sollozos proceden de mi ayudante, el doctor Cowley. Ha perdido totalmente el control.

—Permanezca hecho un ovillo en el rincón si eso es lo que desea, caballero. Ha hecho lo que le pedía.

Así que eso nos deja únicamente al ingeniero y a mí con nuestras mentes intactas. Por razones obvias, no voy a arriesgarme todavía a mirar por la ventana, porque debo escudarme con los hechizos de protección del Necronomicón... Un momento, ¿y el libro? ¿Dónde está?

—Hatherley, ¿qué está haciendo con mi libro? Démelo ahora mismo.

—No, profesor Moriarty. No se lo voy a devolver.

—No soy el profesor Moriarty. ¿Qué demonios...?

—Claro que es usted, Moriarty. El profesor James Moriarty.

—Hatherley. Insisto...

—Vamos, vamos, Moriarty. Si yo conozco su verdadera identidad, seguro que usted puede descubrir la mía. Sobre todo si me quito las lentes y este irritante colorete procedente de la India que llevo en las mejillas.

—Holmes... ¿Sherlock Holmes?

—El mismo que viste y calza, profesor.

—Holmes, deme el libro. Si no lo hace, nos...

—... ¿matarán? Seguro que nos espera un destino bastante peor que ese. Pregúntele a su ayudante.

—Holmes: debe darme el libro antes de que sea demasiado tarde.

—¿Este libro, el Necronomicón? ¿Con todo su terrorífico y blasfemo contenido? No, se queda con su verdadero propietario.

—¿Holmes? ¡No!

—Moriarty, confío en que su fonógrafo registre estos sonidos en su cilindro. El ruido de cristales rotos es inconfundible. Aunque estoy seguro de que no puede grabar el sonido que hace el libro al caer hacia un paisaje tan extraño como ese de ahí.

—Es usted idiota, Holmes. ¿Oye eso? ¿Oye esos gritos?

—Oigo gritos de frustración y decepción. De alguna forma, Moriarty, he contribuido al fracaso de sus planes... y de los planes de la monstruosidad que se desliza en ese mundo impío que yace bajo el nuestro.

—No sabe lo que ha hecho.

—No, no con exactitud. Creo que aquello con lo que hemos estado a punto de encontrarnos se halla más allá del conocimiento humano. Pero, si no me equivoco, ese sonido es el del silbato del tren... ¿Y eso? Eso que oye ahora con tanta claridad es el ruido de las ruedas de nuestro vagón que regresan a unas vías más terrenales. A menos que esté completamente equivocado, el tren regresa a ese helado pantano de Yorkshire.

—Holmes. Maldito sea...

—Y se estará dando cuenta de que el tren retrocede, se aleja de Burnston. Ah, y no se moleste en buscar la pistola de su ayudante: yo me ocuparé de ella. Aquí está... Sé que es de mala educación señalar a la gente, especialmente si se le apunta con un arma de fuego, pero creo que será más seguro para todos nosotros el que evitemos que usted se mezcle en asuntos que van más allá del conocimiento humano.

—¿Realmente cree usted, Holmes, que ha ganado? ¿Es por pura arrogancia o por presunción?

—Tal vez debe usted definir la palabra «ganar», Moriarty. Y entonces compare esa definición con lo que quería conseguir cada uno de los jugadores de este juego tan singular... ¡Moriarty, no sea estúpido!

Me llamo Sherlock Holmes. Hoy es tres de noviembre de 1903. El sol brilla sobre los campos recién roturados mientras el tren se dirige hacia la estación de York. Como me queda poco tiempo de viaje para realizar mi informe para un importante representante del gobierno de Su Majestad, he decidido dictarle mi posdata a este ingenioso artilugio mecánico, que quedará guardado en una caja fuerte secreta del Ministerio del Interior. Escucharán estos cilindros de fonógrafo y oirán las locuras de Moriarty. Ah, ¿y qué ocurrió con Moriarty? Prefirió saltar del tren a través de la ventana rota del vagón, la que se rompió cuando arrojé ese maldito libro del tren hacia la monstruosidad que había abajo. Se podría asumir que el villano se rompió el cuello en la caída, pero varias unidades de los fusileros de Yorkshire de Su Majestad han registrado esa sección del camino sin éxito alguno. Solo puedo llegar a la conclusión de que Moriarty ha logrado introducirse una vez más en ese maligno inframundo que es tan propio de él. Mientras hablo, otras unidades del regimiento se dedican a erradicar todo rastro de esos espantosos semihumanos que se ocultan en la ciudad sumergida. Después de hacerlo, los soldados tienen instrucciones de dinamitar el dique y devolver al mar esa maldita Burnston. ¿Y qué ocurrió con el doctor Cowley? Cuando miró a esas criaturas sin nombre, su alma perdió toda esperanza y paz de espíritu. Se quitó la vida con cloroformo. Apreciarán el hecho de que yo no hice nada que le impidiera realizar su acto final.

No le he dado a conocer a mi amigo Watson, que tan admirablemente ha registrado todos mis casos, ningún detalle de este, por razones que a ustedes les resultarán obvias. Por tanto, no voy a utilizar sus deliciosos y entretenidos métodos para introducir las evidencias, o su divertida forma de registrar mi descripción de las pistas pertinentes, su significado y la consiguiente deducción. Aquí, como mucho, lo que se va a encontrar es un conjunto bastante prosaico de frases in lieu de una completa y franca explicación de los orígenes del caso. Para ser sincero, ha sido largo y difícil, y mis métodos han resultado algo más oscuros de lo normal. En general, no son apropiados para que lo sepa el público. Para ser breve, diré que mis anteriores contactos con la cocaína, combinados con unos hongos exóticos procedentes de las Américas, me abrieron las puertas de la percepción hasta extremos insospechados. Esas visiones narcotizadas de seres sin nombre que se encuentran en mares ultraterrenos sin marea me pusieron tras la pista de escritos arcanos. Baste con decir que Moriarty no es el único obseso que posee una copia del Necronomicón... Más aún, no es el único que busca su oculto poder. Tuve que acceder a sus recónditas propiedades para que la locomotora pudiese regresar de su destino de pesadilla y concluir este caso de forma satisfactoria.

Ah, la aguja ya ha llegado al final del cilindro. Lo único que le queda al propietario de esta voz que están oyendo, un tal Sherlock Holmes, es desearles a ustedes, mis oyentes, a través del abismo de tiempo que nos separa, sea el que sea, un sincero adieu.

Epílogo, por John H. Watson, doctor en Medicina

Los tres caballeros han abandonado mi casa con su gramófono y los cilindros de cera que documentan estos sucesos tan particulares. Hice lo que se me pidió e identifiqué las voces de Holmes y de Moriarty. Mis tres visitantes quedaron aparentemente satisfechos, pero no explicaron nada más de la naturaleza de su misión o de cómo iban a utilizar la información que les había proporcionado. Ese es el secretismo propio de los tiempos de guerra. Vuelvo a encontrarme a solas con mis pensamientos y una transcripción de la grabación. Es evidente que si Moriarty hubiese conseguido el poder que otorga ese libro impío, el Necronomicón, habría dejado atrás el título de «Napoleón del crimen»: se hubiese convertido en un auténtico Satán. Pero mi viejo amigo Sherlock Holmes lo derrotó. Más aún, Holmes libró al mundo de un libro tremendamente maligno.

Si retrotraigo mi mente más de doce años, hasta aquel momento en el que Moriarty casi desencadenó, literalmente, el infierno, recuerdo a un Sherlock Holmes en su momento más preocupado y oscuro. Lejos de mí sacar conclusiones, pero me atrevería a afirmar que era este caso lo que lo preocupaba tanto.

Debo confesar que ahora me preocupa a mí. Tal vez debería haber sido más sincero con mis visitantes, teniendo en cuenta sus elevadas posiciones, pero algún instinto me dijo que contuviera la lengua. Es cierto que Holmes me envió un telegrama con esa única frase que provocó que mi corazón latiera con más fuerza debido a la excitación: «¡Watson, el juego ha comenzado!». Pero justo el día después de recibir el telegrama me telefoneó a esta misma casa. La línea no funcionaba demasiado bien. El auricular siseaba y la línea se cortaba. No logré que mi viejo amigo me oyera. Y todo lo que él pudo hacer fue luchar contra esa tormenta de estática y repetir una y otra vez: «Watson..., he encontrado a Moriarty... Vuelve a tener el libro... ¡Tiene el Necronomicón!

FIN