¡Un tigre! ¡Un tigre! Elizabeth Bear

¿Qué ocurre con la caza, osado cazador?

Hermano, la guardia ha sido larga y fría.

¿Qué ocurre con la presa que fuiste a matar?

Hermano, continúa en la jungla.

¿Dónde está el poder que te hizo orgulloso?

Hermano, cae de mi espalda y mi costado.

¿Por qué te das tanta prisa?

Hermano, voy a mi hogar... ¡a morir!

—Rudyard Kipling

Fue en la India, en la meseta de Malwa, en julio de 1882, cuando tuve la oportunidad de conocer a una mujer americana a la que nunca he olvidado, y me ocurrió una aventura que he tardado mucho en relatar. Ese ardiente y árido verano el monzón se había retrasado, y se había entablado una guerra entre los británicos y los rusos en la cercana Afganistán; otro movimiento en el tablero de ajedrez del «gran juego». Ninguno de los dos problemas tenía a la vista solución posible cuando me llamaron a mí, Magnus Larssen, shikari, a la aldea de Kanha para guiar una partida en la caza del tigre.

El chico que portaba mis armas (que por entonces tenía casi quince años) y yo llegamos diez días antes y logramos contratar a un cocinero, batidores y mahouts, así como preparar una base de operaciones. Al terminar el primer día de nuestra estancia me encontraba sentado ante mi escritorio de campaña cuando «Rodney» entró en mi tienda, con el alcohol brillando en sus ojos color avellana.

—Los aldeanos están muy excitados, sahib —me dijo.

—¿Están apenados? —Sentí cómo se me fruncía el ceño.

—No, sahib. Están aliviados. Hay un devorador de hombres. —Se puso a bailar una impaciente jiga en la entrada.

Levanté una ceja y me estiré en mi silla de tela.

—¿Lo ha llevado a ello la sequía?

—Solo el último mes —me contestó—. De momento, solo tres muertos y algunos toros. Creen que se trata de una hembra a la que le faltan dos dedos de la pata delantera derecha.

Bebí mi té mientras pensaba en ello, y finalmente asentí.

—Bien. Puede que logremos hacerles un favor mientras estamos aquí.

Tras unos días de preparativos, tomamos un transporte hacia Jabalpur para recibir el tren procedente de Bhopal. Iban a ser siete en la partida: seis hombres y mujeres británicos y europeos de gran riqueza, y una aventurera y cantante americana que viajaba en compañía de un cierto conde Kolinzcki, un obeso noble lituano.

Los demás eran un emperifollado caballero británico de mediana edad, el señor Northrop Waterhouse, y sus hijos adolescentes James y Conrad; el Graf Baltasar von Hammerstein, un tipo muy prusiano al que conocía desde hacía tiempo, robusto en todo el sentido de la palabra; y el doctor Albert Montleroy, un inglés de pelo claro y ojos juveniles.

Pero, a medida que iban bajando del tren, fue la dama la que atrajo mi atención. De pelo rubio, una mandíbula bien definida y ojos claros, tendría unos veintidós años, pero no poseía el tipo de belleza que resalta especialmente en la juventud. Llevaba puesto un vestido de paseo muy práctico de color verde salvia, con un corte muy a la moda, y sus guantes y sombrero combinaban muy bien con sus botas. Me di cuenta de que llevaba su propia arma, así como su bolsito.

—¡Ah, Magnus! —Von Hammerstein bajó a gran velocidad los escalones de metal del vagón y estrechó mi mano con fuerza, al estilo europeo—. Permítame que le presente a la gente que va a estar a su cargo. —Recobrando sus modales se volvió hacia la americana, y pude ver que ella había viajado lo suficiente como para agradecer la cortesía—. Fraulein, este caballero es el famoso escritor y cazador de caza mayor, el señor Magnus Larssen. Magnus, permítame que le presente a una talentosa contralto, la señorita Irene Adler.

—¿Qué es eso del devorador de hombres del que he oído hablar, shikari? —decía el mayor de los chicos Waterhouse, James—. ¡En el tren oímos el rumor de que habían encontrado a una docena de hombres desgarrados y destripados!

—Muchacho... —le advirtió su padre, lanzando una mirada a la mujer. Ella levantó la vista de su jerez, que apenas había probado.

Creo que la señorita Adler me guiñó un ojo.

—Le ruego, señor, que no limite la conversación en mi beneficio. Me encuentro aquí para cazar, exactamente igual que el resto de ustedes, y he visitado lugares más duros que este.

Montleroy asintió bajo la parpadeante luz de la linterna. Los chicos habían recogido los platos de la cena y ahora nos relajábamos, cada uno con un vaso en la mano.

—Sí, si vamos a tener que ir tras ese devorador de hombres, conozcamos todos los detalles. Es mejor, y más seguro.

—Muy bien —accedí al cabo de un rato—. De momento solo ha habido tres víctimas, así como cierta cantidad de reses. Da la impresión de que la tigresa responsable está herida y busca presas fáciles. Los cuerpos fueron descuartizados y devorados; eso es cierto. Los detalles son bastante horribles.

Realmente horribles. Se habían comido los ojos y toda la carne de los rostros. Los cuerpos habían sido descuartizados y devorados. Si no fuera por el hecho de que las únicas huellas que aparecieron cerca de los cuerpos eran las de un tigre herido, me hubiera visto tentado de considerar algún grupo más siniestro: posiblemente, miembros de un culto thug. Pero no iba a revelar más detalles ante una compañía mixta, a pesar del alto concepto que tenía la señorita Adler de su constitución.

Al otro lado de la habitación, vi cómo se estremecía el más joven de los chicos Waterhouse, Conrad. Sacudí la cabeza. Demasiado joven.

Gruesas hojas y ramas azotaron los flancos de nuestros elefantes cuando salieron de la jungla y se adentraron en una sombra más transitada. La hojarasca que cubría el suelo crujía bajo sus patas al emerger de la espesura hacia un pequeño arroyo. Desde allí, podíamos observar la pradera que descendía hacia un enorme valle en forma de herradura y hasta la orilla del río Banjar.

—¡Este calor es brutal, señor Larssen! —se quejó el conde.

Miré a través de las alfombras rojas y doradas que cubrían el ancho lomo del elefante que compartíamos con la señorita Adler. Yo sudaba incluso bajo mi parasol, y realmente no envidié a los mahouts, subidos a los cuellos de las bestias, directamente bajo la brutal luz del sol; pero supuse que, por sangre y costumbre, estarían más habituados a aquel tórrido calor.

—Estamos en la India, conde —repliqué, quizá con mayor brusquedad de lo que era necesario.

—Y los insectos son intolerables. —El sentido del humor de Kolinzcki no parecía entender la ironía. Levanté una ceja y volví a centrar mi atención en el camino, manteniendo mi rifle a mano y atento a la aparición de cualquier presa comestible, ya que los batidores cobraban principalmente en carne.

Mi mente empezó a divagar mientras buscaba cualquier rastro o pista de nuestra presa. Un extraño y opresivo silencio impregnaba el aire, y la brisa no transportaba ni una gota de humedad. Sentí en la nuca un escalofrío de inquietud; aunque puede que solo se tratara de la sombra de los árboles mientras nuestras monturas nos volvían a llevar a la jungla.

Sentí la necesidad de romper ese estresante silencio.

—El tigre —les expliqué a la señorita Adler y a su compañero— es el verdadero rey de la jungla. Ningún león puede compararse a él en ferocidad, inteligencia o valor. No le teme a nada, y fácilmente podría cambiarle las tornas a un cazador.

—¿Por eso es por lo que montamos en elefante? —El acento del lituano podría haber sido mejor, pero aun así se le entendía.

Asentí.

—Los tigres respetan a los elefantes, y viceversa. No se molestan los unos a los otr...

Se produjo una gran algarabía entre los monos y los pájaros de la jungla a nuestra derecha, lo que interrumpió mi lección. Oí un crujido intermitente en el bambú al salir huyendo un antílope. Nuestro tigre estaba en marcha.

Nuestros batidores se introdujeron en la jungla y desaparecieron de la vista entre los árboles. Uno o dos se volvieron a mirarnos antes de desaparecer entre la vegetación, con una comprensible aprensión: en esa espesura había por lo menos un tigre que había probado la carne humana.

Conduje a los mahouts de vuelta al claro, donde podríamos interceptar la línea de batidores. El buen doctor y Von Hammerstein iban montados en el segundo animal, y el señor Waterhouse y sus dos hijos en el último. Rodney caminaba a nuestro lado cargado de rifles. El conde Kolinzcki manejaba su arma con torpeza, y me dije que no debía perder de vista al lituano, por si fuera a necesitar ayuda. La señorita Adler sacó su winchester de cañones superpuestos y, silenciosa y eficientemente, lo preparó sola.

Llegamos en orden al claro y nos tomamos un tiempo para prepararnos. Nos llegaron los gritos de los batidores: «¡bagha! ¡bagha!». «¡Un tigre! ¡Un tigre!».

Había caído en su red y se dirigía hacia donde estábamos nosotros. La señorita Adler respiró profundamente para tranquilizarse y me preparé para no ponerle una mano en el hombro con intención de calmarla; sin embargo, al echarle un vistazo a su hermosa cara solo vi una silenciosa decisión.

Von Hammerstein también preparó su arma, igual que los Waterhouse y el doctor. Como no pretendía disparar, estúpidamente no cogí mi rifle de dos cañones en lugar del 303 milímetros Martin-Lee que llevaba.

Todo quedó en silencio. Me encontré contando mis respiraciones, con la vista fija en el muro de vegetación. «Mir Shikar», empezó a decir Von Hammerstein; por suerte, pues al girarme a mirar a mi robusto y fiel viejo amigo vi acercarse a la tigresa.

La astuta y venerable asesina había vuelto sobre sus pasos de alguna forma y ahora se acercaba por nuestro flanco. Estaba demasiado cerca, casi a un paso. Dio un salto gigantesco para salir de la espesura, y ya estaba en el aire antes de que pudiera apuntarle con el rifle.

En ese instante capté todos los detalles (la retorcida zarpa delantera, las tristes marcas dejadas por el hambre y la desnutrición, los ojos dorados llenos de frenesí) y mi dedo apretó el gatillo.

Sin resultado alguno. Con un clic vacío, el rifle no llegó a disparar. Me pareció que transcurría un siglo antes de poder correr el cerrojo (que se había atascado), echarlo a un lado y extenderle una mano a Rodney para que me pasara el Egipcio de 534 milímetros. En el momento en que mis dedos se cerraban sobre la suave madera de avellano turco del cañón, oí rugir dos armas y unas súbitas columnas de acre humo blanco se recortaron en la cálida brisa. Los disparos alcanzaron a la tigresa en el flanco y el pecho, derribándola y haciéndola girar.

Se volvió a poner en pie, y esta vez disparó el señor Waterhouse, apuntando con el cañón como un profesional y metiéndole una tercera y definitiva bala al osado felino. Este hizo un débil ruido parecido a una tos y expiró, perdiendo fluidos por todas las articulaciones.

Eché un vistazo a mi alrededor antes de bajarme del elefante. La señorita Adler había plegado su winchester y estaba tranquilamente cambiando el cartucho que había gastado en el pecho de la criatura. Von Hammerstein también desmontaba de su bestia, y mantenía preparada su arma por si se veía obligado a volver a disparar.

Me incliné para examinar la presa y de pronto me enderecé bruscamente, vigilando la jungla en busca de cualquier signo de movimiento. Solo vi a nuestros batidores, que regresaban.

Von Hammerstein lo vio y me lanzó una mirada interrogante.

—Sus dientes —le expliqué, aturdido—. Tiene que haber un segundo felino. Este de aquí podría derribar a un hombre, pero nunca lo lograría con una res. No con esa zarpa herida y esos dientes dañados.

Fue entonces cuando oí un ruido parecido al redoble de un tambor, lejano pero muy claro. No supe qué lo producía y me picó la curiosidad.

Daría lo que fuera por haber seguido en la ignorancia.

Tres de los batidores no llegaron a regresar de la jungla, ni logramos encontrar sus cuerpos.

Los estuvimos buscando hasta el anochecer, pero no logramos hallar a los hombres; de hecho, tampoco se encontró rastro alguno del segundo tigre. A regañadientes, nos volvimos a unir y regresamos al campamento, mientras nuestros batidores murmuraban descontentos. Decidimos reanudar la caza por la mañana, esperando dar con algún rastro de las víctimas y de cualquier felino que se las hubiese llevado. El doctor Montleroy tuvo suerte al dispararle a un leopardo y abatirlo, por lo que ya teníamos dos trofeos: la anciana tigresa y un precioso felino manchado de más de dos metros de longitud.

La cena de esa noche fue algo sombría, a pesar de la excelente comida: una especie de pan aplanado relleno de patata, verduras al curry con tomate y cebolla, y cordero especiado cocinado en una olla de barro. Supuso un gran alivio que el conde lituano le pidiera a la señorita Adler que nos cantara algo, y que ella accediera. Incluso sin acompañamiento de ningún tipo, su voz de contralto era espectacular, y alivió nuestros angustiados corazones.

Cuando por fin pude dormirme, mi sueño se vio alterado por una pelea en voz baja que se desarrollaba cerca: la voz exigente de la señorita Adler, «¡pero debes devolvérmelo!», y un murmullo masculino (que a mí me pareció lleno de tozudez) que le respondía. Puede que fuera una pelea de enamorados.

No sé qué fue exactamente lo que me hizo salir de mi catre, excepto ese tipo de lascivia que a ningún hombre le gusta admitir. Por supuesto, me pregunté qué le habría quitado él a ella, y un caballero no abandona a una dama en apuros, incluso cuando la dama en cuestión es una aventurera.

Era Kolinzcki con quien discutía, reconocí su voz cuando me acerqué más a la pared de mi tienda, tanteando el camino con los pies descalzos en la impenetrable oscuridad. Él cambió de idioma y ella hizo lo mismo. Me sorprendí de ser capaz de entenderlos de alguna forma, puesto que yo no hablaba lituano. Pero la discusión que mantenían en voz baja era en ruso, y ese idioma lo conocía bastante bien.

—No era tuyo y no lo podías coger —susurraba la señorita Adler, con su entrenada voz teñida de urgencia—. ¿Sabes lo que vas a desencadenar?

—Ya se ha desencadenado —le replicó Kolinzcki—. Yo, simplemente, les he conseguido a nuestros nobles amigos los medios para controlarlo.

Ella suspiró, adquiriendo cierta fluidez esa áspera lengua rusa cuando ella la hablaba.

—No es tan simple, y tú lo sabes. Si no logro devolverles su propiedad a mis amigos de Praga, les causará gran cantidad de problemas. Si diera la impresión de que están cooperando con el zar, será aún más duro para ellos.

Él guardó silencio y ella continuó, con una voz apenas audible bajo el zumbido de los insectos.

—¿Acaso no he hecho todo lo que me has pedido?

Me quedó claro que el conde estaba chantajeando a la hermosa cantante, y decidí intervenir. Pero, cuando puse mi mano sobre la entrada de la tienda, volví a oír ese latido grave y resonante que tanto nos había confundido aquella tarde. En el exterior, la señorita Adler dejó escapar un gritito de sorpresa, y, cuando estaba a punto de doblar la esquina para enfrentarme a ellos, oí que él le decía en inglés:

—Y esa es la razón por la que no puedo complacerte, querida, y tú lo sabes. Igual podemos volver a discutirlo cuando estemos de nuevo en tierras civilizadas.

Ella se acercó más a él y le puso una mano sobre el hombro.

—Claro, querido.

Entonces era una pelea de enamorados, después de todo, y ya había terminado. En silencio debido a mis pies descalzos, regresé a mi lecho inquieto, tremendamente decepcionado, albergando sospechas que no me atrevía a admitir. ¿Quién era yo, un noruego, para preocuparme por las alianzas o guerras que el zar y la reina de Inglaterra utilizaban el uno contra el otro? Parecían decididos a partir Afganistán en dos, en lo que ellos llamaban «el gran juego»: una serie interminable de intrigas imperialistas y combates. Un juego en el que, desde mi punto de vista, las principales víctimas eran las gentes sencillas, como mi Rodney. Lo mejor que podíamos hacer los demás (o eso pensaba entonces) era mostrar algún tipo de distante desagrado por los métodos empleados.

La mañana nos encontró a todos despiertos e inquietos. Fue el atrevido y joven James Waterhouse quien vino a buscarme antes de que montáramos en nuestros elefantes.

—Shikari —me dijo; había adoptado la costumbre de llamarme así de Von Hammerstein, al considerarlo deliciosamente pintoresco—. ¿Volvió a oír ese ruido la pasada noche?

Dudé en contestar.

—¿Ese tamborileo? Claro que lo oí. —No dije nada más, pero él debió de darse cuenta de que fruncía el ceño.

Siguió presionándome.

—No se trataba del ruido de ningún animal, ¿verdad? Lo oí cuando matamos al tigre.

Era todo en lo que había podido pensar durante la noche, cuando no me distraían las implicaciones de la discusión entre el conde lituano (si es que era lituano) y la dulce señorita Adler. No era exactamente un tamborileo: se parecía más a... al latido de un corazón. Era cierto; no se parecía al ruido producido por ningún animal. Pero tampoco se parecía a ningún ruido producido por el hombre.

—No lo sé —le respondí incómodo—. Nunca antes lo había oído. —Me giré para ayudar a la señorita Adler a subir por la escalera de cuerda de nuestro elefante. En realidad, fue el conde quien más ayuda necesitó, y mientras lo ayudaba a subir se le ahuecó la cazadora y pude ver el dorado pomo de una daga que llevaba oculta bajo ella. Sin lugar a dudas, sería el cuchillo de caza de su bisabuelo: era demasiado llamativa, pero no estaba mal tomar semejante precaución. Subió un punto en mi estima.

Había algunas nubes en el horizonte, y pensé que cabía la posibilidad de que el viento trajera algo de humedad. Estaba ansioso por encontrar al segundo felino e introducirme más en la jungla, tal vez en busca de un tercero. Habíamos avanzado mucho debido al tiempo que hacía, y el monzón podría acabar con nuestra cacería.

Mi partida estaba inquieta, sin ninguna duda nerviosa tanto por la desaparición de los batidores el día anterior como por lo cerca que habíamos estado del tigre. Seguía sin haber rastro alguno de los hombres desaparecidos (ni siquiera lo había de lucha alguna), y empecé a pensar que habían desertado. Conrad parecía aterrado y permití que los hermanos montaran en mi elefante, mientras la señorita Adler y su escolta viajaban con el señor Waterhouse.

En lugar de bordear la jungla, decidimos penetrar en ella y buscar al segundo devorador de hombres entre el bambú y las vaticas. Me sentía tan ansioso como un chiquillo, y para cuando nos detuvimos para almorzar ya nos habíamos introducido varias millas en lo más profundo de la jungla. Encontramos un pequeño claro en el que disfrutar de nuestro curry frío y nuestra carne de venado junto con el pan nativo. Me senté al lado de Von Hammerstein y me di cuenta de que la señorita Adler se había sentado a cierta distancia de su conde. Me pregunté por qué.

Mantuve el Egipcio a mano, por si nuestro devorador de hombres se veía atraído por el olor de la comida o de la presa, pero el almuerzo transcurrió sin incidentes. Decidimos dormir una pequeña siesta en la hierba debido al apabullante calor de la tarde, mientras algunos batidores montaban guardia.

Volví a captar algunas nubes, que se amontonaban en el horizonte, pero no daba la impresión de que se encontraran más cerca que por la mañana, por lo que decidí que, después de descansar, avanzaríamos a más velocidad. Pero debí de quedarme dormido. Me despertó sobresaltado un crujido entre los arbustos; algo se dirigía hacia nosotros a gran velocidad. Me puse en pie, cogiendo mi rifle. Me di cuenta de que los demás también se habían dormido; excepto la señorita Adler, que ya estaba en pie, enderezando y ajustando la chaqueta del conde, y el leal Rodney, que charlaba con uno de los batidores en su hindi nativo.

Apunté con mi arma en dirección al sonido. Los batidores se apresuraron a alejarse de la línea de fuego y yo no me molesté en mirar a los demás.

No fue un tigre lo que apareció entre los árboles, sino un hombre con las ropas raídas y aspecto hambriento, al borde del agotamiento, con los pies descalzos cubiertos de sangre, como si hubiera recorrido un largo camino. No tenía aspecto de indio, sino más bien de árabe; ¿afgano, tal vez? Bajé cautelosamente el rifle y él se desplomó a mis pies con un sollozo.

Balbució algo en una lengua que no llegué a entender. De nuevo cambié mi opinión respecto al conde Kolinzcki, pues fue el primero en acudir junto al hombre y se inclinó sobre él. Los observé con cautela durante un instante. Pero el árabe no parecía representar amenaza alguna, así que le indiqué a Rodney que trajera agua mientras yo me arrodillaba a mi vez junto a él. Mi porteador acababa de empezar a cruzar el claro, alejándose de su lugar junto a mi hombro, cuando la más vieja de los elefantes levantó la trompa y barritó alarmada.

Una brisa errante llevó un cierto aroma a mi nariz: carbón y metal al rojo. Miré a mi alrededor en busca de cualquier señal de incendio y me di cuenta de que los elefantes estaban muy nerviosos. En ese momento me parecía obvio que debían haber olido fuego, pues por aquel entonces no conocía ninguna bestia que pudiese alterarlos de aquella manera.

Tenía razón, pero a la vez estaba equivocado.

—¡Monten! —grité.

Los Waterhouse empezaron a dirigirse inmediatamente hacia los elefantes, mientras que el doctor Montleroy y Von Hammerstein ayudaban a los batidores a recoger nuestras pertenencias. Yo me agaché con la idea de ayudar al árabe postrado, pero Kolinzcki ya estaba ayudándolo a ponerse en pie.

El árabe agarró a Kolinzcki por el cuello de la camisa y el grueso conde puso a un lado su mano gordezuela. Y entonces, con aspecto confuso y enfermo, el conde se llevó la mano derecha al pecho con la expresión que tendría un hombre que acabara de descubrir que su reloj ha desaparecido de su chaqueta.

Recordé la discusión de la noche anterior y cómo la señorita Adler se había inclinado mientras él dormía sobre su postura supina, pero el transcurso de los acontecimientos hizo que no pudiera investigarlo.

Apenas logré echarle un vistazo antes de que se encontrara entre nosotros: llegó tan silencioso como el humo, sin alterar la vegetación. Resplandecía, incluso en la incandescencia de la tarde, con una luz parecida a la de las brasas, y tenía en la espalda unas franjas similares al carbón. Su forma recordaba vagamente a la de un tigre, pero apestaba a incendio forestal y su mandíbula era una llamarada.

Saltó ágilmente sobre la espalda de la más pequeña de los elefantes, paralizando a Conrad Waterhouse con su ardiente mirada. Aunque a la elefanta le entró el pánico, él se quedó tan helado como un pájaro encantado por una serpiente. Las llameantes garras de la criatura se clavaron en los flancos, dejando unas hendiduras en la gruesa piel que no creía que ni siquiera un hacha pudiera causar. La elefanta chilló y se incorporó sobre sus patas traseras, girando la cabeza sobre el hombro, en un vano intento por librarse del depredador. Su pánico derribó a Conrad, y no lo vi volver a levantarse. Su hermano se interpuso en el camino de la criatura para escudar al muchacho caído con su propio cuerpo: un valiente e inútil gesto.

La criatura evitó sin problemas los salvajes golpes de la elefanta y aterrizó en la suave tierra como si fuera una bala de cañón, mientras nuestras tres monturas huían en estampida y una pata de la elefanta herida golpeaba a James.

Los batidores y los mahouts se dispersaron. La criatura destripó al hombre que tenía más cerca como quien no quiere la cosa: ni siquiera llegó a girar la cabeza, pues ya estaba preparándose para volver a saltar. Incluso mientras preparaba mi arma sabía que sería inútil. Apreté el gatillo y el rifle me golpeó el hombro una vez, y luego otra. Rodney volvió corriendo a mi lado, aferrando mi Purdey en una mano. Entre los dedos llevaba dos cartuchos que había sacado de los pliegues de su chaleco; había abierto el rifle y cargaba los dos cañones mientras corría.

El buen doctor se había quedado paralizado debido a la conmoción. Oí disparar el arma de Von Hammerstein y, un segundo después, la de la señorita Adler. Abandoné mi arma descargada mientras Rodney, farfullando debido a la excitación, me entregaba la sustituta con cuidado. El señor Waterhouse intentaba de nuevo cubrir a la bestia con manos temblorosas, incapaz de dispararle mientras nosotros estuviésemos en medio, y estiraba el cuello para tratar de ver tanto la lucha como a sus dos hijos.

El animal avanzó abriendo sus fauces rodeadas de llamas, y volví a oír ese ruido que me recordaba a unos tambores o al latido de un poderoso corazón. El rugido continuó y continuó, y se me encogió el corazón y me temblaron las manos cuando el animal dio un paso al frente.

Preparé mi inútil arma, dispuesto a morir luchando, y la señorita Adler disparó por segunda vez. La bala penetró en el flanco de la bestia y su superficie se vio recorrida por una onda, como si lo que ella hubiera hecho fuera arrojar una piedra al agua. Salieron despedidas algunas gotas de fuego que cayeron entre la hierba, donde desaparecieron tras humear.

El conde Kolinzcki retrocedió a trompicones, cayó sobre una rodilla debido al pánico y a la desesperación y retiró la mano del pecho, tratando torpemente de manejar su arma. Von Hammerstein contuvo su fuego. Yo sabía que debía de estar aguardando para disparar a los ojos; una arriesgada esperanza a la que yo también me aferraba.

El trueno de unos cascos arruinó mi puntería. Levanté la vista de mi arma para observar la llegada de la proverbial caballería. Del bambú surgió a galope tendido un bayo castrado empapado en sudor (árabe, a tenor de su pequeña estatura y su exuberante crin). Sus flancos se estremecían debido a su respiración fatigada, y su morro estaba cubierto de una espuma sanguinolenta. Sobre su lomo se encontraba un bigotudo oficial que tiró de las riendas, haciendo que su montura se elevase virtualmente en el aire.

Fue un salto prodigioso: los cuartos traseros del caballito se alzaron y se relajaron, y aterrizó sobre el lomo de la criatura. La cosa parecida a un tigre se retorció en un vano intento de clavarle las garras al caballo, y luego retrocedió cuando el jinete le arrojó una especie de bolsa a la cara. ¡Fuera lo que fuera, le hizo daño! La criatura volvió a rugir, taladrándome los oídos, giró y se alejó.

El oficial ordenó detenerse a su caballo y le hizo girar sobre sus cascos; un despliegue de equitación sin igual. El pequeño bayo se encabritó en protesta por la rudeza del jinete, y luego volvió a posarse en el suelo, pateando y resoplando.

El oficial, que lo tranquilizó con una mano sobre el cuello, era un hombre de mediana edad, con el pelo y el espeso bigote de color gris acero. Tenía una frente ancha y una mueca sensual en la boca, y seguían brillándole los ojos debido a la excitación de la caza.

Cuando apareció el oficial, el árabe trató de huir y casi cayó en mis brazos. Sus pies seguían algo torpes y no me fue difícil detenerlo.

—Señor —dijo la señorita Adler, la primera en recobrarse—, estamos en mayor deuda con usted de lo que jamás podremos llegar a pagarle.

—Señorita —respondió él—, ha sido un honor ayudarlos. Y ahora debemos irnos, antes de que regrese.

Identifiqué la insignia británica de su uniforme.

—Coronel, yo también se lo agradezco. Soy Magnus Larssen, el guía de esta buena gente. Tenemos algunos heridos.

El batidor al que la criatura había destripado estaba muerto o a punto de morir, pero pude ver a James intentando levantarse lleno de dolor; su padre estaba arrodillado a su lado, con una expresión de inmenso pesar. El doctor Montleroy ya acudía a su lado.

—Coronel Sebastian Moran, del primer regimiento de Su Majestad de los Pioneros de Bangalore —se presentó. Me di cuenta de que, además de su pistola y su sable, llevaba un rifle para elefantes en la silla de montar, de una forma muy parecida a como los americanos llevaban su rifle para bisontes.

Von Hammerstein y Rodney se habían acuclillado allí donde había estado la criatura. Rodney recogió una cantimplora de cuero chamuscada: el objeto que el coronel le había arrojado a la cara.

—No hay rastro alguno, sahib —me dijo Rodney—. No ha dejado marca alguna en la hierba. Hay... —un silencio— unas bolitas de plomo fundido. —Lo que no dijo fue «balas».

Sentí una fría y agarrotada sensación en el estómago: miedo.

—Shikari —comenzó a decir el coronel, pero dudó cuando miró al angustiado padre y empezó a desmontar y a desenfundar su arma—. El joven parece encontrarse lo suficientemente bien como para poder montar. Ayúdele al chico a subir a mi silla. Debemos llegar al río al anochecer.

Le echó otro vistazo al árabe y otro al exhausto caballo.

—Ese hombre es mi prisionero. Llevo persiguiéndolo desde la frontera, y debo regresar con él.

Kolinzcki, poniéndose en pie, parecía estar a punto de protestar, pero algo del brillo que tenía el coronel en la mirada le hizo guardar silencio. En cuanto a mí, me limité a asentir y fui con Von Hammerstein a ocuparme de las bajas.

Únicamente recuerdo los sucesos de aquella tarde como un caluroso temblor. Solo caminamos cuando ya no pudimos correr más. Waterhouse se agarraba al pomo de la silla del caballo del coronel, trotando a su lado mientras tranquilizaba a sus hijos. Conrad seguía respirando, pero no había recobrado la consciencia, y yo estaba convencido de que James había sufrido algún tipo de herida interna: estaba aún más blanco y silencioso que antes, y la mayor parte de nuestra agua fue para él.

Yo sabía que la criatura nos acechaba de la forma en que lo hacen los felinos heridos, pues de cuando en cuando la brisa me traía su rojo olor, y el castrado tenía los ojos muy abiertos y llenos de pánico. Yo temía que la pobre bestia tuviera dañados los pulmones: gemía a cada inspiración y temblaba bajo la doble carga, pero se mantuvo a buen paso.

El coronel había atado las manos al árabe por delante con una correa de cuero. De ese modo Moran ayudó a mantener al prisionero de pie y en movimiento, a pesar de que este se encontraba al borde del agotamiento.

Me acerqué a él cuando no nos movíamos a demasiada velocidad y me incliné sobre su oído.

—¿Ese árabe es un agente del zar?

—Algo parecido —me contestó, sin perder de vista al individuo en cuestión—. Un chamán tribal. Un personaje importante. Y es afgano, no árabe. —Me miró de reojo de arriba abajo, y yo asentí para animarle a seguir hablando—. Viajaba a la India en compañía de un séquito. Detuvimos al resto en la frontera, pero este consiguió pasar. Por fortuna, lo he capturado antes de que pudiera... —Se le fue apagando la voz—. ¿Cuál es su postura política, Larssen?

—No tengo ninguna.

Gruñó.

—Pues consiga alguna. —Y se alejó.

Mi castigo principal era el gordo conde, que trastabillaba a nuestro lado sin dejar de quejarse. La señorita Adler lo llevaba bastante bien y aguantaba fenomenalmente sus propios problemas, a pesar de las miradas llenas de sospechas que le dirigía el conde. Estuve a punto de creer que iba a empezar a discutir con ella abiertamente, pero miró con dureza a Moran y siguió haciendo comentarios sobre el calor.

Finalmente, movido por el calor y la desesperación, Moran se volvió hacia él.

—¡Si no deja de quejarse, lo enviaré de vuelta en pedacitos! —le espetó bruscamente, agitando su pistola para darle un mayor énfasis a sus palabras.

El conde se detuvo.

—¡Ningún plebeyo inglés me llama idiota! —le replicó cortante—. ¡Estoy acostumbrado a mantener un paso digno, y si ese noruego idiota no nos hubiese conducido a una tierra de monstruos —hizo un gesto grosero en mi dirección—, en este momento ya nos habríamos dado todos un baño y habríamos comido!

El prisionero del coronel aprovechó ese momento para intervenir, gesticulando y amonestando aparentemente al conde, chillando furioso. El conde lo escuchó durante un rato y luego negó con la cabeza. Miró a su alrededor buscando ayuda.

—¿Alguno de ustedes entiende a este bárbaro? —preguntó nervioso, mirándonos a todos.

Nadie le respondió, pero Moran levantó una ceja en silenciosa sospecha.

Cayó la noche más rápido de lo que me había imaginado. Me sangraban los pies dentro de las botas y el sol me había producido ampollas en la nariz, allí donde el casco no me protegía. Estaba medio sordo debido al zumbido de los insectos y el griterío de los monos y los pájaros. La única promesa de alivio era ese negro frente de tormenta que se estaba formando en el horizonte: el largo tiempo esperado monzón, que se dirigía hacia el norte a gran velocidad para recibirnos. Siempre que lograba encontrar fuerzas para levantar la vista miraba esas copiosas nubes suplicante, pero no parecían acercarse.

Como si estuviesen sitiadas por un ejército invisible, se retorcían y fragmentaban, pero no podían avanzar.

El doctor Montleroy vino a verme cuando la tarde ya estaba bastante avanzada.

—Voy a perder a James a menos que consiga ayuda, y pronto. Podría morir de todas formas, pero aún tenemos tiempo para intentarlo.

—¿Qué dice su padre? —le pregunté con voz rasposa.

—Lo sabe —me respondió Montleroy, mirando por encima del hombro hacia el pálido hombre—. Se trata de un hijo o de ninguno.

Asentí una vez.

—Traiga toda el agua. Venga.

Bajamos a Conrad del agotado castrado a pesar de las febriles protestas de James, y el buen doctor se subió detrás. Moran llenó de agua su sombrero para el caballo y el animal se lo bebió de un único y desesperado trago.

—Sé rápido como el viento —le dijo al caballo, y le golpeó con fuerza en el flanco. La bestia se sobresaltó y salió disparada, con Montleroy y James inclinados sobre su cuello.

—Buena suerte —les deseó la señorita Adler, que se encontraba a mi lado. Miré a mi alrededor, sorprendido. Fue entonces cuando me di cuenta de que el conde había desaparecido.

Nadie lo había visto quedarse atrás, y no podíamos regresar. El señor Waterhouse, Von Hammerstein y yo nos turnamos para llevar a Conrad, que se agitaba debido a la fiebre. Musitaba frases extrañas en un idioma que yo nunca había oído, pero que parecía incomodar en gran medida al prisionero de Moran.

El prisionero trató de hablar conmigo, pero yo solo pude negar con la cabeza ante su idioma extranjero. También trató de hacerlo con Von Hammerstein, con el mismo e infructuoso resultado, y Moran no intervino. Me dio la impresión de que el coronel nos observaba por el rabillo del ojo, como si buscase en nosotros la más mínima señal de comprensión, pero, al menos para mí, la cháchara de los monos era más inteligible.

Al desaparecer su escolta, la señorita Adler se situó en la vanguardia del grupo. Fue ella la primera en identificar el claro en el que habíamos matado a la tigresa. Hicimos una pausa para recobrar el aliento y el prisionero se dejó caer, jadeante, entre la alta hierba.

—Quedan otras dos millas hasta el río —dijo con un tono neutro y desesperanzado, mientras apoyaba la culata del winchester en el suelo. Moran pasó rápidamente de mirarla a ella a observar el cielo, que se oscurecía a gran velocidad. Gruñó. El rostro de Waterhouse se crispó de temor, y supe que no era por él por quien tenía miedo.

—Podemos intentar dejarlo atrás corriendo —sugirió Von Hammerstein. Se acomodó mejor la inmóvil forma de Conrad Waterhouse sobre su hombro y miró hacia la pradera con un gesto calculador en el rostro—. ¿Podrá mantener el paso, señorita?

La mujer frunció el ceño.

—Yo diría que sí. —Se agachó para desatarse las botas mientras Rodney le sostenía el Winchester. Se las quitó y se las ató por encima del hombro.

Los monos quedaron en silencio. El prisionero se puso en pie, con los ojos desorbitados, y empezó a gritar: «¡Iä! ¡Iä Hastur cf’ayah ‘vugtlagln Hastur!». Luego balbució en un farfullante hindi: «¡se acerca el ardiente!». Sus ojos brillaban enloquecidos. Su voz estaba llena de entusiasmo. Me pregunté por qué no habría hablado hindi previamente, al menos conmigo o con Rodney.

—¡Corran! —gritó Moran tirando de la correa de cuero, y obedecimos.

Los seis, con Moran arrastrando a su prisionero, salimos de la espesura y descendimos la loma hacia la orilla del río. A nuestro alrededor, la hierba se incendió con un color dorado y luego con un rojo sangre bajo la luz del atardecer. Un orbe enorme, ya casi oculto en el horizonte, iluminaba la escena como si fueran las llanuras del infierno.

Yo corría aferrando mi rifle, sin importarme aplastar la hierba. Rodney lo hacía más adelante, con una mano sobre el brazo de Von Hammerstein, casi tirando de ese hombre tan cargado. Conrad rebotaba en su espalda, elevando la voz en un extraño chillido, pronunciando unas palabras que hacían que me dolieran los oídos.

El suelo se volvió borroso bajo mis pies, y cuando pasé junto a la señorita Adler la agarré por el codo y tiré de ella; iba a buen paso, pero mis piernas eran más largas. Por delante de donde yo estaba vi a Moran ayudar a Waterhouse y girarse para darle otro tirón a la correa de cuero. El prisionero sencillamente se abalanzó sobre él, utilizando las manos como un mazo y desnudando los dientes para morder.

—¡La daga! —chilló en un mal hindi, escapándosele espuma de entre los dientes—. ¡Idiota, nos cogerá a todos!

Moran se movió con la velocidad propia de un hombre con la mitad de su edad.

—¡Vamos! —me gritó mientras yo me acercaba para ayudarlo. Esquivó el salto del prisionero y le golpeó bajo la mandíbula con el cañón de su arma. Mientras yo me acercaba, el árabe cayó al suelo, inerte, y Moran levantó su arma.

Me encogí, esperando oír un disparo, pero Moran soltó un bufido sarcástico y obligó al prisionero a levantarse.

Intenté recobrar el aliento. Dolía.

—No vamos... a conseguirlo —jadeó la señorita Adler sin aliento.

Se alzaba sobre nosotros un árbol solitario, y yo me atreví a echar un vistazo por encima del hombro. Nos encontrábamos a menos de medio camino del río, y pude ver cómo el rojo resplandeciente de la puesta de sol quedaba igualado por un infierno apenas a unas yardas a nuestra espalda.

Von Hammerstein y Waterhouse debían de haber llegado a la misma conclusión, pues mientras nos deteníamos los vimos acuclillarse sobre la hierba. Rodney se detuvo justo detrás de ellos; sus ojos, muy abiertos, contrastaban con su rostro del color de la caoba. Me dio una palmada en el hombro cuando pasé por su lado, y me di cuenta de que era aún más joven que Conrad Waterhouse, cuya delirante forma vigilaba.

—Buen chico —le dije, lo que no parecía demasiado adecuado, y me volví y me quedé detrás de él. Recordé que le habíamos dado a James toda nuestra agua y me encontré con que mi miedo aumentaba. Y eso que ya me había resignado.

Moran llegó a donde estábamos y aceptó la situación con un gesto de la cabeza. Nos dimos la vuelta para enfrentarnos al diablo, con la puesta de sol a nuestra espalda.

Permitió que lo viéramos acercarse: un brillante espectro recortado contra la oscuridad, un demonio de llama y miedo. Saltó hacia mí a través de la alta hierba, un brinco de unos doce metros. Pude verlo con toda claridad mientras se preparaba para el ataque. Unos ojos llameantes me miraron con un brillo de impía inteligencia justo antes de saltar.

Sentí algo en mi corazón al encontrarme bajo esa mirada, un terror antiguo como nunca antes había sentido, y oí gemir a Waterhouse; o puede que fuera yo el que lo hiciera, debido al miedo. Parecieron formarse en mi mente unas palabras, una invocación que, a la vez, conocía y desconocía, poderosa, antigua y tan malvada como gusanos en el alma: «¡Iä! Iä Hastur»...

Vacié el cargador del 534 sin resultado alguno. A mi lado oí cómo la pistola de Von Hammerstein se encasquillaba y luego disparaba dos veces. Fue a coger una segunda. El aire estaba cargado de olor a pólvora.

La bestia se encontraba en mitad del salto, entre nosotros. Conrad se puso en pie con expresión demente y se lanzó hacia Rodney. Waterhouse detuvo el golpe, trastabilló y tiró al muchacho al suelo, se arrodilló sobre su pecho y le sostuvo las manos a duras penas. Rodney ni siquiera se encogió.

Tiré el arma descargada.

—¡Chico, arma!

Rodney me puso la Purdey en la mano y apunté el cañón, con una plegaria a Dios Todopoderoso en los labios. Moran no le prestaba atención a su prisionero, mientras desenfundaba su arma y la agitaba en un fútil y hermoso gesto. Su enorme bigote cayó sobre la pistola al apuntar. Le metió dos balas a la bestia en el ojo cuando esta empezaba a descender.

La garra llameante no causó ningún daño. Me golpeó por encima de la cadera y sentí un desgarro, pero no me dolió. Perdí la Purdey y vi caer al pobre Rodney, derribado por otro golpe poderoso. Cayó como una muñeca rota y no volvió a levantarse. El señor Waterhouse se levantó para defender a su hijo y se vio lanzado a cinco metros de distancia, entre los árboles, justo antes de que el siguiente golpe de la bestia aplastara a Von Hammerstein contra el suelo. Pude sentir el impacto desde donde me encontraba.

Moran se giró empuñando su arma y apuntó fríamente a la criatura. No vio cómo su prisionero se ponía en pie aferrando una piedra con sus manos atadas, y mi grito llegó demasiado tarde. A pesar de que se giró, el malvado lo derribó.

Y entonces, de repente, la señorita Irene Adler apareció detrás del prisionero con algo brillante en la mano. Llevó hacia atrás el brazo y, con un grito propio de una valquiria, clavó profundamente la daga del conde en la espalda del árabe. El hombre se quedó rígido, empezó a temblar y agitó las manos atadas, como garfios, en el aire, como si quisiera quitarse de la espalda a la señorita Adler. Extrañamente, me recordó a la pobre elefanta herida.

Cayó de rodillas mientras la criatura rugía con ese bramido penetrante y giraba sobre sus cuartos traseros. Dio un paso hacia la señorita Adler y gritó como solo los felinos saben gritar.

El prisionero cayó muerto al suelo y la señorita Adler se irguió desafiante detrás del cadáver, dispuesta a aceptar cualquier muerte que le deparara el destino. Sin que, al parecer, le afectara la muerte del árabe, la criatura se dispuso a saltar. Doliéndome de mi pierna rota, empecé a ponerme en pie con la absurda idea de saltar sobre aquella cosa.

En ese momento empezó a llover.

El monzón cayó sobre nosotros como una pared de cristal y la criatura volvió a chillar..., esta vez de agonía. Se dio la vuelta, ansiosa por escapar de la lluvia igual que un perro huye ante una paliza. Cada gota siseaba y provocaba vapor cuando caía sobre ella, y con cada gota la luz del diablo parpadeaba y aparecían unos puntos sobre su lomo, parecidos a los que surgen en un fuego de carbón cuando se lo apaga con agua.

Se retorció sobre sí misma, encogiéndose, y finalmente dio la impresión de derrumbarse. De las húmedas cenizas, lo único que quedó de ella, surgió un enfermizo olor a carbonilla.

Por fin, un ramalazo de pura agonía recorrió mi pierna, y lo único que pude ver fue un negro túnel que se cerraba sobre mí.

Gemí y abrí los ojos a una visión de desaliñada e inefable belleza que guardaba una daga enjoyada en su bolso. Me encontraba encima de una lona alquitranada húmeda, aunque algo más seca que el suelo; había otra debajo de las ramas del árbol para protegerme de lo peor de la lluvia. Las reconocí como parte del equipo que Rodney había llevado. Moran yacía a mi lado, bajo una sábana, aún inmóvil.

Ella me colocó un paño húmedo sobre la frente y me acarició el pelo antes de ponerse en pie.

—Tiene una pierna rota. Le suplico que me perdone por abandonarlo en tal estado, señor Larssen. Le aseguro que enviaré ayuda, pero debo marcharme de inmediato: es un asunto delicado, y resulta vital para cierto noble del Báltico que nunca llegue a probarse el robo de esta daga de entre sus propiedades..., ni por los ingleses ni por los rusos.

—Espere —grité—. Señorita Adler..., Irene...

—Claro que puede llamarme Irene —me contestó, con un cierto tono de diversión en su voz. Me di cuenta de que se le habían quemado los guantes y de que tenía las palmas de las manos llenas de ampollas.

Traté de formular una pregunta, pero me faltaron las palabras.

—¿Qué ha pasado aquí? —logré por fin preguntar, confiando en que ella lo entendiera.

—Me temo que lo superaron los acontecimientos, mi querido señor Larssen... Magnus. Igual que a todos. Vine aquí para recuperar esta daga, que le habían robado a un amigo mío. El maligno señor Kolinzcki, que me temo que no es ni conde ni lituano, sino un agente del zar, la robó y la trajo aquí con la intención de entregársela a este hechicero afgano.

Empujó el cadáver con la punta del pie.

—Por lo que sé, pretendía realizar algún retorcido ritual mediante un sacrificio humano que hubiese desagradado en gran medida al ejército británico. Como mínimo, parecía tener suficiente poder como para controlar eso. —Gesticuló expresivamente y apuntó hacia la pila de cenizas—. Lástima que haya tenido que matarlo. Me imagino que hubiese podido proporcionar gran cantidad de información al espionaje británico, de haber tenido la oportunidad de interrogarlo. Pero una vez me di cuenta de que estaba reteniendo la tormenta de alguna forma...

—El monzón. Si me permite el atrevimiento de corregir a una dama.

—El monzón. —Sonrió.

—¿Pero cómo? ¿No puede explicarme cómo? —Deseé poder apretar los dientes para aliviar un poco el dolor que me causaba la pierna, pero me castañeteaban, así que no fue posible. No busqué a Rodney, allá fuera, bajo la fría lluvia.

—Da la impresión de que existen cosas en el cielo y en la tierra que nuestras occidentales mentes científicas no pueden entender.

Asentí, y una oleada de dolor y náuseas amenazó con abrumarme.

—¿El conde...? —pregunté.

Ella encogió sus fuertes hombros con una expresión sombría.

—Supongo que se quedó atrás y lo devoraron. Nos ha prestado una valiosísima ayuda, y ahora podrá acabar la guerra en Afganistán.

Colocó una sartén llena de agua de lluvia y una pistola cargada al alcance de mi mano.

—El coronel está vivo, pero inconsciente; me da la impresión de que el golpe lo dejó sin sentido.

Dudó ligeramente antes de darse la vuelta para marcharse. Se giró y estudió mi cara durante un momento. Creo que vi un cierto sentimiento en su expresión.

—Siento mucho lo de Rodney.

Fue una noche larga y fría, pero los aldeanos y el doctor Montleroy fueron a buscarme por la mañana. No hablamos, ni entonces ni nunca, de lo que vimos.

James sobrevivió, aunque Conrad nunca llegó a recuperarse. Tuve algunos encuentros posteriores con el coronel Moran, hasta que se marchó en busca de regiones más frías. Tengo entendido que acabó muy mal.

Y en cuanto a la señorita Adler, no volví a verla. Pero, hasta hoy, me persiguen en sueños su rostro y, de forma menos agradable, esas fantasmagóricas palabras («¡Iä! ¡Iä Hastur cf’ayah ‘vugtlaglun Hastur!»). Desde entonces no he vuelto a ser capaz de empuñar un arma por deporte.