Las máscaras sollozantes James Lowder
Al volver a mirar los relatos que escribí acerca de los singulares logros del señor Sherlock Holmes, y al recordar todos aquellos casos que no llegué a poner por escrito, solo ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui al no darle la oportunidad de resolver el mayor misterio con el que me he encontrado. Él hubiera dado la bienvenida al desafío, por supuesto. Su aguda mente hubiese penetrado el velo de extrañeza que rodea a estos horribles sucesos de Afganistán, y hubiese averiguado la auténtica causa de lo que observé allí. Y entonces, con un brillo de malicia infantil en sus ojos, hubiese explicado los horrores, los hubiera hecho desaparecer bajo la intensidad de su inteligencia de forma parecida a como se desvanece la niebla bajo el brillante sol de la mañana.
Ahora que ese sol se ha puesto, ahogado su fuego bajo el torrente de las cataratas Reichenbach, solo me resta preguntarme por qué no permití que su luz iluminara ese oscuro secreto que guardaba en mi interior mientras tuve la oportunidad. Él se dio cuenta de su existencia; era imposible esconderle completamente algo a Holmes. Sospecho que percibió las habituales señales de terror en mi persona incluso en nuestro primer encuentro. «Ha estado en Afganistán, por lo que veo», señaló tras darme un apretón de manos ese primer día. Más tarde reveló los detalles de mi conducta y mi aspecto que lo habían llevado a esa conclusión: mis conocimientos médicos, mi aspecto militar, mi rostro bronceado y la rigidez de mi brazo izquierdo, obviamente herido. Pero esas cosas también podrían haber indicado que yo era un médico militar recién llegado de Sudán o de Zululandia. No, observó algo más en mi demacrado rostro: esa mirada conmocionada habitual en aquellos que han servido en Afganistán. Ningún soldado británico deja esa tierra desolada sin ella. Y mis rasgos estaban aún más marcados debido a las cosas extraordinarias de las que fui testigo en ese lugar infernal.
En esos primeros días de mi amistad con Holmes, hubo ocasiones en las que mostré pistas acerca del motivo de mi inquietud. Admito que los motivos eran oscuros y que las ofrecía a regañadientes. Pero los espantosos sucesos seguían frescos en mi mente, y tanto mi compostura como mi confianza en Holmes eran demasiado frágiles como para intentar una aproximación más directa.
La razón por la que Holmes nunca insistió en el asunto aún se me escapa. Puede que no me lo preguntara por educación. Podía ser sorprendentemente atento en ocasiones, especialmente conmigo, y con frecuencia me dejaba claro que respetaba mi intimidad, más allá de aquello que le revelase su capacidad de deducción. O puede que no volviera nunca a pensar en el asunto, después de haber deducido correctamente el origen de mi herida y dónde se había desarrollado mi carrera militar. Además, podían pasársele por alto preocupaciones tan humanas como el miedo o la desesperación, incluso cuando tenían lugar dentro de su círculo cerrado de amigos.
El resto de la humanidad no está tan bien protegida contra las emociones más amargas, y debemos enfrentarnos a ellas lo mejor que podemos. Algunos las transforman en odio y rabia hacia el mundo. Otros intentan escapar. Los recuerdos de esas experiencias afganas demostraron ser demasiado intensos, incluso después de haber regresado a Inglaterra, por lo que busqué refugio en la botella. Si Stanford no me hubiese encontrado en el Bar Criterion y me hubiese llevado esa misma tarde a conocer a Holmes (un encuentro que dio lugar a gran cantidad de aventuras, pero que me aseguró la supremacía de la razón sobre el misterio), bien podría seguir hoy en día buscando el fondo de una botella de ginebra. Mi único hermano siguió también ese triste camino hasta llegar a su inevitable fin. Cuando supe de su muerte, justo un año antes de que yo partiera hacia el este, no pude entender cómo podían ponerse tan mal las cosas para que empujaran a un hombre sano y con un buen porvenir a acabar de esa forma. Ahora rezo por el hecho de que, fuera cual fuera esa abrumadora infelicidad que lo condujo a la autodestrucción, hubiera surgido de problemas mucho más mundanos que aquellos a los que tuve que enfrentarme en Afganistán.
Maiwand me dio razones más que suficientes para empezar a darle a la botella. No era más que un bisoño cuando ocupé mi lugar como ayudante del cirujano para los Berkshire. Había viajado abundantemente por el oriente cuando era más joven, por lo que no esperaba que las condiciones de Afganistán fueran demasiado agradables. Y aun así, no estaba preparado para las largas marchas a través de terreno baldío, a una temperatura que bien podría rozar los cincuenta grados centígrados a la sombra, allí donde lográbamos encontrar un lujo semejante.
—Que este calor sirva como aviso ante los peligros de una vida de pecado —señaló Murray, mi ordenanza, mientras nos encaminábamos hacia nuestro fatídico encuentro con el ejército de Ayub Khan—. Si este clima le resulta insoportable, imagínese cómo serán los rigores del infierno.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no estamos ya allí? —repliqué, confiando en que la burla de mi voz mostrara la expresión que mis labios dañados por el sol no podían llegar a transmitir.
Murray me dirigió una mirada que seguramente había pasado de veterano a novato en todos los campos de batalla, desde el principio de los tiempos.
—Le ruego que me disculpe, señor, pero sería mejor que reservase su juicio sobre el infierno hasta que haya vivido su primer combate.
—No temas por mí, Murray. Sabré distinguirme cuando comiencen a disparar.
—Sin duda, señor, sin duda. Pero la lucha no se parecerá a nada que le hayan descrito los oficiales durante la instrucción, ni siquiera a los relatos de primera mano que publican los periódicos en casa.
Se detuvo para espantar un enorme enjambre de moscas de la arena que se había congregado alrededor de una de las literas de los heridos que se encontraba en la columna, cerca de nosotros. Al parecer era una amabilidad totalmente inútil (las moscas zumbaban por todas partes y se reunían principalmente alrededor de los animales de carga y de los heridos), pero era típico de Murray. No iba a ninguna parte sin detenerse a hacer algún bien, aunque fuera pequeño. Llevaba varios años como veterano, pero hacía bastante que había rechazado esa dureza de corazón tan característica del personal médico que se encontraba al servicio de la reina. Para ellos, el sufrimiento era un hecho derivado de estar en el campo de combate y en campaña que debía aceptarse o, aun peor, ignorarse. Murray consideraba las dificultades como prueba de carácter. Rendirse a la dureza de corazón o a la desesperación ante semejante sufrimiento significaba convertirse en cómplice del mismo.
—Simplemente, no hay forma de describir con fidelidad lo que es una batalla —continuó después de haber asegurado mejor la mosquitera sobre el hombre inconsciente—. No existen palabras para describir la enormidad y la carga de hasta la más pequeña de las escaramuzas, ninguna que le haga justicia. Lo podrá descubrir usted mismo si alguna vez tiene que describir alguna.
Como en tantas otras cosas, Murray tenía razón en esto. Cuando intento relatar los hechos de aquel fatídico día, la narrativa se atasca con la fragmentada precisión de nuestra columna en su avance hacia el combate aquella mañana, o bien escapa a mi control, como en la retirada del campo de los supervivientes unas escasas cuatro horas después. Solo pueden describirse bien los detalles: el espantoso gemido de los caballos cuando caía un obús entre ellos; la visión ultraterrena de una mujer afgana, velada y fantasmal, que se movía entre la multitud de enemigos, exhortando a los guerreros hacia la venganza y la gloria; ese palpable sentimiento de odio que envolvía el campo de batalla mientras cada bando hacía todo lo posible por aniquilar al otro.
Al encontrarnos en el flanco derecho, los Berkshire nos enfrentamos a los ghazi. Se habían unido a Ayub Khan miles de estos fanáticos religiosos con la esperanza de expulsar a los odiados británicos de su tierra o, si no lo lograban, de ganarse su viaje a la otra vida. Para conseguir esto último acudían a la lucha vestidos con harapos. Algunos incluso cargaban contra nosotros desarmados, tan ansiosos estaban esos locos de conseguir esa recompensa eterna que les habían prometido sus mullah, fuera la que fuera. Aún puedo verlos en mis pesadillas: temibles figuras vestidas de blanco que emergían del lecho seco del río que corría paralelo a nuestra posición. Una estrategia brillante, utilizar esas hendiduras para ocultar un avance de tropas. Su desaliñado aspecto no hacía sino reforzar la impresión de que se trataba de ajados cadáveres que se levantaban de una fosa común.
Hicimos todo lo posible para devolver a los ghazi al hoyo como auténticos cadáveres. Una ráfaga de las Martini-Henry los derribó en gran cantidad. Durante dos horas no perdimos terreno, y podríamos haber seguido así todo el día si el flanco izquierdo de los británicos no se hubiese visto sobrepasado. La infantería y la artillería en retirada cayeron sobre nosotros como una ola, y nuestras líneas también se rompieron.
No consigo recordar cómo me vi separado del sexagésimo sexto, al menos no con demasiada claridad. Estaba junto a Murray y, de pronto, me vi rodeado por un pequeño grupo de fanáticos. El combate anterior había sido ordenado, incluso se había librado considerablemente bien, comparado con el caos que se originó una vez se rompieron nuestras líneas. Ya no se trataba de ejército contra ejército, sino de hombre contra hombre, miles de salvajes peleas que se desarrollaban muy cerca las unas de las otras, pero que quedaban totalmente aisladas debido a una angustiosa nube de humo y polvo. Los gritos de victoria se unían a los alaridos de los heridos, el trueno que producía la carga de los afganos, al bramido de la retirada de los británicos, hasta que un único sonido, un estruendo ensordecedor que taladraba el cráneo, se sobrepuso a todos. Por tanto, no resulta tan sorprendente que ni yo ni los que intentaban asesinarme oyéramos el estampido del carro de artillería hasta que estuvo casi encima de nosotros. Los caballos al galope surgieron de la nada, dispersando tanto a aliados como a enemigos. Ghazi enloquecidos se colgaron del vagón por una docena de sitios, mientras el conductor y el artillero, armados solo con picas y cuchillos khyber, se los clavaban, enloquecidos, en manos y brazos, en cualquier sitio que les hiciera perder su agarre y los mantuviera lejos del cañón.
El paso del carro de artillería hizo que el grupo se deshiciese. Yo escapé, solo para encontrarme poco después al borde del lecho seco del río que el enemigo había utilizado con tanta eficacia. La bruma no era tan espesa en ese lugar, aunque no era motivo de júbilo. El fondo estaba cubierto de cadáveres, en dos o tres capas de profundidad, los de hombres y animales mezclados, tan lejos como alcanzaba la vista a lo largo del barranco. Se encontraban allí los ghazi a los que habíamos derribado, así como los británicos masacrados mientras abandonaban el campo. La mayoría estaba inmóvil. Unos pocos elevaban las temblorosas manos al cielo, o trataban en vano de liberarse de aquella trampa sangrienta. Un camello al que habían arrancado de cuajo las patas delanteras trataba de arrastrarse, gimiendo como un alma en pena; lo que resultaba apropiado, puesto que la escena parecía sacada de una ilustración del infierno de Dante.
Me quedé de pie, al borde de la hondonada, paralizado por el miedo o hipnotizado por la espantosa escena que se extendía a mis pies (hoy no sabría decir el qué), hasta que me llamó la atención una figura que se encontraba en la orilla opuesta. Medio atontado como estaba, me fijé en que llevaba puesto un uniforme británico ya obsoleto, la familiar casaca roja y los pantalones azul oscuro que vestían nuestros soldados en la primera guerra de Afganistán. Pero sobre su cabeza descansaba un turbante, y los fusiles gemelos que llevaba colgados del hombro no eran Enfields ni Sniders, sino jezails. Yo había perdido mi fusil, que, debido a mi torpeza, se me había caído al intentar alejarme del vagón de artillería fugitivo. Traté de desenfundar mi pistola reglamentaria. Pero, antes de que mis dedos pudieran incluso llegar a tocar la pistolera, el soldado afgano levantó uno de sus fusiles de chispa de largo cañón y disparó.
La bala penetró en mi hombro izquierdo, haciéndome girar de tal forma que caí de espaldas en el lecho del río. Con el pecho ardiéndome debido al dolor, me deslicé orilla abajo hasta detenerme sobre el río de cadáveres. La marea de cuerpos se movió ligeramente ante mi llegada. Hundido allí entre los muertos, prácticamente acabado, sentí cómo se expandía la cálida y húmeda señal de mi herida. Febril, traté de detener la hemorragia sin dejar de mirar al asesino de casaca roja. Este, tranquilamente, dejó caer su primer fusil y levantó el segundo. Los jezails tardan tanto en recargarse que los guerreros afganos con experiencia llevan más de uno, listos para disparar, para casos como este.
Pero el disparo fatal nunca llegó. Súbitamente, el soldado levantó los brazos. En su boca se formó un gemido de asombro que nunca llegó a salir de su garganta y cayó, ya sin vida, dentro del cauce del río. En el lugar en el que había estado, sobre la orilla, se encontraba Murray con un cuchillo khyber ensangrentado en la mano. Empecé a hacerle señales, a llamarlo débilmente, cualquier cosa para hacerle saber que seguía con vida. Para mi espanto, se dobló sobre sí mismo y se derrumbó como si también lo hubiesen apuñalado por la espalda. Pero fue el agotamiento lo que le hizo desplomarse, no el acero, y pronto se abrió camino hasta mi lado.
—Intente no moverse —me advirtió, dándose cuenta de mi estado con un solo vistazo—. Apriétese la herida con la mano. Quédese quieto.
Sin decir otra palabra, se tumbó a mi lado con el cuchillo khyber aferrado contra el pecho, y luego movió el cadáver de un ghazi hasta que quedó tumbado sobre nosotros dos.
—Solo hasta que pasen los rezagados —me dijo como única explicación.
Pronto comprendí el significado de ese críptico comentario. Por el estruendo que había en la llanura, daba la impresión de que la lucha se había trasladado hacia el suroeste. Los afganos pisaban los talones a nuestras tropas, que se dirigían hacia los pueblecitos de Mundabad y Khig para la batalla final. Lo que nos dejaba muy lejos, tras las líneas enemigas.
De cuando en cuando, algún que otro carroñero de las tribus se abría paso a través del río de cadáveres. El cuerpo del afgano que teníamos sobre nosotros nos protegía de los golpes que, de cuando en cuando, propinaban estos salvajes a los muertos británicos con los que se encontraban. Mientras nos mantuviésemos inmóviles, los rezagados no nos prestarían atención. Con el tiempo oímos gritos sobre la llanura, y luego eso también se fue desvaneciendo, hasta que todo quedó sumido en un silencio tal que podía oírse el zumbido de las moscas de la arena por encima del rumor lejano del combate.
—Alguien río arriba los va a poner a recoger a sus muertos —me susurró Murray—. Para prepararlos para el entierro.
Se sacudió de encima nuestro escudo de carne y me aferró con unas manos fuertes.
—Me temo que esto le va a doler, pero será mejor que nos pongamos en marcha. Encontraré algún lugar en el que nos podamos esconder. Será mejor que nos mantengamos en el lecho del río, en dirección noreste...
—¿Alejándonos del regimiento? —le pregunté débilmente.
—Es la única oportunidad que tenemos, señor —me contestó mientras hacía todo lo que podía por vendarme adecuadamente el hombro destrozado. Y luego me cargó sobre su espalda, añadiendo—: De todas formas, sospecho que queda muy poco del sexagésimo sexto con lo que podamos reunirnos.
Solo recuerdo fragmentos de nuestro viaje a través del cauce. Para entonces, yo deliraba debido al dolor y la pérdida de sangre. Transcurrieron las horas como una serie de incidentes a medio entender, en los que se fundían los sueños con la realidad. Daba la impresión de que los muertos nos perseguían. Unas manos grises agarraron las botas de Murray y tiraron de ellas hasta que lo derribaron, y ambos caímos al río de cadáveres. Más tarde, una lastimosa figura se levantó de entre las demás. Sus ropas estaban tan manchadas de sangre y entrañas que bien podían estar teñidas de carmesí. También tenía la cara cubierta. Mientras lo miraba, aquel rostro se contorsionó y abrió la boca de una forma imposible para lanzar un grito de alarma. Murray me dejó caer, desenvainó su cuchillo khyber y enterró la hoja en la garganta del hombre. Pero eso no acalló el grito, al menos para mi atribulado cerebro. Se abrió la herida de su cuello y, como si fuera una segunda boca, continuó dando la alarma. Incluso después de que el afgano se derrumbara, el grito continuó, solo que surgía ahora de los labios de mi ordenanza.
Finalmente, Murray dejó que acabara ese alarido.
—He anulado la alarma de ese tipo —explicó mientras se acercaba. Me volví a hundir y recibí como respuesta una sonrisa temblorosa—. Ayuda conocer algo de la lengua del enemigo, señor, pero eso no me convierte en uno de ellos.
Mi cabeza se aclaró lo suficiente como para reconocer a mi amigo.
—Claro que no —dije—. Lo siento. Creí haber visto... pensé que usted...
—No necesita darme ninguna explicación —me interrumpió Murray—. La mente juega malas pasadas en circunstancias como estas. —Antes de volver a cargar conmigo, se sacó una fina cadena del bolsillo y rodeó con ella mi mano derecha. Sobre la palma descansaba el disco plateado de una medalla de san Cristóbal—. Si no se ofende por esto, puede que le sirva de ayuda...
—«No te maravilles, puesto que has cargado con todo el peso del mundo» —cité, oyendo la voz de mi padre contándome la historia del santo que llevó al niño Jesús al otro lado del arroyo. Cerré los ojos y traté de centrarme en ese recuerdo, que había olvidado hasta entonces. Debí de desmayarme en ese momento, pues lo siguiente que supe fue que un trío de campesinos afganos me arrastraba a un manzanar seco, con desnudos árboles de aspecto muerto y marchito. Luché contra ellos, hasta que Murray puso una mano sobre mí para tranquilizarme.
—¿Dónde...? —grazné.
—A salvo —me contestó—. Abandoné el curso del río cuando este llegó a las colinas y me encontré con estos tipos, que estaban buscando unas cabras que se les habían perdido. Su jefe luchó a nuestro lado en la última guerra.
—Vosotros ayudáis a nuestros enfermos —dijo uno de los hombres en un inglés con fuerte acento, aunque comprensible—. No más sollozos.
Murray asintió y dijo algo en persa. Luego se volvió hacia mí y me explicó:
—Cuando nos encontramos con ellos, conseguí que entendieran que somos personal médico. Nos esconderán de los seguidores de Ayub Khan si les ayudamos con cierta enfermedad que ha hecho presa en sus familias. Aunque no logro entender a qué se refieren con eso de los «sollozos». Puede que el llanto por los muertos. O ampollas supurantes. Es un síntoma habitual en media docena de enfermedades nativas.
Me sorprendí gratamente por la ecuanimidad con la que hablaba mi amigo de estos asuntos tan desagradables, aunque no pude evitar preguntarme acerca de su fuerza y resistencia. Había cargado conmigo durante millas bajo ese insoportable calor, y aun así caminaba a mi lado como si todavía nos encontráramos en esos momentos de calma previos al combate. Su experiencia militar, o su fe, o una combinación de ambas, lo habían preparado tan bien que daba la impresión de que no había reto alguno que se encontrara más allá de sus capacidades. Más adelante pude comprobar lo equivocado que estaba, pero en ese momento, mientras nos encaminábamos hacia la casa de mayor tamaño de esas oscuras edificaciones de adobe que formaban la aldea afgana, estaba convencido de que Murray podría superar cualquier reto con el que nos encontráramos.
Nos recibió en la puerta un anciano arrugado. Iba vestido con el atuendo característico de la zona, excepto por sus viejas botas de estilo occidental, que daban la impresión de no haber abandonado sus pies desde que se las entregaran durante la última guerra. Se encontraba a su lado un niño pequeño, que saludó militarmente a Murray. El anciano le hizo bajar al niño el brazo de un manotazo y le gruñó algo en persa.
—Hace bien en corregirlo —dijo Murray—. Venimos como invitados, no como conquistadores.
El anciano le echó un vistazo a Murray, como si pudiera comprobar la sinceridad de un extraño con solo mirarlo. Finalmente, asintió.
—Se les da la bienvenida como nuestros invitados.
Indicó a los aldeanos que me condujeran a una enfermería comunal que se encontraba en la parte de atrás de la casa. La larga habitación de techo bajo apestaba a suciedad y desesperación. Había dos hombres en el suelo sobre unas colchonetas. A pesar del abrumador calor, estaban tapados con unas sábanas. Había tres puestos más, dispuestos para los nuevos enfermos o abandonados por los que acababan de morir. Era difícil saberlo exactamente.
Me colocaron al lado opuesto de la puerta y, a instancias del anciano, dispusieron una raída y sucia tela para separarme de los demás. Murray me quitó con celeridad el improvisado vendaje del hombro. Las balas de los jezails suelen fabricarse con clavos torcidos, trozos de plata y cualquier otro metal que tengan a mano, por lo que las heridas que causan se enconan con rapidez. Eso fue lo que le pasó a mi hombro. A pesar de que la bala me había atravesado limpiamente a la altura del omóplato, ya se había infectado.
De alguna forma, Murray había logrado conservar su botiquín de campaña y se puso a tratar la herida y la infección lo mejor que podía.
—A partir de ahora depende de usted, señor —me dijo, una vez hubo acabado su trabajo.
Asentí y dejé que me acercara una taza a los labios. Tras beber un sorbo de agua tibia, abrí la mano derecha. La medalla de san Cristóbal brillaba pálidamente a la luz de la vela que se encontraba al lado de mi colchoneta, pues había anochecido mientras Murray drenaba todo lo que podía de la infección y cerraba la herida cuanto se atrevía.
—Ya no puede seguir cargando conmigo —le susurré—. Cójala, por si necesita que alguien lo libere de sus cargas.
Tomó la cadena de mi mano.
—Si quiere que se la devuelva, no tiene más que decírmelo. Mientras tanto, trate de descansar. —Tras una última comprobación del vendaje, Murray quitó con cuidado la vela y corrió la cortina.
Esa noche me desperté varias veces para descubrir que mi amigo estaba en las cercanías, bien a mi lado, bien atendiendo a las otras personas de la habitación. Incluso cuando se encontraba arrodillado junto a los nativos, la sombra que proyectaba sobre la cortina parecía cuidar de mí, una forma jorobada y temblorosa que se cernía como un ángel guardián. Su voz llenaba las horas muertas de la noche al ofrecer palabras de consuelo que tranquilizaban los delirios de los enfermos. También oí al viejo afgano en las grises horas que preceden al alba. Habló con Murray de la enfermedad que aquejaba a la aldea, utilizando el inglés todo el tiempo. Sin duda, esperaba poder aliviar a su gente de semejante situación.
Al salir el sol me aumentó la fiebre, y al mediodía me volví tan incoherente como los temblorosos nativos. Al igual que ocurre con nuestro viaje a través del río de cadáveres, las noches y los días que siguieron solo residen en mi memoria de forma fragmentada: Murray como una sombra protectora; el espantoso calor que me abrasaba a oleadas; los gritos y gemidos de los afganos enfermos. Esto último permanece de una forma especialmente vívida, pues el incesante castañeteo de sus dientes otorgaba a sus gritos una cualidad inhumana, casi propia de insectos.
Fue ese extraño sonido lo que me despertó la noche en que vi por vez primera a los sacerdotes enmascarados.
Me desperté poco a poco, pero pronto me di cuenta de que me había bajado la fiebre. Había disminuido el dolor palpitante del hombro y realmente podía sentir el frescor de la brisa vespertina sobre mi piel empapada en sudor. Recibí con gratitud el alivio que me producía después del calor de la fiebre, pero pronto se convirtió en pánico cuando intenté llamar a Murray y descubrí que era incapaz de hablar, incluso de moverme. Tan solo podía mirar a la cortina, ahora de un enfermizo verde amarillento debido a alguna luz extraña que la iluminaba desde el otro lado, y a la alta y desconocida sombra que se cernía sobre mí, tan oscura como una mina de carbón, en el centro de la misma.
Ciertamente, esa figura no era Murray. Era más alta y delgada, con un vago contorno que recordaba a una túnica, no a un uniforme británico. Allí donde mi amigo se había arrodillado cerca de los enfermos, este visitante se erguía distante y desdeñoso. Allí donde Murray había respondido a sus gritos con palabras amables, el extraño guardaba silencio mientras se acercaba primero a uno de los balbucientes inválidos y luego al otro. Sobre cada uno de ellos se inclinó ligeramente hacia delante y bajó la cabeza, como si rezara, sin mover los brazos, que se mantuvieron todo el tiempo rígidos a sus costados.
Por último, la sombra de la cortina aumentó de tamaño y supe que el silencioso visitante venía a por mí. Volví a intentar pedir ayuda. De nuevo mi grito se ahogó en mi garganta antes de nacer. Ahora la sombra cubría del todo la cortina. Una mano enguantada en cuero decolorado descorrió la raída tela, revelando una figura alta y solemne vestida con una túnica blanca y un turbante. Deduje que era un hombre debido a su constitución, puesto que sus ropajes ocultaban todo rasgo distintivo de sexo, de la misma forma que una máscara de porcelana ocultaba sus rasgos. La máscara era plana, con la boca y la nariz solo sugeridas mediante curvas, sin detalle alguno. Había un pequeño símbolo arcano, amarillo contra el blanco invernal de la porcelana, en cada mejilla. En cuanto a rasgos humanos, solo los ojos resultaban visibles.
Esos orbes oscuros parecían, al principio, inanimados, como si también formaran parte de la máscara. La ilusión se deshizo cuando el silencioso extraño movió la cabeza. Fue entonces cuando vi las lágrimas. Eran tan copiosas que el líquido se agolpaba al fondo del hueco dejado para los ojos hasta que estaba listo para derramarse sobre el borde. Entonces, tal y como había hecho con los dos nativos, el sacerdote enmascarado se inclinó hacia delante. Me encogí, preparándome para esas lágrimas que caerían sobre mí. De alguna forma, incluso entonces sabía que debía temer su toque.
—¡Aléjate de él!
Murray acompañó este grito con unas palabras en persa. Pero la primera orden fue suficiente como para confundir al sacerdote. La silenciosa figura se enderezó y se alejó, de tal forma que sus lágrimas se vertieron sobre los símbolos amarillos de su máscara, y no sobre mí. Descubrí que podía volver a moverme. Un grito de terror, suprimido durante mucho tiempo, escapó de mis labios mientras me sentaba y echaba hacia un lado la cortina.
Había un segundo sacerdote enmascarado cerca de la puerta. Sostenía una linterna de forma extraña, la fuente de la fantasmagórica luz verde amarillenta que inundaba la habitación. Murray pasó a su lado y se dirigió a grandes zancadas hacia el sacerdote que se había cernido sobre mí. Estaba a mitad de camino cuando se dio cuenta de que los dos nativos se habían quedado en silencio. Los hombres seguían sobre sus colchonetas, mirando al techo, con los ojos fijos en algo que nosotros no podíamos ver.
Murray señaló a los enfermos y luego hizo una pregunta al sacerdote. La figura enmascarada permaneció en silencio, pero, con todo, obtuvo una respuesta.
—¿Que qué han hecho? Han rezado para que estos hombres se curen mañana a la puesta de sol o, de lo contrario, se vean libres de su sufrimiento —aulló el anciano aldeano, que ahora se encontraba enmarcado en la puerta—. Os recibí como huéspedes, incluso toleré que no lograseis ayudar a nuestro hijos. Pero no toleraré que insultéis a estos hombres santos.
Murray se disculpó, pero los sacerdotes no le contestaron. Aún en silencio, cruzaron la puerta. Allí, cada uno de ellos tomó una de las manos del anciano y se inclinaron sobre ellas. Aunque lo intentó, el anciano no pudo ocultar su incomodidad. Una vez más, los sacerdotes no dieron la impresión de darse cuenta. Salieron de la enfermería con el anciano detrás de ellos; este se secó subrepticiamente las manos en los pantalones de algodón.
—Los aldeanos temen a los sacerdotes —señaló Murray mientras me limpiaba la herida y me volvía a vendar—. Los llaman «los sollozantes». Los nativos los consideran portadores de mala suerte. Pero su propio mullah fue el primero en morir por la peste, así que...
—¿La peste? ¿Se trata de algo tan grave?
—Ha acabado con al menos tres aldeas cercanas en el último año, aproximadamente.
Miré hacia donde estaban los dos nativos. Murray había descorrido la cortina; podíamos ver a los dos hombres temblar bajo sus gruesas sábanas, con la vista fija en el techo.
—¿Qué pasa con ellos?
Murray se frotó los ojos, enrojecidos por la falta de sueño.
—Morirán antes de que amanezca —contestó—. Al menos, eso es lo que ha ocurrido todas las otras veces que han acudido a los sacerdotes. Sospecharía que se dedican a envenenar a estos pobres tipos, pero da la impresión de que su sola presencia los asusta tanto como para llegar a matarlos. —Me volvió a acomodar sobre la colchoneta—. Vamos a tener que marcharnos mañana, señor. Debería descansar esta noche cuanto pueda.
—¿Y usted?
—No hay descanso para mí. —Su cara se iluminó con esa amable sonrisa tan familiar—. Si esas pobres almas van a morir, deberían poder pasar sus últimas horas sin esa plaga cerniéndose sobre ellos.
—Esos sacerdotes no son moscas de la arena —le dije—. No puede simplemente... espantarlos. Además, hay algo misterioso en ellos. Algo... in-natural.
La risa desdeñosa que ese comentario provocó a Murray, a pesar de estar teñida de amabilidad, me asustó. No podía explicar con palabras la causa de mi inquietud, pero sabía lo suficiente como para no rechazar tan desdeñosamente lo que acababa de presenciar. Y aun así, Murray ni siquiera admitía la genuina rareza de los sacerdotes. Los consideraba unos desagradables místicos o unos falsos faquires, tan comunes en el este como las moscas que rodean a los camellos. No podía imaginarse que los sollozantes fueran algo más siniestro. Simplemente, su visión del mundo no le permitía contemplar semejantes posibilidades. Reconfortándome en su certeza, me deslicé en el sueño aquella noche sin más preocupaciones que mi herida y la grave situación en la que nos encontrábamos.
El sol ya estaba alto cuando me desperté al día siguiente. Murray se había marchado, y en su lugar atendían a los nativos un par de mujeres. Los dos hombres se encontraban destapados, aún mirando a las alturas. Muertos, como descubrí. Las mujeres sollozaban suavemente bajo sus velos mientras, en el exterior, podía oírse a lo lejos el gemido tradicional por los difuntos. El aroma del agua de rosas inundaba la habitación.
Quería ayudarlas, pero sabía tan poco de sus rituales que me dio miedo ofenderlas. Los aldeanos ya estaban enfadados con nosotros por no haber podido salvar a los jóvenes. Así que, simplemente, observé a las mujeres mientras lavaban a los muertos y luego enjugaban con un agua fuertemente aromatizada los verdugones y las rezumantes ampollas que cubrían los cuerpos. De hecho, lo que yo había tomado por sollozos eran plegarias por los muertos. Repetían las mismas palabras una y otra vez, primero mientras lavaban los cadáveres, y luego cuando los vestían de la cabeza a los pies con ropas nuevas de color blanco.
Tan pronto habían acabado de vestir al segundo, entró uno de los sacerdotes enmascarados. El anciano de la aldea lo seguía a cierta distancia, no por respeto, sino por puro agotamiento. Cuando el sacerdote indicó a las mujeres que se marcharan, el viejo se desplomó, cayendo contra la pared. Temblaba, a pesar de las gruesas ropas de invierno que llevaba puestas. De cuando en cuando, el castañeteo de sus dientes interrumpía la sencilla plegaria por los muertos que recitaba. Me di cuenta de que, pronto, él también se vería confinado en la enfermería para esperar con temor la última visita de los sollozantes.
Entró una docena de sacerdotes para llevarse los cuerpos. Colocaron los cadáveres en unas literas y los sacaron de la habitación con la misma fría eficiencia que el sacerdote que había visitado a los enfermos la noche antes. A pesar de todas sus lágrimas silenciosas, no parecían apenados. Si el peso de aquellos muertos abrumaba sus corazones, no lo demostraban. Tenían todos el mismo aspecto, excepto por los símbolos amarillos de la máscara de su líder y la cadena de plata que ahora portaba este alrededor de la muñeca. En ese momento ese detalle no me dijo nada, aunque me quedó claro su significado poco después de que los sollozantes se marcharan con los muertos, cuando por fin alguien respondió a las llamadas que le hacía a Murray.
—¿El otro soldado se ha marchado? —repetí, incrédulo. Estaban acomodando al anciano en una de las camas de la enfermería, su delgado cuerpo tan tembloroso que no podía hablar. Lo que dejaba únicamente al aldeano que, con su mal inglés, había pedido a Murray el primer día que detuviera los sollozos. El significado de aquella frase me resultó entonces escalofriantemente claro.
—Él irse anoche —me dijo el joven—. No volver.
No podía imaginarme a Murray abandonándome. Ni tampoco se habría marchado sin dar ninguna explicación. Recordé los comentarios que había hecho acerca de impedir que esa plaga molestara a los moribundos. ¿Habría ido a convencer a los sollozantes de que se mantuvieran alejados? Parecía algo bastante estúpido, pero, después de pensarlo bien, también lo era cargar con un compañero herido y posiblemente moribundo a través del río de cadáveres después de Maiwand.
Fue en ese momento cuando me acordé de la cadena de plata. No la llevaba la noche anterior, y parecía fuera de lugar en posesión del sacerdote. De hecho, me parecía familiar.
La medalla de San Cristóbal. Si Murray había ido a enfrentarse con los sollozantes, se la habría llevado consigo...
Los nativos me miraron entre asombrados y divertidos cuando salí a trompicones de la cama y me puse, a duras penas, mis ropas. Resultó ser una ardua tarea, pues mi brazo izquierdo seguía siendo poco menos que inservible. Pero me las arreglé de algún modo para vestirme, poner el brazo en cabestrillo y comprobar que mi pistola reglamentaria estaba totalmente cargada. Si los sacerdotes habían tomado a Murray como rehén, lo liberaría. Si lo habían matado, recuperaría su cuerpo para que recibiera un entierro cristiano. No me molesté en averiguar cómo podría llevar a cabo cualquiera de las dos cosas un hombre solo, armado con una Adams del calibre 450 y con una herida que amenazaba con volver a abrirse en cualquier momento. Después de todo lo que Murray había hecho, yo tenía la obligación de hacer cualquier cosa por él, de hacer todo lo que pudiera.
Las únicas indicaciones que pude obtener del joven fueron rudimentarias. Señaló un camino que bajaba hacia las montañas, y lo único que dijo fue «cueva» y «señal dorada». Me fabriqué una antorcha, que llevé todo el viaje como si se tratase de un garrote, y confié en alcanzar a los sollozantes por el camino.
A pesar de las cargas que tenían a su cuidado, los sacerdotes lograron permanecer tan adelantados que nunca logré darles alcance. Por fortuna, el camino resultaba fácil de seguir. Incluso el tiempo cooperó, proporcionando una espesa capa de nubes de color gris acero que cubrían el cielo hasta el horizonte. Claro que seguía haciendo un calor abrumador, pero, sin el azote del sol, resultaba casi soportable.
El mundo ya estaba en tinieblas cuando encontré la entrada a la cueva. Sabía que ese era el lugar debido a los signos amarillos que habían grabado en la roca a ambos lados. Me detuve en la boca de la cueva, miré hacia el interior y entrecerré los ojos para ver en la tiniebla. Extrañamente, el interior de la caverna era menos oscuro que el exterior bajo el cielo nocturno sin luna y cubierto de nubes. Adentrándose en la montaña, justo en los límites de mi visión, una leve luminiscencia iluminaba el interior. No se trataba de la luz parpadeante de las antorchas, sino de un resplandor continuo. Aun así, prendí fuego a mi antorcha antes de aventurarme hacia las entrañas rocosas, y me sentí más seguro al hacerlo.
Resultó que la fuente de la luz era un moho húmedo y asqueroso que crecía por toda la caverna a intervalos regulares. El fulgor verde amarillento que producía era idéntico al de las extrañas lámparas que portaban los sollozantes. A pesar de la fantasmagórica iluminación natural, me alegraba de tener mi antorcha. En muchos sitios, la iluminación que el moho proporcionaba era débil. En otros, allí donde los sacerdotes habían recogido el moho, reinaba la oscuridad.
El túnel giraba y se retorcía pero nunca se bifurcaba, como si lo hubiesen excavado con el único propósito de conducir a los hombres hasta la enorme cámara central en la que desembocaba. Pronto me encontré al borde de esa vasta habitación, en la parte superior de una amplia escalinata que conducía hasta un suelo cubierto de mosaicos destrozados y con señales de haber sido excavados. Unas altísimas paredes rodeaban la sala, con la piedra labrada de tal forma que recordaba a las fachadas de alguna antigua ciudad. Las tallas debieron de haber sido hermosas en su tiempo, pero, ahora el moho oscurecía su magnificencia. Las paredes ascendían durante tres pisos o más, hasta un punto en el que debería haber un techo o una cúpula, pero solo pude ver el cielo nocturno.
Muy por debajo de esa inmensidad de vacío poblado de estrellas, en el centro mismo de la sala, había un grupo de altares que surgían del suelo como si fueran champiñones. Unos cuarenta sollozantes o más se encontraban entre ellos, centrada su atención en su líder y en los dos cadáveres que habían transportado desde la aldea aquella tarde. Habían tumbado a los muertos sobre la espalda, de tal forma que sus rostros inertes contemplaran la noche. Mientras los observaba, el sumo sacerdote colocó una máscara de porcelana sobre cada uno de esos rostros comidos por la enfermedad y comenzó a salmodiar.
Unas voces poco acostumbradas a hablar se unieron a la plegaria, hasta que la cámara se llenó de un espantoso alarido, parecido a los gritos proferidos por los ahogados desde el fondo de un lago. Dejé caer la antorcha y me tapé los oídos con la esperanza de bloquear el sonido. Pero seguía oyendo la plegaria de los sollozantes, que se grabó en mi memoria de forma tan indeleble como la visión de aquellos dos aldeanos muertos, que se levantaban y añadían sus voces al coro.
—Nunca estuvieron muertos —susurré, mientras mi mente luchaba por mantener la cordura—. Solo se encontraban en estado catatónico o hipnotizados.
No tuve tiempo de decidir cuál de las dos opciones era la correcta, pues en ese mismo momento una mano enguantada me aferró el hombro derecho y me empujó, de cara, contra la pared. Me agarraron con fuerza, aunque, de alguna forma, también con una repugnante blandura, como si la carne cediera demasiado cuando me revolvía contra ella. Logré liberarme y me giré contra mi atacante. El sacerdote enmascarado se inclinó sobre mí, con los ojos cuajados de lágrimas.
Le di un puñetazo, posiblemente lo peor que podía haber hecho en ese momento. El repentino esfuerzo hizo que se me volviese a abrir la herida, mientras el golpe partía la máscara de porcelana que llevaba el sacerdote. Pero la careta no llegó a caer. Quedó colgada a la altura del pecho, suspendida de unas hebras de color claro que la unían a lo que quedaba de lo que una vez fue un rostro humano.
Retrocediendo a trompicones logré, de alguna forma, desenfundar mi revólver y disparar tres veces. Las balas penetraron en su cuerpo. De cada impacto surgieron unas manchas que comenzaron a esparcirse, pero aunque las balas habían impactado en zonas vitales a pesar de haber disparado con tanto apresuramiento, no parecieron causarle ningún daño grave. Era como si, bajo esa túnica, todo su cuerpo estuviese compuesto de gelatina.
Mi herida me había hecho caer al suelo, y en la caída perdí el revólver. Apoyándome de espaldas en la pared, traté de ponerme en pie, pero fue inútil. Solo pude contemplar, horrorizado, cómo el sacerdote volvía a colocarse la máscara en su sitio, con un húmedo sonido, y luego avanzaba hacia mí con ese paso lento y mecánico.
Se irguió sobre mí, inclinando la cabeza de tal forma que el líquido que supuraba su rostro putrefacto se agolpó bajo sus ojos como si fueran lágrimas. Supe entonces cómo se extendía la plaga de aldea en aldea, y supe también que no iba a permitirle que me infectara. Tanteé el suelo a mi alrededor en busca de cualquier cosa que pudiese utilizar como arma. Mis dedos se cerraron alrededor de la antorcha abandonada.
El golpe que le propiné fue muy débil, apenas suficiente como para hacerle retroceder un paso. Pero la antorcha moribunda logró aquello que ni mi brazo ni mi revólver pudieron conseguir. La llama prendió sus blancos ropajes y lo envolvió como si su carne putrefacta fuera aceite. Solo gritó una vez, con esa voz espantosa y húmeda, propia de un ahogado, y se derrumbó, convertido en un bulto aún en llamas.
Mi victoria fue muy corta. Desde el interior del templo me llegaron ruidos de movimiento, la lenta y tranquila aproximación de los cincuenta sollozantes, o más, que se encontraban allí reunidos. Pensé en escapar retrocediendo por el túnel. Pero aunque mi herida no me hubiese impedido llevar a la acción tan desesperado plan, la conmoción que reverberaba a través del corredor de piedra eliminó cualquier esperanza de retirada. Me habían cogido. Me sequé los dedos manchados de sangre en la chaqueta y recogí mi revólver, dispuesto a luchar hasta el final.
Fue una suerte el que careciera de la fuerza suficiente para apretar el gatillo cuando las primeras figuras se abalanzaron sobre mí desde el túnel. No eran más sacerdotes los que llegaban desde la entrada de la caverna, sino un pequeño grupo de ghurkas comandado por mi ordenanza, mi amigo, Murray.
Los ghurkas llevaban sus propias antorchas, e incluso una o dos linternas de aceite. Una vez supieron lo que debían hacer, los chicos acabaron pronto con los sacerdotes. Mientras Murray me curaba el hombro, vimos cómo el humo de los cuerpos en llamas se elevaba hacia el cielo nocturno a través del techo abierto de la cámara. Después de eso, abandonamos la caverna en silencio.
Más tarde Murray me explicó que, efectivamente, se había marchado de la aldea, aunque solo después de oír cómo uno de los cabreros contaba que, el día anterior, había visto una pequeña fuerza expedicionaria británica. Dado el humor en el que se encontraban los nativos y los problemas originados con los sacerdotes enmascarados, Murray sabía que debíamos marcharnos lo antes posible. No podía dejar pasar semejante oportunidad de conseguirnos ayuda, pues no estaba demasiado seguro de que yo pudiera realizar por mis propios medios el largo viaje de vuelta a Kandahar. El anciano de la aldea me habría explicado dónde había ido Murray, de no haberse visto afectado por la enfermedad.
¿Y la medalla de plata que había provocado mi estúpido asalto al templo de los sollozantes? Murray se la había dejado a uno de los enfermos antes de ir a buscar a nuestra patrulla. El sacerdote debió de quitársela al infortunado antes de que prepararan su cadáver para el funeral.
Se me había pasado por alto la explicación más sencilla de cómo había llegado la medalla a manos del sacerdote; algo apenas sorprendente. Incluso ahora, después de todas las lecciones que he recibido en el campo del razonamiento deductivo de manos del único maestro de verdad en esa ciencia, no puedo pretender, en confianza, que, dada una evidencia semejante, no llegase a la misma errónea conclusión, o puede que a otra diferente, pero igualmente equivocada. Y aun así, sigo confiando en la lógica. A través de ella puedo explicar a los sacerdotes enmascarados como víctimas de una variedad extraña de lepra, tan dañina para la mente como para el cuerpo. Los ritos que observé en acción no resucitaban a los muertos, simplemente sacaban a los enfermos de un estado de catatonia, uno muy parecido a la parálisis del sueño que yo mismo experimenté la noche en que, por primera vez, vi a los sacerdotes. Son explicaciones que el propio Holmes hubiera aprobado. Y si no consigo imaginarme qué explicación le habría dado a lo que vi a través del techo del templo, se debe a que carezco de su talento para la deducción.
Ahora más que nunca me pregunto cómo lo habría explicado: un techo que se abría a un cielo nocturno despejado, cuando en el exterior de la caverna todo lo que se podía observar eran nubes. Bien podría la escena estar pintada en el techo, pero fui testigo de cómo el humo procedente de los sacerdotes en llamas ascendía y salía de la cámara, y no se quedaba en el techo; cosa que hubiera ocurrido, sin lugar a dudas, si el cielo no fuera más que decoración. O puede que el paisaje sin nubes que contemplaban los visitantes de la cámara fuera el resultado de algún extraño fenómeno meteorológico, como el ojo de un huracán, solo que sin tormenta. Casi puedo llegar a creerme esas explicaciones. Lo que no puedo llegar a describir es lo que vi moviéndose contra ese cielo estrellado: un... ser mastodóntico, todo él extremidades sin hueso y culebreante oscuridad, con una faz más espantosa que los rostros putrefactos de sus sacerdotes. Mientras caía el último de los sollozantes, yo yacía en el frío suelo de piedra de la entrada de la cámara, mirando al cielo, de forma muy parecida a como lo hicieron los iniciados desde los altares. Vi esa cosa salir de Aldebarán y girar hacia la constelación de Tauro. Y, en ese mismo momento, supe que también me miraba a mí.
Los sacerdotes lo llamaban «el Innombrable», «Aquel a quien no se debe mencionar». Al menos, así es como tradujeron los estudiosos del Museo Británico los fragmentos de la plegaria que pude pronunciar. Una vez más, Murray tenía razón: resulta útil conocer algo de la lengua del enemigo. Pero un poco es más que suficiente. Aunque recordase el encantamiento al completo, no tengo ningún deseo de que mi boca logre pronunciar las demás blasfemias, incluso si con eso ayudase a los estudiosos a recuperar un idioma que ya era viejo cuando los faraones gobernaban en Egipto.
¿Qué nombre le habría dado Holmes a la bestia? Ahora nunca lo sabré, y sospecho que es mejor así. Tuve oportunidades más que de sobra para hablarle de esa cosa sobre el cielo nocturno, para hacerle entender que no fueron mis experiencias en Maiwand ni las fiebres que contraje en el hospital de Peshawar tras escapar de los sollozantes lo que me obligó a regresar a Inglaterra. Así que, ¿por qué no lo hice?
La respuesta a esa pregunta es muy sencilla, incluso para mis escasos poderes de deducción: elemental, querido Watson. No quieres acabar como Murray.
Seguramente, él habría podido salir con bien de todo eso si no me hubiese pedido que confirmara lo que también había visto esa noche. Mientras hubiera podido seguirse diciendo que no había sido más que una alucinación, igual que la aullante herida que vi en el ghazi que él había matado mientras escapábamos del campo de batalla, habría sido capaz de sobrellevarlo. Entonces habría sido capaz de rechazarlo, o de ignorarlo, y así mantener intacta la visión demasiado rígida que tenía del mundo. Pero desde el momento en que le confirmé sus miedos estuvo acabado. Y cuando el sacerdote católico de Peshawar no pudo explicar esa imposible experiencia mediante las enseñanzas de la Iglesia, Murray fue a la parte más aislada del hospital, como si quisiera molestar a la menor cantidad de gente posible, y se descerrajó un tiro en el corazón.
Sí, esa es la razón por la que nunca compartí mi historia con Sherlock Holmes. Una vez le hubiese descrito los espantosos sucesos, él se habría apoyado en el respaldo de su silla, habría unido sus dedos y habría resuelto el misterio. O puede que existan cosas que la lógica no puede llegar a conquistar. Holmes conoce la verdad o la falsedad de esa afirmación, ahora que dio aquel salto fatal en las cataratas Reichenbach. La razón me dice que su muerte me proporciona la respuesta: la cosa de las cuevas afganas permanece, mientras que Holmes se ha ido, llevándose con él toda esperanza. Pero, una vez más, puede que haya llegado a la conclusión equivocada. Ya me he equivocado antes. En este caso, cuento con ello.