La aventura del priorato de Exham F. Gwynplaine McIntyre

Mi amigo Sherlock Holmes nunca volvió a ser el mismo después de su regreso de entre los muertos. Me refiero, por supuesto, a esa larga interrupción de su carrera como detective durante la que se lo consideró muerto al haber desaparecido tras caer por las cataratas Reichenbach: una ilusión que mantuvo durante tres años, hasta el instante en el que se quitó el disfraz en mi estudio de Kensington.

Pero el hombre que regresó había cambiado. Antes de su aparente muerte, Holmes había sufrido de ataques ocasionales de melancolía. Tras su vuelta, lo encontré cada vez más saturnino y amargado: sus períodos de buen humor eran cada vez más breves y menos frecuentes. Ahora, cuando Sherlock Holmes tocaba su violín ya no interpretaba valses y barcarolas, sino que mostraba una nueva preferencia por las piezas más oscuras de Beethoven y Wagner.

Una tarde de abril de 1901 tuve que quedarme en mi consulta de Harley Street debido a un caso urgente. En consecuencia, no regresé a nuestros alojamientos en Baker Street hasta bien pasada la puesta de sol. Encontré a Sherlock Holmes vestido con su vieja chaqueta de esmoquin y sentado junto a la mesita auxiliar con una expresión de fatalidad en el rostro mientras sostenía entre sus largos dedos un objeto de forma extraña.

—Hola, Watson —me saludó mi amigo, y me hizo señas para que me sentara frente a él—. Veo que ha estado drenando la infección de mandíbula de un paciente.

—Dos infecciones —dije, atónito—. Pero, ¿cómo...?

—No importa, Watson. Mire, ¿qué opina de esto? —Cuando me senté, Holmes me puso el extraño objeto en las manos.

Se trataba de una piedra tallada, de apenas unas nueve pulgadas de longitud, de un mineral negro que se parecía al basalto. Estaba muy pulido y tenía unas curvas pronunciadas (cóncavo por un lado, convexo por el otro), pero parecía tan tremendamente erosionado que hacía pensar que era realmente antiguo. Tenía un extremo roto y mellado.

—Parece un fragmento del borde de un cuenco o un plato de gran tamaño —sugerí.

—Exacto, Watson. Observe que la curvatura del borde es uniforme: formaba parte de un objeto circular, no de uno elíptico. He medido el arco del fragmento y he llegado a la conclusión de que formó parte una vez de un plato de unos trece pies de diámetro. Y está profundamente erosionado, pero el borde roto permanece muy afilado y la superficie mellada del borde está todavía oscura y satinada, por lo que el objeto original es antiguo, pero este fragmento se ha roto hace poco. ¿Qué más ve?

Acerqué más el fragmento a la lámpara eléctrica. La superficie convexa de la piedra negra tenía inscritos extraños jeroglíficos y runas. Sentí una repentina repulsión cuando vi que la parte cóncava del cuenco estaba cubierta de una capa de color rojo oscuro que parecía ser sangre coagulada.

—Holmes —le dije—, ¿de dónde ha sacado esto?

—Me ha llegado con el correo de la mañana —contestó tranquilamente—. El paquete llevaba matasellos de Anchester, que he identificado como un pueblo de la frontera galesa. Lo acompañaba una carta de lo más intrigante, en la que se decía... Un momento, llaman a la puerta.

Nuestra casera había llegado con un visitante: un hombre de estatura por encima de la media, demacrado y profundamente desaliñado. Su pelo era de un blanco ceniciento, tenía el rostro macilento. Sus ropas estaban bien confeccionadas y las llevaba inmaculadas, pero le colgaban como si lo que había debajo fuera un espantapájaros.

El rostro del visitante era sorprendente. Parecía sufrir algún tipo de deformidad congénita en un grado con el que nunca me había encontrado en mis estudios de medicina. Su cráneo era extremadamente estrecho, tenía una frente plana, unos ojos achinados y acuosos de color verde y una nariz achatada. Por encima del cuello de su camisa había varias filas de extrañas y profundas ranuras alineadas en ambos lados del cuello. Se le estaban pelando el rostro y las manos, como si sufriera una extraña enfermedad cutánea, y los dedos eran extraordinariamente cortos en proporción con las manos.

—He venido a Londres en cuanto he podido, a pesar del transbordo —dijo en un jadeante susurro sin aliento que me recordó a un pez fuera del agua. El visitante hablaba con una voz educada que no delataba acento alguno—. Y luego el caballo del carruaje perdió una herradura en Great Portland Street, así que tuve que bajarme y correr el resto del camino. ¿Cuál de ustedes es Sherlock Holmes?

—Yo tengo ese honor, caballero —contestó mi amigo—. Y es evidente que usted es Jephson Norrys. Su familia procede de Cornualles, pero usted vive en las marcas galesas. Es usted un hombre de cierta riqueza, pero en los últimos meses ha estado profundamente alterado.

El recién llegado ya era pálido de por sí, pero ahora se puso ceniciento.

—¡Magia negra! —exclamó—. Ha leído mi carta, pero, ¿cómo ha sabido...?

—Simple deducción —contestó Sherlock Holmes, y señaló la chaqueta de nuestro visitante—. La leontina de su reloj tiene una insignia de marfil con la forma de una cruz negra sobre campo de plata: la bandera de Cornualles. Pero el marfil está amarillento por la edad, lo que indica que recibió la insignia como herencia..., probablemente de su padre, pero, sin duda alguna, de un antepasado de Cornualles. Si hubiese venido a Londres desde allí, su viaje en tren hubiese terminado en el andén de Great Western, en la estación de Paddington, pero ha mencionado Great Portland Street, que se encuentra justo en la dirección opuesta. La estación de ferrocarril más cercana que se encuentra en ese vecindario es Euston, y la ruta más corta desde Euston a Baker Street, junto con la que pasa por Marylebone Road, atraviesa Great Portland Street. Casi no he tenido que consultar mi Guía de ferrocarriles de Bradshaw para saber que la mayoría de las líneas férreas que llegan a la estación de Euston Street tiene su origen en Birmingham. Y además ha mencionado usted un transbordo, por lo que su viaje debió comenzar antes de Birmingham: tal vez tan al este como Shrewsbury, en la frontera galesa. Pero si hubiese viajado desde Gales hasta aquí, habría necesitado dos transbordos... y solo ha mencionado uno. ¡En fin! Al este de Shrewsbury y al oeste de Birmingham: eso elimina todo el territorio excepto las marcas galesas. Acabo de recibir una carta urgente de un tal Jephson Norrys, de Anchester, y, evidentemente, ese es usted.

—Y en cuanto al resto —sugerí yo a Norrys—, su camisa y su traje son caros y nuevos, confeccionados para un hombre de su misma estatura, pero más corpulento, pues le están demasiado anchos. Evidentemente, ha perdido usted bastante peso en las últimas semanas, seguramente debido a los nervios.

Jephson Norrys se enjugó la frente con un pañuelo.

—¡Sí! Es cierto todo lo que ustedes han dicho. Señor Holmes, afirman que es usted el único hombre de toda Inglaterra que puede ayudarme. ¿Aceptará mi caso?

Sherlock Holmes asintió.

—Su carta me fascina. —Se volvió hacia mí y señaló—: Voy a necesitar un buen médico para ciertos asuntos en Anchester. ¿Qué me dice, Watson? ¿Puedo confiar en que suspenda su consulta en Harley Street durante unos días?

Miré a nuestro visitante, y debo confesar que a mi generoso deseo de ayudar a Jephson Norrys se unía una egoísta necesidad de estudiar con más detenimiento sus síntomas médicos.

—Iré gustoso con usted —le respondí.

—Gracias a Dios —exclamó nuestro tembloroso visitante. Y sus ojos acuosos se posaron en el fragmento de oscuro basalto que Holmes había depositado sobre la mesita auxiliar—. Así que ha examinado lo que le envié —señaló Norrys, refiriéndose a la piedra negra—. Señor Holmes, supongo que no ha visto usted nunca un objeto semejante.

—Al contrario —afirmó Sherlock Holmes. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un objeto hexagonal de apenas unas seis pulgadas de ancho, que colocó en la mesita auxiliar junto al fragmento antiguo.

Se trataba de algún tipo de plato tallado en basalto negro y erosionado por el tiempo. Pude ver a lo largo del borde exterior del plato hexagonal unas series extrañas de jeroglíficos y runas en alguna escritura desconocida. La superficie interior del plato estaba manchada y cubierta de lo que parecía ser sangre coagulada.

—¿Dónde ha conseguido esto, Holmes? —le pregunté.

—Este plato ensangrentado lleva diez años en mi posesión —contestó mi amigo Sherlock Holmes—. Puede que haya llegado el momento, Watson, de contarle el encuentro que tuve con el espanto de Reichenbach.

Las horas siguientes estuvieron llenas de actividad. Le envié un telegrama a uno de mis colegas de Harley Street para pedirle que se hiciera cargo de mis pacientes hasta mi vuelta.

—Sería bueno que fuésemos armados, Watson —me dijo Holmes mientras metía sus cosas en un maletín de viaje. Cogí mi revólver Webley Bulldog y algunos cartuchos de cordita calibre 6,25 que se acababan de inventar, mientras la casera llamaba una calesa para que nos llevara a la estación de Euston Street. Holmes, Norrys y yo cogimos el último tren a Birmingham y reservamos un vagón de primera clase para nosotros solos.

Jephson Norrys mostraba síntomas de un profundo agotamiento, así que le di una pastilla para dormir. Antes de tragársela, Norrys le puso a mi amigo en las manos un diario que tenía las hojas sueltas.

—Léalo, por favor. Le explicará muchas cosas —le dijo Norrys con esa voz jadeante tan particular. Cuando por fin se durmió profundamente en un rincón de nuestro vagón, lo ausculté y me quedé atónito al descubrir que su ritmo cardíaco se encontraba en el límite inferior humano. A un hombre que se hallara en tal estado de agitación y nerviosismo debería latirle el corazón como si fuera una ametralladora, pero el lento pulso de Jephson Norrys indicaba un metabolismo más propio de un anfibio de sangre fría. Pero su respiración era regular, y daba la impresión de que Norrys estaba a salvo por el momento. Mientras dormía, no cesaba de abrir y cerrar la boca en silencio, lo que recordaba a un pez respirando.

Holmes me miró con tristeza.

—Watson, viejo amigo, ¿cuánto hace que nos conocemos?

—Este enero, cuando murió la reina Victoria, hizo veinte años que usted y yo nos estrechamos por primera vez la mano en St. Bart’s —le recordé.

—Y aun así me temo que nunca ha llegado usted a conocerme de verdad. —Holmes sacó de su tabaquera un puro de primera calidad mientras el tren nos transportaba a través de la oscura red de túneles ferroviarios hacia el noroeste de Londres—. Recordará usted, Watson, nuestro encuentro con el vampiro de Sussex. En ese momento señalé que no creía en fantasmas ni en entidades sobrenaturales. Dejé entrever que nunca había creído en ello.

Durante un tiempo bastante largo, Holmes se limitó a encender su puro sin cortar y a reflexionar en silencio.

—¿Qué recuerda usted de mi encuentro en las cataratas Reichenbach?

—Existen dos versiones diferentes —le contesté—. El profesor Moriarty y usted cayeron juntos por el precipicio y murieron. Más tarde, se dijo que solo murió Moriarty, y que usted decidió fingir su propia muerte.

—Y ahora debo explicarle una tercera versión —afirmó Holmes mientras nuestro expreso atravesaba Watford sin detenerse—. Ni Moriarty ni yo caímos por las cataratas. Al borde de las mismas, Moriarty enarboló un arma y me obligó a dirigirme hacia una senda cercana. A punta de pistola, hizo que fuera colina abajo hasta llegar a la cascada inferior del salto de agua. Allí nos encontramos con un muro de granito sólido al que unas enredaderas que habían crecido en exceso cubrían como si se tratase de una cortina. Moriarty me obligó a avanzar, y descubrí que ese sólido muro eran en realidad dos paredes de roca independientes con un estrecho pasaje entre ellas, oculto por una capa de enredaderas. Todavía a punta de pistola, crucé entre las enredaderas y entré en una caverna... totalmente a oscuras excepto por el extraño resplandor que producían los líquenes fosforescentes que había en sus muros. Moriarty me pisaba los talones. Estaba claro que él conocía de antemano la existencia de ese lugar y que me había llevado hasta allí con algún propósito maligno.

Sherlock Holmes me ofreció su caja de puros. Acepté uno y saqué mi cortapuros mientras él continuaba con su narración.

—Dentro de la caverna nos esperaban tres figuras encapuchadas vestidas con túnica. Moriarty les habló en una lengua que me era desconocida, aunque me recordó un poco al antiguo caldeo. Moriarty me señaló y, gracias a su gesto y a su entonación, logré averiguar, en líneas generales, lo que decía: «este es el hombre que acepté traeros».

»Pero, de pronto, en esa semipenumbra, uno de los encapuchados extendió sus brazos inhumanamente largos y le quitó a Moriarty su revólver, mientras otra de las figuras le inmovilizaba los brazos a mi enemigo. Oí cómo Moriarty gritaba en inglés: “¡no! ¡Yo no! ¡Vuestro amo me prometió que me liberaría si le entregaba a este hombre!”.

»Algo me golpeó. Me desperté en la oscuridad con un palpitante dolor de cabeza, tumbado boca arriba sobre la fría piedra. Algo que no podía ver me estaba palpando el rostro: unos extraños tentáculos presionaban sobre mis facciones y supuraban algo que se me metía en los ojos y la boca. Watson, olí algo que era pura obscenidad. Cerca, en la oscuridad, unas extrañas voces chirriantes me taladraron los oídos con sus agudos gritos: “¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!”. Bajo esos ruidos oí los quejumbrosos gemidos de una voz humana: la voz de Moriarty. ¿He dicho una voz humana? Watson, lo que oí en aquella oscura caverna me convenció de que Moriarty había perdido totalmente el juicio y que ya no seguía siendo humano. Como contrapunto a sus angustiados gemidos, y por debajo de ellos, oí un ruido húmedo y rápido, parecido al que producirían varias decenas de lenguas que lamiesen algún líquido desconocido.

Me estremecí, y casi me quemé al intentar encender el puro.

—¡Cielo santo, Holmes!

—El cielo carecía de toda embajada en aquel sombrío lugar, Watson. Tuve el sentido común de permanecer tumbado en el suelo, con la esperanza de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. No lo hicieron. Pero, poco a poco, la procesión de tentáculos sobre mi cara fue haciéndose cada vez menos y menos frecuente, mientras que los sonidos de lenguas que lamían fueron aumentando de una forma espantosa. Había algo que cada vez me prestaba menos atención para concentrarse en los que consumían ese líquido desconocido. Los dedos de mi mano derecha tocaron algo en la oscuridad: un objeto frío y duro, con esquinas aguzadas. Podía agarrarlo con facilidad, pero era lo suficientemente pesado como para utilizarlo como arma.

»Esos impíos tentáculos habían dejado de explorar, y ahora todas las manos, mejor dicho, todas las lenguas, parecían haber centrado su atención en el líquido. Moriarty se había quedado en silencio. Lentamente, con mucho cuidado, me introduje ese pesado objeto en el bolsillo y me deslicé hacia la luz, el único débil resplandor que existía en aquella profunda oscuridad. Dejé los chirriantes gritos a mis espaldas y entré en otra cámara de la caverna, también repleta de esos hongos luminosos. Miré hacia atrás un instante y, recortada contra ese fantasmagórico fulgor de los hongos, vislumbré una inmensa y sombría silueta que poseía una extraña cabeza en forma de estrella. Desvié rápidamente la vista y no me atreví a volver a mirar. En cuanto vi lo suficiente como para atreverme a ponerme en pie, corrí colina arriba sin perder de vista las paredes de la caverna, y pronto llegué a la conocida cortina de enredaderas y el mundo exterior. Ya había caído la noche cuando salí de allí, pero al menos contaba con la luz de la luna llena. Watson, créame cuando le digo que huí del lugar lo más rápido que pude.

Holmes se sacó del bolsillo el plato hexagonal.

—Este es el objeto que encontré en la cueva que había bajo las cataratas Reichenbach. En cuanto pude, traté el plato con ácido carbólico para desinfectarlo y quitarle el mal olor. Pero nunca he limpiado las manchas, pues pretendo analizarlas. Las han examinado nueve químicos diferentes, y todos ellos han jurado mantener el secreto.

—¿Es sangre, Holmes? —le pregunté—. ¿Sangre humana?

—Hay una capa de sangre humana, sí. Pero hay una segunda mancha..., una capa de sangre coagulada procedente de una especie desconocida. Tiene algunos rasgos en común con la sangre humana, pero se parece más a los grupos sanguíneos propios de los vertebrados acuáticos. Esa sangre es, a la vez, de un hombre y de un pez.

Volví a estremecerme y miré cómo dormía Jephson Norrys. Su boca se abría y se cerraba sin emitir sonido alguno.

—Watson, échele un vistazo a esto. —Sherlock Holmes me tendió un folio doblado—. Esta es la carta que me envió nuestro amigo Norrys. Usted está tan metido en esto como yo, así que debería leerla.

Para ser breves, no voy a transcribir el texto completo de la carta. Baste con decir que Norrys era el propietario del priorato de Exham, un edificio medieval que se encontraba en Anchester. Durante los últimos meses se habían producido unos curiosos incidentes en el priorato, que se unían a unos cambios especiales en su estado de salud.

Holmes estaba examinando el cuaderno de hojas sueltas que le había entregado Norrys. Reconocí en su cubierta el emblema real del aniversario de diamante de su difunta Majestad la reina Victoria, acaecido cuatro años atrás.

—Sea lo que sea nuestro amigo Norrys, es evidentemente un patriota inglés — comentó Holmes—. ¿Ve usted, Watson? Esta agenda es uno de los innumerables objetos, la mayoría de los cuales no eran más que baratijas, que los codiciosos comerciantes de recuerdos ofrecieron a la población británica en 1897 como recuerdo del jubileo. Mire aquí. —Sherlock Holmes sacó de un bolsillo interior de la tapa de la agenda un cuadrado de pasta pintado a mano. En él había dos fotografías, una al lado de la otra, como si se tratara de un stereopticon. La primera de las imágenes mostraba a la reina Victoria en su juventud, con el príncipe Alberto y algunos de sus reales hijos. La segunda de las imágenes mostraba a nuestra difunta reina tal y como era en el año 1897, vestida con sus ropas de viuda y la corona del Imperio.

—Observe, Watson —dijo mi amigo—. Este portarretratos de pasta de Su Majestad se incluyó en la agenda durante su fabricación para justificarla como recuerdo del jubileo. La pasta está rota y mellada, pero sigue guardado en su lugar original. Está claro que Jephson Norrys ha sacado muchas veces el portarretratos para contemplar a su reina y luego lo ha vuelto a guardar en su sitio, a pesar de lo deteriorado que se encuentra. El cuero de la tapa de la agenda está cuarteado y manchado, pero el emblema del jubileo real está como nuevo: lo han pulido y limpiado con mucho cariño, a pesar de que no posee valor económico alguno. Pase lo que pase, este Norrys es un leal súbdito de la Corona. ¡Hmm! Veamos qué es lo que quería que encontrásemos en estas páginas.

Holmes empezó a leer las hojas sueltas de la agenda que Norrys le había prestado y, cuando acababa con cada una de ellas, me las pasaba a mí. Habían pegado una fotografía de estaño, con fecha del mes del jubileo de 1897, en la primera página de la agenda. El retrato mostraba a un hombre apuesto, de ojos claros, vestido con una chaqueta Norfolk, y sentí cómo un escalofrío me recorría la espalda cuando me di cuenta de que se trataba de Jephson Norrys. Eché un vistazo a la hinchada deformidad que se encontraba en la esquina de nuestro vagón; ahora apenas parecía humano. ¿Cómo podía un hombre haber degenerado tanto en tan breve espacio de tiempo?

Todas las hojas habían sido escritas por la misma persona, que supuse que sería Norrys... Pero, a medida que iba viendo la secuencia en la que habían sido escritas, la letra iba transformándose desde una clara cursiva de escolar hasta unos torpes garabatos. Me llevó la mayor parte de nuestro viaje en ferrocarril el analizar el conjunto. Resumiendo, Norrys había sido un respetable hombre de Cornualles procedente de una buena familia y con una buena posición económica, hasta que su tío Habakuk Norrys lo llamó para que acudiera a Anchester para ayudarlo en la administración del priorato de Exham. El decimoprimer barón de Exham había abandonado sus tierras durante la época de los Estuardo y se había marchado a la colonia de Virginia sin dar explicación alguna; el priorato había sido propiedad de la Corona desde entonces, hasta que el mayor de los Norrys lo adquirió en 1894. El priorato no tenía instalación eléctrica, ni siquiera de gas, y Habakuk Norrys había comenzado la ardua pero necesaria labor de renovación..., hasta que contrajo una curiosa enfermedad que parecía irlo deformando de forma progresiva. Ahora Jephson había contraído la misma enfermedad, y empeoraba a ojos vista.

Cogí la carta que le había enviado a Holmes y volví a leer su último párrafo. Unos cuantos días atrás, Jephson Norrys había descendido, con una lámpara de parafina y una linterna eléctrica, al sótano del priorato de Exham para descubrir la fuente de unos «ruidos sobrenaturales» (como él los describió) que había oído por la noche: los rápidos pasos de unos pies con garras y unos extraños cánticos, como los salmodiados por unos acólitos obscenos. La cámara estaba oscura incluso a plena luz del día. Durante el descenso, Norrys resbaló en la escalera de piedra; se le apagaron la lámpara y la linterna y cayó de cabeza por las escaleras. En la oscuridad (escribió Norrys), la mano que tenía estirada tocó algo tan frío como la piedra, húmedo y de forma circular. Se le rompió un fragmento en la mano. Sin luz, subió las escaleras tan rápido como le permitió su deformidad y corrió hacia uno de los edificios exteriores que se encontraban en el patio del priorato. Intentó que los habitantes del pueblo más cercano lo ayudaran; lo echaron de allí, y la policía local se negó a entrar en el priorato. El magistrado del distrito decidió no tomar acción alguna.

El testimonio de Jephson Norrys acababa con una letra enloquecida apenas legible: «Había creído que esos sonidos nocturnos serían ratas en las paredes; ahora sé que se trata de algo mucho peor. Los susurros del sótano parecían humanos al principio; temí que se tratara de ladrones, o vagabundos, o contrabandistas evadidos de las prisiones galesas. Pero he visto el plato cubierto de sangre, y ahora lo sé: los que estaban en el sótano del priorato no tienen derecho alguno a considerarse humanos...».

—¡Vamos, Watson! —exclamó Sherlock Holmes con brusquedad—. Hemos llegado a Birmingham y debemos cambiar de tren para ir a Anchester. Iré a recoger nuestro equipaje mientras usted trata de despertar a nuestro compañero.

Ya había pasado la medianoche cuando llegamos a una oscura estación de ferrocarril en el noroeste de Shropshire. Había un único brougham en la parada de carruajes, y a pesar de la aviesa mirada que le dirigió el cochero a Norrys, Holmes lo convenció de que nos llevara hasta Anchester. Mientras el cochero tomaba las riendas, Holmes le devolvió el diario a Norrys, quien terminó de contar su historia.

—Mi agonía empeora progresivamente, caballeros. Cada mañana me despierto para encontrarme ligeramente menos humano. Por la noche, mis desesperados intentos por dormir se ven plagados de sueños espantosos: pesadillas en las que oigo voces oscuras que me susurran promesas obscenas. —Norrys temblaba y tenía los ojos llenos de lágrimas—. La policía no va a ayudarme; los telegramas que envié al Ministerio del Interior no obtuvieron respuesta alguna. Señor Holmes, doctor Watson: ustedes dos son mi última esperanza.

—¿Qué espera conseguir? —le pregunté lo más amablemente que pude—. Bien puede suceder que su condición médica sea irreversible, y...

—Quiero que desaparezcan las voces de la oscuridad —dijo Norrys con voz trémula—. Las voces... ¡y el ruido que hacen las ratas en las paredes! —Se llevó las manos a los oídos, aunque sus orejas se habían reducido hasta convertirse en meros restos vestigiales en su piel escamosa—. Mi vida ya no significa nada. Llevo tres días lejos del priorato... ¡y sigo oyendo las voces susurrantes y los ruidos que hacen las ratas en las paredes!

Nuestro coche se detuvo de forma abrupta y el cochero nos informó de que «no iba a acercarse más a ese priorato». Le pagamos y nos bajamos en un camino rural de Shropshire flanqueado por altos arbustos de aulagas amarillas. Frente a nosotros se cernía una torre oscura que se recortaba de forma extraña a la luz de la luna, y Norrys nos aseguró que se trataba de nuestro destino. Holmes encendió su linterna y yo le quité el seguro a mi revólver.

Jephson Norrys tuvo dificultades para seguir nuestro ritmo: caminaba a trompicones, como si sus piernas estuviesen decididas a fundirse la una con la otra y él tuviese que separarlas a la fuerza a cada paso que daba.

El priorato era una ruina cubierta de musgo que se alzaba al borde de un precipicio de caliza. La hierba que rodeaba el edificio estaba amarillenta y cubierta de plagas, y de los animales nocturnos tan comunes en la campiña de la región salupiana (murciélagos, búhos, ratones de campo) no había ni rastro. Vi algunas lápidas rotas en el extremo más alejado del patio. Norrys sacó un antiguo anillo de bronce del que pendían varias llaves de iglesia, que utilizó para abrir la puerta exterior, luego la puerta interior y, por último, la que conducía al propio priorato.

Nos invadió un olor extraño. Holmes me indicó por señas que tuviera lista mi arma y encabezó la marcha a través del recibidor hasta una puerta que estaba entreabierta. Allí nos detuvimos junto a unas ruinosas escaleras de caliza que descendían hacia las profundidades, y en las que se encontraban las celdas del priorato. Le dije amablemente a Norrys:

—Tal vez debería usted esperarnos aquí...

Jephson Norrys negó amargamente con la cabeza y apretó los pocos dientes que le quedaban.

—Me quedaré hasta el final, doctor.

Comenzamos el descenso. Sentí una enloquecedora certeza de que no estábamos solos. A nuestro alrededor, en la oscuridad, se oían ruidos ahogados, como si hubiese diminutas criaturas invisibles que se escabullían. Me dio la impresión de que unas voces me susurraban y trataban de entrar en mi mente. Las voces me abordaban y afirmaban ser moradores de diferentes siglos y lugares. Solo pude entender algunas. Una voz que hablaba en francés se me presentó como Montagny, uno de los cortesanos de Luis XIII. Otra, que hablaba en un barroco dialecto del inglés, afirmó ser la mente sin cuerpo de James Woodville, un mercader de la época de Cromwell. Mis conocimientos de latín eran lo suficientemente buenos como para percibir otra voz, que pretendía ser la mente de Tito Sempronio, quaestor palatii del Imperio romano. Todas estas voces, y otras más, pretendían que yo les prestara atención.

—¿Lo oye, Watson? —La voz de mi amigo Sherlock Holmes estaba teñida de asombro—. ¡Un parlamento de mentes! Parece que aquí se encuentran muchas inteligencias: una cosecha de intelectos reunidos durante varios milenios. He reconocido la lengua de una de las voces como chino predinástico, y otra de ellas utilizaba un dialecto griego. Como si fueran sombras fuera de tiempo que se hubiesen proyectado entre nosotros. ¡En verdad le digo, Watson, que todo esto es sorprendente!

—¿Cómo es posible, Holmes? —le pregunté mientras descendíamos las escaleras.

—Puede que, de alguna forma, estas voces hayan trascendido el tiempo. Watson, ¿Ha leído usted las obras de Henri Bergson, o las de Loubachevskii? Proponen la existencia de una cuarta dimensión del espacio que permitiría la comunicación instantánea entre lugares separados por grandes distancias o por una gran cantidad de tiempo. Me pregunto si...

—Siempre habló usted demasiado, Holmes —dijo una voz rasposa, a mayor volumen y más cercana que las demás.

A la pálida luz de la lámpara eléctrica de Holmes pude ver a un hombre extraño. Era tremendamente alto y delgado, tenía unos hombros redondos, una amplia frente despejada y un rostro protuberante en el que destacaban dos ojos profundamente hundidos. Del mismo modo que el aspecto de Jephson Norrys tenía algo de pez, el de este hombre tenía mucho de reptil. Se erguía en medio de la escalera de caliza, por debajo de donde nos encontrábamos nosotros, y miraba a Holmes con malevolencia.

—Doctor Watson, tengo el honor de presentarse al profesor Moriarty —dijo mi amigo Sherlock Holmes—. Aunque tenía entendido que Moriarty había abandonado hacía mucho este mundo terrenal y que había cambiado su dirección por la del reino de los muertos.

—Un simple inconveniente temporal, señor Holmes, se lo aseguro —contestó Moriarty. De la oscuridad que se encontraba a sus espaldas se elevó un cántico proferido al unísono por multitud de gargantas invisibles:

¡Tekeli-li, tekeli-li!

¡Tch’kaa, t’cnela ngöi!

Tekeli-li, teka’ngai

Haclic, vnikhla elöi...

Levanté mi revólver, pero Holmes me puso la mano en el brazo y me detuvo.

—Tranquilo, Watson. El profesor Moriarty ya ha muerto una vez..., o tal vez dos, si los rumores que oí en Kowloon son fiables. —Le hizo un gesto a Jephson Norrys para que se acercara más y dijo—: ¡Vamos, Moriarty! ¿Qué impío interés tiene en este hombre?

—Ninguno —respondió Moriarty—. Norrys es solo el propietario del lugar. Es el priorato lo que buscamos. De todos los lugares de la Tierra, el sótano de este priorato es el que mejor se ajusta a nuestras necesidades. Por supuesto, me refiero a las mías y a las de los dioses antiguos.

Detrás de Moriarty, el cántico creció en intensidad.

—Hace mucho que sospecho, Moriarty, que soy yo su auténtica presa —comentó Sherlock Holmes—. El desafortunado Norrys no es más que un cebo. Ahora que estoy aquí, ¿liberará a Jephson Norrys y le devolverá su condición humana?

Moriarty abrió sus manos de dedos largos como las patas de una araña, con las palmas hacia arriba.

—Se equivoca conmigo, Holmes. Soy inocente de cualquier crimen cometido contra Norrys. La mancha que observa se encuentra en su sangre. El linaje de los Norrys desciende de forma oblicua de la casa de los de la Poer, herederos ancestrales de este edificio... y de su maldición. Al regresar a estos terrenos, primero Hbakuk Norrys y luego su sobrino Jephson, despertaron la mancha de su sangre ancestral que llevaba mucho tiempo dormida.

—¡Tekeli-li! —dijeron las voces, como si se mostraran de acuerdo con Moriarty.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Holmes.

—Eso está mejor —contestó Moriarty, frotándose las delgadas manos—. Se unirá a mí, Holmes, en un largo viaje... de un solo sentido, sin billete de vuelta. Un viaje a Yith.

—¿Así que ese es su hogar? —preguntó Jephson Norrys.

Moriarty agitó una mano despectivamente.

—Yith es el hogar de los antiguos, a incontables millones de millas de distancia de aquí. Pero cuando las estrellas se encuentran en el punto preciso y las dimensiones del espacio pueden doblegarse a los caprichos de los dioses antiguos, Yith se encuentra a escasas pulgadas del reino de Shropshire dentro de este sótano. —Moriarty nos indicó que nos acercáramos más y señaló la oscuridad que había a sus espaldas, al final de las escaleras—. Por aquí.

En ese momento surgió un peculiar resplandor de color violeta al pie de las escaleras. Comenzó como un sencillo punto de luz que luego, rápidamente, creció y se hinchó hasta convertirse en una esfera luminosa, y de pronto se aplanó y se convirtió en un hexágono de luz violeta que flotaba en el aire. El eje vertical del hexágono creció hasta que tomó forma de sarcófago.

Empezó a soplar un súbito viento en el aire inmóvil del sótano del priorato. Sentí una brisa que bajaba por las escaleras hacia el hexágono de luz y que me atravesaba al hacerlo. El viento me agitó las mangas, la chaqueta y la corbata. De pronto arrancó un trozo de musgo de la pared, cerca de mi codo: vi cómo el musgo giraba en el aire, atrapado dentro de un torbellino, hasta que, repentinamente, se vio atraído de una forma espantosa hacia el interior del aura violácea, donde desapareció. En un paroxismo de terror me di cuenta de que ese curioso hexágono resplandeciente era algún tipo de vórtice..., y que absorbía el aire y la vida de esa catacumba y los conducía hacia algún espantoso lugar.

Y entonces volví a oír las voces. Por debajo del extraño canto oí susurros en dialectos humanos dentro de mi cabeza: francés, latín, inglés antiguo y otros.

—¿Los oye, Watson? —preguntó Holmes a mi lado. Vi la expresión de su rostro y me estremecí. Sherlock Holmes temblaba en un éxtasis que parecía casi espiritual—. ¡Escúchelos, Watson! Todas las mentes que me han precedido en este lugar, intelectos arrebatados al tiempo, procedentes del pasado y del futuro de la Tierra. Algunas atrapadas involuntariamente, otras abducidas, pero todas me esperan en el extremo más alejado de ese vórtice... ¡y gloriosamente conscientes! ¡Piense en todos los secretos, en todos los misterios que su sabiduría cautiva podría revelarnos! ¡Vamos, Watson! Visitemos Yith y llamemos a los antiguos.

—¡No, Holmes! —grité—. ¡Es un truco! No podemos... —Y, mientras hablaba, oí otra voz que se unía al extraño coro. Era una voz amable, tierna, y me resultaba familiar... Pude oír fácilmente sus dulces palabras por encima del creciente aullido del viento.

—John —decía la tentadora voz—. Querido John, estoy aquí...

La conocía, aunque no la había escuchado en los últimos siete años. Procedía del centro del vórtice. Yo sabía que no debía dirigirme hacia allí. Sabía que no debía levantar la vista y mirar. Y aun así... lo hice.

En el interior del resplandeciente hexágono se encontraba mi querida y difunta esposa, Mary, tal y como yo la había conocido antes de que su enfermedad se la llevara. Con todo mi intelecto, yo sabía la verdad: está muerta, está enterrada en el cementerio de Nunhead. Ningún poder de este universo podía devolverle la vida a mi amada Mary Morstan y depositarla, sonriente y completa, al otro lado de ese portal ultraterreno, desde el que ahora me llamaba. Y aun así, allí estaba...

De pronto me vino a la mente un recuerdo de mis días de universitario. Recordé la presentación que hizo uno de mis profesores de una curiosa flor rizomatosa, natural de ciertos pantanos americanos. Los insectos se veían atraídos hacia las hojas mortales de la planta debido al dulce néctar que exudaban sus flores, para tentar a la confiada presa. Se trata de la Dionaea murcipula, o venus atrapamoscas. Pero por qué recordaba eso justo en ese momento...

Sherlock Holmes me agarraba fuertemente del brazo. Sentí cómo tiraba de mí, acercándome poco a poco, bajando por esas escaleras de caliza hacia el vórtice, que seguía llamándonos. Traté de resistirme, al igual que trataba de resistirme a la llamada de mi difunta esposa, que yo sabía que no era ella en absoluto.

—Ven a mí, John —me susurró—. Date prisa, pues la puerta entre los mundos no puede seguir abierta mucho más.

Y supe que no me podría resistir...

—Ya voy, Mary. —Las palabras escaparon de mis labios a pesar de mí mismo.

En algún lugar muy lejano, pero al mismo tiempo muy cercano, oí cómo reía Moriarty.

—¿No se da cuenta de que es una trampa? —Alguien bajó a toda prisa por las escaleras y me dejó atrás. Vi cómo Jephson Norrys se abalanzaba sobre Moriarty. Durante un instante, forcejearon al borde del oscuro vórtice: Moriarty desde su interior, Jephson aún en el exterior, en la parte baja de las escaleras que conducían al sótano. Observé cómo luchaban los dos hombres, pero resultaba evidente que Moriarty era el más fuerte. Riendo como un loco, agarró a Norrys por la garganta y, sin ningún esfuerzo, le hizo doblarse hacia atrás hasta casi partirle el espinazo. Vi cómo Jephson Norrys, con las manos de Moriarty alrededor de la garganta, jadeaba en busca de aire, como un pez fuera del agua, mientras el viento producido por el vórtice sacudía su abrigo.

Se le cayó algo del bolsillo. Me di cuenta de que se trataba del diario, que chocó contra las escaleras y quedó abierto sobre la caliza gris. Vi cómo el viento esparcía sus hojas sueltas. Observé cómo el vendaval atrapaba la fotografía de estaño de la juventud de Jephson Norrys y el vórtice la absorbía. Vi que caía algo más del diario. A la pálida luz de la lámpara eléctrica pude apreciar un atisbo de color.

Moriarty también lo vio. Lo observé soltar a Jephson Norrys, que cayó desmadejado mientras Moriarty dirigía su atención hacia los pies de la escalera de caliza. Mientras Norrys se desplomaba, a su rival le cambió la cara. Sus facciones se suavizaron; la expresión de sádica crueldad se tornó casi melancólica. Contemplé el rostro de un hombre que, de pronto, veía algo precioso que temía haber perdido para siempre. Moriarty se agachó e intentó recogerlo...

Soltando un exabrupto, Jephson Norrys se puso en pie con dificultad y se impulsó hacia delante. Agarró a Moriarty con todas sus fuerzas y se lanzó con él hacia la boca del vórtice. Oí un grito ahogado. Y entonces, abruptamente, los bordes del aura violácea se contrajeron. De pronto, las mandíbulas del remolino se cerraron con fuerza... con Moriarty y Norrys en su interior. Oí un espantoso crujido y, súbitamente, algo voló por encima de mi cabeza y aterrizó en las escaleras de caliza que tenía encima.

Lo que vi al resplandor de la lámpara fue la mano de Jephson Norrys con una sección de antebrazo dentro de una manga de abrigo ensangrentada. Aquella ancha masa aplanada, el apéndice parecido a una aleta, señalaba acusadoramente hacia los pies de la escalera. Lo que quedaba de Norrys, así como Moriarty al completo, había desaparecido totalmente. El vórtice interdimensional se había cerrado mientras el brazo de Jephson Norrys continuaba en la abertura... por lo que se lo había cortado limpiamente.

Las voces susurrantes quedaron en silencio. Pero volví a oír esos ruidos ahogados que parecían los producidos por ratas invisibles dentro de los muros. Y de algún lugar en las cercanías, en la oscuridad, volvió a comenzar el débil susurro: Tekeli-li...

—La verdad, Holmes —me atreví a decir—, no veo motivo alguno para seguir aquí.

—Un momento, doctor.

Mi amigo se agachó para recoger algo con sus largos brazos, y luego subimos las escaleras a toda velocidad. Pronto, aunque no lo suficiente desde mi punto de vista, nos encontramos en el camposanto del priorato, iluminado por la luna. Hasta que no estuvimos muy lejos de aquel maldito lugar y a salvo en la carretera hacia Anchester no quiso hablar Holmes.

—Evidentemente, Bergson y Loubachevskii tenían razón —comentó, e hizo una breve pausa para encender su pipa antes de continuar carretera abajo—. Es posible cruzar el espacio que separa dos puntos alejados en las dimensiones del espacio. Algún factor desconocido del sótano de ese priorato lo convierte en una estación del viaducto entre la Tierra y otro lugar; puede que sea por los depósitos de caliza, o por alguna extraña mezcla de minerales que se han ido absorbiendo a lo largo de los siglos. Moriarty habló de que las estrellas estaban «en la posición correcta» para sus intenciones; pero las estrellas se mueven constantemente en el firmamento, y sus campos gravitacionales con ellas..., lo que podría explicar por qué Moriarty solo podía mantener el conducto abierto por tan breve espacio de tiempo.

Caminamos en silencio durante un momento, durante el que encendí un puro, y luego Sherlock Holmes volvió a hablar.

—Ese vórtice, Watson, es lo más maligno con lo que me he encontrado jamás, con la posible excepción de la rata gigante de Sumatra. Algo en el interior de ese vórtice parecía prometernos lo que más deseábamos, aunque la verdad es que la promesa era falsa. A mí se me ofreció la oportunidad de reunirme con intelectos casi iguales al mío. Watson, le oí gritar el nombre de su amada y difunta esposa, así que puedo imaginarme lo que le ofrecieron a usted. Solo puedo esperar que Jephson Norrys haya encontrado algo de paz, y que entrara en el vórtice por su propia voluntad. En cuanto a Moriarty, creo que halló su última tentación en este lado del maligno puente entre mundos.

—¿Qué quiere decir, Holmes?

—Los dioses antiguos, o quienes fueran, hicieron un trato impío con Moriarty —explicó Holmes—. Le arrebataron su humanidad y le dieron a cambio algo mucho más oscuro. Pero existe algo que los dioses antiguos no pueden ofrecer. Es algo que Moriarty les entregó libremente antes de nuestro encuentro en las cataratas Reichenbach. Y aun así, es algo que Moriarty deseaba, y se arrepentía de haberlo perdido. ¿Se dio cuenta de la expresión de añoranza que tenía en el rostro? Permítame deducir algo, Watson: deduzco que, en esos últimos instantes en el vórtice, Moriarty recordó de pronto lo que había perdido cuando le arrebataron su humanidad, su vida, su misma alma.

Nos acercábamos a una posada, donde dos lámparas de carruaje montaban guardia sobre la ventana principal. En esos momentos, Sherlock Holmes me mostró algo en su palma abierta, y a la luz de las lámparas vi lo que se había caído del bolsillo de Jephson Norrys. Se trataba del objeto que había distraído momentáneamente a Moriarty y que había tratado de recoger: el retrato pintado a mano del aniversario de la reina Victoria.

—Por un instante, el profesor Moriarty recordó lo que significaba ser inglés —dijo Holmes, y se guardó en el bolsillo el marco de plata al irnos aproximando a la posada—. Eso es lo que entregó Moriarty en su trato con los antiguos..., y ni todos los reinos infinitos de los dioses antiguos podrían compensar esa pérdida. ¡Vamos, Watson! Oigo un piano en el salón del bar, y voces que cantan... Y esta vez no se trata de Tekeli-li, sino más bien de Knocked ‘Em in the Old Kent Road... Así que me resulta elemental deducir que esta taberna abre a todas horas y que encontraremos buena compañía en su interior. ¿Qué le parecería una pinta de cerveza amarga?