El curioso caso de la señorita Violet Stone Poppy Z. Brite y David Ferguson
Una mañana bajé a desayunar y me encontré a Sherlock Holmes aún en bata, contemplando una nota escrita en una letra grande y temblorosa. Esperó a que me sirviera mi primera taza de café y luego me pasó la nota desde el otro lado de la mesa.
«Señor Holmes:
Por favor, caballero, ¿podría ir a verlo? Temo por la vida de mi querida hermana. Llegaré hoy después del almuerzo. Por favor, señor Holmes, no sé a quién más acudir.
Thomas Stone»
—¿Qué opina de esto, Watson? —me preguntó cuando logré descifrar la infantil grafía.
—No demasiado. Aunque supongo que ya lo sabrá usted todo respecto a él.
—No mucho más de lo que aparece en la nota —contestó Holmes, aunque yo era consciente de que incluso una nota tan escueta podría decirle muchas cosas a su acostumbrado ojo—. Un hecho o dos, nada más. Esperemos y veamos qué tiene que decirnos este hombre personalmente.
La mañana había amanecido clara y templada, pero, hacia mediodía, una repugnante niebla amarilla cubrió toda Baker Street y se pegó a las ventanas como una cara grasienta, llenando nuestras agobiantes habitaciones de una fría humedad. Holmes se encontraba avivando el fuego cuando llamaron a la puerta y apareció el señor Thomas Stone.
Me costó determinar su edad, pues era un joven que, de alguna forma, parecía mayor. Sus rasgos no parecían especialmente envejecidos; de hecho, tenía el pelo claro y era atractivo, con unos ojos oscuros llenos de decisión y un cierto gesto en la mandíbula que sugería una tendencia a la tozudez. Tenía anchas espaldas, pero había algo en su postura y en su comportamiento que, en un primer momento, me hizo creer que debía de ser casi pensionista. Luego me fijé mejor y decidí que no podía tener más de veinticinco años. Los dobladillos de sus pantalones estaban oscurecidos por una suciedad más densa que la de las calles de Londres.
—Les agradezco la amabilidad de recibirme habiendo avisado con tan poco tiempo —dijo mientras nos estrechaba la mano.
—No tengo ninguna duda de que era necesario —le contestó Holmes—. Watson, permítame que le presente a Thomas Stone, aprendiz de cocinero en el Grand Hotel.
—Entonces..., ¿ustedes dos ya se conocían? —pregunté, aunque un vistazo a la sorprendida cara de nuestro invitado me dijo que no era así.
—Nunca había visto a este caballero hasta ahora. Pero sospeché que se encontraba en el negocio de la restauración cuando leí la nota, y supe que tenía razón en cuanto entró.
—No puedo ni imaginarme cómo lo averiguó, caballero —dijo el asombrado joven.
—Utilizó la palabra «almuerzo» en su nota. La mayor parte de la gente utilizaría la palabra «mediodía», a menos que tuviera una razón para compartimentar el día según las comidas. Además, escribió la nota en un fragmento de una factura de un mercader de pescado de Dover. En la parte de atrás del papel encontré las letras «TEL» y la palabra «lenguado». ¿Qué tipo de establecimiento recibiría una factura semejante?: el restaurante de un buen hotel. No oí ningún carruaje fuera justo antes de que entrara usted y sus zapatos no están enfangados, por lo que deduje que venía de algún lugar cercano. El restaurante del Grand es el único de la zona lo suficientemente elegante como para servir lenguado de Dover.
—¡Pero bien pudo haber venido de un lugar distinto al de su trabajo! —exclamé.
—Observe las manchas de los dobladillos de sus pantalones, Watson. Hay señales de grasa de la cocina, y un trozo de perejil fresco en el cordón de su bota. Y en cuanto a su puesto, observe el grueso callo de la segunda falange del índice de su mano derecha. Ese tipo de callo aparece tras un largo uso del cuchillo, aunque no tanto como para ser el cocinero jefe. Y sus ojos carecen del brillo tiránico del chef. No, tiene que ser el aprendiz. Si me equivoco, le prepararé yo mismo la cena. ¿Me equivoco, señor Stone? Por el bien de su estómago, espero que no.
—En absoluto, caballero. Llevo dos años como aprendiz en el Grand bajo el chef John Sutcliffe. Pero no es por eso por lo que he venido.
—No —recordé—, decía en la nota que temía por la vida de su hermana. ¿Qué problema tiene la joven?
—Ah, mi pobre Violet —comenzó a decir Stone. Pero no pudo continuar, pues Holmes se levantó de improviso de su silla y cogió un periódico que estaba sobre la mesa.
—¿Su hermana es Violet Stone? —quiso saber Holmes.
—¿Quién demonios es Violet Stone? —pregunté yo.
—Discúlpeme, Watson. Me olvidé de que usted solo lee la sección financiera de los periódicos. ¡Debería interesarse más por lo que hacen sus compatriotas!
Empecé a farfullar, pues Holmes siempre había hablado con desagrado de las historias de interés humano, afirmando que las minucias de la vida cotidiana de la gente no tenían interés alguno a menos que él pudiera estudiarlas en persona. Me entregó el periódico y me indicó un artículo, y yo me aplaqué mientras leía los titulares.
Una joven lleva tres años sin comer
La madre confía al periodista: «se alimenta de aire y fe».
Una anomalía de la naturaleza
Los médicos dicen: «¡Falso!»,
pero no encuentran pruebas de ello
Leí el artículo que los acompañaba y averigüé que la señorita Violet Stone, del 10 de Percy Lane, Highgate, había enfermado tres años atrás durante unas vacaciones en Grecia. Había nadado en una charca de una de las islas y se había enfriado, tras lo cual, según la familia, no volvió a ser la misma. Gradualmente fue comiendo cada vez menos, hasta que fue incapaz de tragar nada; le daban arcadas y se ahogaba cuando la obligaban a comer. Hacía poco, una mujer de la limpieza había dejado de servir a la familia y había informado a la prensa del extraño asunto.
—Estoy de acuerdo con mi colega, sea quien sea —afirmé—. La historia es falsa. Si la señorita Stone dejó realmente de ingerir alimento y bebida, hubiese fallecido tras unos treinta o cuarenta días de privación. Mire, el cuerpo humano es como ese fuego de ahí —señalé la chimenea, donde ardían alegremente unos cuantos troncos—. Arde porque tiene combustible. Retire los troncos y se quedará sin fuego.
—Una buena analogía —comentó Holmes—, pero el fuego también se alimenta de oxígeno. Ahóguelo y lo extinguirá. Pero no puede ver el oxígeno, y si no fuera usted un hombre culto, no tendría evidencia alguna de la existencia del mismo.
—¿Está sugiriendo que la señorita Stone se está alimentando de algo que la ciencia desconoce?
—En absoluto —respondió Holmes, que había comenzado a arreglarse las uñas con un kris malayo—. Simplemente señalaba un fallo en su analogía.
—Si hacen el favor, caballeros —interrumpió Stone con timidez. Holmes y yo lo miramos con sorpresa; nos habíamos interesado tanto en la historia de su hermana que creo que ambos nos habíamos olvidado de que estaba allí.
—Discúlpenos —dijo Holmes—. No somos más que un par de viejos pedantes. Debido a que su apellido es tan común, no me di cuenta de la conexión existente entre su nota y el artículo del periódico hasta que mencionó que el nombre de pila de su hermana era Violet. Por favor, continúe.
—Bueno, es cierto que no come, al menos por lo que yo sé. Paso mucho tiempo en el Grand, y solo veo a mi familia por la mañana temprano y cuando el chef me da un día libre. Pero, que yo sepa, ni ella ni mi madre han contado nunca una mentira. ¿Y por qué iba ella a mentir? ¿Por qué iba a sufrir deliberadamente?
—¿Entonces está sufriendo? —preguntó Holmes.
—Su cuerpo está escuálido y retorcido, pero ella afirma no tener hambre. Dice que encuentra su sustento en otro reino y que no necesita alimento alguno de este mundo. Como se pueden imaginar, esto representa un duro golpe para mí; solía cocinarle algunas cosas al principio de su enfermedad. Natillas, y cosas parecidas. Ahora me dice que tragar mis natillas le resultaría tan doloroso como tragar carbones ardientes.
—¡Vaya! ¿Y ha estado así desde que se dio un baño en unas vacaciones?
—Oh, sí, caballero. Hace tres años murió nuestra tía abuela, que legó una cierta cantidad de dinero a nuestra madre. Nuestro padre murió cuando yo era pequeño, ¿sabe?, y nos dejó en buena posición, pero nunca hubo suficiente dinero para caprichos. Mi madre siempre quiso estar entre las ruinas griegas y sentir cómo el antiguo viento le agitaba el cabello; así es como lo dice ella. Tiene un alma bastante poética. Yo no podía dejar la cocina, pero insistí en que ella y Violet utilizaran el dinero para tomarse unas vacaciones.
»Un día, se encontraban de picnic en la isla de Cnosos cuando Violet vio una charca de aguas claras y fue a darse un baño. No es que le gustase demasiado nadar, pero mi madre dijo que vio en el fondo algo que brillaba y que quiso sumergirse para cogerlo; pensó que sería una moneda antigua, o algo por el estilo. Violet dijo que no era nada, solo el reflejo del sol en el agua; pero esa noche enfermó, y tuvieron que volver a casa quince días antes de lo que habían planeado. Mi madre pensó que se recuperaría una vez llegaran a Londres, pero se metió en cama y no se ha levantado desde entonces.
—¿Cuáles son sus síntomas?
—Mientras estuvieron en Cnosos, tenía amnesia; aunque casi daba la impresión de que trataba de ocultarlo. Pretendía conocer a nuestra madre, pero no podía responder ni a la pregunta más sencilla acerca de nuestras vidas en Londres. Cuando regresó, me di cuenta de que tampoco me reconocía a mí. Yo me sentaba con ella siempre que disponía de algo de tiempo y le contaba historias de nuestra infancia, y a menudo le leía. Le encanta que le lea. Lo que no resulta extraño; antes del accidente disfrutaba con los periódicos y las novelas modernas. Ahora prefiere historias que yo, por mi parte, apenas puedo entender que le gusten. No hace mucho me pidió que le llevara algo llamado Necronomicón, pero no he sido capaz de encontrarlo en ninguna librería.
—¡El Necronomicón! —musitó Holmes—. ¿Qué puede querer una joven dama inglesa de esa enmohecida basura ocultista?
—Se pasa muchas noches levantada, garabateando en un pequeño libro. Es una de las pocas cosas que aún puede hacer por sí misma. Ya se ha recuperado de su amnesia, o al menos nos reconoce, aunque haya tenido que volver a aprenderlo todo como si acabara de nacer. Pero nunca se recuperó de su enfermedad física. Primero le ardía el cuerpo de fiebre. Deliraba y farfullaba en una lengua que nadie entendía. No me importa reconocer que ese sonido me producía una sensación desagradable, y que casi acaba destrozándole los nervios a mi pobre madre.
»Cuando por fin le bajó la fiebre, sus extremidades empezaron a arrugarse y a encogerse como si fueran las de una anciana. Al final dejó totalmente de comer y beber, y pensamos que nos iba a dejar, pero sigue viva. En ocasiones afirma que desearía morir, pero sigue teniendo esa sed de conocimientos.
Holmes estaba sentado justo al borde de su silla, escuchando la historia de Stone. Se levantó y cogió su sombrero.
—En fin, Watson, no nos queda más remedio: debemos ir a ver a la señorita Violet Stone.
Sabiendo que no habría descanso ni para mí, ni para Holmes, ni para el desafortunado señor Stone hasta que lo hubiéramos hecho, me puse mi gabán y seguí a Holmes y al otro hombre hasta la calle. Paramos un coche y los tres nos adentramos en la pálida tarde sobre las resbaladizas losas grises de Londres.
Holmes sacó su fiel pipa de la chaqueta, así como una bolsa de tabaco. Mientras compactaba pensativamente el contenido de la cazoleta y miraba por la ventana, inquirió:
—Disculpe, señor Stone, ¿puede decirnos algo más sobre la situación en la que se encuentra su hermana? Watson es un médico bastante bueno. Puede que llegue a alguna conclusión a través de su descripción.
El gentil joven inclinó la cabeza hacia mí antes de decir:
—Apenas sé por dónde comenzar, caballero.
—Yo diría que, de todos los sitios, el principio es el mejor sitio por donde empezar. ¿Está usted de acuerdo, Watson? Díganos qué observó de sus síntomas iniciales y de la amnesia que afligió a su pobre hermana.
Soltando pequeñas bocanadas de humo azul, Holmes volvió a recostarse sobre el asiento. Cerró los ojos, tal y como acostumbraba hacer cuando escuchaba algo con su peculiar capacidad de atención. Cuando los sentidos de Holmes estaban más despiertos, su estrecha figura siempre daba la impresión de una laxitud extrema. Más de un mentiroso descuidado había dejado que lo engañara la aparente falta de atención que delataba su postura.
No obstante, el joven Stone no parecía tener razón alguna para mentirnos. Su rostro solemne se ensombreció mientras hacía retroceder en el tiempo sus pensamientos hasta tres años atrás.
—Era como si nuestra Violet se hubiera ido para siempre, caballero —comenzó—. Antes, su voz era musical y su risa recordaba el trinar de los pájaros. Estaba llena de vida, y cuando hablaba siempre movía las manos. Era como si dibujara en el aire aquello que te estaba contando. Cuando por fin le bajó esa espantosa fiebre y pudo volver a hablar sin delirar, había desaparecido toda su luz.
El joven hizo una pausa para respirar hondo y secarse los ojos, parpadeando con tozudez para evitar llorar. Quedaba claro que estaba profundamente afectado por el trágico cambio que había sufrido su hermana. A pesar de que ya habían pasado varios años desde que alcanzara su mayoría de edad, por un momento el joven cocinero exhausto que teníamos frente a nosotros desapareció, y lo que vimos fue a un niño pequeño agotado que trataba de mantener sus emociones bajo control.
—Ahora está distinta. Nunca ríe. Su voz es plana, ya no hay chispa. Honestamente, caballero, es como si fuera una chica totalmente diferente. —Suspiró profundamente y volvió a secarse los ojos—. Y tengo miedo de que fallezca en cualquier momento. ¿Cómo puede no comer, caballero? ¿Cómo puede no comer y seguir viva?
—Espero llegar a averiguarlo, joven —le contestó Holmes.
El coche había entrado en las somnolientas calles de Highgate y se dirigía a la dirección que Stone le había proporcionado. Para cualquier extraño, la casa parecía normal, otro edificio alto y estrecho entre muchos, cada uno con su propia entrada y su propio patio. Pero Stone me había transmitido lo suficiente de su desesperación como para que ya no pudiera mirar la casa de los Stone con objetividad: sus ventanas cortinadas se convertían en ojos entrecerrados; sus paredes llenas de hollín, en la apagada piel del enfermo.
La niebla nos cubrió el rostro de humedad mientras Stone nos conducía hasta la entrada. Nos recibió una joven doncella de ojos color esmeralda, que cogió nuestros abrigos.
—Iré a decirle a la señora que ha llegado usted, señor Stone —dijo, con un suave acento irlandés.
Todo era igual a como lo había descrito el joven. Daba la impresión de que los Stone se encontraban en buena posición económica, pero no pertenecían a las elegantes familias de la clase alta londinense. La casa estaba decorada con gusto, pero algunas esquinas de las alfombras estaban raídas, y las sillas del salón indicaban muchas horas de uso.
—Tom, ¿quiénes son estos caballeros? —dijo una voz procedente del pasillo, y así nos dimos cuenta de la presencia de la señora Stone, una viuda con aspecto de matrona embutida en un vestido de seda salvaje. Su rostro era amable pero estaba lleno de preocupación, y unas manchas violetas bajo sus ojos delataban muchas horas de nerviosismo y de falta de sueño.
—Él es Sherlock Holmes, mamá —nos presentó Thomas—. Y el doctor Watson es médico.
—Ah, sí —contestó ella—. He leído sus nombres en el Times. Es un placer conocerlos. Le diré a Anna que nos traiga un té, ¿o prefieren un burdeos?
—Mamá —intervino Stone—. Los he traído para que vean a Violet. Como ya sabes, el señor Holmes es un gran conocedor.
Al oír el nombre de su hija, los hombros de la señora Stone se vinieron abajo, como si hubiese caído un gran peso sobre ellos.
—Oh, mi pobre Violet —dijo—. No sé cómo puede seguir respirando en este mundo.
—¿Es cierto, señora, que lleva tres años sin ingerir alimento o bebida alguna? —le preguntó Holmes.
—Sí, caballero, es totalmente cierto. Se ha ido consumiendo hasta quedarse en prácticamente nada, y aun así sigue respirando, más o menos. Hemos hecho todo cuanto hemos podido para que esté cómoda, pero, como ya les habrá contado Tom, apenas parece ser ella misma.
—En fin, ese burdeos va a tener que esperar —comentó Holmes—. Si no es mucha molestia, ¿podríamos verla ahora?
—Este momento es tan bueno como cualquier otro —contestó la atribulada madre—, pues está prácticamente igual a cualquier hora. Apenas parece dormir. Nunca cierra los ojos. Hay veces en las que habla menos y se queda totalmente inmóvil en la cama, siendo su respiración la única señal de que continúa viva, pero, desde que todo esto comenzó, no hemos visto que duerma como lo hacen todos los demás.
Nos hicieron subir las escaleras hasta llegar a una estrecha sala en la que había tres puertas, que, sin duda alguna, conducirían a los respectivos dormitorios de los miembros de la familia Stone. Un leve aroma a jazmín inundaba la sala, posiblemente debido a una bolsita aromática.
La señora Stone se dirigió hacia la puerta que se encontraba más hacia la izquierda y la abrió en silencio. Las lámparas del dormitorio proporcionaban muy poca iluminación, y la neblinosa penumbra de la tarde se colaba a través de las ventanas, sumiendo las esquinas en una total oscuridad. Cuando reparé en la presencia de la doncella arrodillada a los pies de la cama pensé que estaba realizando algún servicio a la muchacha que se encontraba postrada en ella. Solo al fijarme con más detenimiento descubrí las cuentas del rosario católico que colgaba entre las manos juntas de la sirvienta.
—¡Anna! —aulló la señora Stone—. ¿Cómo has podido?
La pobre doncella aferró las cuentas contra su pecho, y fue entonces cuando me di cuenta de las lágrimas que le surcaban el rostro.
—Pero señora —protestó—, ¡esto tiene que ser un milagro! ¡Es una santa!
—Ya te lo he dicho antes, Anna —replicó la señora Stone, con nubes de tormenta cerniéndose sobre su frente—: ¡no queremos esa basura papista en esta casa! ¡El capitán Stone era protestante, igual que yo, y así es como hemos educado a nuestros hijos!
—Por favor, mamá —la interrumpió el joven señor Stone—. Nuestros invitados...
—Por supuesto —contestó la viuda, recobrando la compostura—. Anna, espérame abajo. Estos caballeros han venido a ver a Violet.
—Sí, señora —contestó la asustada doncella y abandonó apresuradamente la habitación.
Fue entonces cuando vimos por primer vez a la joven afectada. Aferrándose a una de las colgaduras de la estrecha cama, la madre nos indicó con un gesto que nos acercáramos.
—Aquí está —dijo la madre—, mi pobre pequeña.
La chica, de unos diecisiete años, formaba un bulto increíblemente pequeño bajo las sábanas. Sus brazos eran palillos; sus dedos, pequeñas ramitas que arañaban débilmente la almohada ribeteada de encaje. Puede que su rostro hubiera sido atractivo en algún momento, pero ahora lo tenía hundido, con pómulos prominentes y una piel de ese blanco perlino azulado propio de los recientemente fallecidos. Si he de ser totalmente honesto, tenía el aspecto de algo que yo hubiese esperado ver sobre una mesa mortuoria, no en un coqueto dormitorio de Highgate. Solo los ojos centelleantes daban a ese rostro macilento alguna señal de vida.
—¿Madre? —dijo con suavidad, su voz apenas audible.
—Sí, cariño. Tom ha llegado hoy pronto; ha traído a un médico y a otro amigo. —Con una mano, la señora Stone nos instó a que nos acercáramos más.
—¿Otro médico? —preguntó la espectral muchacha con tono de resignación. Con el tiempo, seguramente había llegado a asociar las visitas de los doctores con toqueteos de sus frágiles extremidades, pruebas de sangre y otras inconveniencias.
—Señorita Stone —dijo Holmes, inclinándose ligeramente ante ella—, soy Sherlock Holmes. Y él es mi...
Pero, antes de que Holmes pudiera acabar con sus presentaciones, la joven se inclinó hacia delante en la cama y agarró el brazo de Holmes por la muñeca.
—¡Usted! —gritó, sus brillantes ojos ardiendo con ese fantasmagórico y fantasmal fuego. Su diminuta mano se había encogido hasta parecerse a una garra, pero debía de haber agarrado el brazo de mi amigo con una fuerza preternatural, puesto que Holmes no pudo soltarse. Nunca lo había visto soportar un inesperado contacto físico con otra persona con tranquilidad. Pero, en esta ocasión, se mantuvo casi inmóvil, y no habló ni traicionó ningún tipo de emoción.
—Usted puede ayudarme —jadeó la niña—. Sí, usted. Usted posee las capacidades mentales necesarias.
—¿Qué es esto? —exigí saber inclinándome más hacia delante, mientras los dos Stone retrocedían involuntariamente ante la repentina animación de la muchacha.
—He llegado aquí por error. Todo ha salido realmente mal. No tenemos demasiada experiencia en esta ciencia del reemplazo. Estoy atrapada en el cuerpo de esta niña, y debo regresar. Ha habido errores en el proceso. No nos hemos unido bien. —La muchacha parecía estar fuera de sus cabales.
—Ya veo —comentó Holmes, con su rostro curiosamente convertido en una máscara sin expresión.
—¿Tiene acceso a la lente de un pulidor? ¿A un metalúrgico? ¿Al taller de un maquinista? —Los pálidos ojos de la joven estaban llenos de desesperación. Toda su esencia vital parecía estar concentrada en esos ojos. Su piel, su pelo, incluso las grisáceas sábanas que la tapaban hasta la cintura parecían estar desprovistos de todo color, pero sus ojos brillaban tanto como los de los infortunados lunáticos a los que tuve que tratar en los sanatorios de Londres.
—Sí, a todo —contestó Holmes, aún sin manifestar, extrañamente, ninguna emoción, y curiosamente pasivo ante esa espectral muchacha de ojos enloquecidos.
—Debe ayudarme —reiteró la chica—. ¿Tom?
—¿Sí, Violet? —respondió Stone tras un momento, recobrándose todavía de la conmoción que le había producido la súbita animación de su hermana.
—¿Dónde está mi cuaderno de notas? —le preguntó.
Stone sacó de un mueblecito que se encontraba junto a la cama un pequeño cuaderno de flores del tipo del que se anima a las jóvenes damas inglesas a utilizar como diario.
—Está aquí, hermana —dijo, mientras lo colocaba a su lado junto a la colcha.
Ella soltó la muñeca de Holmes y puso el cuaderno entre sus largas y diestras manos.
—Todas las instrucciones se encuentran aquí —le dijo—. Sígalas al pie de la letra. ¡Por favor, no me falle, señor Holmes!
—Sí, señorita —contestó un todavía sorprendentemente pasivo Holmes—. Lo haré lo mejor que pueda. —Y, con eso, se guardó el diario en la chaqueta y se alejó de la cama sin pronunciar otra palabra. Yo me quedé allí, con los igualmente sorprendidos Stone. Violet volvió a tumbarse entre las sábanas y dejó que se le cerraran los ojos.
Después de explicar a la familia que seguramente mi amigo tendría excelentes razones para haber abandonado tan bruscamente la habitación, le hice un breve examen físico a Violet. Al no detectar ninguna amenaza inmediata contra su vida, seguí a los Stone escaleras abajo hasta el salón.
Encontramos la larguirucha figura del detective sentada en una silla, con su larga nariz enterrada en el diario de la muchacha.
—Fascinante —murmuró mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo y lo encendía con una cerilla de madera—. Realmente sorprendente.
—¿De qué se trata, Holmes? —le pregunté, tan ansioso como los Stone por obtener alguna explicación.
—¡Ah! —exclamó Sherlock Holmes, levantándose de la silla y cerrando el librito con un golpe seco—. Señor Stone, señora, volveremos dentro de unos días, y, espero, arreglaremos las cosas.
Y sin decir mucho más, recogimos nuestros abrigos y regresamos al coche que nos estaba esperando.
En el viaje de regreso a Baker Street, Holmes siguió hojeando el diario de la joven. Me pregunté qué demonios estaría captando de tal modo la atención de mi amigo, pero los muchos años de caprichos de Holmes y algún que otro momento de conducta errática me habían enseñado a esperar, pues él no respondería a las preguntas que se le hicieran más que a su debido tiempo.
Pero, al estar ardiendo de curiosidad, logré echar furtivamente un vistazo a las páginas. No sé qué era lo que esperaba encontrar, pero lo que vieron mis ojos me causó una tremenda sorpresa. En lugar de páginas llenas con la pulcra letra de una colegiala, el diario parecía estar lleno de dibujos y esquemas de gran complejidad técnica. Mientras que la mayoría de las letras y símbolos que capté me resultaban familiares, había varias líneas de una escritura floreada que me recordaba ligeramente al árabe, y en una de las páginas había una forma que parecía retorcerse sobre sí misma formando extrañas configuraciones ante mis ojos. Si yo hubiese sido supersticioso, creo que la visión de tal imagen me hubiese hecho coger el libro y arrojarlo por la ventanilla del coche. En vez de esto, desvié la vista hasta que Holmes pasó la página.
Finalmente, no pude soportarlo más.
—¿Qué es lo que ha escrito allí, Holmes?
—Instrucciones, Watson —respondió Holmes de forma vaga, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la mirada extraviada. Era como si no estuviera por completo conmigo, en el carruaje. Parecía tremendamente preocupado, como si, al tiempo que hablaba, los engranajes de su mente siguieran girando y se encontrase inmerso en un complicado conjunto de problemas y cálculos—. La señorita Violet Stone me ha proporcionado una detallada lista de instrucciones.
Cuando llegamos a nuestras habitaciones, Holmes se preparó una dosis especialmente abundante de cocaína. Mientras se subía la manga, me dijo:
—Durante los próximos días voy a pasar bastante tiempo a solas, en mi estudio. Le ruego que no me interrumpa excepto en caso de emergencia.
—Ni se me ocurriría hacerlo —le contesté mientras él buscaba cuidadosamente un lugar en el que inyectarse e introducía la cocaína en su corriente sanguínea—. Pero nunca le había visto inyectarse cocaína en un momento como este, Holmes.
—Ahhhhhhhhhh... —suspiró. Comenzó de forma inmediata a reclinar la cabeza sobre los hombros al recorrerle todo el cuerpo la potente droga—. Normalmente, la cocaína me envía a una borrosa tierra de sueños disociados. —Se rió con suavidad—. Pero los sucesos de hoy me han convencido de que solo perdiéndome en uno de esos sueños, y soñando, estaré realmente despierto y consciente.
Con un cuidado infinito, se sacó la brillante aguja hipodérmica del brazo. Tras un momento de ensoñación, se levantó de un salto de la silla y empezó a dar vueltas por la habitación.
—Watson, voy a decírselo ahora. La droga me ha soltado la lengua, pero nunca volveremos a hablar de ello, pues temo que podría sentirme como un idiota.
Esperé en silencio en mi silla junto al fuego. Había visto pocas veces a mi amigo afectado por la droga, y, ciertamente, nunca tras una dosis tan abundante. Sus ojos brillaban tan febriles como los de Violet Stone. Su amplia frente resplandecía bajo una capa de sudor, y le palpitaba ominosamente una vena en la sien. Se sirvió con mano temblorosa un güisqui del aparador y, agarrando un atizador, empezó a avivar vigorosamente el fuego.
—Watson, ¿cuál es el registro más antiguo de una raza inteligente en este planeta?
—Creo que de los sumerios, aproximadamente del 4.000 a. C.
—¿Qué pensaría usted si le dijera que eso no es sino una gran prueba de la cortedad de vista de la humanidad? ¿Que una raza mucho más sabia nos precedió?
—Le preguntaría por las evidencias que poseyera para corroborar tal afirmación.
—Ah, querido Watson, siempre el científico pragmático. —Se bebió el güisqui en dos tragos y volvió al aparador a servirse otro—. ¿Un cigarrillo? —me preguntó, sacando su tabaquera. Le aseguré que, a esas horas, prefería un puro, y me dio uno.
—Watson, viejo amigo, ha ocurrido algo singular hoy en esa casa. Cuando la joven señorita Stone me agarró por la muñeca fue como si..., como si... —Se bebió el segundo güisqui y se sentó en una silla para preparar la aguja para una segunda inyección.
—Por favor, Holmes —le dije—. Como caballero que soy, jamás interferiría con sus placeres. Pero como médico me siento obligado a informarle de que una segunda dosis de cocaína de tamaña magnitud podría, seriamente...
—Doctor —me interrumpió—, aprecio su preocupación. —Pero, aun así, siguió haciéndolo. Cuando hubo acabado con sus preparativos, me miró—. Desearía poder empezar a aceptar lo que experimenté en ese momento junto a la cama —me dijo.
Introdujo la aguja y se inyectó, gimiendo en voz alta ante las oleadas de placer que lo recorrieron. Y entonces empezó a reír con la enloquecida carcajada de un demente. Segundos después, se quedó inmóvil. La droga estaba acelerando sus cambios de humor, o puede que solo los estuviese conduciendo hacia un incoherente frenesí.
Encendió otro cigarrillo, obviamente al haber olvidado el que había dejado encendido en el cenicero del aparador.
—Si hago un esfuerzo por explicarlo, tiene que darme su palabra de que nunca volverá a hablar del asunto.
Se la di de buena gana y esperé.
—Watson, este planeta estuvo habitado por una raza de seres inteligentes milenios antes de la aparición de los humanos. Y, aunque parezca mentira, han descubierto una forma de hacer retroceder y avanzar sus almas a través del tiempo.
—¡Santo Dios, Holmes! ¿Qué diablos está sugiriendo?
Holmes levantó con paciencia una mano para que guardara silencio. Le dio una profunda calada a su cigarrillo antes de continuar.
—Ella fue capaz de comunicarme todo esto con un simple toque de su mano. No se ha confiado a nadie más, pero la conciencia que habita en el cuerpo de la señorita Violet Stone es en realidad un viajero procedente de esa época anterior al hombre, que ha venido a recabar información y conocer las costumbres de nuestra era.
Yo me había quedado mudo, estaba estupefacto. Y aun así Holmes, a pesar de su retorcida naturaleza, nunca me había contado otra cosa que la verdad de lo que percibía. Durante nuestra relación nunca me había engañado, ni se había burlado de mí, ni me había informado de nada con otro propósito en su corazón que el de ayudarme a entender las cosas. A pesar de lo discordante que le parecía esta nota a mi naturaleza racional, no tenía más remedio que creer que era la verdad.
—Esta raza se refiere a sí misma como los Grandes. Aunque si usted viera uno de ellos no lo reconocería como un ser inteligente. Por lo que he podido apreciar, se parecen a unas lapas gigantescas, y poseen un conjunto de conocimientos sin igual en toda nuestra historia. Comparada con ellos, Alejandría no era sino un pueblucho con una pequeña biblioteca.
»Necesitan un anfitrión vivo, y, a su vez, la conciencia de la persona en la que residen se ve transportada a su propio tiempo, entre finales del Mesozoico y principios del Paleolítico. El viajero que se encuentra en el interior de la señorita Stone está falto de experiencia, y algo ha salido tremendamente mal en el proceso. El cuerpo de la señorita Stone se ha revelado. No se alimenta, por lo que está demasiado débil para moverse. El viajero la ha mantenido con vida lo mejor que ha podido, pero para revertir el proceso necesita un aparato especial. Y eso, Watson, es para lo que sirven estas instrucciones.
Se sentó muy recto en su silla, con el cigarrillo en la mano, el rostro resplandeciente.
Yo había conocido locos, los había tratado, había hecho todo cuanto había podido por aliviar sus sufrimientos. Una persona de la calle que en ese momento hubiese contemplado a Holmes lo hubiera declarado demente, irremediablemente loco. Y aun así, a lo largo de los años en los que mantuvimos una relación había aprendido que lo que en el semblante y la conducta de una persona normal podía significar una cosa, en Holmes solía significar justo lo contrario.
—Voy a estar muy ocupado los próximos días. No me pase ninguna llamada. Que no se me moleste. Confiemos en que pueda estar a la altura de la misión que se me ha encomendado. —Se puso en pie, subió las escaleras y cerró las puertas de su estudio dando un portazo.
Fiel a su palabra, Holmes se aisló durante tres días. Las comidas que se le enviaban fueron totalmente ignoradas. De cuando en cuando pedía tazas de té y de café, y jarras de agua para beber; y en tres ocasiones abandonó de forma abrupta Baker Street, dos veces el primer día y una vez más el segundo, ya muy avanzada la noche. Regresaba con paquetes de formas extrañas, no saludaba a nadie y volvía a desaparecer encerrándose en el estudio.
Por fin, salió de allí la mañana del tercer día, con ojos algo enloquecidos y un cierto aire de desorden sobre su persona. Yo acababa de despertarme y, con los ojos aún pesados por el sueño, observé cómo arrojaba alegremente al fuego de la chimenea el cuaderno de Violet Stone.
—¡Por el gran Scott, Holmes! —exclamé, y volví a depositar mi taza de café en su plato—. ¿Qué hace?
—Se ha acabado, Watson. Había que destruir las instrucciones una vez se completara la misión. —Se acomodó en una silla frente a la mía.
—¿El aparato ya está terminado? ¿Y qué demonios hace?
—Si se lo explicara, Watson, creería que he perdido irremediablemente el juicio. Apenas logro entenderlo yo. —Se estiró y bostezó como si fuera un gato enorme—. Vamos a hacer una visita a los Stone antes de que acabe la mañana. Y, después, voy a disfrutar enormemente de un descanso. Sin duda ha sido una tarea agotadora.
Enviamos una nota a casa de los Stone, avisando de que llegaríamos en una hora. En el momento acordado, Holmes salió de su habitación tan despierto y lleno de energía como si acabara de volver de unas vacaciones en la playa. Llevaba un bulto extraño cubierto de tela negra bajo el brazo.
Apenas fui capaz de contener mi curiosidad acerca del bulto. ¿Qué extraña máquina podría ayudar a aliviar el sufrimiento de la señorita Violet Stone? ¿Cuál sería la verdadera causa de su sufrimiento? ¿Podría ser realmente tal y como Holmes me había explicado? Como médico, no había visto nada en mis pacientes que pudiese encajar con la historia de este caso. Tal y como había hecho muchas veces antes, seguí a Holmes en silencio en busca de un coche en la grisácea mañana londinense y confié en que todo me fuera revelado a su debido tiempo.
Encontramos a la señora Stone sentada, muy nerviosa, en el salón principal, retorciendo un empapado pañuelo entre sus puños de nudillos blancos.
—Buenos días, caballeros —nos saludó—. Tom debería estar a punto de llegar. Me envió un mensaje diciendo que vendría hacia aquí en cuanto se lo permitiese el chef. —Se guardó apresuradamente el pañuelo y, al inclinarme para estrecharle la mano, volví a oler un leve aroma a jazmín.
—Ah, bien —dijo Holmes, tomando asiento y colocando el bulto envuelto a sus pies—. Confío en que los sucesos de esta mañana conduzcan este asunto a una conclusión satisfactoria.
—Señor Holmes, es tan extraño... —comentó la señora Stone.
—¿Qué ocurre, señora? —le preguntó Holmes, levantando una ceja interrogante.
—Esta mañana, cuando fui a verla, me dijo Violet que usted volvería hoy, antes del mediodía. Le pidió a Tom que no fuera a trabajar, pero él fue de todas formas. ¿Cómo podía ella conocer a qué hora iba usted a venir antes de que yo misma lo supiera?
Pero antes de que Holmes pudiese intentar responderle, el señor Thomas Stone entró apresuradamente.
—He venido tan rápido como he podido —anunció sin aliento.
—Ah, estupendo —dijo Holmes, y se puso en pie—. Ahora que ya estamos todos, necesitaré estar un momento a solas con la señorita Stone. ¿Podría subir a su habitación?
La señora Stone y Thomas intercambiaron una mirada confundida, pero no protestaron cuando Holmes volvió a meterse bajo el brazo la misteriosa (pero aparentemente pesada) máquina y empezó a subir las escaleras. Me las ingenié para mantener una conversación educada con los Stone en su ausencia, pero sus rostros estaban llenos de ansiedad y yo me sentía realmente preocupado por mi propia confusión. Nuestra conversación no hacía más que interrumpirse y volver a empezar durante un cuarto de hora, que se convirtió en veinticinco minutos.
Por fin, justo cuando mi reloj anunciaba que Holmes se había ido hacía casi una hora, su voz nos llamó desde lo alto de las escaleras. Los Stone y yo nos levantamos al mismo tiempo, y si yo no fuera un caballero juraría que la señora Stone me empujó con el codo para abrirse paso hacia las escaleras.
Encontramos a Holmes sonriente junto a la cama de la joven señorita. Las lámparas de la habitación brillaban con fuerza y se había avivado el fuego de la chimenea. Se había movido el arcón que estaba junto a la cama, y me di cuenta de que parecía que alguien había golpeado y arañado su superficie hacía poco con un objeto pesado y aguzado. Pero esos pensamientos se me fueron pronto de la mente, solo para darles vueltas más tarde; pues cuando posé los ojos en la transformada muchacha que estaba en la cama no pude pensar en otra cosa.
—¡Mamá! ¡Tom! —gritó—. ¡He tenido un sueño muy extraño! Estaba nadando en una charca en la isla de Cnosos... ¡y entonces me desperté aquí! Debía de estar tan emocionada por irnos de vacaciones que soñaba con ello por adelantado. —Y entonces se echó a reír, con una alegre risa de campanillas tan musical como la que Thomas había descrito en el coche de alquiler. Aunque seguía estando tremendamente demacrada, Violet Stone parecía una persona por completo distinta. Sus ojos brillaban con una luz cálida, totalmente diferente al brillo maligno de tres días atrás. Y tal y como nos contó el señor Stone, sus incansables manos dibujaban graciosamente en el aire mientras hablaba.
—¿Violet? —inquirió la señora Stone, y entonces se arrojó sollozante a los brazos de su hija, siguiendo su instinto maternal—. ¡Querida, querida Violet! —Rodeó a la muchacha con los brazos y empezó a llorar violentamente.
—Mami, ¿qué pasa? —preguntó nerviosa la joven—. ¿Qué ocurre?
—No pasa nada, Violet —le respondió Holmes, dándole unas palmaditas en el hombro a la dama—. No pasa nada en absoluto.
Poco después, cuando la joven anunció que tenía hambre y que se moría por unas de las deliciosas natillas de su hermano, supimos que había llegado el momento de retirarnos. Holmes se derrumbó, agotado, sobre el asiento de cuero del coche que nos llevaría de vuelta a nuestros alojamientos. Me di cuenta de que el misterioso artefacto que había llevado en el viaje de ida había desaparecido, al igual que la tela negra en la que había estado envuelto. Cuando se lo comenté, Holmes me miró como si yo hubiera perdido totalmente el juicio, y no dijo nada.
Me sentía tan lleno de preguntas mientras ascendíamos las escaleras de Baker Street que me daba la impresión de que iba a estallarme la cabeza, pero quedaba claro que mi viejo amigo no estaba en condiciones de explicar nada. Me dio los buenos días con cordialidad y desapareció en su habitación si decir otra palabra.
Pasé muchas horas de los días siguientes tratando en vano de conseguir algún tipo de explicación de todo el asunto. Cuando llegó una agradecida carta de la familia Stone, que contenía un generoso cheque y sus más sentidos agradecimientos, traté de sacar alguna explicación de los cerrados labios de mi amigo, solo para que volviera a rechazarme sin decir palabra.
Sigo sin haber llegado, hasta hoy, a entender el caso, y debido a nuestro acuerdo no ha habido ningún intento de explicármelo. Como último recurso, debo confiar en el relato que me contó Holmes. A pesar de que esta historia puede traspasar los límites de la credulidad, es todo lo que conozco del curioso caso de la señorita Violet Stone.