El misterio del gusano John Pelan

He revisado los extraordinarios hechos que se relatan en esta narración y he llegado a la conclusión de que, incluso ahora, en un mundo en el que el viaje aéreo se considera algo normal y los motores de la guerra pueden escupir muerte desde el cielo, el mundo sigue sin estar preparado para las verdades que se exponen en ella. Los sucesos de esa espantosa noche de 1894 permanecerán escritos en estas páginas, a salvo entre mis demás papeles, hasta que llegue un tiempo en el que nuestro mundo esté preparado para descubrir esas grandiosas y aterradoras verdades.

A lo largo de los años, mi amigo Sherlock Holmes ha recibido una gran cantidad de extrañas visitas, desde mujeres histéricas con problemas de diversa índole hasta miembros de la familia real que utilizaban ridículos disfraces en un intento de mantener el anonimato. Fuera cual fuese la naturaleza del visitante, fuera cual fuese la petición de ayuda, Holmes, como cabía esperar, siempre se comportó como un perfecto caballero y trató a todos y cada uno de ellos con cortesía y aplomo. La poco habitual secuencia de hechos que culminarían en el suceso al que previamente me he referido como «El caso del extraordinario gusano del que se decía que la ciencia no conocía» comenzó a finales de la primavera de 1894, pocas semanas después del asunto relacionado con el feroz coronel Moran.

Holmes y yo nos encontrábamos leyendo en la salita; él una monografía sobre egiptología escrita por el profesor Rockhill, mientras yo satisfacía mi debilidad por el sensacionalismo con la última novela de misterio de Dick Donovan. Conocía a Donovan ligeramente debido al club Savage y tenía que ser siempre discreto cuando él pudiera oírme, pues, de lo contrario, cualquier referencia que hiciera a los casos de mis amigos podría verse convertida en una de sus escabrosas novelizaciones.

Una repentina llamada a la puerta hizo que tuviéramos que abandonar, sobresaltados, nuestras lecturas. ¡Una visita inesperada! Holmes se levantó con rapidez y recibió a nuestro visitante con la cortesía que se le debía. El hombre tendría unos treinta años, era alto y esbelto, pero se movía con una gracia que desmentía su corpulencia y su constitución atlética. Llevaba consigo un pequeño maletín que depositó en la mesa con sumo cuidado antes de tomar asiento allí donde Holmes le indicaba.

Miró a mi amigo.

—Usted debe de ser Sherlock Holmes, el detective de consulta. —Cuando Holmes se lo confirmó, se volvió hacia mí—. Por lo que usted debe de ser el doctor John Watson.

—Así es.

Satisfecho por encontrarse en el apartamento correcto, nuestro visitante sacó una cajita de madera y nos entregó a cada uno una tarjeta de visita, en las que estaba impreso:

Dr. Robert Beech

Entomólogo

—Me dedico al estudio de los insectos; mi especialidad son los procedentes de África y del Lejano Oriente. He acudido a ustedes, caballeros, con un problema que me ha dejado realmente perplejo, y confío en que el señor Holmes pueda ayudarme.

Holmes no dijo nada, pero juntó las manos y le dedicó a nuestro visitante toda su atención.

—En un reciente viaje a Egipto encontré unos objetos bastante extraños muy cerca los unos de los otros. Me temo que la relación existente entre estos objetos se encuentra más allá de mi área especializada de estudio, por lo que no les puedo encontrar ningún significado. Pero usted, señor Holmes, es famoso por resolver enigmas; ¿le importaría echarle un vistazo a lo que he traído? Apreciaría cualquier cosa que pudiera decirme acerca de estos objetos.

Holmes asintió, y nuestro visitante abrió su maletín y sacó de él, con mucho cuidado, tres objetos realmente curiosos. El primero de ellos era un cilindro de metal, de una tonalidad verdosa, con intrincados símbolos que yo encontré carentes de todo sentido. El objeto medía cerca de treinta centímetros de largo, diez de ancho y un grosor de cerca de la mitad de la anchura. Aparentemente, los símbolos cubrían totalmente su superficie, y se trataba de una caótica mélange de espirales, líneas y formas geométricas. Mientras observaba el objeto, me dio la impresión de que aparecía una especie de esquema entre los símbolos, pero mis ojos debían de estar cansados a causa de la lectura, pues las inscripciones parecieron brillar y cambiar de forma mientras las contemplaba. Parpadeé y centré mi atención en los otros objetos que se encontraban sobre la mesa.

El segundo era una piedra toscamente tallada que se parecía ligeramente a una estrella de mar labrada en una piedra común extraída de una mina. A pesar de que un arqueólogo podría haberle encontrado algún interés, yo no lograba hallar relación alguna con el cilindro de metal o con el repulsivo tercer objeto.

El tercero tenía mucho más que ver con la vocación del doctor Beech. Se trataba de un vial de cristal de gran tamaño, que desenvolvió con gran cuidado de una gruesa tela para revelar su contenido: un gusano especialmente repugnante que flotaba en formaldehído. La criatura medía unos tres centímetros y se parecía a un ciempiés, aunque con muchas menos patas. La cabeza de la criatura poseía unas mandíbulas de horrible aspecto que rodeaban lo que parecía ser un aguijón o una probóscide de algún tipo. Me estremecí involuntariamente.

Aunque la mayoría de las formas inferiores de vida nos resultan extrañas o repelentes, esta cosa tenía algo que iba más allá de la repugnancia física. De alguna forma parecía impura. Me sentí algo aliviado porque la criatura estuviese muerta y porque no existiese riesgo alguno de que se escapara y se escondiera en nuestro apartamento.

—El gusano —continuó diciendo nuestro invitado— es especialmente interesante, puesto que se encontró en un árido desierto, totalmente aislado y sin ninguna fuente visible de nutrientes. Los otros objetos son curiosidades interesantes, pero no tienen gran importancia; aunque se me ocurrió que, debido a los conocimientos que usted posee sobre criptogramas y escrituras parecidas, sería capaz de traducir las inscripciones del cilindro.

Durante toda esta parrafada, Holmes había mirado alternativamente el gusano, el cilindro y la piedra labrada. De pronto, se puso en pie.

—Caballero, debo pedirle que se marche ahora mismo. Usted no es más profesor de entomología que yo. Es usted un vulgar fraude, y estos objetos que ha traído con usted no tienen mayor interés que las curiosidades que Barnum exhibe en su museo. Buenos días.

Por un instante creí que el extraño iba a tratar de golpear a mi amigo, pues empezó a temblar de rabia debido a las acusaciones de Holmes. Pero logró contenerse, recogió en silencio sus cosas y se marchó sin decir palabra.

Observé interrogante a Holmes, esperando que me diese alguna explicación acerca de ese comportamiento tan poco habitual en él.

Cuando se volvió para mirarme, le brillaban los ojos de una forma especial.

—Mi buen y querido Watson... Cree que me he vuelto loco debido a la cocaína, que las drogas me han dejado débil y me han vuelto un cascarrabias. No, no, querido, no lo niegue; su expresión lo dice todo. Le aseguro que no me he vuelto loco, ni he sido más descortés de lo que requería la situación. Nos encontramos en aguas profundas, Watson, ¡realmente profundas! Nuestro «invitado» es un hombre muy peligroso, y no me habría comportado de la forma en la que lo hice si no hubiese estado completamente seguro de que él solo llevaba encima una espada y un cuchillo, y de que usted tenía a mano su revólver.

—Cielo santo, Holmes, yo no vi esas armas, y eso que aplico sus métodos lo mejor que puedo...

—En fin, Watson, ¿qué opina de nuestro visitante y de su maletín lleno de baratijas? La situación quedaba bastante clara.

Resumí mis observaciones a medida que iba recordándolas:

—Nuestro hombre superaba con mucho la estatura media y era de constitución atlética, lo cual, aunque no es algo común entre los científicos, tampoco es algo insólito, sobre todo teniendo en cuenta que su área de estudio requiere una cantidad considerable de trabajo de campo. Iba bien vestido y llevaba un bastón, ciertamente más como accesorio de moda que por una necesidad física. Una vez más, no se trata de una afectación habitual en un hombre de ciencia, pero, de nuevo, tampoco es algo insólito. Tendría unos treinta años, joven para su profesión, pero una edad en la que es más probable que se dedique a realizar trabajos de campo que a moldear mentes jóvenes en los salones de la academia. Así, no hay nada que entre en contradicción con su historia.

—¡Espléndido! —Holmes aplaudió y se puso en pie, y empezó a dar paseos—. ¡Watson, ha aprendido bien mis métodos! Todo lo que ha dicho es preciso y creíble en la superficie. No obstante, usted solo vio lo que nuestro visitante quería que viese, y no llegó a observar lo que estaba allí esperando a ser observado.

»El bastón que llevaba ocultaba una espada; he visto muchos de esos. Usted no se dio cuenta de que el bastón tenía una empuñadura poco habitual que sirve de guarda y permite agarrarlo con fuerza durante el combate. Eso en sí mismo no es condenatorio, pero si se une a las otras evidencias, demuestra que nuestro hombre no es quien dice ser.

»¿No se fijó usted en sus muñecas? La derecha tenía un grosor bastante mayor que la izquierda. Si a esto unimos los callos que tenía en la mano derecha, demuestra que se trata de un hombre que pasa gran cantidad de tiempo manejando una espada; lo que, a su vez, sugiere que se trata de un duelista. Además, me di cuenta de su tendencia a apoyar el peso en la punta de los pies; una vez más, indicativo de un hombre que pasa gran cantidad de tiempo practicando esgrima.

—¡Holmes! —exclamé—. Es sorprendente. Seguramente no habrá podido echarle más que un simple vistazo a sus muñecas.

Mi amigo sonrió y continuó con su explicación.

—¿No se dio cuenta de su curioso bronceado?

—Por supuesto que lo hice; parecía como si, hacía poco, se hubiera quemado hasta quedar tan rojo como un indio.

—Exactamente, Watson; y eso es precisamente lo que me llamó la atención. Un hombre que realmente pasa gran cantidad de tiempo en el exterior adquiere un tono más profundo e igualado, debido a la exposición frecuente al sol durante un período de tiempo prolongado. Nuestro hombre tenía el aspecto que tendría el londinense medio tras su primer viaje a un clima soleado; lo cual sería extraño si realmente nos estuviera diciendo la verdad acerca de su profesión. Además, su tarjeta de visita no llevaba dirección alguna; una práctica común entre aquellos que recorren el mundo, pero que, si se une a la intensidad de su bronceado, sugiere inmediatamente un fraude. Nuestro hombre, debo recalcar, no está acostumbrado a localizaciones más exóticas que nuestra propia costa.

»No, Watson; aquí se está llevando a cabo un extraño juego, y me gustaría estar seguro de la identidad de nuestro oponente. Sospecho que no vamos a tener que esperar mucho.

La precisión de las afirmaciones de Holmes fue sorprendente; antes de que hubiera terminado de hablar, se paró una calesa junto a la acera y se bajó de ella un único pasajero.

—Watson, coja su revólver del cajón y manténgalo a mano. A menos que esté equivocado en grado sumo, el caballero que se acerca es tan tremendamente peligroso que, a su lado, nuestro anterior invitado parecería un simple golfillo. Lo haré pasar.

—Holmes, si es tan peligroso como usted dice, ¿de qué serviría invitarlo a entrar, excepto para ponernos en peligro?

—Oh, venga, Watson. —Los ojos de Holmes brillaban de esa forma característica que indicaba que sus instintos de investigación se habían despertado por completo—. ¿No siente al menos un poco de curiosidad acerca de por qué un hombre semejante buscaría al más famoso detective del mundo?

El hombre al que Holmes hizo entrar en la habitación era peculiar, aunque, ciertamente, no más que nuestro anterior visitante. Un hombre de aspecto juvenil, posiblemente de ascendencia mediterránea, vestido inmaculadamente, como cualquiera de los indolentes retoños de cualquiera de las familias más ricas del Imperio. Era de estatura media y, por sus movimientos, se adivinaba que se encontraba en buena forma física. No tenía nada extraño en su persona, hasta que uno se daba cuenta del enorme gato negro que se acomodaba sobre su hombro y de sus extraños y penetrantes ojos. Sin duda alguna, esos ojos pertenecían a un hipnotizador.

—Señor Holmes, doctor Watson, soy el doctor Nikola —se presentó mientras se sentaba en la silla que Holmes le había indicado. Durante todo ese tiempo, su felino compañero no dejó de mirarnos torvamente y sin parpadear—. En primer lugar, debo disculparme por haber enviado a Persano a verlos. Necesitaba comprobar si sus recursos mentales merecían los elogios que había escuchado. El subterfugio resultaría evidente a una mente superior, pero bien podría pasarle desapercibido a un intelecto inferior.

»Envié a Persano porque, de todos mis asistentes, es el que tiene un aspecto que despierta menos alarma. Pero ya es suficiente. Mi propósito al visitarlo, señor Holmes, es bastante simple. A pesar de que bien podría considerarme como el mayor intelecto de esta época, mis estudios se limitan a ciertos campos, al igual que los suyos se centran en otras disciplinas. Permítame que le explique el enigma al que me enfrento, y estoy totalmente seguro de que accederá a ayudarme en una empresa que realmente merece la pena.

Decir que el hombre era arrogante sería quedarse realmente corto. Parecía claro que estaba loco... ¡y Holmes le había dejado entrar! Nuestro invitado no se dio cuenta de mi expresión de incredulidad mientras él pronunciaba estas ridículas afirmaciones. Holmes se limitó a asentir y escuchó con atención y sin dejar de mirar al gato, que permanecía allí sentado, completamente inmóvil excepto por un movimiento rítmico de la cola. No dijo nada hasta que nuestro invitado hubo terminado.

—Doctor, puede que debiera empezar por el principio y explicarnos qué razón lo mueve a pensar que yo podría iluminar de alguna forma este enigma al que se enfrenta.

Nikola inspiró profundamente, como si se preparase para realizar un enorme ejercicio físico. El gato permaneció inmóvil, excepto por su cola.

—Señor Holmes, acabo de regresar de Egipto; no es mi intención revelarle mayores detalles. Baste con decir que existe allí una antigua ciudad que desde hace mucho se pensaba perdida y que, gracias a mis estudios, he logrado localizar.

»Como sin duda alguna ya sabrá, soy científico. He dedicado mi ya larga vida a crear un mundo perfecto, uno que disfrute de las ventajas que ofrecen todas las ciencias, tanto las conocidas como las arcanas. Para ese fin es necesario que disfrute de una vida extraordinariamente larga, y que aquellos que pueden ayudarme considerablemente en la consecución de mi utopía de la ciencia disfruten de una longevidad parecida. Pero me estoy extendiendo demasiado...

—Un momento, caballero. —No pude seguir escuchando semejantes locuras sin hacer algún comentario—. Habla de su edad como si fuera un anciano. Y no puede usted tener más de treinta y cinco años a lo sumo.

Holmes no dijo nada, pero la mirada que me dirigió fue más que suficiente para indicarme que había hablado más de lo que recomendaba la prudencia. Nuestro invitado no pareció ofenderse por mi desafío, sino que continuó hablando como si se tratase de un profesor dando una clase a unos estudiantes especialmente obtusos.

—Que quede claro que estoy convencido de que mi apariencia física es la de un hombre de treinta años, no de treinta y cinco. Puede resultarle interesante el hecho de que yo tenía un aspecto bastante parecido cuando su duque de Wellington acabó con el monstruo francés. Ciertamente, existen determinados componentes, conocidos solo por unos pocos, que alargan bastante la esperanza de vida humana. He mantenido durante muchos años correspondencia mutuamente beneficiosa con un caballero chino del que creo tener razones más que suficientes como para suponer que era joven cuando empezaron a construir las pirámides de Guiza. Nuestra comunicación ha tenido como resultado el que yo obtuviera un cierto compuesto hace ya muchos años, con obvios resultados. No obstante, mi colega se ha mostrado algo reticente a la hora de proporcionarme suficiente información como para poder reconstruir su fórmula.

Finalmente, Holmes tomó la palabra.

—Conozco bastante bien la reputación que posee usted como vivisector, pero ahora me quedan demasiado claros los propósitos que se esconden tras sus experimentos. ¡Busca la vida eterna! Cree que su colega ha encontrado la llave química que abre las puertas de la inmortalidad y pretende replicarla.

—Cierto. Ya conozco lo suficiente de la composición del elixir como para saber que tuvo su origen en Egipto y que uno de sus ingredientes es la jalea real de una especie concreta de abejas. El intentar recrear la fórmula a partir de estos conocimientos ha resultado ser fútil, y ha evitado que pudiese dedicarme a otras áreas de interés. Recientemente llegué a la conclusión de que mi amigo asiático podría no ser el único en poseer la fórmula que necesito. Creo que existen otros seres para los que aquello que yo llamo elixir vitae es algo tan corriente como lo es la ginebra barata para un trabajador de Stewpony.

»Lo que he descubierto tiene que ver con los materiales que Persano trajo para enseñarle. Permítame que le explique las curiosas circunstancias en que se descubrieron y veremos si llega usted a las mismas conclusiones que yo.

»Existen lugares en el desierto egipcio en los que ciudades enteras de la antigüedad se encuentran totalmente enterradas bajo las arenas cambiantes, y ciudades modernas en las que los niños juegan con los huesos de los reyes y los perros salvajes desgarran los cuerpos de los sumos sacerdotes de los antiguos dioses. Un lugar realmente extraño, un lugar en el que creo que se encuentra el origen del elixir vitae.

»Ya he mencionado a mi colega asiático. Gracias a la más sutil de las pistas y a la más increíble de las coincidencias, he llegado a la conclusión de que es muy posible que caminase sobre esta tierra hace mucho tiempo, bajo la identidad de uno de los faraones del Reino Antiguo. Teniendo esto en mente, reuní algunos de mis más poderosos ayudantes, y a aquellos que podían viajar públicamente sin causar alarma indebida, y los envié a explorar el hogar ancestral de mi... amigo.

»Les evitaré los detalles de cómo nos vimos forzados a abandonar la ruta que habíamos elegido debido a una de esas tormentas de arena endémicas de la región. Aún queda mucho que descubrir en África; los hallazgos de Burton y Speke palidecen en comparación con lo que nosotros nos encontramos. Se abrió el velo de arena y fuimos los primeros humanos en muchos siglos en encontrar rastros de la Ciudad de los Pilares. Quedaban pocas columnas en pie; la mayoría estaba enterrada, salvo por unos pocos metros que salían de la arena. Se habían tallado en basalto, y bien podrían tener un diámetro de cinco metros. Sobre la parte superior de cada uno de los nueve pilares que observamos se encontraba una profunda depresión que contenía unos objetos de metal parecidos al que Persano les ha mostrado. Cada uno de los cilindros se hallaba parcialmente cubierto por una de las piedras estrella que también han visto ustedes. Una unión interesante e incomprensible; si las torres eran tan altas como sospecho, ¿qué motivo terrenal les habría impulsado a colocar estos objetos en la parte superior? Medité sobre ello durante algún tiempo, mientras Persano trataba de tranquilizar a nuestros porteadores, que estaban convencidos de que nos hallábamos en presencia de un gran mal. Puede que lo más curioso fuera el hecho de que las piedras estrella se encontraban soldadas a los pilares mediante barras de hierro forjado. Alguien, en algún momento, se había tomado muchas molestias para asegurarse de que las piedras permanecieran en su lugar.

»Se preguntarán qué tiene todo esto que ver con elixires para la longevidad, abejas y cosas por el estilo. A primera vista nada y, si no fuera por la avaricia de uno de nuestros porteadores, yo tampoco habría encontrado la conexión.

»Habíamos establecido el campamento cerca del lugar. Persano, que actúa como guardia personal, y yo establecimos nuestra tienda algo más lejos, tal y como era mi deseo. La noche en el desierto se encontraba sumida en un silencio sepulcral hasta que me despertó un espantoso zumbido; el ruido que produciría un ejército de langostas o de abejas. El aire literalmente vibraba a causa del batir de sus alas. Ese ruido era mucho más profundo y resonante que el que produciría cualquier insecto que yo hubiera oído antes. Persano y yo nos quedamos donde nos encontrábamos y forzamos la vista para intentar captar aunque fuera un vistazo de lo que estaba ocurriendo en el campamento. Por desgracia no pudimos ver nada, excepto un resplandor sobre el cielo nocturno.

»Solo cuando Ra comenzó su viaje pudimos ver con claridad lo que había ocurrido durante la noche: habían arrasado el campamento. No quedaba en él rastro alguno de vida. Al examinar uno de los pilares, descubrimos que alguien, sin duda uno de los porteadores, pues mis hombres eran totalmente leales, había arrancado una de las piedras estrella. Yacía sobre la arena apenas a una docena de metros del lugar de donde la había sacado. Del hombre no quedaba ni rastro, así como de sus compañeros, excepto por unas manchas de un rojo ominoso que se secaban sobre la arena.

»Regresamos a Inglaterra con los tres objetos que Persano les ha mostrado. Está bastante claro que el cilindro no es más que un aparato que sirve para comunicarse a través de las barreras del espacio y el tiempo. También queda claro que la piedra, o el estar cerca de la piedra, interfiere con la transmisión. ¿Qué saca usted de todo esto, señor Holmes?

Mi amigo observó a nuestro invitado durante un minuto, y me dio la impresión de que estaba teniendo lugar algún tipo de lucha silenciosa entre esas dos grandes mentes, casi como si se estuvieran leyendo los pensamientos el uno al otro. Finalmente, Holmes habló.

—Doctor, es usted un hombre brillante. Sus deducciones son, al parecer, totalmente correctas. Sospecho que este objeto es algún tipo de aparato de comunicaciones creado, obviamente, por una ciencia muchísimo más avanzada que la nuestra. De la descripción que usted me ha hecho de los sucesos acaecidos, solo puedo llegar a la conclusión de que transmite algún tipo de señal a través del éter, una señal a la que algo responde de una forma bastante alarmante. La piedra debe de tener ciertas propiedades que interfieren con la señal, y, a juzgar por los sucesos que nos ha relatado, da la impresión de que sería más que prudente mantener en todo momento la piedra cerca del cilindro.

—Eso es exactamente lo que yo creo, señor Holmes. —Los enormes ojos oscuros de Nikola brillaban de excitación—. Tengo la teoría de que, fueran quienes fueran los seres que respondieron a la señal, no se llevaron a mis porteadores por malicia, sino más bien por pura curiosidad científica. El hecho de que esos aterrorizados y tontos ignorantes luchasen contra ellos o los intentasen atacar explicaría las manchas de sangre que encontramos. Imagínese, si así lo desea, los beneficios que podríamos sacar si hablásemos con estos seres, si aprendiésemos su ciencia, tan obviamente avanzada respecto a la nuestra. Si no significan nada para ellos los abismos del espacio, ¿no resulta razonable suponer que hayan podido encontrar alguna forma de acabar con las amenazas del tiempo y la muerte?

—Yo no supongo nada, doctor —le replicó Holmes con brusquedad—. Llego a conclusiones basándome en inferencias lógicas; hacer otra cosa es anatema contra mis métodos. Bien podría ser como usted dice, que lo que visitó su campamento, fuera lo que fuera, viniera de otro lugar ajeno a nuestro planeta. Pero el intentar averiguar los motivos de algo que es, por definición, extraño a nosotros, es una cuestión totalmente distinta. Y, aun así, la perspectiva de establecer comunicaciones con otra raza inteligente es realmente intrigante. ¿Qué sugiere usted?

Nikola sonrió, algo no muy agradable de ver. La expresión carecía de calidez y de humor; era más parecida a la de un autómata que copiara la expresión humana.

—Poseo un edificio relativamente aislado en Limehouse que sería perfecto para nuestro experimento. Pretendo invocar a estos «eternautas», como yo los llamo, y mantener con ellos una conversación. Está claro que el peligro no va a ser pequeño, pero da la impresión de que, sean las que sean las fuerzas que utilizan estos seres para atravesar las barreras, quedan anuladas cuando la piedra se encuentra cerca del cilindro; por lo que podríamos acabar rápidamente con la conversación en el caso de que no lográramos hacernos entender.

»Señor Holmes, usted posee una notable habilidad para encontrar significado a la más oscura de las pistas. ¡Le estoy pidiendo que utilice esa habilidad para intentar comunicarse con seres provenientes de otro mundo!

Dado que semejante conversación era el tipo de locura que se podía esperar de un par de comedores de opio que farfullaran señalando sus alucinaciones, el ver a mi amigo asintiendo me pareció la mayor de las locuras, hasta que me acordé de ese extraño gusano que nos había mirado con sus muertas facciones a través del vial. Nikola entregó a Holmes una tarjeta con la dirección en la que iba a tener lugar nuestro experimento y nos dejó para que pudiéramos hablar entre nosotros.

—Un hombre de lo más insólito —musitó Holmes—. Habría esperado oír más cosas sobre él y su celestial amigo a lo largo de los años. Watson, este podría ser un juego realmente interesante. No necesito señalar que las apuestas son verdaderamente elevadas...

Despedimos a nuestro conductor, puesto que no podíamos saber cuánto tiempo permaneceríamos en el almacén de Nikola. Por el aspecto que tenía, daba la impresión de que el doctor no estaba tan versado en las cuestiones económicas como lo estaba en las científicas. Resultaba difícil imaginarse una estructura menos atrayente, incluso en los barrios bajos de Limehouse. El edificio era una estructura de madera que tenía el aspecto de haberse derrumbado y vuelto a construir en numerosas ocasiones. Se alzaba, manchado por el humo y la suciedad, detrás de una hilera de chabolas abarrotadas de trabajadores chinos.

Hoy en día, mi amigo Burke escribe pequeños artículos en los que alaba los encantos y las costumbres de este distrito y sus gentes. Puedo asegurar a mis lectores que sus agradables historias otorgan a esta deplorable barriada un aura que nunca ha poseído.

Oímos el débil golpeteo del canto de un bastón poco antes de que Persano apareciese.

—Caballeros, les ruego que me disculpen por el subterfugio. Como sin duda ya les habrá explicado mi jefe, cuando el precio de algunos asuntos bien podría ser la vida eterna, deben dejarse a un lado los modales.

Holmes asintió con hosquedad y le indicó a Persano que nos indicara el camino. La puerta del almacén estaba cerrada mediante un gran candado, que abrió con una enorme llave.

—El doctor solía realizar aquí sus experimentos. En un vecindario tan empobrecido, nunca faltan voluntarios...

—¿Y Nikola dónde está?

—Se reunirá con nosotros en breve. ¡Ya hemos llegado!

La habitación contenía un gran número de aparatos científicos, incluidas varias mesas llenas de tanques y vasos de precipitación, la mayoría de los cuales se encontraban vacíos en aquel momento. Algunos de los tanques aún mostraban evidencias de la vocación de Nikola por la vivisección. Ya eran bastante malas las arañas y los sapos de tamaño gigantesco, pero también vi con demasiada claridad a qué se había referido Persano cuando había hablado de «voluntarios». Es mejor no contar las atrocidades que se habían cometido contra esas pobres gentes; realmente espero que se hubiera limitado a experimentar con los muertos, y que no lo hubiera hecho con los vivos.

Había una mesa alejada de las demás, en un extremo de la habitación, sobre la que se encontraban la piedra estrella y el cilindro. Tras la mesa había una curiosa representación de la forma humana, forjada admirablemente de metal. ¡Un autómata! Si estos sorprendentes objetos eran lo que el doctor había dejado atrás, ¿qué locuras y qué maravillas habría contenido este laboratorio cuando se encontraba completamente operativo?

Eché un vistazo a Holmes y observé una expresión de alarma en su rostro. Persano se encontraba examinando de forma somera ciertos objetos que se encontraban sobre una de las mesas. Holmes me indicó que guardara silencio y señaló con la cabeza la puerta por la que habíamos entrado.

Sus crípticos gestos cobraron sentido cuando el autómata, con un chirrido de metal, cobró... «vida». No había señal alguna del titiritero que manejaba los hilos eléctricos de la grotesca marioneta, pero quedaba claro cuál era su objetivo. Con un hábil movimiento, cogió la piedra estrella y la alejó del cilindro.

—¡Watson, Persano, salgan de aquí si es que valoran sus vidas!

El grito de Holmes nos sobresaltó mientras mirábamos al hombre mecánico, que había vuelto a quedarse rígido y sin vida. Holmes me agarró del brazo y me alejó de allí. Persano empezó a seguirnos, pero luego se detuvo y comenzó a gritar:

—¡Cobardes! ¡Los eternautas llegarán pronto, y pueden entregarnos la vida eterna!

—Ignórelo, Watson, no tiene idea alguna de las fuerzas con las que nos enfrentamos aquí. Esto no es más que otro de los experimentos de Nikola...

Salimos a trompicones a la fría noche, y Holmes se dio la vuelta y cerró la puerta a nuestra espalda. Corrimos hasta el otro lado de la calle y observamos cómo descendía la locura...

Apareció en la noche un túnel centelleante, de un color que no pude distinguir, y que, de alguna forma, bloqueaba las estrellas. Daba la impresión de que el túnel atravesaba las paredes del almacén de Nikola sin llegar a dañar la madera. De su interior provenía un zumbido y un chirrido como el que producirían las alas de un millón de langostas...

Y entonces, tan rápido como había comenzado, todo acabó. El cielo nocturno recuperó sus características normales. Nos quedamos allí en silencio durante casi una hora, fumando, observando, esperando; no estoy demasiado seguro de qué. Finalmente, dijo Holmes:

—Ha sido una visita breve; supongo que la entrevista del señor Persano no ha resultado ser demasiado satisfactoria. ¿Entramos? Creo que ya ha pasado el peligro. Sin duda, Nikola debe encontrarse allí dentro, en alguna parte, esperando a ver cómo acaba todo. Sería una pena decepcionarlo.

La enorme habitación se hallaba intacta. Persano estaba vivo... más o menos. Encontramos otros dos ejemplares de esos extraordinarios gusanos, y, sin duda alguna, Holmes seguirá teniéndolos flotando en frascos de formaldehído. También nos llevamos el cilindro y la piedra estrella; sorprendentemente, su propietario jamás nos llamó para recuperarlos.

Persano nunca volvió a decir nada inteligible. De cuando en cuando profería a voz en grito extraños sonidos que ni el más capacitado de los lingüistas fue capaz de descifrar. Los gritos parecían ser un intento por reproducir sonidos que nunca se pretendió que profiriera una garganta humana. Persano falleció en un manicomio algunos meses después; lo que vio sigue siendo un misterio que se llevó con él a la tumba.

Tuvimos una oportunidad para estudiar a placer esos gusanos. Sin duda alguna se trataba de parásitos, aunque de un aspecto muy poco habitual. Tras examinar su icor descubrimos que seguían una dieta a base de metal, aunque su aspecto era muy parecido al de ciertos gusanos de África conocidos por habitar dentro de un anfitrión humano o animal. ¿Sería posible que sus organismos anfitriones fueran seres de metal vivo?

Fuera cual fuera el aspecto que tuvieran los eternautas, sirvió para enloquecer a Persano. De hecho, cuando, previamente, Holmes había comentado nuestra incapacidad para averiguar los motivos que mueven a una mente totalmente ajena a la nuestra, se le olvidó mencionar lo terrible que podía llegar a ser su aspecto y cómo su visión podía conducir a la locura incluso a un hombre con una fuerza de voluntad tan grande como la de Persano.

Los hechos que siguieron a los de esa espantosa noche resultaron ser bastante anticlimáticos. No volvimos a ver al doctor Nikola, a pesar de que tengo razones para creer que mi amigo siguió comunicándose con él, seguramente sobre asuntos sin relación alguna con el que aquí nos ocupa. Al resumir estos sucesos tan poco habituales, que ocurrieron hace casi treinta años, no puedo evitar maravillarme ante alguna de las cosas que sucedieron. El colega de Nikola hizo sentir su terrible presencia en Londres, tal y como el doctor mencionó que podía suceder. El propio Nikola desapareció durante la Gran Guerra, aunque sospecho que su desaparición será solo temporal. ¿Podría haberse ido de verdad un hombre como Nikola? No lo creo. Ahora luchamos en un mundo espantosamente arruinado, un mundo cada vez más preparado para recibir a un líder capaz de prometer y demostrar grandes maravillas. Sospecho que el doctor volverá a aparecer pronto en el escenario del mundo. Desconozco si alguna vez tuvo éxito en replicar la fórmula que buscaba, pero ha tenido muchos años en los que llevar a cabo sus investigaciones y reclutar nuevos aliados.

Hace mucho que mi amigo Holmes se ha retirado a una aislada granja en Sussex, en la que cría abejas. He aprendido lo suficiente de sus métodos como para encontrar elementales los motivos de esta actividad. Solo puedo confiar en que sus experimentos científicos tengan éxito y que nunca se vea tentado de alejar la piedra estrella de su lugar junto al cilindro de metal.