La aventura del símbolo voor Richard A. Lupoff

Era el peor invierno que Londres había conocido desde que el ser humano podía recordar, puede que desde que los romanos fundaran Londinium casi dos mil años atrás. Había bajado un frente tormentoso procedente del Mar del Norte que había aislado al continente y había cubierto la gran metrópolis con gruesas capas de nieve que pronto quedaron ennegrecidas debido al asfixiante humo que producían diez mil estufas de carbón, y que se convertían en una traicionera capa de hielo cuando se mezclaban con las apenas más cálidas tormentas de aguanieve.

Por tanto, Holmes y yo nos acomodamos en nuestras habitaciones del 221B de Baker Street. El fuego estaba encendido, habíamos disfrutado de una espléndida cena consistente en pastel de carne y col roja que nos había servido la fiable señora Hudson, y yo me encontraba soñando despierto con un buen brandy añejo y una pipa mientras Holmes se entregaba a su nueva pasión.

Había saqueado nuestra exigua cuenta para conseguir el dinero suficiente para conseguir uno de los nuevos gramófonos del señor Emile Berliner, que había importado Harrods, en Brompton Road. Había puesto en la máquina una de las nuevas grabaciones en disco del señor Berliner, que se anunciaban como una importante mejora respecto a los cilindros de cera tradicionales. Pero los sonidos que salían de ese cuerno no me parecían ni demasiado agradables ni demasiado melodiosos. Realmente eran de una naturaleza extraña e inquietante, unas armonías aparentemente discordantes, pero aun así sugerentes, que era mejor no llegar a entender.

Estaba a punto de pedirle a Holmes que apagara ese artilugio cuando la melodía terminó y Holmes retiró la aguja del surco.

Se llevó un dedo a los delgados labios y susurró bruscamente mi nombre.

—¡Watson! —repitió mientras yo bajaba mi pipa. Casi se me cae la copa de brandy, pero fui capaz de recogerla a tiempo de evitar que se derramase.

—¿Qué ocurre, Holmes? —le pregunté.

—¡Escuche!

Mantuvo levantada una mano, con una expresión de intensa concentración en sus saturninas facciones. Señaló con la cabeza las ventanas cerradas que daban a Baker Street.

—Lo único que oigo es el zumbido del viento chocando contra las cornisas —le dije.

—Escuche con más atención.

Incliné la cabeza, tratando de percibir lo que había llamado la atención de Holmes. Se oyó un crujido en el piso de abajo, seguido del ruido de una puerta al abrirse y luego cerrarse, y el golpeteo de unos nudillos contra una puerta de madera, este último ahogado como por una tela fina.

Miré a Holmes, quien se llevó un largo dedo a los labios para indicarme que guardara silencio. Señaló la puerta con la cabeza y, poco después, oí a la señora Hudson, que ascendía por la escalera hacia nuestros alojamientos. Su paso firme iba acompañado por otro, más ligero y cauteloso.

Holmes abrió la puerta principal y vimos a nuestra casera, con la mano levantada, a punto de llamar.

—¡Señor Holmes! —jadeó.

—Señora Hudson, ya veo que ha traído con usted a lady Fairclough, de Pontefract. ¿Sería tan amable de dejar pasar a lady Fairclough y de traerle a la señora una taza de té caliente? Debe de haber sufrido mucho en el trayecto en esta noche invernal.

La señora Hudson se dio la vuelta y descendió por las escaleras mientras la esbelta joven que la había acompañado entraba en nuestra sala de estar con largas y graciosas zancadas. La señora Hudson había dejado detrás de ella, en el suelo, con sumo cuidado un maletín de tela.

—Lady Fairclough —se dirigió Holmes a la recién llegada—. Permítame que le presente a mi socio, el doctor Watson. Por supuesto, usted ya sabe quién soy yo; si no, no habría venido buscando mi ayuda. Pero primero haga el favor de calentarse junto al fuego. El doctor Watson traerá una botella de brandy con la que daremos más fuerza al té caliente que está preparando la señora Hudson.

La recién llegada no había pronunciado palabra alguna, pero en su rostro se reflejaba el estupor que sentía ante el hecho de que Holmes hubiese sabido su identidad y su casa sin que nadie se lo hubiese contado. Llevaba un moderno sombrero forrado de piel oscura, y un abrigo a medida decorado de forma similar en el cuello y los puños. Llevaba los pies cubiertos con unas botas que desaparecían bajo el dobladillo de su abrigo.

La ayudé a desprenderse de su abrigo. Para cuando lo hube colocado en nuestro armario, lady Fairclough se encontraba cómodamente sentada en nuestra mejor silla y tendía sus delicadas manos hacia las alegres y danzarinas llamas. Se había quitado los guantes y los había colocado con aparente despreocupación sobre el brazo de madera de su butaca.

—Señor Holmes... —dijo con una voz que denotaba una culta sensibilidad y un terror apenas contenido—. Discúlpeme por molestarlos a usted y al doctor Watson a una hora tan tardía, pero...

—No necesita disculparse, lady Fairclough. Al contrario, habría que felicitarla por haber tenido el valor de cruzar el Atlántico en mitad del invierno, y habría que felicitar también al capitán del vapor Murania por haber negociado de forma tan satisfactoria la travesía. Una lástima que nuestros agentes de aduanas hayan retrasado su desembarco de la forma en la que lo han hecho, pero ahora que por fin está aquí, tal vez pueda hablarnos al doctor Watson y a mí del problema que aflige a su hermano, el señor Philip Llewellyn.

Si lady Fairclough se había sorprendido de que Holmes la hubiese reconocido sin que los hubiesen presentado, esta afirmación la dejó más atónita de lo que puede describir mi magra capacidad de redacción. Se llevó una mano a la mejilla, que, en el favorecedor resplandor de las danzarinas llamas, mostraba una suave complexión y una graciosa curva.

—Señor Holmes —exclamó—, ¿cómo sabe todo eso?

—No ha sido nada, lady Fairclough, solo se necesitan unos sentidos alerta y una mente activa. —No recibí bien la mirada que me lanzó Holmes, pero tampoco iba a protestar en presencia de una invitada y potencial clienta.

—Eso dice usted, señor Holmes, pero he leído acerca de sus logros y, en muchos casos, casi parecen sobrenaturales —respondió lady Fairclough.

—En absoluto. Consideremos este caso. Su maleta porta la etiqueta de los cruceros Estrella Azul. El Murania y el Lemuria son los principales cruceros transoceánicos de los cruceros Estrella Azul, y se alternan en las rutas transatlánticas oriental y occidental. Un simple vistazo a las noticias diarias sobre los buques muestra que el Murania llegaría a Liverpool esta mañana temprano. Si el barco hubiese llegado a puerto incluso a una hora tan tardía como las diez de la mañana, dado que el viaje en ferrocarril de Liverpool a Londres solo dura un par de horas, habría llegado a nuestra ciudad para mediodía. Otra hora, como mucho, desde la estación hasta Baker Street, y habría llegado a nuestra puerta a la una. Pero —concluyó Holmes tras echarle un vistazo al reloj que descansaba sobre nuestro aparador— ha llegado a la sorprendente hora de las diez de la noche.

—Pero, Holmes —intervine yo—, puede que lady Fairclough tuviese otras cosas que hacer antes de venir aquí.

—No, Watson, no. Me temo que no ha llegado a la conclusión correcta después de observar lo que seguro que ha observado. Se ha dado cuenta, ¿verdad?, de que lady Fairclough ha traído su equipaje con ella.

Me declaré culpable de los cargos.

—Está claro que, si no estuviese actuando con precipitación, lady Fairclough habría ido a su hotel, se habría refrescado un poco y habría dejado el equipaje en sus habitaciones antes de venir a Baker Street. El que solo haya traído una maleta es una prueba más de la urgencia con la que partió de su hogar en Canadá. En fin, Watson, ¿qué puede haber causado que lady Fairclough comenzara su viaje con tanta urgencia?

Sacudí la cabeza.

—Debo confesar que estoy completamente perdido.

—No hace ni ocho días que en el Daily Mail apareció un comunicado procedente de Marthyr Tydhl, una ciudad en la frontera entre Inglaterra y Gales, en el que se hablaba de la misteriosa desaparición del señor Philip Llewellyn. Ha habido tiempo suficiente para que las noticias llegasen a lady Fairclough en Pontefract a través de un cablegrama transatlántico. Como temía que, si se retrasaba en acudir al puerto y en embarcar en el Murania, podría sufrir un retraso intolerable, lady Fairclough hizo que su doncella empacase en su maleta las pocas cosas más imprescindibles. Luego partió hacia Halifax, de donde zarpaba el Murania, y si hubiese llegado a Liverpool esta mañana habría partido inmediatamente hacia Londres. Y aun así, llegó nueve horas después de lo que se habría esperado. Dado que nuestro servicio de ferrocarriles no se ve interrumpido ni por las condiciones climáticas más severas, el responsable solo puede ser el servicio de aduanas, igualmente famoso por ser tremendamente puntilloso y por sus tácticas dilatorias.

Holmes se volvió a girar hacia lady Fairclough y dijo:

—Lady Fairclough, en nombre del servicio de aduanas de Su Majestad, le presento mis disculpas.

Llamaron a la puerta y entró la señora Hudson con una bandeja con té caliente y emparedados fríos. La dejó sobre la mesa y se marchó.

Lady Fairclough les echó un vistazo a las viandas y exclamó:

—Oh, no podría.

—Tonterías —insistió Holmes—. Ha realizado un largo viaje y se enfrenta a una peligrosa tarea. Debe mantener sus fuerzas. —Se puso en pie y le añadió brandy al té de lady Fairclough, y luego permaneció de pie con aire serio a su lado mientras ella se tomaba su bebida y dos emparedados.

—Supongo que sí tenía hambre, después de todo —terminó por admitir. Yo me alegraba de que hubiera vuelto el color a sus mejillas. Había llegado a sentirme seriamente preocupado por su bienestar.

—Y ahora, lady Fairclough —dijo Holmes—, sería mejor que fuera a su hotel y que recuperara sus fuerzas con una buena noche de sueño. Confío en que haya hecho una reserva.

—Oh, por supuesto, en el Claridge’s. Tengo reservada una suite, cortesía de Cruceros Estrella Azul, pero ahora no podría descansar, señor Holmes. Estoy demasiado preocupada como para dormir antes de haberle explicado mis necesidades y de estar segura de que usted y el doctor Watson aceptarán mi caso. Tengo mucho dinero, si es que eso le preocupa.

Holmes le aseguró que los detalles financieros podían esperar, pero yo me encontraba muy complacido porque nuestra invitada me hubiese incluido en su petición de ayuda. En demasiadas ocasiones me había sentido infravalorado, cuando, en realidad, era el socio de confianza de Holmes, tal y como él mismo había reconocido en multitud de ocasiones.

—Muy bien —asintió Holmes, y se sentó frente a lady Fairclough—. Haga el favor de contarme su historia con sus propias palabras, y sea tan precisa con los detalles como le sea posible.

Lady Fairclough apuró su taza y esperó a que Holmes terminara de volver a llenársela con brandy y unas gotas de Darjeeling. Tomó otro trago bastante largo y comenzó con su narración.

—Como usted ya sabe, señor Holmes, y usted, doctor Watson, nací en Inglaterra, en una buena familia. A pesar de nuestras antiguas conexiones galesas y de nuestro apellido galés, llevamos siendo ingleses desde hace mil años. Yo fui la mayor de dos hermanos; el menor era mi hermano Philip. Al ser mujer, yo veía que tenía poco futuro en mis islas natales, así que acepté la proposición de matrimonio que me hizo mi marido, lord Fairclough, que posee abundantes posesiones canadienses y quien me confesó su deseo de emigrar a Canadá y comenzar allí una nueva vida que pudiéramos compartir.

Yo había sacado mi agenda y mi pluma estilográfica, y empecé a tomar notas.

—Fue por entonces cuando mis padres murieron en un accidente espantoso, el choque de dos trenes en los Alpes suizos, donde se encontraban de vacaciones. Como sentíamos que una boda suntuosa sería una falta de respeto por los fallecidos, lord Fairclough y yo nos casamos en una modesta ceremonia y partimos de Inglaterra. Vivimos felices en Pontefract, Canadá, hasta que mi marido desapareció.

—Es cierto —la interrumpió Holmes—. Leí lo de la desaparición de lord Fairclough. Veo que sigue refiriéndose a él como su marido, no como su difunto esposo, y que no lleva banda de duelo en sus ropas. ¿Cree usted que su marido sigue con vida?

Lady Fairclough bajó la mirada un instante al tiempo que se ruborizaban sus mejillas.

—Aunque el nuestro fue, de alguna forma, un matrimonio de conveniencia, he llegado a amar profundamente a mi marido. No teníamos problemas, señor Holmes, por si eso le preocupa.

—En absoluto, lady Fairclough.

—Gracias. —Dio un sorbo a su taza de té. Holmes le echó un vistazo y luego volvió a llenarla—. Gracias —repitió lady Fairclough—. Mi marido mantuvo correspondencia con su cuñado, mi hermano, y más tarde, después de que mi hermano se casara, con la mujer de mi hermano, antes de desaparecer. Yo veía los sobres mientras iban y venían, pero nunca se me permitió ver su contenido. Después de leer cada una de las cartas que recibía, mi marido las quemaba y luego aplastaba las cenizas hasta que quedaban irreconocibles. Tras recibir una especialmente larga, sé que era larga por el volumen del sobre en el que llegó, mi marido hizo venir a unos carpinteros y construyó una habitación cerrada en la que se me prohibió entrar. Por supuesto, obedecí las órdenes de mi marido.

—Una actitud inteligente —señalé yo—. Todos conocemos la historia de Barba Azul.

—Podía encerrarse en sus habitaciones privadas durante horas, a veces durante días enteros. De hecho, cuando desapareció, medio esperaba que apareciera en cualquier momento. —Lady Fairclough se llevó la mano a la garganta—. Por favor —pidió con suavidad—, les ruego que me disculpen por esta falta de modestia, pero de pronto siento mucho calor.

Aparté la vista, y cuando volví a mirarla noté que se había desabrochado el botón superior de su blusa.

—Mi marido llevaba dos años desaparecido y todos, excepto yo, le daban por muerto, aunque debo confesar que incluso mis esperanzas eran pocas. Durante el tiempo en el que mi marido y mi hermano mantuvieron correspondencia, mi marido comenzó a aislarse de cuando en cuando de la sociedad. La frecuencia y la duración de sus desapariciones fueron aumentando gradualmente. Yo temía no sé el qué; puede que se hubiera vuelto adicto a alguna droga o vicio inenarrable para cuyo disfrute necesitase aislarse. Llegué a la conclusión de que había construido esa habitación sellada para ese propósito, y decidí averiguar cuál era su secreto.

Agachó la cabeza y dejó que se le escaparan unos largos sollozos que le agitaron visiblemente el hermoso busto. Al cabo de un rato, levantó el rostro. Se le habían humedecido las mejillas a causa de las lágrimas. Continuó con su historia.

—Hice venir a un herrero del pueblo y lo convencí para que me ayudara a entrar. Cuando por fin penetré en la cámara secreta de mi marido, me encontré frente a una habitación carente de todo rasgo identificador. El techo, las paredes, el suelo, lisos y desprovistos de adornos. Tampoco había ventanas, ni chimenea, ni ninguna otra forma de salir de ella.

Holmes asintió y frunció el ceño.

—¿Así que no había nada llamativo en la habitación? —preguntó al final.

—Sí, señor Holmes, lo había. —La respuesta de lady Fairclough me sorprendió tanto que casi se me cae la estilográfica, pero me recobré y seguí tomando notas.

»Al principio, la habitación parecía un cubo perfecto. El techo, el suelo y cada una de las cuatro paredes parecían ser perfectamente cuadrados y estar encajados unos con otros en el ángulo exacto. Pero mientras yo permanecía allí me dio la impresión de que... Supongo que decir que se deslizaban es la mejor forma que tengo de explicarlo, señor Holmes, pero en realidad no se movieron de ninguna forma normal. Y, a pesar de todo, parecían tener distinta forma, y que los ángulos se habían vuelto extraños, obtusos, y que se abrían a otras..., ¿cómo decirlo?, a otras... dimensiones.

Cogió la muñeca de Holmes con sus delicados dedos y se inclinó hacia él, suplicante.

—¿Cree que estoy loca, señor Holmes? ¿Mi pena me ha puesto al borde de la locura? Hay momentos en los que creo que no voy a poder soportar más cosas extrañas.

—Le aseguro que no está loca —la tranquilizó Holmes—. Simplemente se ha encontrado con uno de los fenómenos más extraños y peligrosos, un fenómeno que apenas sospechan hasta los matemáticos teóricos más expertos, y del que incluso ellos solo se atreven a hablar en susurros.

Liberó su brazo de la mano de ella, sacudió la cabeza y dijo:

—Si sus fuerzas se lo permiten, continúe con su historia, por favor.

—Lo intentaré —contestó ella.

Yo esperé, con la estilográfica sobre el cuaderno.

Nuestra visitante se estremeció como si hubiera recordado algo terrible.

—Una vez abandoné la habitación secreta, que yo misma volví a sellar, traté de regresar a mi vida normal. Días después mi marido apareció, y se negó, como era habitual en él, a dar explicación alguna acerca de dónde había estado. Poco después, una muy querida amiga mía que vive en Québec dio a luz. Había acudido yo a su lado cuando recibimos la noticia de un gran terremoto ocurrido en Pontefract. Durante el desastre, se abrió la tierra y se tragó nuestra casa. Por fortuna, tengo independencia económica y nunca he sufrido a causa de la escasez. Pero no he vuelto a ver a mi marido. La mayoría de la gente cree que se encontraba en la casa cuando esta desapareció y que murió en el acto, pero yo aún tengo esperanza, por débil que sea, de que, de alguna forma, haya sobrevivido.

Hizo una pausa para recobrar la compostura, y luego continuó hablando.

—Pero me temo que me estoy adelantando. Poco después de que mi marido ordenara construir la habitación sellada, mi hermano, Philip, nos anunció que se iba a casar, así como la fecha del acontecimiento. Yo pensé que el que se casara en un plazo tan breve era algo poco habitual, pero dado que yo contraje matrimonio y partí hacia Canadá muy poco después de que fallecieran mis padres, no era quién para condenar a Philip. Mi marido y yo reservamos pasajes hacia Inglaterra, concretamente en el Lemuria, y desde Liverpool nos dirigimos hacia las tierras de mi familia en Marthyr Tydhl.

Sacudió la cabeza como si quisiera librarse de un recuerdo desagradable.

—Cuando llegamos al Palacio de Antracita, me sorprendió el aspecto que tenía mi hermano.

En ese momento, interrumpí a nuestra invitada con una pregunta:

—¿El Palacio de Antracita? ¿No es un nombre muy poco habitual para una mansión familiar?

—Nuestra residencia familiar recibió ese nombre de mi antepasado, sir Llewys Llewellyn, que fue quien consiguió la fortuna familiar y construyó la mansión gracias a una exitosa red de minas de carbón. Seguramente estará usted al tanto de que la región es rica en antracita. Los Llewellyn fueron pioneros en el uso de los métodos modernos de minería, que utilizan explosivos de gelignita para liberar las vetas de carbón a fin de que los mineros puedan extraerlo con facilidad de sus lugares de origen. En la región de Marthyr Tydhl, donde se encuentra el Palacio de Antracita, siguen oyéndose hoy en día las explosiones de las cargas de gelignita, y en las bocas de las cuevas se erigen almacenes de explosivos.

Le agradecí su explicación y le sugerí que continuara con su historia.

—Mi hermano estaba pulcramente afeitado y vestido, pero le temblaban las manos, tenía las mejillas hundidas y sus ojos mostraban una mirada asustada y huidiza —dijo—. Cuando recorrí la casa de mi infancia, me sorprendió encontrar que habían modificado su estructura interior. Había una habitación sellada, igual que ocurría en Pontefract. No se me permitió entrar en ella. Mostré mi preocupación por el aspecto que presentaba mi hermano, pero él insistió en que se encontraba bien y me presentó a su prometida, que ya estaba viviendo en el palacio.

Me quedé sin respiración debido a la sorpresa.

—Sí, doctor —contestó lady Fairclough—, me ha oído bien. Se trataba de una mujer de piel oscura, de aspecto casi gitano, con un cabello negro brillante y unos ojos penetrantes. Sentí antipatía hacia ella de inmediato. Fue ella quien me dijo su nombre, no esperó a que Philip la presentara de forma adecuada. Su nombre de soltera, por lo que dijo, era Anastasia Romelly. Decía ser de sangre noble húngara y estar emparentada tanto con los Habsburgo como con los Romanov.

—Mpff— gruñí—. Puedes conseguir media docena de nobles de la Europa del este por medio penique, y las tres cuartas partes ni siquiera valen eso.

—Puede que eso sea cierto —me interrumpió Holmes con brusquedad—, pero no podemos saber si las credenciales de la dama en cuestión eran auténticas o no. —Frunció el ceño y me dio la espalda—. Lady Fairclough, por favor, continúe.

—Insistía en llevar la ropa típica de su país. Y había convencido a mi hermano para sustituir a su chef por uno que ella eligió, que procedía de su tierra natal y que modificó nuestro menú habitual de buena comida inglesa por platos desconocidos, llenos de extrañas especias e ingredientes desconocidos. Hizo importar raros vinos y ordenó que se sirvieran con las comidas.

Sacudí la cabeza lleno de incredulidad.

—El mayor despropósito ocurrió el día de su boda con mi hermano. Insistió en que la entregara un hombre hosco y moreno que apareció para la ocasión, hizo lo que tenía que hacer y desapareció. Ella...

—Un momento, por favor —la interrumpió Holmes—. Perdone; ha dicho usted que ese hombre desapareció. ¿Se refiere a que se marchó antes de tiempo?

—No, en absoluto. —Lady Fairclough estaba visiblemente nerviosa. Hacía poco parecía estar al borde de las lágrimas. Ahora estaba furiosa y ansiosa por liberarse del peso de su historia.

»En un momento conmovedor, puso la mano de la novia sobre la del novio. Y entonces levantó la mano. Pensé que iba a bendecir a la pareja, pero no fue así. Hizo un gesto con la mano, como si fuera un símbolo místico.

Levantó la mano, que tenía en el regazo, pero Holmes la interrumpió con brusquedad.

—¡Le advierto que no trate de imitar el gesto! Por favor, si puede, limítese a describírnoslo al doctor Watson y a mí.

—No podría imitar el gesto aunque lo intentara —contestó lady Fairclough—. Es inimitable. Me temo que tampoco podré describirlo bien. Me fascinó y traté de seguir los movimientos de los dedos del hombre moreno, pero no pude. Parecían desaparecer y volver a aparecer de una forma sorprendente, y entonces, sin previo aviso, se había ido. En serio, señor Holmes, el hombre moreno estaba allí... y, de pronto, se había ido.

—¿Se dio cuenta alguien más, señora?

—Al parecer no. Tal vez estaban todos mirando a los novios, aunque creo que vi a quien presidía la ceremonia intercambiar miradas con el hombre moreno. Por supuesto, eso fue antes de que desapareciera.

Holmes se frotó la mandíbula, inmerso en sus pensamientos. La habitación quedó sumida en un largo silencio que solo se vio interrumpido por el tictac del reloj y el silbido del viento a través de los aleros. Y entonces Holmes habló:

—No pudo ser otra cosa que el símbolo voor.

—¿El símbolo voor? —repitió intrigada lady Fairclough.

—No importa —dijo Holmes—. Esta historia va haciéndose más interesante por momentos, y también más peligrosa. Otra pregunta, si no le importa. ¿Quién celebró la ceremonia? Supongo que sería un sacerdote de la Iglesia de Inglaterra...

—No. —Lady Fairclough volvió a negar con la cabeza—. No era miembro del clero anglicano, ni tampoco un hombre. La ceremonia la celebró una mujer.

Jadeé debido a la sorpresa, lo que provocó que Holmes me volviera a mirar con dureza.

—Llevaba unas ropas que yo nunca había visto —continuó diciendo nuestra invitada—. Tenían bordados unos símbolos astronómicos y astrológicos en hilo de plata, de oro, verde, azul y rojo. También había otros símbolos que me resultaron totalmente desconocidos y que sugerían geometrías y formas extrañas. La ceremonia en sí se llevó a cabo en un idioma que yo nunca había oído, señor Holmes, y eso que soy toda una lingüista. Creo que llegué a detectar unas cuantas palabras del egipcio del antiguo templo, una frase en griego copto y algo parecido al sánscrito. Las demás palabras no las reconocí en absoluto.

Holmes asintió. Pude ver cómo sus ojos comenzaron a llenarse de excitación, esa excitación que solo tenía cuando le presentaban un caso fascinante.

Preguntó:

—¿Cómo se llamaba esa persona?

—Se llamaba —dijo lady Fairclough con los dientes apretados debido a la furia, o puede que haciendo un esfuerzo para evitar que le castañeteasen debido al miedo— Vladimira Petrovna Ludmilla Romanova. Decía ser la arzobispo del Templo de la Sabiduría de los Cielos Oscuros.

—Santo cielo —exclamé—, ¡nunca oí hablar de algo semejante! ¡Es pura blasfemia!

—Es algo mucho peor que una blasfemia, Watson. —Holmes se puso en pie de un salto y empezó a pasear por la habitación a gran velocidad. Se detuvo cerca de la ventana principal, con cuidado de no dejarse ver por cualquiera que se escondiese abajo. Miró hacia Baker Street, algo que repetía a menudo durante los años que compartimos. Y entonces hizo algo que nunca antes le había visto hacer. Se echó hacia atrás y miró hacia arriba. Apenas puedo imaginarme qué esperaba ver en el oscuro cielo invernal que no fueran copos de nieve.

—Lady Fairclough —dijo al cabo de un rato—, ha sido usted extraordinariamente fuerte y valiente esta noche. Ahora le pediré al doctor Watson que la acompañe a su hotel. Creo que mencionó que se trataba del Claridge’s. También voy a pedirle al doctor Watson que permanezca en su habitación el resto de la noche. Le aseguro, lady Fairclough, que es una persona de carácter intachable y que su presencia no comprometerá en absoluto su virtud.

—Pero Holmes —protesté—, una cosa es la virtud de la dama y otra muy distinta su reputación.

La propia lady Fairclough zanjó la cuestión.

—Doctor, aprecio su preocupación, pero nos enfrentamos a un asunto muy serio. Si debo hacerlo, aceptaré gustosa las miradas de sospecha de los puritanos y las burlas de los sirvientes. Están en juego las vidas de mi marido y de mi hermano.

Incapaz de ir en contra de los argumentos de la dama, seguí las instrucciones de Holmes y la acompañé al Claridge’s. Debido a su insistencia, llegué incluso a armarme con un gran revólver, que metí por la parte superior de mis pantalones de lana. Holmes también me advirtió que no dejara que nadie, excepto él, entrara en las habitaciones de lady Fairclough.

Una vez se retiró a dormir la persona que tenía temporalmente a mi cargo, me senté en una silla de respaldo recto y me preparé para pasar la noche haciendo solitarios. Lady Fairclough se había puesto su camisón y su redecilla y se metió en la cama. Debo admitir que me sonrojé, pero me recordé que, en mi condición de médico, estaba acostumbrado a ver pacientes con poca ropa y que podía perfectamente asumir un papel paternalista mientras vigilaba a esa valiente mujer.

Llamaron con fuerza a la puerta. Me desperté sobresaltado y me di cuenta de que, para mi vergüenza, me había quedado dormido sobre mi solitario. Me puse en pie, me acerqué a la puerta de lady Fairclough para asegurarme de que se encontraba ilesa y luego me dirigí a la puerta de la habitación. Como respuesta a mi exigencia de que nuestro visitante se identificara, una voz masculina respondió sencillamente:

—Servicio de habitaciones, señor.

Tenía una mano en el pomo de la puerta y la otra en el cerrojo cuando recordé las instrucciones de Holmes en Baker Street acerca de no dejar entrar a nadie. Claro que un saludable desayuno sería bien recibido; casi podía saborear los arenques ahumados, las tostadas y la mermelada que nos hubiese servido la señora Hudson si aún estuviésemos en casa. Pero Holmes había sido tajante. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

—No hemos pedido el desayuno —dije a través de la pesada puerta de roble.

—Cortesía de la dirección, señor.

Tal vez, pensé, debería dejar entrar a un camarero que trae comida. ¿Qué daño podría hacernos? Alargué la mano hacia el cerrojo solo para encontrarme con otra que me lo impedía, la de lady Fairclough. Se había bajado de la cama y había cruzado la habitación descalza y vestida únicamente con sus ropas de cama. Negó enérgicamente con la cabeza y me obligó a alejarme de la puerta, que permaneció cerrada ante cualquiera que quisiera entrar. Empezó a hablarme por señas. Su mensaje estaba claro.

—Deje el desayuno en el pasillo —pedí al camarero—. Lo recogeremos pronto. Aún no estamos listos.

—No puedo hacerlo, señor —insistió el camarero—. Por favor, señor, no haga que tenga problemas con la dirección. Tengo que meter el carrito en la habitación y dejar ahí la bandeja. Me meteré en líos si no lo hago, señor.

Casi me convencieron sus súplicas, pero lady Fairclough se había colocado entre la puerta y yo con los brazos cruzados y una expresión de férrea determinación en el rostro. Una vez más me señaló que debía lograr que se marchara el camarero.

—Lo siento, señor mío, pero debo insistir. Deje la bandeja junto a la puerta. Es mi última palabra.

El camarero no dijo nada más, pero creí oír cómo se alejaban sus reacias pisadas.

Me retiré para mis abluciones matutinas mientras lady Fairclough se vestía.

Poco después volvieron a llamar a la puerta. Como temía lo peor, desenfundé mi revólver. Tal vez se tratase ahora de algo más que un pedido equivocado al servicio de habitaciones.

—Le dije que se fuera —ordené.

—Watson, querido amigo, abra la puerta. Soy yo, Holmes.

La voz era inconfundible; me sentí como si me hubiesen quitado de encima un peso de cien piedras. Descorrí el cerrojo de la puerta y me hice a un lado para dejar entrar en el apartamento al hombre mejor y más sabio que jamás he conocido. Cuando pasó por la puerta, eché un vistazo al pasillo. No había rastro alguno de carritos del servicio de habitaciones ni de bandejas de desayuno.

Holmes me preguntó:

—¿Qué está buscando, Watson?

Le expliqué el incidente con el servicio de habitaciones.

—Hizo usted bien, Watson —me felicitó—. Puede estar seguro de que no se trataba de ningún camarero y de que su misión no consistía en servirles a usted y a lady Fairclough. Me he pasado la noche consultando mis archivos y otras fuentes en busca de cualquier referencia a esa extraña institución conocida como el Templo de la Sabiduría de los Cielos Oscuros, y puedo afirmar que estamos navegando por aguas realmente peligrosas.

Se volvió hacia lady Fairclough.

—Haga el favor de acompañarnos al doctor Watson y a mí hasta Marthyr Tydhl. Partiremos de inmediato. Aún tenemos una oportunidad de salvar la vida de su hermano, pero no podemos perder más tiempo.

Sin dudarlo, lady Fairclough se dirigió al armario, se sujetó el sombrero al cabello con los alfileres y se puso el cálido abrigo que llevaba la primera vez que la vi, apenas unas horas atrás.

—Pero, Holmes —protesté—, lady Fairclough y yo no hemos desayunado todavía.

—Su estómago no importa, Watson. No tenemos tiempo que perder. Podemos comprar unos emparedados en la estación.

Antes de lo que había pensado, nos encontramos en un vagón de primera clase rumbo hacia el oeste, hacia Gales. Fiel a su palabra, Holmes se encargó de que estuviésemos bien alimentados, y yo me sentía mejor por haber tomado algo de comer, aunque fuera una comida ligera e informal.

La tormenta había amainado al fin, y un brillante sol relucía en un cielo del azul más luminoso sobre campos y colinas, a los que cubría una inmaculada capa del blanco más puro. Apenas se podía dudar de la bondad del universo; me sentía como un colegial de vacaciones, pero los temores de lady Fairclough y la seriedad de Holmes me devolvieron al mundo real.

—Es justo lo que me temía, lady Fairclough —explicó Holmes—. Su hermano y su marido se han involucrado con un retorcido culto que, de no ser detenido, amenaza con acabar con la civilización.

—¿Un culto? —repitió lady Fairclough.

—Exacto. ¿No me dijo que esa tal obispo Romanova era una representante del Templo de la Sabiduría de los Cielos Oscuros?

—Así se presentó, señor Holmes.

—Sí. Y no es que tuviera razón para mentir, ni que cualquier morador de ese nido de maldad dudara en hacerlo si eso conviniera a sus fines. El Templo de la Sabiduría es una organización, no me atrevo a otorgarles el título de religión, muy poco conocida y de origen muy antiguo. Se han mantenido ocultos en espera de algún tipo de cataclismo cósmico que temo que se nos avecina.

—¿Un... cataclismo cósmico? Vaya, Holmes, ¿no es eso un poco melodramático? —le pregunté.

—Claro que lo es, Watson. Pero es lo que va a ocurrir. Ellos se refieren a ese momento con la expresión «cuando las estrellas estén en su sitio». En cuanto llegue, pretenden realizar un ritual impío que «abra el portal», signifique eso lo que signifique, para que sus amos puedan llegar a la Tierra. Entonces, los miembros del Templo de la Sabiduría se convertirán en los guardianes y opresores de toda la humanidad, en nombre de esos temibles amos a los que habrán permitido la entrada en nuestro mundo.

Sacudí la cabeza con incredulidad. Pude ver a través de las ventanillas de nuestro vagón que el tren se acercaba al puente que nos llevaría a través del río Severn. No faltaba mucho para que nos bajásemos del tren en Marthyr Tydhl.

—Holmes —le aseguré—, nunca me atrevería a dudar de su palabra.

—Lo sé, viejo amigo —me contestó—. Pero hay algo que le preocupa. ¡Desembuche!

—Holmes, esto es una locura. Temibles amos, portales que se abren, ritos impíos; parece sacado de una novela barata de terror. No esperará que lady Fairclough y yo nos creamos todo eso.

—Pues sí, Watson. Debe creerlo, porque todo es cierto, y mortalmente serio. Lady Fairclough, usted vino para intentar salvar a su hermano y, si es posible, a su marido, pero en realidad nos ha involucrado en un juego del que no dependen solo uno o dos individuos, sino el destino de nuestro planeta.

Lady Fairclough se sacó un pañuelo del puño de su vestido y se secó los ojos con él.

—Señor Holmes, he visto una extraña habitación tanto en Llewellyn Hall como en Pontefract, y a pesar de que estoy de acuerdo con el doctor Watson acerca de la naturaleza fantástica de sus palabras, no puedo hacer menos que creerlo. ¿Puedo preguntarle cómo sabe usted todo esto?

—Por supuesto —asintió Holmes—. Se merece recibir esa información. Ya les dije antes de que saliéramos del Claridge’s que me había pasado toda la noche investigando. Tengo muchos libros en mi biblioteca, la mayoría de ellos a disposición de mi socio, el doctor Watson, y de todos los demás hombres de bien. Pero hay otros que guardo a buen recaudo.

—Soy consciente de ello, Holmes —lo interrumpí—, y debo admitir que me duele que no esté dispuesto a compartirlos conmigo. Me he preguntado con frecuencia acerca de su contenido.

—Mi querido Watson, le aseguro que es por su propia protección. Watson, lady Fairclough, entre esos libros se encuentran el De los mundos amenazantes y sombriosos, de Carlos Alfredo de Torrijos, el Emmorragia Sante, de Luigi Humberto Rosso y el Das Bestrafen von der Tugendhaft, de Heinrich Ludvig Georg von Feldenstein, así como las obras del brillante Arthur Machen, del que sin duda habrán oído hablar. Estos libros, algunos de los cuales llevan escritos casi mil años y que citan libros aún más antiguos cuyos orígenes se pierden en las brumas de la antigüedad, son aterradoramente precisos en sus predicciones. Es más, varios de ellos, lady Fairclough, mencionan cierto gesto místico tremendamente poderoso y temible.

Aunque Holmes se dirigía a nuestra compañera, fui yo quien dijo:

—¿Un gesto, Holmes? ¿Un gesto místico? ¿Qué tonterías son esas?

—No son tonterías, Watson. Sin duda alguna, conocerá el gesto que nuestros hermanos romanos llaman «santiguarse». Los hebreos poseen un gesto de origen cabalístico que se supone que trae buena suerte, y los gitanos hacen un gesto para alejar el mal de ojo. Varias razas asiáticas realizan «danzas de manos», ceremonias con un significado religioso o mágico entre los que se encuentran los famosos hoola de las islas de Oahu y Maui, en el archipiélago hawaiano.

—Pero no son más que tontas supersticiones, recuerdos de un época más temprana y crédula. ¡Seguro que no sirven de nada, Holmes!

—Desearía poder estar tan seguro como usted, Watson. Usted es un hombre de ciencia, por lo que lo felicito, pero «hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueñas con tu filosofía». No se apresure, Watson, a rechazar las viejas creencias. A menudo tienen una base real.

Sacudí la cabeza y volví a mirar el paisaje invernal que cruzaba nuestro tren. Holmes se dirigió a nuestra compañera.

—Lady Fairclough, mencionó usted un gesto peculiar que hizo el hombre moreno al finalizar la ceremonia de boda de su hermano.

—Sí, es cierto. Fue muy extraño, me sentí como si, mientras él movía la mano, yo me viese arrastrada hacia otro mundo. Traté de seguir sus movimientos, pero no pude. Y entonces desapareció.

Holmes asintió con rapidez.

—El símbolo voor, lady Fairclough. El extraño estaba trazando el símbolo voor. Hacen referencia a él las obras de Machen y de otros. Es un gesto muy poderoso y maligno. Tuvo suerte de que realmente no la arrastraran a ese otro mundo, mucha suerte.

No transcurrió mucho tiempo antes de que llegáramos a la estación más cercana a Marthyr Tydhl. Abandonamos nuestro vagón y, poco después, nos encontrábamos encajonados en una chirriante trampa con un cochero que no dejaba de azuzar a su tiro de caballos, rumbo al Palacio de Antracita. El comportamiento del cochero delataba que la mansión era muy conocida en la región.

—Seguramente, en cuanto lleguemos a la mansión saldrá a recibirnos la señora Morrissey, nuestra ama de llaves —dijo lady Fairclough—. Fue ella la que me comunicó la situación en la que se encontraba mi hermano. Es la única de los antiguos servidores de nuestra familia que permanece con los Llewellyn de Marthyr Tydhl. La nueva señora de la mansión los ha ido despidiendo uno a uno y los ha ido reemplazando por un equipo formado por sus morenos compatriotas. ¡Oh, señor Holmes, es todo tan espantoso!

Holmes hizo todo lo que pudo por tranquilizar a la asustada mujer.

Pronto tuvimos a la vista el Palacio de Antracita. Como sugería su nombre, lo habían construido utilizando el carbón de la zona. Los arquitectos y canteros habían tallado los negros depósitos hasta convertirlos en bloques de construcción y habían erigido un edificio que se alzaba como una oscura joya sobre la negra capa de nieve, con muros que brillaban bajo la luz invernal.

Nos recibió un sirviente de librea que dio instrucciones a otros servidores de menor categoría para que introdujeran en la mansión nuestros escasos equipajes. A lady Fairclough, a Holmes y a mí nos condujeron al salón principal.

Iluminaban el edificio unas velas de gran tamaño que tenían llamas escudadas, para evitar que ardieran las paredes de carbón. Me llamó la atención el hecho de que el Palacio de Antracita fuera uno de los conceptos arquitectónicos más extraños que yo había visto jamás.

—No es un lugar agradable para vivir, ¿eh, Holmes? —Trataba de quitarle hierro al asunto, pero debo confesar que fracasé en mi intento.

Estuvimos esperando durante lo que, en mi opinión, fue un período excesivo de tiempo, pero finalmente se abrió una enorme puerta de madera y entró en la sala una mujer con aspecto de mando y apariencia exótica, con su piel oscura, sus centelleantes ojos, sus rizos azabache y sus labios sorprendentemente rojos. Nos saludó con la cabeza a Holmes y a mí e intercambió un frío remedo de beso con lady Fairclough, a la que llamaba «hermana».

Lady Fairclough pidió ver a su hermano, pero la señora Llewellyn se negó a hablar hasta que fuésemos a nuestras habitaciones y nos aseáramos un poco. A su debido tiempo se nos condujo al comedor. Yo estaba famélico, y los deliciosos aromas que nos llegaban mientras nos sentábamos a la larga mesa cubierta con un mantel me sirvieron de alivio y, a la vez, me estimularon aún más el apetito.

Solo estábamos cuatro personas: lady Fairclough, nuestra anfitriona, la señora Llewellyn, Holmes y yo.

Lady Fairclough intentó volver a averiguar dónde se encontraba su hermano Philip.

Lo único que le respondió su cuñada fue:

—Está con sus devociones. Lo veremos cuando sea oportuno.

Como no logró averiguar nada más sobre su hermano, lady Fairclough preguntó por el ama de llaves, la señora Morrissey.

—Tengo tristes noticias, querida hermana —le contestó la señora Llewellyn—. La señora Morrissey enfermó de repente. Philip condujo personalmente hasta Marthyr Tydhl en busca de un médico, pero, para cuando regresaron, la señora Morrissey había expirado. La enterramos en el cementerio de la ciudad. Ocurrió la semana pasada. Sabía que tú ya estabas de camino desde Canadá, y pensé que sería preferible no perturbarte más con esta información.

—Oh, no... —jadeó lady Fairclough—. ¡La señora Morrissey no! Era como una madre para mí. Era la mujer más amable y cariñosa del mundo. Ella... —Lady Fairclough se interrumpió y se llevó la mano a la boca. Inspiró profundamente—. De acuerdo. —Pude ver cómo le brillaban los ojos con determinación—. Si ha muerto, no hay nada que podamos hacer al respecto.

Esa mujer aparentemente débil tenía una gran fuerza en su interior. No me hubiese gustado tener a lady Fairclough como enemiga. También me di cuenta de que la señora Llewellyn hablaba muy bien el inglés, pero tenía un acento que me resultó profundamente desagradable. También me dio la impresión de que, a su vez, a ella le desagradaba nuestro idioma. Estaba claro que estas dos mujeres estaban destinadas a enfrentarse. Pero la llegada de las viandas rompió la tensión del momento.

Parecía todo un festín, pero me dio la impresión de que cada uno de los platos tenía un pequeño fallo: demasiadas especias, verduras demasiado hechas, carne o caza demasiado poco hecha, un pescado que se había servido un día demasiado tarde, una crema que había pasado en la cálida cocina una hora más de lo que era aconsejable. Para cuando acabó la comida había perdido el apetito, pero en lugar de sentirme satisfecho, tenía una ligera sensación de inquietud y desasosiego.

Los criados trajeron después de la cena unos puros para Holmes y para mí, un brandy para los hombres y jerez dulce para las mujeres; pero, tras una única calada, dejé mi puro y vi que Holmes hacía lo mismo con el suyo. Incluso parecía que, de una forma sutil, la bebida carecía de algo.

—Señora Llewellyn —lady Fairclough se dirigió a su cuñada cuando, por fin, esta última no pudo evitar el enfrentamiento—, recibí un cablegrama transatlántico en el que se mencionaba la desaparición de mi hermano. No nos fue a recibir cuando llegamos ni ha habido señal alguna de su presencia desde entonces. Exijo saber dónde se encuentra.

—Querida hermana —contestó Anastasia Romelly Llewellyn—, nunca debieron enviarte ese telegrama. La señora Morrissey lo envió desde Marthyr Tydhl cuando se encontraba en la ciudad realizando unos recados para el palacio. Cuando supe de su atrevimiento decidí despedirla, puedes estar segura. Solo su desafortunado fallecimiento evitó que lo hiciera.

Llegados a este punto, mi amigo Holmes se dirigió a nuestra anfitriona.

—Señora, lady Fairclough ha viajado desde el Canadá para descubrir en qué situación se encuentra su hermano. Me ha contratado, junto con mi socio, el doctor Watson, para que la ayudemos en su empeño. No deseo causarle más molestias que las necesarias, pero debo insistir en que le proporcione a lady Fairclough toda la información que está buscando.

Creo que en ese momento vi cómo la señora Llewellyn sonreía, o que, al menos, esbozaba una ligera sonrisa. Pero contestó sin vacilar a la exigencia de Holmes, con su peculiar acento más pronunciado y desagradable que nunca.

—Habíamos planeado un pequeño servicio religioso para esta noche. Todos ustedes están invitados a asistir, por supuesto, aunque esperaba que solo lo hiciera mi querida cuñada. Pero podemos acomodar un grupo mayor.

—¿De qué naturaleza será ese servicio religioso? —quiso saber lady Fairclough.

La señora Llewellyn sonrió.

—Del Templo de la Sabiduría, por supuesto. El Templo de la Sabiduría de los Cielos Oscuros. Confío en que lo presida la propia obispo Romanova, pero en caso de que no pueda estar presente, aún podemos hacerlo nosotros mismos.

Saqué mi reloj de bolsillo.

—Se está haciendo tarde, señora. ¡Así que sugeriría que comenzáramos ya!

La señora Llewellyn fijó su mirada en mí. A la parpadeante luz de las velas, sus ojos parecían más grandes y oscuros que nunca.

—No lo entiende, doctor Watson. No es demasiado tarde, sino más bien demasiado pronto para comenzar con la ceremonia. Empezaremos justo a medianoche. Hasta ese momento, pueden contemplar los cuadros y los tapices que decoran el Palacio de Antracita, o pasar el rato en la biblioteca del señor Llewellyn. O, si lo prefieren, también pueden retirarse a sus habitaciones y tratar de dormir.

Y así fue cómo nos separamos temporalmente los tres; lady Fairclough fue a pasar las horas entre los libros favoritos de su marido, Holmes a examinar los tesoros artísticos del palacio, y yo me fui a la cama.

Me sacaron de un sueño intranquilo plagado de extraños seres de forma nebulosa. De pie junto a la cama, sacudiéndome por el hombro, se encontraba mi amigo Sherlock Holmes. Pude ver nieve en los bordes de sus botas.

—Vamos, Watson —me dijo—, el juego ya está en marcha y es, con mucho, el más extraño con el que jamás nos vamos a encontrar.

Me vestí con rapidez y acompañé a Holmes hasta la habitación de lady Fairclough. Esta se había retirado para asearse un poco después de haber pasado las horas siguientes a la cena en la biblioteca de su hermano. Debía de habernos estado esperando, pues respondió sin demora a la llamada a la puerta de Holmes y al sonido de su voz.

Antes de que entráramos, Holmes me apartó a un lado. Se llevó la mano al chaleco y sacó un objeto pequeño que mantuvo oculto en ella. No pude ver qué forma tenía, pues continuaba en el puño, pero emitía un oscuro fulgor, un débil remedo de lo que se podía ver entre sus dedos.

—Watson —me dijo—, voy a darle esto. Debe jurarme que no lo va a mirar, pues podría sufrir un daño mayor de lo que se puede llegar a imaginar. Debe llevarlo siempre encima, en contacto directo con el cuerpo si el posible. Si todo va bien esta noche, le pediré que me lo devuelva. Si no es así, podría salvarle la vida.

Extendí la mano.

Holmes colocó el objeto sobre mi mano abierta y me cerró los dedos sobre él con mucho cuidado. Sin duda, era el objeto más extraño con el que yo me había encontrado. Estaba desagradablemente caliente, tenía la textura de un huevo demasiado cocido y parecía retorcerse como si estuviese vivo, o como si contuviese algo vivo que trataba de escapar del tegumento que lo aprisionaba.

—No lo mire —repitió Holmes—. Llévelo siempre consigo. ¡Prométame que lo hará, Watson!

Le aseguré que haría lo que me pedía.

En ese momento vimos que la señora Llewellyn cruzaba el pasillo hacia donde estábamos nosotros. Su paso era tan suave y avanzaba tan segura que parecía deslizarse en vez de caminar. Portaba una lámpara de queroseno cuya llama se reflejaba en la pulida negrura de las paredes y generaba fantasmales sombras.

Sin decir una palabra, nos indicó que la siguiéramos. Recorrimos diversos pasillos y subimos y bajamos varios tramos de escaleras, y terminé por perder todo sentido de la dirección y la elevación. No sabía si habíamos subido a una habitación situada en uno de los torreones del Palacio de Antracita o si habíamos descendido hasta una mazmorra del hogar ancestral de los Llewellyn. Había colocado entre mis ropas el objeto que Holmes me había confiado. Sentía cómo trataba de escapar, pero estaba bien colocado y no podía hacerlo.

—¿Dónde está ese obispo que nos prometió? —le pregunté a la señora Llewellyn.

Nuestra anfitriona se volvió para mirarme. Había sustituido su colorido atuendo de estilo cíngaro por una túnica morado oscuro. Ese color me recordó el fulgor que emitía el cálido objeto que ahora llevaba oculto entre mis ropas. La túnica llevaba unos bordados cuyo diseño me confundía, por lo que no pude descifrar su naturaleza.

—Me ha entendido mal, doctor —entonó con su desagradable acento—. Lo que dije fue que confiaba en que la obispo Romanova pudiera oficiar la ceremonia. Y aún confío en ello. Lo descubriremos a su debido tiempo.

Nos encontrábamos en ese momento ante una pesada puerta asegurada mediante unas gruesas barras de hierro. La señora Llewellyn levantó una llave que llevaba colgada del cuello mediante un cordón carmesí. La introdujo en la cerradura y la giró, y luego nos pidió a Holmes y a mí que aplicásemos nuestra fuerza combinada a la puerta para abrirla. Mientras así lo hacíamos con los hombros, me dio la impresión de que la resistencia se debía a una cierta reluctancia voluntaria, y no simplemente al peso o a la corrosión.

No había luz alguna en la habitación, pero la señora Llewellyn cruzó la puerta con la lámpara de queroseno ante ella. Sus rayos iluminaron los muros de la cámara. Esta era idéntica a la habitación sellada del antiguo hogar de lady Fairclough en Pontefract que ella nos había descrito. Tanto la configuración como el número de superficies que nos rodeaban no parecían ser demasiado estables. Incluso me vi incapaz de contarlas. Los ángulos en los que se encontraban frustraban todos mis intentos por entenderlos.

El único mobiliario de esa espantosa e irracional cámara era un altar de antracita pulida.

La señora Llewellyn colocó la lámpara de queroseno sobre el altar. Entonces se dio la vuelta y nos indicó con un curioso gesto de la mano que nos arrodilláramos, como si participáramos en una ceremonia religiosa mucho más convencional.

Yo era reacio a obedecer su orden silenciosa, pero Holmes me indicó con un gesto que quería que lo hiciera. Me incliné, y vi que lady Fairclough y Holmes me imitaban.

La señora Llewellyn también se arrodilló, delante de nosotros y mirando hacia el negro altar. Levantó el rostro como si buscara algún tipo de guía espiritual, lo que me recordó que el nombre completo de su curiosa secta era el Templo de la Sabiduría de los Cielos Oscuros. Comenzó una extraña salmodia en un idioma que, en todos los viajes que había hecho, jamás había oído. Recordaba ligeramente a la jerga de los derviches de Afganistán, al habla de los monjes budistas del Tíbet y al antiguo idioma incaico que aún hablaban algunas tribus perdidas de las llanuras del Choco, en los Andes chilenos; pero en realidad no se trataba de ninguna de esas tres lenguas, y las pocas palabras que pude llegar a entender me confundieron y me resultaron muy sugerentes a la vez, aunque no les encontré un significado concreto.

Mientras la señora Llewellyn continuaba salmodiando, levantó lentamente las manos sobre su cabeza, primero una y luego la otra. Movía los dedos de forma intrincada. Traté de seguir sus movimientos, pero entré en un estado de confusión. Habría jurado que sus dedos se retorcían y entretejían como si fueran los tentáculos de un calamar. También cambiaban de color: bermellón, escarlata, obsidiana. Incluso parecían desaparecer y volver a aparecer ante mis fascinados ojos procedentes de algún oculto reino invisible.

El objeto que Holmes me había entregado palpitaba y se retorcía contra mi cuerpo, y su desagradable calor y su textura escamosa hacían que desease desesperadamente librarme de él. Solo la promesa que le había realizado evitó que lo hiciera.

Apreté los dientes, cerré con fuerza los ojos y traté de recordar imágenes de mi juventud y de mis viajes sin dejar de aferrar el objeto. De pronto, desapareció toda tensión. El objeto seguía allí, pero como si tuviera consciencia propia, dio la impresión de tranquilizarse. Se me relajó la mandíbula y abrí los ojos para encontrarme con una visión sorprendente.

Había emergido ante mí otra figura. Si la señora Llewellyn era robusta y morena, el prototipo de la gitana, esta persona era alta y esbelta. Vestida totalmente de negro, con un cabello que parecía de color azul medianoche y una tez tan negra como la del africano más oscuro, entró en colisión con mis ideas convencionales de belleza con un glamour extraño, exótico e indescriptible. Sus facciones eran tan finas como las que se decía que tenían los antiguos etíopes, y sus movimientos eran tan gráciles que avergonzarían a las figuras principales del Covent Garden o el Bolshoi.

Pero, ¿cuándo había entrado esa aparición? Sacudí la cabeza, todavía arrodillado sobre el suelo de ébano de la habitación sellada. Daba la impresión de que había emergido del ángulo en el que se encontraban las paredes.

Flotó hacia el altar, levantó la parte de arriba de la lámpara de queroseno y apagó la llama con la palma de la mano desnuda.

Inmediatamente, la habitación quedó sumida en la más profunda oscuridad, pero, de forma gradual, una nueva luz, si es que puede describirse así, fue reemplazando la parpadeante iluminación de la lámpara de queroseno. Era una luz de oscuridad, si quieren llamarla así, un resplandor de negrura más profunda que la que nos rodeaba, y aun así, gracias a su luz pude ver a mis compañeros y mis alrededores.

La mujer alta nos sonrió a los cuatro que estábamos allí reunidos dándonos su bendición, e hizo un gesto hacia el ángulo que se encontraba entre las paredes. Se deslizó hacia la abertura con una gracia infinita y una lentitud aparentemente glacial, y allí pude percibir entonces unas formas tan enloquecedoramente caóticas que solo pude imaginarme su naturaleza cuando recordé las extrañas pinturas que decoran las criptas de los faraones, las estelas talladas de los misteriosos mayas, los monolitos del Mauna Loa y los demonios de los cuadros de arena tibetanos.

La sacerdotisa negra (pues así había empezado yo a llamarla) condujo tranquilamente nuestra pequeña procesión al interior de su reino de caos y oscuridad. Detrás de ella iba la gitana señora Llewellyn, seguida de lady Fairclough, que se comportaba como si estuviera en trance.

Debo confesar que mis rodillas habían empezado a quedarse rígidas debido a la edad, por lo que tardé en ponerme en pie. Holmes siguió a la procesión de mujeres mientras yo me quedaba atrás. Cuando él estaba a punto de entrar en la abertura, se volvió con los ojos centelleantes. Me transmitieron un mensaje tan claro como si lo hubiese expresado con palabras.

Reforzó el mensaje con un único gesto. Yo había utilizado las manos, apoyándolas en el negro suelo, para ponerme en pie. Ahora las tenía a los costados. Unos dedos tan rígidos y poderosos como la porra de un policía se me clavaban en la cintura. El objeto que Holmes me había dado para que se lo guardase se me había clavado en la carne, donde me dejó una extraña marca que sigue siendo visible hoy en día.

Supe inmediatamente lo que tenía que hacer.

Me aferré frenéticamente al negro altar y observé horrorizado cómo Holmes y las demás se deslizaban desde la habitación sellada hacia el reino de locura que se encontraba al otro lado. Me quedé allí, transfigurado, observando el séptimo círculo del infierno de Dante, el corazón de la Gehena.

Las llamas crepitaban, los tentáculos se retorcían, las garras se clavaban y los colmillos desgarraban la sufriente carne. Vi los rostros de hombres y mujeres que conocía, monstruos y criminales cuyos hechos sobrepasan mis pobres habilidades narrativas pero que son muy conocidos en los reinos inferiores de los bajos fondos del planeta, aullando de dolor y de agonía.

Allí había un hombre cuyas facciones se parecían tanto a las de lady Fairclough que lo reconocí como su hermano. No supe nada de su esposo desaparecido.

Y vi, cerniéndose sobre todos ellos, una criatura que tenía que ser el monarca supremo de todos los monstruos, un ser tan extraño que no recordaba a ningún ente orgánico que pisara alguna vez la Tierra, pero que era, al mismo tiempo, tan familiar que me di cuenta de que se trataba de la mismísima encarnación del mal que yace en el corazón de todo hombre vivo.

Sherlock Holmes, el ser humano más noble que yo haya conocido, se atrevió a desafiar en solitario a esa monstruosidad. Resplandecía con una espantosa e infernal llamarada verde, como si incluso el gran Holmes portara la marca del pecado y la estuviese exponiendo ante ese ser.

Cuando el monstruo empezó a acercarse a él con esa espantosa burla de brazos, este se volvió y me hizo una señal.

Metí la mano entre mis ropas, saqué el objeto que guardaba contra la piel y que seguía palpitando, espantosamente vivo, eché el brazo hacia atrás y, murmurando una plegaria, realicé el lanzamiento más fuerte y preciso desde mis días en el campo de críquet de Jammu.

A mayor velocidad de lo que se tarda en describirlo, el objeto atravesó el ángulo. Golpeó de lleno al monstruo, se clavó en su cuerpo y lo envolvió, una y otra y otra vez, en una espantosa red de telaraña.

El monstruo sufrió una única convulsión, lo que hizo que golpeara a Holmes y que este saliera despedido por el aire. Con una presencia de ánimo que solo él, de todos los hombres que conozco, podría conseguir, Holmes agarró a lady Fairclough con una mano y a su hermano con la otra. La fuerza del monstruoso impacto les hizo atravesar el ángulo y regresar a la habitación sellada, donde chocaron conmigo para terminar todos rodando por el suelo.

El ángulo que se encontraba entre las paredes se cerró sobre sí mismo produciendo un ruido aterrador, más potente e inesperado que el trueno más ensordecedor. La habitación sellada volvió a sumirse en las tinieblas.

Saqué una caja de cerillas y encendí una de ellas. Para mi sorpresa, Holmes metió la mano en uno de sus bolsillos interiores y extrajo una barra de gelignita que poseía una larga mecha. Me hizo una seña y le pasé otra cerilla. La utilizó para prender la mecha de la bomba.

Usé otra cerilla y volví a encender la lámpara de queroseno que la señora Llewellyn había dejado sobre el altar. Holmes me mostró su aprobación y, con el gran detective abriendo el camino, los cuatro (lady Fairclough, el señor Philip Llewellyn, Holmes y yo) nos apresuramos a salir del Palacio de Antracita.

Cuando cruzábamos a trompicones el salón rumbo a la puerta principal, hubo un gran estallido que pareció provenir simultáneamente de lo más profundo de la casa, si es que no del mismísimo centro de la Tierra, y de los oscuros cielos que nos cubrían. Salimos tambaleantes del palacio al aullante viento y a la heladora nieve de una nueva tormenta, a la gélida capa que nos cubría las botas por entero, y nos dimos la vuelta para ver el magnífico y negro edificio del Palacio de Antracita envuelto en llamas.