Un caso de insomnio John P. Vourlis

Holmes no podía dormir. No es que fuera algo poco habitual; no necesitaba más de tres o cuatro horas por noche. Mientras Londres dormía, él se paseaba por los vecindarios alumbrados por el gas de la ciudad, dejaba atrás a los panaderos de la parte de abajo de Baker Street, que ya estaban trabajando, observaba a los últimos rezagados de la noche que regresaban a trompicones a casa desde el Soho en un ebrio estupor mientras él continuaba Regent Street abajo, y cruzaba Mayfair, dejando atrás a las damas de la noche que se encontraban en Shepherd’s Market con la esperanza de conseguir las últimas libras de la noche antes de acostarse en sus propias camas a la salida del sol. Cruzaba Picadilly, Edgware, Marylebone y, por fin, volvía a casa, al piso que compartíamos. Esa era la ruta que seguía el Holmes insomne; y a menudo me la describía mientras se fumaba una pipa matutina.

Como hombre de medicina, yo me preguntaba acerca de la causa de esta aflicción. La mente de Holmes era un motor de pensamiento continuo que siempre se encontraba trabajando en algún problema que requería permanecer despierto. Dormir le parecía una molestia, un lujo que le servía de poco. Así que no me sorprendí demasiado aquel jueves de marzo cuando llegó a grandes zancadas a mis habitaciones a las siete y media de la mañana, el Daily press en la mano, y anunció:

—¡Watson, sencillamente no puedo dormir!

—¿Qué pasa con la Valeriana officinallis que le prescribí? —le pregunté.

—Inútil. Ya han pasado tres días y no he conseguido cerrar los ojos. Y no soy solo yo el que está sufriendo —continuó mientras me ponía el periódico en las manos—. Lea esto, página tres, columna siete, hacia el final.

Le eché un vistazo al periódico, buscando el artículo.

—Aquí. —Me lo señaló clavando su dedo en el titular como si fuera una daga.

—«Plaga de insomnio» —leí en voz alta—. «Los habitantes de la norteña ciudad de Inswich llevan tres meses sin dormir. La ciudad hierve de rumores acerca de la causa del suceso. Lo que comenzó como unos pocos casos aislados se ha convertido en toda una epidemia»... Holmes, ¿no estará sugiriendo que existe una conexión entre su falta de sueño y la de ellos?

—Por supuesto que no —contestó Holmes—. Pero, como no pude dormir por tercera noche consecutiva, acudí a un farmacéutico de Hardry Street.

Yo conocía a ese hombre. Tenía una tienda en Inslington, y en realidad no era más que un traficante de opio glorificado. Empecé a preocuparme aún más por el estado de mi amigo. Me lo notó en la expresión, por supuesto, y procedió a explicarse.

—Estaba claro que necesitaba algo más fuerte que sus raíces y sus hierbas.

Miré a Holmes con desaprobación, pero él no me prestó atención.

—Suele recetar una pócima a base de semillas de amapola turca y cannabis —continuó diciendo—. Pero cuando le pedí una dosis de su medicina me explicó que se había quedado sin suministros desde antes de fin de año. Lo encontré realmente curioso, pues nunca antes había dejado de satisfacer mis necesidades, y le pregunté cómo había podido ocurrir tal cosa. Entonces me contó que había enviado al norte un enorme cargamento, y que sus suministradores habituales no habían logrado reponer la mercancía desde entonces debido a la gran demanda existente y la consecuente subida de los precios.

—Supongo que se envió a Inswich.

—Exacto, Watson —me contestó Holmes sin dejar de frotarse los ojos—. Y ahora prepare sus cosas. Tenemos que coger un tren.

Mientras me preparaba para partir con él hacia Inswich, pude sentir su creciente agitación, parecida a la de los purasangres de Aston que esperan impacientes en la salida a que comience la carrera.

—Dese prisa —me dijo mientras yo recogía unas cuantas cosas, entre ellas el revólver que llevaba en ocasiones.

—¿Cree que vamos a tener dificultades? —le pregunté.

—Yo no creo nada —me contestó.

En la estación de Marylebone adquirimos nuestros billetes hacia Barrington, la parada más cercana a Inswich, una aldea bastante aislada. Compré el London Mail en un estanco para tener algo en lo que ocuparme durante el pesado viaje de siete horas.

Mientras se sentaba, inquieto, a mi lado, Holmes llamó mi atención hacia otro pasajero que estaba en el andén, a cierta distancia.

—¿Ese no es el doctor Mashbourne? —me preguntó.

Levanté la vista de mostrador donde había entregado al dependiente medio penique por el periódico y vi a nuestro viejo conocido, Arthur Mashbourne, doctor en Medicina en Charing Cross. Nos abrimos paso entre la multitud matutina para ir a saludarlo.

Yo recordaba a Mashbourne como un hombre delgado de enormes apetitos y complexión rubicunda; en esos momentos tenía el aspecto de alguien a quien habían embutido en sus pantalones y su chaqueta de la misma forma que se hace con la carne picada para fabricar salchichas. Aunque era un caballero bastante agradable cuando se cenaba o se tomaban unas copas en su compañía, si se le privaba de cualquiera de esas cosas durante demasiado tiempo, podía terminar teniendo tal fijación con su obtención que lo más amable que se podía decir de él era que se convertía en alguien «difícil».

—¡Caballeros! Qué gran placer encontrarlos —dijo mientras nos estrechaba las manos con fuerza—. ¿Adónde van?

—A Inswich, con usted —le dijo Holmes.

—¿Cómo sabe a dónde me dirijo? —preguntó el sorprendido Mashbourne—. Una de sus inteligentes deducciones, supongo. Oigámosla.

—Simplemente, por el billete que lleva en el bolsillo del pecho —contestó Holmes, y sin pausa alguna preguntó—: ¿Qué opina de esa epidemia de insomnio que tienen allí? ¿Esa es la razón de su viaje?

—Sí. Voy a ver a un paciente, un viejo amigo que ha contraído este insomnio. Por lo poco que he averiguado, se trata de una epidemia muy poco habitual. Entonces, ¿también es el objeto de su investigación?

—Sí, aunque de forma indirecta —le contesté yo—. Parece que ha saturado el mercado de cierto soporífero que nuestro amigo Holmes quiere adquirir.

—¿También está usted teniendo problemas para dormir, Holmes? —le preguntó Mashbourne, preocupado.

—Voy allí para satisfacer mi curiosidad —contestó él mientras me fruncía el ceño—, no mis ansias de sueño.

Decidí que era mejor no discutir por ello y transcurrió un momento un tanto incómodo antes de que llegara nuestro tren y el conductor indicara que todo el mundo podía subir a bordo.

No pudimos evitar estar con Mashbourne en el mismo compartimento. Cerramos la puerta y nos pusimos tan cómodos como pudimos para el viaje hacia Inswich. Yo me puse a leer el periódico, mientras que Holmes sacó su pipa y empezó a llenarla. Mashbourne se quitó el abrigo, del que sacó una petaca de plata, que nos ofreció.

—¿Brandy? —dijo.

—No, gracias —le contesté yo.

—¿Holmes?

Holmes se había sumido en sus pensamientos y no hizo esfuerzo alguno por responderle.

—He descubierto que, cuando tengo problemas para dormir, el brandy puede resultar útil —comentó el doctor, tomando un sorbo.

—Sí, para algunos —le contesté—, aunque yo prefiero valeriana en polvo en una infusión caliente de manzanilla.

—Eso puede resultar igual de efectivo —dijo Mashbourne, tomando otro trago—, aunque mucho menos agradable.

En King’s Cross cambiamos de tren para completar el resto del trayecto hasta el norte. Cuando realizábamos el transbordo, le pregunté a Mashbourne:

—¿Tiene alguna teoría respecto a qué puede haber causado una epidemia tan curiosa?

—Voy a necesitar más datos antes de dar un diagnóstico —me contestó.

—Tenemos datos —contestó Holmes de forma indiferente—. La ciudad: Inswich. Época del año: primavera. Duración de la epidemia: tres meses. Eso hace que comenzara aproximadamente a mediados de enero.

—¿Está sugiriendo que se trata de un desorden estacional? —preguntó Mashbourne, que estaba en esos momentos totalmente centrado en el problema—. ¿Podría ser un problema respiratorio, como una pleuresía?

Holmes soltó un bufido y sacó su pipa, dejando que Mashbourne y yo continuásemos con la discusión acerca de varias enfermedades pulmonares.

El tren de King’s Cross tomó velocidad y empezó a escupir humo negro al cielo azul de la mañana. Mientras la ciudad iba dando paso a la campiña, enterré la cabeza en mi periódico y me puse a leer los sucesos del día anterior. Mashbourne se hizo una almohada con el abrigo y pronto se quedó dormido, habiendo servido el brandy a su propósito.

Mientras tanto, Holmes seguía fumando su pipa y, de cuando en cuando, emitía otro bufido. Cada vez que él gruñía yo dejaba momentáneamente la lectura, pues pensaba que iba a explicar alguna faceta del caso. Pero no llegó a hacerlo, por lo que tuve que preguntarme en silencio qué posibilidades estaría eliminando.

Cuando la mañana dio paso a la tarde, nos dirigimos al vagón comedor para el almuerzo y allí Holmes volvió a centrar la conversación en Inswich. Mientras Mashbourne devoraba su rosbif, su pudín de pan y sus salchichas de manzana, Holmes nos inundó con todo tipo de datos y cifras sobre la ciudad, y habló del lugar con tal pasión que apenas se podía uno llegar a imaginar que jamás había puesto un pie allí. Pero había estado digiriendo todo ello en su excepcional mente de la misma forma en que el estómago de Mashbourne digería aquellas tremendas cantidades de comida.

Inswich no estaba muy poblada, nos decía Holmes, apenas trescientos habitantes. La ciudad había sido fundada por un general romano como estación de paso en el camino que iba a Londres. La plaza de la ciudad se había erigido sobre los cimientos de un antiguo templo druida del siglo III d.C. Antes de la llegada del ferrocarril a Barrington, ciudad que se encontraba aproximadamente a unas diez millas de distancia al este, Inswich había tenido una población de varios miles de personas y vivía fundamentalmente de sus exportaciones, que transportaba a los mercados del sur por el canal. Pero esos días ya habían acabado y la ciudad había entrado en decadencia. En esos momentos, los pocos residentes que le quedaban atendían los latifundios que proporcionaban suministros al norte de Inglaterra, o bien cultivaban sus minúsculas parcelas.

Llegamos a Barrington a las cuatro y media, con el sol oculto tras unas apagadas nubes grises. Abandonamos el andén y alquilamos un pequeño carruaje para la última parte de nuestro viaje a Inswich, que nos llevó otros tres cuartos de hora.

—Si ustedes, caballeros, lo desean —ofreció Mashbourne—, podría conseguirles alojamiento en Carthon, la finca de mi amigo, que no está lejos de aquí y en donde estoy invitado a quedarme.

—No, gracias, doctor —dijo Holmes antes de que yo pudiera aceptar—. Nos alojaremos en Inswich. Me gustaría encontrar un lugar desde el que nos sea fácil contactar con los lugareños.

—Muy bien —accedió Mashbourne—. Pero deben cenar conmigo esta noche. Me complacería enormemente que conocieran a lady Carthon, la más exquisita de las anfitrionas.

Nos separamos del doctor en Inswich tras acordar acudir a Carthon a las ocho, y nos dispusimos a reservar alojamiento en el Corazón negro, una pequeña posada situada en el centro de la ciudad; un lugar magnífico, como señaló Holmes, desde el que dirigir todas las acciones pertinentes.

Entramos en un vestíbulo de techo bajo apenas iluminado por varias temblorosas lámparas de aceite, pero no encontramos a nadie que nos atendiera. Llamé al timbre, y una desharrapada figura surgió de entre las sombras. Apareció una anciana de unos setenta años, que se levantó de una mecedora: cabellos de un gris pizarra, un ojo marrón, el otro de un blanco lechoso debido a las cataratas.

—¿Dos habitaciones? —nos preguntó en una voz cansada y cascada.

—Sí, señora, gracias —le contesté yo.

—¿Cuántas noches? —volvió a preguntar.

—Me sorprendería bastante si no lográsemos acabar nuestros asuntos esta misma noche —contestó Holmes.

—No encontrarán razón alguna para permanecer aquí durante más tiempo, caballero —dijo la mujer—. Tenemos poco de lo que enorgullecernos.

—Tenemos entendido que la ciudad entera sufre de insomnio desde hace tres meses —comentó Holmes.

—Aparece en todos los periódicos de Londres —me apresuré a añadir, pues temía que la brusquedad de mi amigo pudiera molestar a nuestra anfitriona.

—Bueno, sí, eso es lo que hay —contestó ella en voz baja.

—¿También le afecta a usted? —preguntó Holmes.

—En efecto —contestó ella, pero, antes de que pudiera continuar, se apagó una de las lámparas y ella se apresuró a ir hacia allí. Le temblaban las manos al encender una cerilla y luego al prender la mecha.

—¿Se encuentra usted bien? —le pregunté, preocupado por si habíamos asustado inadvertidamente a la pobre mujer.

—Discúlpeme, caballero —contestó ella, nerviosa—, pero la noche se ha convertido aquí en algo temible.

—¿En serio? —pregunté—. ¿Y cómo es eso?

—«Se empujará al diablo de la luz a las tinieblas, y se lo expulsará del mundo» —respondió ella, como si, de alguna forma, eso contestara a mi pregunta.

—Job, capítulo dieciocho, versículo dieciocho —señaló Holmes.

Ella asintió y no añadió nada más, pero nos entregó dos llaves.

—Siete y ocho, suban las escaleras y a la derecha —continuó—. ¿Van a querer té esta tarde?

—No, señora, nos esperan en Carthon —le contesté.

—Será mejor que lleguen allí antes de que oscurezca —nos señaló.

—Gracias, haremos todo lo posible —le dije.

Ella asintió y, tras desearnos buenas tardes, regresó a su mecedora.

Encontré que la breve cita bíblica que ella había hecho tenía muy poco sentido y me pregunté cómo una habitación llena de lámparas iba a mantener alejado al diablo si este decidía realmente venir a Inswich, así que hablé tan poco como Holmes mientras subíamos las escaleras.

—No hay duda de que acabamos de ser testigos de lo que puede hacer la falta de sueño si la unimos al fervor religioso —comentó sardónicamente.

No pensé más en ello por el momento. Después de todo, estábamos allí solo para encontrar la medicina para dormir de Holmes, y a la mañana siguiente estaríamos de regreso a Londres. Dejamos nuestras pertenencias en las habitaciones, ambas iluminadas, igual que el vestíbulo, con chisporroteantes lámparas; lo mismo ocurría con otras habitaciones que nos encontramos abiertas al pasar.

No localizamos médico alguno con el que hablar, pues seguramente Inswich era demasiado pequeña como para atraer a un médico residente, pero sí encontramos al dentista del lugar, que nos proporcionó cierta información acerca de la tan ansiada poción del farmacéutico de Holmes.

Al parecer, el dentista se había visto requerido en los últimos tres meses por un número cada vez mayor de habitantes de la ciudad que se encontraban en un alto estado de ansiedad provocado por su incapacidad de conseguir un descanso adecuado «debido a una criatura nocturna», algún tipo de animal salvaje que nos dijo que aterrorizaba a la población local.

Aunque no se creía demasiado las historias que le contaban («un montón de basura supersticiosa», afirmó), como no sabía qué otra cosa hacer encargó a su cuñado, un farmacéutico de Londres, una gran cantidad de medicina para dormir y se la prescribió a casi todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad.

—Una vez comprobé que su insomnio no estaba causado ni por caries ni por indigestión alguna —nos contó—, decidí que lo mejor era dormirlos a todos para evitar que me inundaran la consulta.

Pero, aunque el brebaje les había proporcionado cierto alivio durante la primera o las dos primeras noches, pronto regresaron los síntomas. Lo que, por supuesto, provocó una mayor ansiedad y la demanda de dosis mayores, lo que tuvo como resultado que al cuñado se le agotasen rápidamente los suministros.

—Han tratado los síntomas, no la causa —me susurró Holmes al oído.

Cuando Holmes le preguntó al hombre si le quedaba algo de la medicina, aunque fuera una única dosis, que él le pudiera comprar, le contestó que lo último que le quedaba lo había enviado hacía unas semanas a Carthon House.

—Tal vez deberíamos investigar a esa criatura nocturna —dije medio en broma mientras salíamos del dentista, pues me había dado cuenta de que nos quedaban varias horas antes de la fijada para la cena.

A pesar de lo decepcionado que se encontraba debido a la pócima, Holmes no necesitó más incentivos, pues, a pesar de que su fatiga ya se veía señalada de forma regular mediante enormes bostezos y el frecuente frotamiento de los ojos, su natural curiosidad estaba picada. Así que dimos un paseo por la pequeña ciudad y nos paramos en el estanco, el mercado, un pequeño pub y el ayuntamiento, donde se encontraba la oficina del juez. La cansada mujer allí de servicio nos informó de que «su señoría» se había marchado de vacaciones.

Entrevistamos a una docena de ciudadanos más o menos acerca de sus experiencias con el insomnio, y al hablar con ellos descubrimos que la vieja posadera no era la única que tenía miedo a la noche. Una mujer de unos cincuenta años, bastante hogareña, nos informó de que algo había tratado de entrar por la ventana de su dormitorio, y que arañaba el cristal, agitaba el cierre y la despertaba cada vez que ella estaba a punto de dormirse. Pero cuando se levantaba de la cama y abría las contraventanas, allí no había nada, tan solo «un pestazo por todas partes».

Un joven cartero nos informó de que había visto «una sombra gigantesca, como la de un murciélago, pero enorme» que se abalanzaba sobre él una tarde, ya muy avanzada, cuando regresaba a casa. Nos dijo que logró evitar a la criatura que se le echaba encima refugiándose en un bar muy bien iluminado.

Otro tipo moreno, un carnicero con aspecto desaliñado y agotado, nos dijo que cada noche del último mes se despertaba varias veces con la sensación de que había alguien o algo sentado sobre su pecho tratando de estrangularlo. Cuando se despertaba y encendía su linterna, no encontraba nada. No hice caso a su historia al considerarla una manía provocada por una continua falta de sueño, pues verse privado del mismo puede causar alucinaciones.

—Hace poco leí un artículo de un tal doctor Breuer —le comenté a Holmes mientras continuábamos con nuestra búsqueda— en un periódico del colegio de médicos en Viena, acerca de un tipo de histeria mental que, en ciertas circunstancias, puede manifestarse en una comunidad entera.

—Yo también he leído ese artículo, Watson —me dijo Holmes—. Pero ese es el síntoma, y estamos buscando la causa. Una vez la encontremos, podremos hallar una cura.

Ninguno de los que entrevistamos afirmó haber visto realmente a la criatura; bueno, hasta que encontramos a una joven madre con profundas ojeras que nos aseguró que su hijo había visto a la cosa entrar en su dormitorio y que, desde entonces, insistía en dormir en la cama de su madre. Debo admitir que me vi forzado a contener las ganas de sonreír ante esta última afirmación, aunque parecía que Holmes no lo encontraba nada divertido.

Pidió hablar con el niño.

—¿Puede describirme lo que vio, caballero? —le preguntó Holmes, hablando con él como si se tratase de un hombre adulto, en lugar del niño de ocho años que era en realidad.

El niño miró a su madre sin saber si debía contarlo o no, hasta que esta le indicó su aprobación.

—Me fui a la cama como siempre —dijo—. Y mamá dejó una vela encendida.

—Para mantener alejadas a las criaturas nocturnas —explicó la joven, algo avergonzada—. Mi madre es supersticiosa, y últimamente insiste en que no deje que el niño duerma en la oscuridad, por ese animal que ha estado merodeando por aquí.

—Pero yo quería verlo —dijo el niño—. Ver si era real, así que apagué la luz. Esperé mucho tiempo y creo que me dormí, pero entonces oí que se abría la puerta, y lo vi. Estuvo olfateando un segundo, pero nuestro perro Jeffery se puso a ladrar como un loco y lo asustó.

—¿Y podría describirme a esa criatura? —le preguntó Holmes.

—Oh, puede hacer algo mejor que eso —le respondió su madre—. Enséñaselo, hijo.

El niñito se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel que desdobló con mucho cuidado, y se lo dio a Holmes. Este lo estudió con gran detenimiento antes de pasármelo. Se trataba de un dibujo impresionante, muy realista, realizado a carboncillo, creo, de una criatura alada bastante fea que tenía cara de perro y gruñía; realmente, una imagen absolutamente inquietante para provenir de la mente de un niño.

—Lo dibuja todo el tiempo —dijo su madre.

Yo sentía bastante escepticismo ante la idea de que alguien tan joven pudiera plasmar con tanto detalle una monstruosidad semejante, especialmente si se basaba en su supuesta experiencia, y preferí creer que algún supersticioso habitante del pueblo había estado contando al niño cuentos de hadas.

—Su hijo es todo un artista —comenté mientras le daba al niño unas amistosas palmaditas en la cabeza.

—Sí, lo es —dijo Holmes, y se volvió hacia el niño—. ¿Puedo quedármelo, jovencito?

El niño volvió a mirar a su madre, quien asintió a Holmes.

—Por supuesto, caballero.

—En fin, todo esto es realmente curioso —comenté tras dejar al niño y a su madre—. Pero me temo que deberemos posponer nuestras investigaciones hasta mañana, pues son las seis y media y debemos estar en Carthon a las ocho.

—Tan puntual como siempre, ¿eh Watson? —señaló Holmes.

—La etiqueta exige el esfuerzo.

Tras regresar al Corazón negro y cambiarnos a un atuendo más apropiado para la cena, volvimos a la plaza del pueblo en busca de algún medio de transporte. Allí nos encontramos con una enorme hoguera, de unos seis metros de largo, que ocupaba la zona central e iluminaba la noche hasta una gran distancia a su alrededor. Había aproximadamente una docena de hombres que, reunidos en grupos pequeños, atendían las monstruosas llamas. Una vez más, recordé al artículo del doctor Breuer acerca de la histeria colectiva y estuve a punto de decírselo a Holmes, pero nada de eso parecía demasiado extraño tras todo lo que habíamos visto y oído aquel día.

Les pregunté a los hombres dónde podíamos encontrar transporte, y uno de ellos señaló un pequeño carruaje abierto que estaba detenido en las cercanías. Su conductor era un tipo de mediana edad al que le faltaban algunos dientes y que tenía una única y gruesa ceja parecida a una enorme oruga negra que se extendía sobre ambos ojos. Al principio pareció tremendamente reacio a llevarnos hasta Carthon, nos preguntó por qué queríamos ir tan lejos y luego se excusó aduciendo que sus caballos estaban demasiado cansados y que era casi la hora de irse a cenar. Una guinea que saqué de mi chaqueta convirtió rápidamente sus dudas en conformidad.

Abrió la portezuela lateral de su pequeño vehículo y nos ayudó a subir.

—¿Quién soy yo para decirles a unos elegantes caballeros como ustedes adónde ir y cuándo hacerlo? Por aquí, caballeros.

Mientras viajábamos, nuestro charlatán conductor no paró de hablar de forma nerviosa (del tiempo, del precio del ganado ovino y bovino, de su suegra, que vivía en Barrington), pero no mencionó el insomnio. Bien podría haber seguido así ad infinitum, si no fuera porque Holmes le preguntó:

—¿Ha estado usted durmiendo bien últimamente?

—Nadie duerme bien en Inswich, caballero —contestó el hombre con solemnidad.

—¿Y a qué supone usted que se debe? —pregunté como quien no quiere la cosa, pues suponía que iba a ser algo reacio a contestar.

—Puede estar seguro de que no lo sé, caballero —respondió—. Soy un simple conductor, ¿sabe? Claro que he oído esas historias raras, sobre bestias que merodean en la noche y cosas por el estilo.

—Nosotros hemos oído las mismas historias —le dije.

—Cuentos de viejas, ¿no creen ustedes? —dijo el conductor.

—Sí, claro, por supuesto —contesté.

—¿Recuerda cuándo comenzaron esas historias? —preguntó Holmes.

—Creo que fue en enero, poco después de que cortaran la luna.

—¿Que la cortaran? —pregunté yo.

—Sí, señor. Ahí está la luna, y la cortan.

—El eclipse lunar —dijo Holmes, bastante excitado—. Fue el veintisiete de diciembre, ¿no, Watson?

—Sí. Eso creo —le contesté, tratando de recordar la fecha exacta.

—Eso es —dijo el conductor—. Todo se puso negro durante uno o dos minutos, y luego las viejas fueron a la iglesia y se arrodillaron para rezar por nuestras almas. Poco después de la misa me dijeron que dejara una luz encendida junto a la cama para mantener alejado al diablo.

No seguimos discutiendo, aunque no tengo ninguna duda de que la mente de Holmes seguía funcionando. Viajamos en silencio, excepto por el traqueteo de los cascos de los caballos y el girar de las ruedas del carro. Llegamos a Carthon House poco antes de las ocho. Un largo camino de piedra, flanqueado de altísimos robles que se erguían como centinelas, conducía hacia la majestuosa casa, una enorme mansión que resplandecía con luces en casi todas las ventanas, que solo en la fachada principal sumaban unas cien; una señal de bienvenida en la oscura noche sin luna.

—Extraordinario —comenté.

—¿Quieren que me quede a esperarlos, caballeros? —preguntó nuestro conductor cuando nos bajamos.

—No, gracias —le contestó Holmes.

El hombre asintió, giró su carruaje y desapareció rápidamente en la noche.

—Parecía tener mucha prisa por marcharse, ¿verdad? —comenté a Holmes.

—¿Se ha dado cuenta del bulto que tenía en el bolsillo del pecho de su largo abrigo? —repuso Holmes—. A menos que me equivoque, se trataba de un revólver; y cargado, a juzgar por la forma en la que comprobaba su presencia con la mano derecha cada uno o dos minutos.

—Tal vez haya realmente bestias por los alrededores —comenté, de nuevo a modo de broma.

—Esa es una posibilidad —contestó Holmes.

Me limité a sacudir la cabeza con incredulidad ante el hecho de que él no rechazase totalmente esas historias de terrores nocturnos.

Cuando subíamos las escaleras hacia la entrada de la mansión, se abrió el portalón y apareció el doctor Mashbourne acompañado de un lacayo.

—Espléndido, espléndido —dijo Mashbourne mientras el lacayo recogía nuestros abrigos y sombreros—. Llega usted tan puntual como siempre, doctor Watson.

Holmes me sonrió con esa amarga sonrisa tan característica suya mientras entrábamos en la mansión Carthon.

El interior era tan magnífico como el exterior. Del ornamentado techo colgaba una magnífica araña que despedía luz desde varias decenas de velas.

—Debe de ser el diablo para mantenerla en tan buen orden —comenté, señalándola mientras avanzábamos.

—Esa no es la mayor de todas —dijo Mashbourne—, tal y como podrán ver cuando lleguemos al comedor.

Nos condujo a la sala de estar y llamó a uno de los sirvientes para que nos trajera un jerez. Mientras bebíamos, comenté con Mashbourne los diversos encuentros que habíamos tenido en Inswich y las historias sobre la criatura que perturbaba las noches de los habitantes del lugar.

—¿Una criatura, dice? ¿Qué tipo de criatura?

Holmes sacó el trozo de papel con el dibujo del niño y se lo mostró a Mashbourne. Él lo estudió con sumo detenimiento, y mientras lo observaba me dio la impresión de que se estaba tomando el asunto demasiado en serio.

—¿Cuánto puede aguantar una persona sin dormir? —preguntó Holmes.

—He conocido casos únicos en los que han sido varios días —intervine yo—, incluso una semana, como bien sabe usted, aunque me atrevería a afirmar que nunca me he encontrado con un caso tan prolongado y extendido como este, ni siquiera en los periódicos.

—Ni yo —añadió Mashbourne mientras le devolvía el dibujo a Holmes—. ¿Ha formulado ya alguna hipótesis, señor Holmes?

—Sí —contestó Holmes para mi gran sorpresa.

—¿Y se puede saber cuál? —preguntó a nuestras espaldas una amable y suave voz.

Nos volvimos y allí estaba una mujer de sorprendente belleza, de unos treinta años, de cabello dorado, brillantes ojos azules y piel de un alabastro translúcido. Llevaba un pálido vestido del color de la cáscara de huevo con un alto cuello cerrado, y le colgaba del cuello una delicada cadena de plata de la que pendía una pequeña piedra negra. Al igual que la miríada de luces que iluminaba su casa, desprendía un fulgor cálido.

Incluso Holmes guardó silencio y permitió que Mashbourne fuera quien rompiera el hechizo e hiciera las presentaciones.

—Lady Carthon, estos son mis buenos amigos, el doctor John Watson y el señor Sherlock Holmes. Son bastante famosos en Londres...

—... por haber resuelto varios crímenes famosos —concluyó ella—. Estoy familiarizada con la reputación del buen señor Holmes. ¿Y qué los trae a nuestra humilde Inswich, caballeros?

—El rumor de que el lugar estaba repleto de mujeres hermosas —contesté yo.

Ella se echó a reír con tanta naturalidad que me hizo ruborizar.

—Es usted realmente encantador, doctor Watson —contestó.

—Me adula, señora —le respondí yo, mientras hacía una breve reverencia con la cabeza, complacido por haber provocado una respuesta tan agradable de una dama tan encantadora.

Llegó el mayordomo para avisarnos de que la cena estaba lista. Seguimos a lady Carthon como ansiosos pretendientes mientras ella se deslizaba elegantemente hacia el comedor.

Una vez nos hubimos sentado, se nos agasajó con la más espléndida de las comidas, que consistía en varios platos uno detrás de otro. Mashbourne estaba en la gloria. Habló muy poco, simplemente se limitó a mostrarse de acuerdo con cualquier conversación que se estuviese manteniendo en cada momento y a gruñir su aprobación ante la variedad de alimentos que nos presentaron. Como Holmes parecía haberse vuelto a sumir en sus pensamientos, tuve que ser yo quien conversara con lady Carthon.

—¿Vive usted aquí sola? —le pregunté de forma algo brusca, me temo.

—Sí, yo sola —me contestó, sin mostrar vergüenza alguna ante mi falta de tacto.

—¿Y su marido? —volví a preguntar, pues me di cuenta de la alianza que llevaba en la mano izquierda—. ¿Está de viaje?

—A mi marido lo mataron en Egipto, en enero hizo un año —me contestó—. Era capitán en el Ejército Real de Su Majestad. Un hombre realmente maravilloso.

—Mis más profundas condolencias, señora —dije, perturbado ante su respuesta—. Debe de resultarle difícil llevar esta enorme casa sin él.

—Gracias, caballero —respondió ella—, pero me las arreglo bastante bien.

—Seguro que sí —contesté yo—. Debe de estar bastante entretenida.

—Oh, no mucho. Mi querido amigo el doctor Mashbourne me llama de cuando en cuando para proporcionarme pequeños fragmentos de las últimas noticias de Londres, así como algunos invitados ilustres, como ustedes.

Mashbourne asintió y sonrió, tenía la boca demasiado llena para poder hablar.

—¿Es usted consciente de que la ciudad de Inswich al completo padece problemas del sueño? —intervino Holmes.

—Sí, claro que soy consciente de ello.

—Y dígame, señora —continuó Holmes—, ¿usted duerme bien?

Ella hizo una breve pausa y luego contestó:

—No, nada bien.

El doctor Mashbourne se aclaró la garganta.

—Emily es la paciente que les mencioné en nuestro viaje hasta el norte. Su marido y yo servimos juntos, aunque brevemente, en Egipto.

—Sí —dijo Holmes—. Si no recuerdo mal, usted no prestó servicio durante demasiado tiempo.

—Dieciocho meses —precisó Mashbourne.

—¿Y cuánto hace que tiene este problema de insomnio? —preguntó Holmes a lady Carthon.

—Bastante —contestó ella.

—Y aun así, no ha llamado al doctor Mashbourne hasta hace poco.

—Antes me preocupaba poco.

—¿Y ahora? —preguntó Holmes.

—Cada vez me produce más problemas —contestó lady Carthon.

—¿Recuerda cuándo fue la última vez que durmió toda la noche de un tirón? —preguntó Holmes.

—Creo que en enero.

—Emily, ¿nos estás diciendo que llevas tres meses enteros sin dormir? —preguntó Mashbourne.

—¿Cómo puede aguantar? —pregunté yo, incrédulo—. ¿No está agotada todo el tiempo?

—¿Tiene alguna idea acerca de qué es lo que la mantiene despierta? —siguió diciendo Holmes de una forma displicente que yo no le toleré.

Ella pareció abrumarse ante esta andanada de preguntas, pues dio la impresión de que no sabía qué responder.

—¿Ha oído usted las historias que cuenta la gente acerca de una criatura que los persigue mientras duermen? —preguntó Holmes al cabo de un rato.

Ella volvió a dudar, y por fin respondió:

—Sí.

—¿Y qué opina de ellas?

—Las encuentro tremendamente inquietantes.

—¿Se las cree? —pregunté yo.

—Esa es la razón por la que hay una luz encendida en cada habitación, ¿verdad, señora? —dijo Holmes.

—Sí —respondió ella—. Estoy segura de que todo esto les parecerá bastante tonto a unos caballeros de Londres, pero les aseguro que a mí me ha resultado totalmente aterrador.

—Haga el favor de explicarse —dijo Holmes.

—Todo comenzó una noche de finales de diciembre —comenzó tras recobrar la compostura—. Hubo un eclipse lunar total. A muchos de los habitantes les resultó especialmente inquietante, sobre todo cuando el sacerdote local, un viejo tristemente supersticioso, me temo, recogió sus pertenencias y nos dejó al día siguiente. Yo no compartía sus miedos, pues había estudiado un poco las estrellas y había pasado despierta toda la noche para presenciar el suceso. Después de eso, fui a la salita a por una copa de brandy y, cuando cruzaba el vestíbulo a oscuras, sentí de repente una presencia... muy cerca. Se trataba de la sombra oscura de una cosa, y sentí cómo me tocaba el cuello. Me asustó mortalmente, por supuesto, y me temo que di un fuerte grito. Mi doncella, Estella, salió corriendo de su habitación con una linterna para ver qué era todo ese alboroto, y cuando se acercó, esa cosa sencillamente desapareció.

»Yo estaba bastante alterada, como se pueden imaginar, e incluso me permití tomar una segunda copa de brandy, tras lo que volví a la cama, totalmente convencida para entonces de que todo el incidente no había sido más que una alucinación. Pero cuando apagué la luz de mi dormitorio volví a sentir esa presencia. Inmediatamente volví a encender la lámpara y, una vez más, la cosa desapareció, así que dejé la luz encendida durante toda la noche. Como pueden imaginarse, dormí bastante mal aquella noche, despertándome frecuentemente para comprobar que la luz siguiera encendida.

»La noche siguiente, antes de ir a acostarme, hice que mis sirvientes comprobaran la mansión entera en busca de ventanas abiertas y puertas sin cerrar para asegurarme de que todas ellas estuviesen cerradas a cal y canto. Una vez estuve segura de que todo estaba bien, apagué la luz y me metí en la cama. Muy poco después, volví a sentir la presencia y encendí inmediatamente la lámpara.

»Desperté entonces a todo el servicio y le di instrucciones de que registraran a fondo la casa. Encontraron abierta una única puerta que tenía unos extraños arañazos por todo el marco exterior, como si fueran señales de garras.

»Seguimos este ritual durante casi toda una semana, y todas las noches encontramos abierta una puerta o una ventana distinta. Terminé por decir a los sirvientes que encendieran una lámpara en cada habitación de la casa y que las dejasen encendidas toda la noche, convencida de que esa era la única forma de ahuyentar al intruso.

Mientras nos contaba su historia, lady Carthon se llevó varias veces la mano a la piedra de su colgante, y fue entonces cuando pude verla bien por primera vez. Era un amuleto de forma extraña, parecida a una gran lágrima, con bordes aplastados y un raro color negro que, curiosamente, no reflejaba luz alguna.

—¿Fue su marido —la presionó Holmes— quien le regaló ese colgante?

Ella asintió, mirando extasiada la piedra que le colgaba del cuello.

—Fue un regalo de aniversario. Me lo envió desde Egipto. Llegó tan solo una semana o dos después de su muerte.

—¿Le contaron las circunstancias en las que murió? —le preguntó Holmes.

—¡Holmes, por favor! —exclamé, algo violento.

—No pasa nada, doctor —me tranquilizó ella con gentileza—. Me dijeron que lo habían asesinado unos ladrones de tumbas mientras patrullaba cerca de las grandes pirámides. Pero Arthur puede proporcionarle más detalles. Estaba allí.

—Estoy seguro de que podemos discutirlo más tarde —los interrumpí, esperando ahorrarle a la pobre mujer mayor incomodidad.

—Sí, claro —me apoyó Mashbourne—, después de la cena.

—Debe usted de echarle mucho de menos —dijo Holmes.

—Daría lo que fuera porque volviera conmigo —respondió ella, los ojos llenos de lágrimas, perdida toda la musicalidad de su voz.

De pronto parecía cansada, sumamente pálida y demacrada. Como si la luz que era la vida de sus pálidos ojos azules se hubiera apagado de pronto, su mirada era ahora vidriosa y vacua, y reflejaba la vacía oscuridad de la lágrima negra. Su cambio me perturbó bastante, igual que a Mashbourne. Solo Holmes mantuvo su fría compostura.

—¿Ha probado alguna medicina para inducir el sueño? —le pregunté.

—Todas ellas, doctor. Valeriana, flor de la pasión, leche caliente, manzanilla, un breve paseo antes de que oscurezca, un baño caliente antes de acostarme. Incluso he llegado a encargar elixires especiales a un farmacéutico de Londres. No han servido de nada.

Miré a Holmes, pero su expresión no revelaba nada.

—Deberías probar mi brandy —dijo Mashbourne, y sacó su petaca de plata de su chaqueta—. A mí me hace dormir incluso al mediodía.

Ella le sonrió con tal tristeza que me puso un nudo en la garganta.

—Ya lo he probado, Arthur —confesó.

—Sí, tienes razón. Lo has hecho —respondió él con suavidad. Y entonces se volvió hacia nosotros y dijo con vehemencia—: Debemos descubrir el misterio que se esconde detrás de todo esto.

—Creo que si dormimos una noche en esta casa, obtendré la respuesta —afirmó Holmes.

Lady Carthon se puso en pie, y nosotros también lo hicimos. Con una cálida y triste sonrisa, dijo:

—Mis dulces campeones... Me siento tremendamente afortunada de tenerlos esta noche como invitados.

—El placer ha sido todo nuestro, señora, se lo aseguro —le dije.

Nos deseó que pasáramos una buena noche, dejó instrucciones a un sirviente para que preparara dos camas más y se marchó para pasar la noche.

Observamos cómo se marchaba en silencio. Cuando ella se fue, Holmes se volvió hacia Mashbourne.

—Las circunstancias de la muerte del marido de la señora, si hace usted el favor.

Mashbourne se aclaró la garganta con un trago de vino y empezó:

—Tal y como ha dicho Emily, el capitán Carthon estaba patrullando por el desierto con sus hombres cerca de las grandes pirámides. Yo era el médico asignado a su regimiento. Los hombres de Carthon informaron de que una tarde se encontraron con un grupo de saqueadores de tumbas que se estaban haciendo con una gran cantidad de antigüedades procedentes de un enterramiento recientemente descubierto. Se produjo una breve pero sangrienta escaramuza y los saqueadores fueron apresados.

»Pero el capitán Carthon me confió en secreto, una vez hubo dejado los tesoros saqueados en manos del gobernador real, que, entre los múltiples objetos había encontrado uno que se imaginó que sería un maravilloso regalo para su esposa. Me mostró el colgante que todos hemos visto que ella llevaba esta noche. Lo más curioso es que, después de eso, los soldados del regimiento pasaron varias noches sin poder descansar.

—¿Está usted hablando de insomnio? —le preguntó Holmes.

—Sí —contestó Mashbourne—, pero no hasta este grado. No duró más de una semana. Y entonces, una noche en que volvíamos a estar de patrulla, asesinaron a Carthon. Algunos dijeron que habían sido los saqueadores de tumbas, que habían vuelto en busca de su botín, pero yo estaba seguro de que había sido algún tipo de animal salvaje, pues examiné el cuerpo y este había sido salvajemente mutilado.

»Como iba a volver a Inglaterra, me correspondió la desagradable tarea de comunicarle a lady Carthon las tristes noticias y de entregarle los efectos personales de su marido.

—¿Se encontraba el colgante entre esos objetos? —le preguntó Holmes.

—No —contestó Mashbourne—. Creo que se lo envió antes, antes de que lo mataran.

Pude ver cómo la mente de Holmes volvía a ponerse a trabajar.

—Comentó usted con anterioridad que se le había ocurrido algo —le dije—. ¿Le importaría compartirlo?

—Tengo una teoría que pretendo poner a prueba esta noche —fue lo único que dijo.

—Oh, venga —exclamó Mashbourne, claramente molesto—. ¿No hay ni una miguita de pan que pueda dejarnos como pista para que podamos seguir su razonamiento?

—Una miguita les dejaría bastante más insatisfechos —respondió, y echó su silla hacia atrás—. Y ahora me temo que debo dejarlos, caballeros. Que duerman bien. —Cuando llegó a la puerta, volvió a girarse para mirarnos—. Y dejen una luz encendida. Si se encuentran con algo poco usual esta noche, cualquier sonido innatural o algo por el estilo, vayan inmediatamente a buscarme. Estoy seguro de que estaré despierto. —Y se fue.

—Un tipo de lo más peculiar, ¿no cree, Watson? —comentó Mashbourne.

—Vaya si lo es —contesté yo.

Después de unos puros y de un poco del brandy de Mashbourne, nosotros también nos retiramos a pasar la noche; un sirviente nos condujo al piso de arriba y nos acompañó a nuestras habitaciones.

—Buenas noches, doctor Mashbourne —le dije mientras le dejaba.

—Buenas noches, doctor Watson. Estoy seguro de que yo, al menos, voy a dormir esta noche como un tronco. Este día me ha dejado realmente agotado.

Se encerró en su habitación.

Cerré mi puerta y me encontré con que me habían dejado una bata y un pijama junto a lo que parecía ser una cama realmente cómoda. Había una jarra de agua en una mesilla cercana, y me serví un vaso antes de apagar la luz y meterme entre las sábanas.

Mientras estaba allí tumbado y mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me puse a pensar en las últimas palabras de Holmes, preguntándome a qué tipo de sonidos innaturales se referiría. Escuché con atención los sonidos de la noche que me rodeaba, y, a medida que mis oídos se iban acostumbrando al silencio, pude oír el viento que soplaba entre los árboles, el suave golpeteo de una contraventana que se había quedado sin cerrar en alguna zona apartada de la casa.

Me desperté debido a un golpe. Me intenté levantar, pero descubrí que estaba totalmente paralizado, excepto los ojos, que tenía muy abiertos pero me resultaban totalmente inútiles en la total oscuridad. Traté de mantener la calma, de convencerme de que la parálisis sería momentánea, de que estaba soñando. Pero entonces oí una llave en la cerradura (¿había cerrado la puerta con llave?) y sentí que alguien entraba en la negrura de tinta de mi habitación.

Me maldije en ese momento por haber ignorado el consejo de Holmes y haber apagado la luz. Me llené de oscuras premoniciones, de una sensación de perversa maldad. Se me desbocó el corazón. Luché en vano por levantarme (me temblaban brazos y piernas, se me llenó la frente de sudor, me dolía respirar), pero seguí sin poder hacerlo.

Oí unos pasos que se acercaban a mi cama. Me dije que solo se trataba de un sirviente que venía a ver si todo andaba bien, o que sería alguien que andaba en sueños, pero el pánico que inundaba mi corazón siguió creciendo... ¡y algo saltó sobre mi pecho! Unas manos frías me aferraron el cuello y empezaron a estrangularme. Jadeé en busca de aire, traté de gritar pidiendo ayuda mientras el aire abandonaba mis pulmones debido al peso de mi asaltante.

Cuando la oscuridad estaba a punto de tragarme, la puerta de mi cuarto se abrió con tal violencia que la arrancó de sus bisagras y la bendita luz entró procedente del pasillo.

La luz reveló una criatura (no encuentro un nombre mejor que darle) ¡qué se cernía amenazadoramente sobre mí! No se trataba de ningún cuento de hadas para niños, sino de una bestia casi bípeda y jorobada con un aspecto ligeramente canino, un rostro perruno con orejas puntiagudas. Su carne era de una blandura desagradablemente gomosa. Aquella blasfemia sin nombre me miraba con centelleantes ojos rojos, sus garras escamosas me rodeaban la garganta, su chato hocico y su babeante boca exhalaban su acre y fétido aliento sobre mí. Estaba a punto de morderme con unos afilados colmillos que llenaban de forma desordenada la enorme mandíbula cuando aulló todo su odio ante en repentino resplandor, desplegó unas espantosas alas negras, me soltó y voló directamente hacia la iluminada entrada en la que se encontraba Holmes con una linterna en una mano y su revólver en la otra.

Holmes disparó una vez y alcanzó a la bestia en el pecho. La fuerza del impacto solo hizo retroceder un paso a la criatura, antes de que volviera a saltar sobre él, aullando de furia. Vi cómo Holmes vaciaba el cargador a bocajarro sobre la bestia, lo que hizo que el ser se desplomara muerto a sus pies.

—¡Watson! ¿Se encuentra bien? —me preguntó.

Yo ya había logrado incorporarme sobre un codo, pues la parálisis comenzaba a desaparecer.

—No lo sé —contesté todavía profundamente conmocionado, y me examiné en busca de heridas. Tenía los hombros y el cuello profundamente magullados, pero, por fortuna, no había sufrido más heridas.

—¿Puede tenerse en pie, viejo amigo?

—Sí, eso creo —dije, pero no di buena muestra de ello, pues me temblaban las piernas.

Me llamó la atención un cierto movimiento en el suelo, y Holmes y yo pudimos ver, con total asombro, cómo esa cosa muerta se fundía lentamente y se convertía en un goteante sebo sulfuroso que se fue filtrando entre los tablones del suelo hasta desaparecer.

—Por Dios, ¿qué era eso? —pregunté a Holmes.

—Nada de este mundo —contestó él—. Venga por aquí.

Lo seguí hasta el dormitorio de Mashbourne, donde, gracias a la linterna de Holmes, pude ver al pobre hombre despatarrado en el suelo con el camisón lleno de sangre. Me dirigí rápidamente a su lado y le cogí la muñeca para comprobar el pulso. Como allí no lo encontré me dirigí al cuello, y retrocedí horrorizado cuando vi que le habían desgarrado la garganta.

—Ya no podemos ayudarlo —le dije a Holmes, y entonces me puse en pie de un salto—. ¡Lady Carthon!

Recorrimos a toda prisa el largo y oscuro pasillo central, temiendo durante todo el camino desde lo más profundo de mi corazón lo que podríamos encontrar una vez llegásemos a su habitación.

—¿Por qué están todas las luces apagadas? —pregunté con voz temblorosa.

—Las apagué yo —me explicó Holmes—. Para comprobar mi teoría.

Lo miré lleno de confusión, pero no dijo nada más.

Cuando llegamos a la puerta de las habitaciones de lady Carthon, la encontramos ligeramente entreabierta y el cuarto sumido en la más completa oscuridad. Mientras entrábamos, temía que ella también hubiese caído presa de esa criatura nocturna. Pero cuando Holmes recorrió la habitación con su linterna y la luz iluminó a lady Carthon, la vimos tumbada completamente inmóvil sobre la cama, con una mano fláccida sobre el borde y varios viales de cristal rotos esparcidos cerca, sobre el suelo.

—Dios mío —exclamé, y me dirigí rápidamente a su lado, le cogí la mano y le tomé el pulso.

Holmes recogió uno de los viales y lo examinó con detenimiento, pasó un dedo por el extremo abierto y se lo llevó a los labios.

—El brebaje del farmacéutico —dijo—. Por el número de frascos vacíos que hay aquí, yo diría que se ha tomado una buena cantidad.

—¿Suicidio? —pregunté.

—Eso parece —me contestó.

No pude sentir pulso alguno en su muñeca, así que llevé la mano al cuello. Y, por fortuna, allí sentí el débil latir de su corazón.

—¡Está viva! —exclamé con una mezcla de alivio y de aprensión ante la idea de que aún pudiera fallecer, así que traté de despertarla sacudiéndola con fuerza por los hombros.

—¡Lady Carthon! ¡Lady Carthon! ¡Despierte!

Holmes cogió una jarra de agua y le echó parte de ella sobre la cara. Finalmente, comenzó a moverse.

—Oh, Dios —dijo débilmente—. ¿Qué ha pasado?

—Ha tomado demasiada medicina para dormir —le dije, tratando de no asustarla.

Me miró bastante confundida.

—¿Se acuerda usted de algo? —le preguntó Holmes.

—Recuerdo prepararme para ir a la cama, como siempre hago, confiando en que esa fuera la noche en la que por fin lograría dormir. Pero cuando me estaba quitando el colgante pensé en mi marido y deseé que fuera él quien me lo estuviera quitando, deseé que siguiera aquí, que me abrazara, y supe que pasaría otra noche sin dormir. Creo que me derrumbé, y me tomé todo lo que me quedaba de la droga del sueño.

—¿Y luego? —preguntó Holmes.

—Nada. Solo oscuridad. No podía salir de esa oscuridad. —Entonces nos miró y vio la sangre que cubría mis manos y mi camisón—. Doctor Watson, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está Arthur?

Yo no pude decir nada, así que le tocó a Holmes.

—Muerto —fue todo lo que dijo.

Ella empezó a sollozar.

—Todo esto es culpa mía.

—No lo creo —le aseguró Holmes—. No lo ha asesinado usted.

—Vino a por mí —dijo, sin dejar de sacudir la cabeza—. De noche. Desde esos espantosos sueños.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté—. ¿La criatura vino a por usted?

—Quería algo de mí. Esa noche de enero, cuando la luna se oscureció. Sabía que quería algo, pero, que Dios me ayude, no podía entender qué. Una llave, creo. Una apertura. Una puerta hacia otro lugar. No podía entender qué quería. Podía sentir sus pensamientos, pero su idioma me resultaba extraño. Le supliqué que me dejara. Pero no iba a dejar que yo disfrutase de una sola noche de descanso. Cada vez que trataba de cerrar los ojos, cada vez que me permitía estar en la oscuridad, volvía a acosarme. Avisé a la gente. Les dije que mantuvieran encendidas las luces por la noche, que evitaran la oscuridad. Esa cosa temía la luz. Odiaba la luz. Procedía de la oscuridad, ¿saben?, del vacío. Se había desplazado a gran distancia, en busca...

—¿En busca de qué? —le pregunté.

—No lo sé —contestó débilmente.

—Bueno, ya no puede seguir buscando —dijo Holmes mientras recogía el colgante de su lugar junto a la cama de ella—. Le hemos puesto fin.

Nos vestimos rápidamente y salimos de Carthon a pie a la salida del sol. Cuando contemplamos la mansión, nos encontramos con que, de día, era un lugar muy distinto. Tenía un cierto aire de tristeza, de solemnidad, que ni la luz del sol ni la de las lámparas podía ocultar. La brillante señal de luz de la noche anterior había desaparecido, un sueño convertido en pesadilla, y ahora, bajo la claridad del día, la ilusión se vio reemplazada por una sombría y desagradable realidad.

Mientras regresábamos caminando a Inswich, le pedí a Holmes que me explicara lo que había hecho la noche anterior una vez nos hubo dejado a Mashbourne y a mí, y cómo había logrado acudir tan rápidamente en mi auxilio.

—Tras desearles a ustedes dos unas buenas noches —me dijo—, seguí a lady Carthon hasta su habitación y me aseguré de que se había puesto a salvo para pasar la noche. Cuando Mashbourne y usted se fueron a sus habitaciones, comencé a apagar las luces, desde el extremo este de la casa hasta el oeste. Confiaba en atraer a esa cosa, enfrentarme a ella, confirmar si realmente existía. Y entonces fue cuando lo oí...

—¿A la bestia que casi me mata? —pregunté.

—Sí —me contestó—. Oí un ruido terrible procedente de la habitación de Mashbourne. Encendí mi linterna y corrí hacia él, pero ya era demasiado tarde. Así que fui inmediatamente a buscarlo a usted. Como encontré la puerta cerrada con llave, la eché abajo.

—Y le estoy profundamente agradecido por haberlo hecho, amigo mío.

—Lo siento, Watson. No se me ocurrió que ustedes dos apagarían las luces. Les había dicho que no lo hicieran.

—La fuerza de la costumbre, querido —le dije—. No fue culpa suya.

—Debería haber anticipado esa posibilidad —replicó—. Debería haberlos instruido con más vehemencia. Puede que se debiera a mi propio agotamiento, pero no se me ocurrió que la bestia pudiera actuar de forma tan violenta.

—Sigo sin entender por qué se creyó usted las historias acerca de esa criatura. A mí me parecieron totalmente falsas.

—Solo podía conjeturar, Watson —me respondió.

—Pero, ¿cómo pudo siquiera suponer que eran ciertas? —le pregunté, tratando de comprender su razonamiento.

—En primer lugar, estaba el hecho de que nadie podía ofrecer otra causa o razón médica para una epidemia de insomnio tan ampliamente extendida. Al principio, la histeria colectiva no parecía fuera de lugar. No hay duda de que los avisos de la dama pusieron a todo el mundo bastante nervioso. Y debo admitir que el soporífero me confundió un poco, pues daba la impresión de que, la primera vez que se administró, los ciudadanos pudieron dormir toda la noche, aunque los síntomas regresaron poco después. Pero tras oír tantas historias de la criatura procedentes de tanta gente, tras ver los dibujos del niño y tras percibir el terror que le tenía el conductor a este sitio, empecé a sospechar que detrás de esas historias había más de verdad que de superstición.

»Pero fue el propio Mashbourne quien terminó por convencerme. Vio el cuerpo del capitán Carthon. Dijo que le dio la impresión de que no lo habían asesinado unos saqueadores de tumbas, sino que lo había mutilado un animal salvaje.

—¿Y cree que era la misma criatura que mató a Mashbourne?

—La misma.

—Pero, ¿por qué?

—Por esto —dijo Holmes, y sacó el colgante de lady Carthon del bolsillo.

—¿El colgante? —le pregunté.

—El colgante no —respondió él—. La piedra del colgante.

Miré lo que sostenía en la mano. A la luz del día, parecía una simple roca negra, la baratija de obsidiana de un egipcio muerto hacía ya mucho tiempo. Y aun así, cuando llevaba ya un rato observándolo, Holmes tuvo que pronunciar mi nombre en voz alta para recuperar mi atención.

—¿Es esta la llave de la que hablaba lady Carthon? —le pregunté.

—Eso creo, Watson —me contestó—. Cuando la oía hablar de la criatura, sobre lo que parecía estar buscando, recordé algo que leí en un oscuro texto, muy poco conocido, que escribió un árabe loco acerca de objetos que sirven como ventanas al vacío, objetos más viejos que este mundo y que yacen enterrados en oscuras criptas construidas por faraones olvidados hace mucho.

—No lo suficiente —aseguré, aún hipnotizado por la piedra negra—. ¿Así que esto es lo que hizo que mataran al capitán Carthon?

—Sin duda —dijo Holmes—. Y podrían haber muerto más, si lady Carthon no hubiese descubierto la debilidad de la criatura y no hubiese avisado a la ciudad entera de que debían mantener siempre una luz encendida.

—¿Cómo supo esa cosa que tenía que venir a Inswich? ¿Y por qué le llevó tanto tiempo llegar hasta aquí? —pregunté, intentando reunir las últimas piezas del rompecabezas.

—No hay duda de que podía sentir dónde se encontraba la piedra. Pero parece que solo podía recorrer tanta distancia en una total oscuridad —me explicó Holmes.

—El eclipse —dije, y por fin lo entendí todo.

—Correcto —dijo Holmes.

—¿Qué va a hacer ahora con esa cosa? —le pregunté—. ¿Se la va a entregar a la Royal Society?

—No, Watson. Eso sería demasiado peligroso. Me temo que se encuentra más allá de nuestra razón, más allá de la comprensión de la ciencia. Creo que lo mejor será que la arroje a un profundo pozo, y esperemos no volver a oír hablar jamás de ella.

En el Corazón negro, la posadera se había quedado profundamente dormida en la mecedora y roncaba suavemente. Fuimos a nuestras habitaciones, recogimos nuestras cosas y, sin molestar a la buena mujer, dejamos unos cuantos soberanos sobre el mostrador como pago.

En el exterior, encontramos a nuestro parlanchín conductor dormido sobre su coche. Holmes lo sacudió hasta despertarlo.

—Mil perdones —dijo—. Debo de haberme dormido. —Cuando nos reconoció, añadió con sorpresa—: Ya veo que han regresado sanos y salvos de Carthon. ¿Dónde quieren que los lleve, caballeros?

—A la estación de Barrington, buen hombre —le dijo Holmes tras entregarle un soberano—. Y le daré una guinea más si nos lleva antes de que parta el tren de las nueve en punto hacia Londres.

Saltó ansioso del pescante, recogió nuestras maletas y las aseguró en la parte de atrás de su carruaje abierto mientras nos subíamos a él. Un instante después, partíamos.

—Barrington es un buen sitio —nos dijo—. Mi suegra vive allí.

No dejó de hablar durante todo el viaje a la ciudad, pero yo me encontraba demasiado sumido en mis pensamientos como para prestarle atención. Cuando llegamos, Holmes le pidió que se detuviera en la comisaría local.

—¿Se ha cometido algún crimen? —preguntó el hombre.

—No —respondí raudo—. Solo ha habido un desafortunado incidente.

Encontramos al policía, un hombre bajo y robusto de unos cincuenta años, roncando apaciblemente detrás de su escritorio. Una vez se recobró lo suficiente de la vergüenza de haber sido sorprendido durmiendo en su puesto, Holmes le relató los sucesos de la noche anterior, teniendo cuidado de omitir los elementos más fantásticos y de sustituir a la bestia ultraterrena por un perro rabioso, y terminó el relato diciendo que había un cadáver en Carthon House.

Llegamos con tiempo suficiente como para relajarnos y acomodarnos lo mejor posible para el largo viaje a casa en el tren de las nueve en punto. Más adelante ese mismo día, Holmes iba a hacer todas las gestiones necesarias para que lady Carthon pasara un tiempo recuperándose en una casa de reposo a las afueras de Londres. A mí me correspondió la desagradable tarea de notificar la muerte de Mashbourne a sus parientes más cercanos.

Cuando salimos de la estación, me giré y vi a mi amigo profundamente dormido, con los brazos cruzados, la barbilla cómodamente apoyada sobre el pecho, respirando lenta y tranquilamente. Tras todo lo que había visto en Carthon, pasaría un tiempo antes de que yo pudiera volver a dormir tan profundamente.