Arte en la sangre Brian Stableford
«Se sabe que el arte que se lleva en la sangre
puede adoptar las formas más extrañas»
—A. Conan Doyle, La aventura del intérprete griego
Aún no eran las cinco; Mycroft acababa de desplomarse sobre su butacón y de abrir el Morning Post cuando apareció el secretario en la puerta de la sala de lectura y le hizo un gesto brusco con la mano derecha. Era una llamada para acudir a la Sala de los extraños, acompañada de un gesto particular con el meñique que le indicaba que no se trataba de una visita casual, sino de un asunto en el que el club Diógenes tenía un interés especial.
Mycroft suspiró y levantó su gran exceso de carne del sillón. Las reglas del club le prohibían preguntar al secretario acerca de la importancia de la visita, por lo que quedó bastante sorprendido al ver a su hermano Sherlock esperándolo en la Sala de los extraños junto a la ventana, contemplando Pall Mall. Sherlock había acudido a él en algunas ocasiones para que le resolviera algunos enigmas complicados, pero aún no había habido ninguno que tuviera una especial relevancia para los propósitos ocultos del club. Por la rigidez de la postura de Sherlock, quedaba claro que no se trataba de ningún asunto sin importancia, y que, de momento, le había ido bastante mal.
Se encontraba otro hombre en la habitación, que ya estaba sentado. Parecía cansado; sus ojos grises (no muy diferentes en tonalidad a los de los hermanos Holmes) estaban inquietos y con aspecto acosado, pero se esforzaba realmente por mantener la compostura. Se trataba, sin duda, de un marino mercante, posiblemente un segundo oficial. Lo desigual del desvaído bronceado que cubría su rostro (cuya parte inferior había estado cubierta hacía tiempo por una barba) era prueba de que había regresado a Inglaterra desde los trópicos hacía menos de un mes. El olor que impregnaba su ropa revelaba que había hecho una visita reciente a Limehouse, donde había disfrutado de una generosa pipa de opio. El bulto que tenía en el bolsillo izquierdo de su abrigo sugería la presencia de una botella de medicina, pero Mycroft era demasiado escrupuloso como para inferir que se trataba de láudano. Decidió que la actitud del marino era de una resignación a regañadientes, la de un hombre decidido a mantener la dignidad aunque ya hubiese perdido toda esperanza.
Mycroft saludó a su hermano con un despliegue adecuado de afecto y esperó a que lo presentaran.
—Permíteme que te presente a John Chevaucheux, Mycroft —dijo Sherlock, abandonando de forma inmediata su puesto junto a la ventana—. El doctor Watson lo puso en contacto conmigo, pues se dio cuenta de que lo que contaba era algo demasiado desesperado como para que le sirviera de algo algún tipo de tratamiento médico.
—Encantado de conocerlo, caballero —dijo el marino, poniéndose brevemente en pie antes de volver a hundirse en su asiento. La mano del extraño era fría, pero su apretón fue firme.
—El doctor Watson no se encuentra aquí —señaló Mycroft. No tenía por costumbre señalar lo obvio, pero la ausencia del médico parecía necesitar explicación; en esos tiempos Watson se aferraba a Sherlock como si fuera su sombra, ansioso por conseguir otro provechoso relato debido a sus incansables esfuerzos en los mercuriales asuntos de individuos con problemas.
—El buen doctor tenía otros asuntos que atender —le informó Sherlock. Su tono de voz era neutro, pero Mycroft dedujo que Sherlock había aprovechado la forzada ausencia de su amigo para solucionar este asunto en concreto. Al parecer, esta era una «aventura» que Sherlock no quería terminar leyendo en The Strand, sin importar lo mucho que, de forma admirable, el otro la embelleciera literariamente.
Dado que el acento de Chevaucheux lo señalaba como procedente de Dorset, y que su apellido sugería que descendía de refugiados hugonotes, Mycroft supuso que era más probable que el marino trabajase para alguien de Southampton que de Londres. Si había acudido a Watson en calidad de médico en vez de por ser el socio de Sherlock, debía de haberlo conocido hacía ya tiempo, probablemente en la India; y debía de haberlo conocido bastante bien, pues había sido capaz de localizar al doctor en Londres a pesar de que se había retirado. Esos datos, si bien no podían darse por seguros, adquirían una mayor probabilidad de ser ciertos si se combinaban con las ominosas noticias (eran ominosas, a pesar de que no se habían publicado en el Post) de la repentina muerte, ocurrida siete días antes, del capitán Pye, del S.S. Goshen. El Goshen había echado anclas en Southampton el doce de junio, habiendo zarpado de Batavia seis semanas antes. El capitán Pye no tenía ninguno de los méritos necesarios para formar parte de un club, pero más de un miembro del club Diógenes lo conocía, y se lo consideraba un agente de confianza.
—¿Sabe usted cómo murió Dan Pye, señor Chevaucheux? —preguntó Mycroft, yendo directamente al grano. Al contrario que a Sherlock, a él no le gustaba alargar los asuntos con una charla innecesaria.
—Se lo maldijo hasta la muerte, caballero —le contestó abruptamente Chevaucheux. Obviamente, había estado en compañía de Sherlock el tiempo suficiente como para esperar que el proceso de deducción de los Holmes fuera por delante del suyo propio.
—¿Dice usted que se lo maldijo? —Mycroft levantó una ceja, aunque no en son de burla—. ¿Acaso se trata de alguna mala experiencia en las Andamanes? —Si Pye se estaba encargando de alguno de los asuntos del club (aunque no tenía que haber sabido necesariamente de quién eran los asuntos de los que se estaba encargando), las Andamanes eran el lugar más probable en el que pudiera meterse en problemas.
—No, caballero —contestó Chevaucheux con seriedad—. Se lo maldijo a morir aquí mismo, en las islas británicas, aunque el odio enloquecido que activó la maldición enfureció al mar durante semanas.
—Si conoce al responsable —dijo Mycroft con amabilidad—, ¿dónde está el misterio? ¿Por qué le presentó Watson a mi hermano? —El auténtico enigma era, por supuesto, por qué Sherlock había conducido hasta allí al marino, incapaz de haberle sido de ayuda; pero Mycroft era lo suficientemente prudente como para no decir eso en voz alta. No podía tratarse de algo tan común como encontrar pruebas que satisficieran a un tribunal de justicia; el meñique del secretario se lo había dicho. Este misterio iba más allá de las simples cuestiones de motivo y mecanismo; estaba relacionado con asuntos de sangre.
Sherlock se había metido la mano en el bolsillo mientras Mycroft hablaba, y sacó de él un objeto tan pequeño como una cajita de rapé. Su expresión al pasárselo a Mycroft estaba llena de amargura y frustración. Mycroft lo cogió y lo observó con atención.
Se trataba de una figurita tallada en piedra. Una figura imaginaria, mitad humana (aunque solo de forma aproximada) y mitad pez. Pero no se trataba de una de esas sirenas que un marino solitario podía tallar en madera tropical o en un colmillo de morsa; a pesar de que la cabeza era vagamente humanoide, quedaba claro que el torso no lo era, y el cuerpo de pez poseía unos añadidos que se parecían más a tentáculos que a aletas. Tenía algo de lamprea (incluso en la boca, que podía confundirse con una humana) y algo de increíble. Mycroft no sintió ningún escalofrío revelador al sostenerla, pero supo que su mera visión era suficiente como para sacar a la luz un sueño atávico. El opio no era la mejor medicina para el tipo de dolores de cabeza que debía de estar padeciendo últimamente Chevaucheux, pero ni él ni Watson se encontraban en posición de saberlo.
—Déjame tu lupa, Sherlock —pidió Mycroft.
Sherlock le pasó la lupa, sin molestarse en señalar que la luz que las lámparas proporcionaban a la Sala de los extraños era pobre, o que la labor de artesanía de la escultura era tan delicada que se necesitaría una aguja muy fina y un microscopio con luz para poder investigar su fina talla. Mycroft sabía que Sherlock encontraría una especie de maligno placer en ampliar cualquier deducción a la que él llegara con la ayuda de esos medios tan inadecuados que tenía a mano.
Pasaron dos minutos en silencio en los que Mycroft terminó su examen superficial.
—Piedra de Purbeck —afirmó—. Mucho más blanda que la de Portland; lo suficiente como para poder trabajarse con herramientas sencillas, pero es fácil que se haga añicos si se aplica una fuerza inadecuada. También se erosiona con facilidad, pero, si esta pieza es tan antigua como parece, ha estado protegida de la erosión cotidiana. Puede que haya estado guardada en algún gabinete de curiosidades, aunque es más probable que haya permanecido enterrada. Sin duda alguna, habrás examinado las marcas dejadas por las herramientas que la tallaron y la suciedad acumulada en las estrías más finas. ¿Hierro o bronce? ¿Arena, sedimentos o tierra? —Puso el objeto sobre una mesa auxiliar mientras formulaba estas preguntas, pero lo colocó con cuidado, resaltando que aún no había acabado con él.
—Un cuchillo de bronce —le explicó Sherlock sin dudar—, pero de una aleación inteligente, no posterior al siglo XVI. La tierra procede de un terreno en barbecho del que se ha cortado heno con una cierta regularidad; pero también hay sal. El lugar en el que estaba enterrada está lo suficientemente cerca del mar como para que lo cubran las olas durante una tormenta.
—¿Y la imagen? —Mycroft se deleitó de forma algo vergonzosa en la expresión de irritación que cruzó por los rasgos finamente esculpidos de Sherlock: la frustración de la ignorancia.
—Terminé por llevarla al museo —admitió el gran detective—. Pearsall sugirió que podría tratarse de Oannes, el dios babilonio de la sabiduría. Fotherington no estaba de acuerdo.
—Sin lugar a dudas, Fotherington tiene razón —declaró Mycroft—. Por supuesto, él fue quien te envió a mí, sin ofrecer hipótesis alguna.
—Sí que lo hizo —admitió Sherlock—. Y me dijo, de una forma muy poco educada, que dejara a Watson al margen de todo esto.
—Tenía razón al hacerlo —aseguró Mycroft. Y al avisar al secretario con antelación, añadió, aunque no en voz alta.
—Discúlpeme, caballero —intervino el marinero—, pero parece que aquí me encuentro fuera de mi elemento. Tal vez pueda explicarme qué es esta cosa, si es que lo sabe, y por qué se la enviaron al capitán Pye..., y si acabará conmigo igual que hizo con él. Debo admitir, caballero, que hacia el final daba la impresión de que Rockaby me odiaba casi tanto como al capitán, y eso que una vez fuimos amigos y que siempre hemos sido vecinos. No me importa admitir, caballero, que estoy asustado.
Eso era obvio, aunque, evidentemente, John Chevaucheux no era un hombre que se asustara con facilidad, sobre todo por cuestiones de superstición.
—Vaya, no puedo ofrecerle ninguna garantía de que vaya usted a encontrarse a salvo en el futuro, señor Chevaucheux —le dijo Mycroft, temiendo que las únicas garantías que pudiera ofrecerle fueran, más bien, de signo contrario—, pero no perderá nada si me entrega el objeto. Y, además, podría serle usted de ayuda al club Diógenes si me contase su historia, tal y como sin duda habrá hecho ya con el doctor Watson y con mi hermano.
Sherlock se removió incómodo. Mycroft sabía que su hermano había tenido la esperanza de conseguir más, a pesar de que no había confiado en ello; pero Sherlock y él estaban hechos con el mismo molde, y sabían lo que le debían a la acumulación de conocimientos.
El marino asintió.
—Contarlo me ha hecho un gran bien, caballero —dijo—, así que no me importa volver a hacerlo. Lo tengo ahora mucho más claro que antes, y soy menos reacio a hacerlo ahora que sé que existen hombres en este mundo que pueden tomárselo con seriedad. Entenderé que no pueda ayudarme, pero le agradezco al señor Sherlock el haberlo intentado.
Anticipando que sería una larga historia, Mycroft se volvió a sentar en su silla; pero no pudo lograr ponerse cómodo.
—Sin duda, habrá deducido por mi apellido que soy de ascendencia francesa —comenzó Chevaucheux—, a pesar de que mi familia lleva en Inglaterra siglo y medio. Siempre hemos sido marinos. Mi padre navegó con Dan Pye en los viejos clíperes, y mi abuelo fue contramaestre en la armada de Nelson. El capitán Pye acostumbraba a decir que él y yo éramos parientes, debido al hecho de que a los normandos que llegaron a Inglaterra con Guillermo el Conquistador se los llamaba así porque descendían de los nórdicos, al igual que los vikingos que colonizaron el norte de Inglaterra siglos antes. Le cuento esto porque Sam Rockaby era un hombre muy distinto de nosotros dos, a pesar de que su familia vive a no más de un día de distancia a caballo de la mía, y la mía a no más de una hora de distancia en tren de la de Dan Pye.
»La mujer y los hijos de Dan Pye residen el Poole y los míos en Durlston Head, en Swanage, cerca de las cuevas de Tilly Whim. La gente de Rockaby procede de una aldea al sur de Worth Matravers, cerca de los acantilados occidentales de St. Aldhelm’s Head. Para la gente como ellos, todo aquel cuyos antepasados no trepaban por esos acantilados antes de la llegada de los romanos es un extranjero, y todo aquel cuyos antepasados no aprendieron a navegar por el Canal en coracles[4] o en canoas hechas con troncos horadados no es un auténtico marino. El doctor Watson me ha dicho que todo el mundo lleva en la sangre algo de mar, puesto que es de allí de donde procede toda la vida terrestre, pero no estoy muy seguro de ello. De lo único que estoy seguro es de que la gente como Rockaby se ríe entre dientes cuando oye a hombres como Dan Pye y Jack Chevaucheux afirmar que llevamos el mar en la sangre.
»El señor Sherlock me ha dicho que usted no suele viajar demasiado, por lo que supongo que no ha estado en Swanage, y mucho menos en Worth Matravers o en los acantilados de Saint’s Head. Tiene usted toda la razón acerca de cómo trabaja la piedra la gente del lugar. Utilizaron piedra de Portland para la fachada del museo al que me llevó el señor Sherlock, pero no suele usarse la de Purbeck, pues se hace añicos con demasiada facilidad. En estos días, incluso las casas de la isla son de ladrillo; pero en los viejos tiempos lo que tenían de sobra era piedra, y además era fácil de obtener, sobre todo allí donde los acantilados de la costa sufren las embestidas del mar, así que lo que utilizaban era la piedra. También la tallaban, aunque nunca de una forma tan fina y delicada como la de esta cosa, y no logrará ver una sola casa antigua de piedra en un radio de diez millas desde Worth Matravers que no tenga una cara fea o una figura deforme tallada en alguna de sus paredes. Hoy en día no se trata más que de una tradición, pero la gente de Sam Rockaby tiene sus propias creencias ancestrales respecto a estas cosas. Cuando Sam y yo éramos niños, me solía decir que las únicas caras auténticas eran las que miraban hacia el mar.
»“Algunos te dirán que son diablos, Jacky”, me dijo una vez Sam, “y otros te dirán que están allí para asustar a los demonios; pero no es así. Los diablos del infierno no son más que una broma propia de los cuentos de hadas. Puede que sean los dioses antiguos, o puede que sean los Otros, pero en cualquier caso son mucho más antiguos que cualquier diablo cristiano”. Pero nunca me llegó a explicar qué quería decir con eso, por lo que siempre supuse que me estaba tomando el pelo. Pasaba lo mismo con las capillas. A lo largo de toda la costa había capillitas sobre los acantilados en las que podían reunirse a rezar aldeas enteras cuando sus hombres quedaban atrapados en el mar debido a algún temporal. Incluso en Swanage corría el rumor de que la gente de Rockaby no solo rezaba por el regreso, sanos y salvos, de los pescadores, puesto que eran saqueadores antes incluso que contrabandistas, pero Sam se reía de esas calumnias.
»“Cambiaron las piedras de lugar para construir las capillas”, me dijo, “y tiraron las que les asustaban; pero la piedra sabe lo que era desde antes de que Cristo naciera, y qué se suponía que debían ver a través de los ojos que las crearon. Primero estaban los Antiguos, pero su vigilancia no les sirvió de nada. De todas formas llegaron los Otros, e imprimieron sus propios rostros en la roca”. Siempre estuvo un poco loco; pero siempre creí que era inofensivo, hasta que fue tocado por el fuego.
»El padre de Rockaby y el mío salieron una o dos veces a navegar juntos. Por lo que sé, se llevaban bien con Dan Pye y el uno con el otro. La primera vez que me enrolé en el Goshen, el padre de Sam seguía con los veleros y sé que Sam hubiese seguido sus pasos si los tiempos de la navegación a vela no hubiesen acabado. A Sam nunca le gustó el vapor, pero no puedes hacer retroceder el tiempo, y, si quieres trabajar tienes que ir a donde haya trabajo. Era un marino de los pies a la cabeza, y si ir en un vapor era lo que tenía que hacer para salir a la mar, eso sería lo que haría. No creo que me guardara rencor por haber sido yo el que preparara sus papeles cuando se enroló en el Goshen, a pesar de que él era uno o dos años mayor que yo, puesto que no era nada ambicioso. Era un buen marino, y el mejor nadador que yo haya conocido jamás, pero no tenía el más mínimo interés en el mando. Yo siempre quise estar al frente de mi propio barco, pero él nunca quiso estar al mando de nada, ni siquiera de su propia alma.
»No podría decir qué fue lo primero que hizo que Rockaby y el capitán Pye se enfrentaran. Refunfuñar es algo propio de la naturaleza de los marinos, y siempre se encuentra un chivo expiatorio en el puente. No noté que había un elemento nuevo en la barcaza cuando el Goshen zarpó, aunque las conversaciones se hicieron más oscuras cuando el tiempo empezó a no acompañarnos. Los de tierra adentro creen que el vapor hace que la navegación sea algo fácil, pero no conocen el océano. Puede que un vapor no necesite el viento para conseguir energía, pero sigue siendo vulnerable a sus caprichos. Hay veces en las que juraría que el viento intenta hacer zozobrar un vapor con el doble de intensidad, simplemente por orgullo. Tuvimos una dura travesía, se lo digo yo. Nunca vi tan enfadado al Mediterráneo, y en cuanto cruzamos el canal y nos adentramos en el Mar Rojo, las tormentas nos volvieron a alcanzar. Rockaby era el único hombre de la tripulación que no estaba tan mareado como un cerdo; y supongo que fue por eso por lo que empezaron a empeorar las cosas entre él y Dan Pye. Rockaby afirmó que le tenía manía, que le daba más trabajo del que realmente le correspondía; y era verdad, puesto que, en ocasiones, era el único que se encontraba capacitado para seguir las órdenes. El capitán también hizo más de lo que le correspondía, y yo también lo intenté, pero había veces en las que ninguno nos teníamos en pie.
»No hay por qué avergonzarse de marearse en el mar. Dicen que Nelson tenía días en los que le costaba mantenerse en pie. Pero el mareo ordinario solo fue el principio; el láudano nos ayudó a sobrellevar la fiebre y los dolores, hasta que nos encontramos suficientemente al este como para comprar hachís y opio puro. Puede que usted no lo apruebe, señor Mycroft, pero así funcionan las cosas en el oriente, al menos entre los marinos. Te produce pesadillas, pero al menos puedes soportar estar despierto. O esa es la forma en la que funciona normalmente. Pero esta vez fue diferente; daba la impresión de que el océano nos la tenía jurada. Transportábamos el correo de la compañía, así que tuvimos que detenernos una docena de veces en la zona continental de la India y en las islas, y en alguna parte a lo largo del trayecto cogimos el fuego. El fuego de san Antonio, eso es lo que fue.
»El doctor Watson me contó que se había encontrado con casos parecidos cuando estaba en la India (lo conocí en Goa hace trece años, cuando era marinero del Serendip) y que la causa era el pan en mal estado, contaminado con el hongo llamado cornezuelo. Puede que sea verdad, pero no es eso lo que creen los marinos. Para ellos, el fuego es algo procedente del infierno. Los hombres en peor estado afirmaban que sentían como si tuviesen cangrejos y serpientes deslizándose bajo su piel, y que sufrían cegadoras visiones de diablos y monstruos. Esta vez, Rockaby se vio afectado igual que los demás, y, de hecho, le dio realmente fuerte. Empezó a culpar a Dan Pye y a afirmar que el capitán lo había maltratado, y que al insultar su sangre había traído la aflicción a la nave.
»Perdimos otros dos hombres antes de hacer escala en Padang y cargar suministros frescos. Fue entonces cuando Rockaby desapareció; creímos que había caído por la borda, aunque era demasiado buen nadador como para ahogarse estando tan cerca de la costa, delirase o no. Casi zarpamos sin él, pero, por desgracia, regresó al barco justo a tiempo. Había superado el fuego y no parecía estar en peor estado físico que el resto de nosotros (más bien al contrario), pero pronto descubrimos que su mente no se había recuperado tan bien como su cuerpo. Apenas nos habíamos puesto en marcha empezó a farfullar y a balbucir, a veces musitando para sí en una lengua extranjera, más extraña que cualquiera que yo haya oído jamás. Hacía su trabajo (no le faltaba fuerza), pero había cambiado, y no para mejor. El capitán Pye afirmaba que sus murmullos no eran más que cosas sin sentido, pero a mí me parecía un verdadero idioma, aunque posiblemente uno que no fue diseñado para que lo pronunciáramos los humanos. Había unos nombres que no dejaban de repetirse: Nyarlathotep, Cthulhu, Azathoth. Cuando hablaba el inglés, Rockaby contaba a todo aquel que quisiera escuchar que nosotros no entendíamos ni podíamos entender cómo era realmente el mundo y en qué se convertiría cuando volvieran los Otros para reclamarlo.
»El capitán Pye se daba cuenta de que Sam estaba enfermo, y no quería forzarlo demasiado, pero los marineros son gente muy supersticiosa. Ese tipo de mala voluntad puede conseguir que cualquier problema que aparezca sea mil veces peor. Incluso cuando todo va bien, a nadie le gusta formar parte de una tripulación que está nerviosa, y cuando el barco ha pasado por una plaga y además hay tifones a los que enfrentarse y con los que luchar... Bueno, a un capitán no le queda otra alternativa que intentar cerrarle el pico al Jonás de turno. Dan lo intentó, pero eso solo empeoró las cosas. Yo también intenté que Sam recuperara el juicio, pero nada de lo que dijéramos tenía otro resultado que enloquecerlo aún más. Puede que hubiéramos debido arrojarlo por la borda en Madrás o Adén, pero, al fin y al cabo, era un hombre de Purbeck, y era nuestra responsabilidad que regresase a casa sano y salvo. Y eso es lo que hicimos, aunque ojalá no lo hubiéramos hecho.
»Para cuando nos encontramos de vuelta en las aguas de Southampton, Rockaby parecía encontrarse mucho mejor, aunque le habíamos dado tanto opio como para mantener tranquilo a un elefante, y nosotros mismos también habíamos tomado una cantidad posiblemente insana. Pensé que se recuperaría por completo una vez volviese a casa, así que hice con él el viaje a Swanage en tren para asegurarme de que llegaba bien. Estaba bastante tranquilo, pero lo que decía no tenía demasiado sentido. “Eres un tonto, Jacky”, me dijo antes de salir. “Crees que puedes hacerlo bien, pero no es verdad. Hay que pagar el precio, debe realizarse el sacrificio. ¿Sabes?, los Otros nunca se marcharon después de librarse de los dioses antiguos. Puede que duerman, pero también sueñan, y el vapor se filtra en sus sueños como la vela nunca hizo, estirándose y retorciéndose, y filtrándose. No hay esperanza alguna de que nos dejen en paz mientras existan mareas en el mar y el caos reptante permanezca en nuestra sangre. Puedes tirar las caras, pero no puedes evitar que los ojos vean y los oídos oigan. Sé dónde se encuentran las maldiciones, Jacky. Sé cómo va a morir Dan Pye, y cómo debe hacerse. Sigue con él y estarás condenado, Jacky. Escúchame. Lo sé. La vieja sangre corre por mis venas”.
»Lo dejé en la estación de Swanage, esperando un carro que lo llevase a casa, o al menos hasta Worth Matravers. Seguía musitando para sus adentros. No volví a oír nada más ni de él ni sobre él; pero antes de que transcurrieran dos semanas, recibí una cara de la mujer de Dan Pye suplicándome que acudiera a la casa que tienen en Poole. Tomé el primer tren que pude.
»El capitán estaba confinado en su cama, y se estaba muriendo. Su médico se encontraba a su lado, pero no tenía la menor idea de lo que le ocurría y no podía ofrecer más tratamiento que láudano y más láudano. Me di perfecta cuenta de que no iba a ser suficiente. Todo lo que el láudano puede hacer es disminuir el dolor mientras tu cuerpo realiza sus propias reparaciones, y yo podía afirmar que el cuerpo del capitán ya no era capaz de realizar reparación alguna. Me daba la impresión de que su carne lo había traicionado y ya no quería ser humana. Estaba cambiando. He visto hombres con la enfermedad de las escamas, que hace que parezca que se están convirtiendo en peces, y he visto hombres pudriéndose en vida debido a la gangrena, pero nunca había contemplado nada parecido a la transformación que estaba sufriendo Dan Pye. Fuera lo que fuera en lo que estaba tratando de convertirse, no era ningún ancestro de la humanidad, pero tampoco era simple podredumbre.
»Le quedaba aliento suficiente como para pedirme que me deshiciera del médico y que hiciera salir a su esposa, pero cuando nos quedamos solos habló a gran velocidad, como un hombre que esperara no poder hablar durante mucho tiempo. “Me han maldecido”, me contó. “Sé quién lo ha hecho, aunque la culpa no es solo suya. Sam Rockaby nunca ha tenido dotes de mando, aunque es un buen seguidor si logras demostrarle que estás al frente, así como un buen nadador en mares más extraños de los que jamás hayamos surcado tú y yo. Devuélvele esto, y dile que lo he entendido. No le perdono, pero lo entiendo. He sentido el caos reptante y he visto la locura de la oscuridad. Dile que ya ha terminado, y que ya es hora de arrojarlo por Saint’s Head y dejar que se vaya para siempre. Dile que haga lo mismo con todas las demás, por su propio bien y por el de los hijos de sus hijos”. Lo que me dio para que se lo devolviera a Rockaby es ese objeto que le ha entregado su hermano.
»Dijo más cosas, claro, pero lo único relevante para la historia es lo de los sueños. Hay que tener en cuenta que Dan Pye fue marino durante cuarenta años, y el ron, el opio y el hachís no le eran extraños. Conocía sus sueños, Dan los conocía. Pero estos, por lo que me dijo, eran distintos. Eran auténticas visiones: visiones de ciudades que llevaban muertas mucho tiempo, y de criaturas que la madre Tierra no podía haber generado, ni en cuatro mil años ni en cuatro mil millones de años. Y también había palabras: palabras que no es que no tuvieran sentido, sino que formaban parte de una lengua que los humanos no estaban preparados para pronunciar. “Los dioses antiguos no pueden salvarnos, Jack”, me dijo. “Los Otros eran demasiados poderosos. Pero no tenemos que rendirnos; ni nuestras almas, ni nuestra voluntad. Tenemos que hacer todo cuanto podamos. Díselo a Rockaby, y dile que tire todo el conjunto al mar”.
»Traté de hacer lo que Dan me había pedido, pero cuando fui a Worth Matravers descubrí que Rockaby nunca había llegado a casa después de que lo dejara en la estación de Swanage. No arrojé la piedra por el acantilado porque descubrí que la maldición que había matado a Dan ya había empezado a afectarme, y pensé que sería mejor mostrársela a alguien que fuera capaz de ayudarme. Ya conocía a Watson de antes, como ya he dicho, y sabía que había estado en la India. No estaba seguro de que él pudiese ayudarme, pero sí lo estaba de que ningún médico de Dorset podía hacerlo, y sabía que cualquiera que haya estado en la India el tiempo suficiente habrá visto cosas tan extrañas y malas como lo que me había afectado, fuera lo que fuera. Así que encontré al doctor Watson a través de la Asociación de marinos de Londres, y él me envió a ver al señor Sherlock Holmes, quien me ha prometido encontrar a Sam Rockaby. Pero quiso venir aquí primero para pedirle consejo a usted acerca de la piedra maldita debido a lo que le dijo ese tipo, Fotherington, en el museo. Y eso es todo; bueno, salvo por esto.
Mientras terminaba de decir la última frase, John Chevaucheux se desabrochó el abrigo y la camisa que llevaba debajo. Luego se abrió la camisa para exponer su pecho y abdomen ante la mirada de Mycroft. Los ojos del marino estaban llenos de espanto mientras se mostraba y enseñaba los estragos causados por aquello que se había apoderado de él.
Daba la impresión de que la reptante enfermedad había comenzado a extenderse desde una zona sobre el corazón de Chevaucheux, pero en ese momento la desfiguración se había extendido hasta el ombligo y el cuello, y de una axila a la otra. La deformación de la epidermis no se parecía a la pátina escamosa de la ictiosis; se asemejaba más a la gomosa carne de un cefalópodo, y su forma recordaba ligeramente a la de un pulpo con los tentáculos extendidos. Estaba decolorada debido a multitud de magulladuras y úlceras en expansión, aunque aún no parecía haber signo alguno de putrefacción gangrenosa.
Mycroft no había visto antes nada parecido, a pesar de que sí había oído hablar de deformidades similares. Sabía que debía inspeccionar los síntomas más de cerca, pero sentía un profundo rechazo por tocar la carne enferma.
—Watson no sabe cómo tratarlo —señaló Sherlock sin necesidad—. ¿Podría ayudarnos algún miembro del club Diógenes?
Mycroft meditó la pregunta durante un tiempo antes de negar con la cabeza.
—Dudo que haya alguien en Inglaterra que tenga una cura para este tipo de enfermedad —contestó—. Pero puedo darte la dirección de uno de nuestros laboratorios de investigación, en Sussex. Ciertamente, estarán interesados en investigar el desarrollo de la enfermedad, y puede que sean capaces de paliar los síntomas. Si es usted lo suficientemente fuerte, señor Chevaucheux, podría sobrevivir a esto, pero no puedo prometerle nada. —Se volvió hacia Sherlock—. ¿Puedes cumplir tu promesa de encontrar a este tal Rockaby?
—Por supuesto —contestó Sherlock, molesto.
—Entonces debes hacerlo, sin retraso; y debes convencerlo de que te lleve adonde guarda esas reliquias, entre las que obtuvo esta piedra. Si el señor Chevaucheux me lo permite me quedaré con esta, pero debes llevar el resto al laboratorio de Sussex. Le pediré al secretario que envíe contigo dos funcionarios, pues puede que se tenga que realizar trabajo duro y esta no es la clase de caso en la que deba involucrarse Watson. Cuando los objetos estén a salvo, o al menos tan a salvo como puedan estar en manos humanas, debes volver aquí y explicarme exactamente lo que ocurra en Dorset.
Sherlock asintió.
—Espérame dentro de una semana —dijo, con su habitual confianza.
—Lo haré —le aseguró Mycroft, a pesar de que era incapaz de compartir esa seguridad.
Sherlock era tan bueno como su palabra, al menos en lo que respectaba a la puntualidad. Llegó a la Sala de los extraños siete días después, a las cuatro y media de la tarde. Iba algo más que un poco desaliñado, pero había puesto todo su orgullo y autocontrol en mantener su imagen de maestro de la razón. Aun así, no se levantó de su asiento cuando Mycroft entró en la habitación.
—He recibido esta mañana un telegrama de Lewes —le dijo Mycroft—. Conozco los hechos básicos, pero no los detalles. Lo has hecho bien. Puede que no lo creas así, pero es verdad.
—Si vas a decirme que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado mi filosofía... —replicó Sherlock con un tono hundido cuyo asombro iba más dirigido a él mismo que a su hermano.
—No pretendía insultarte —dijo Mycroft faltando un poco a la verdad—. Cuéntame la historia, por favor; con tus propias palabras.
—Los primeros pasos fueron elementales —comenzó Sherlock a regañadientes—. Si Rockaby hubiese estado en Londres, los irregulares lo hubiesen encontrado en unas horas; tal y como estaban las cosas, hice correr la voz a través de mis contactos en Limehouse. Estuviese donde estuviese Rockaby, seguro que se drogaba para huir de los terrores de su situación, y eso tenía que dejar rastro. Lo localicé en Portsmouth. Había ido allí en busca de un barco que pudiese llevarlo de vuelta al Índico, pero ninguno lo aceptaba debido a lo loco que estaba. Se había rendido poco antes y se emborrachaba para olvidar. Chevaucheux y yo nos dirigimos allí en cuanto pudimos y lo encontramos en una situación lamentable.
»No había señal alguna de la enfermedad del capitán Pye en el cuerpo de Rockaby, lo que me dio cierta confianza acerca de que la piedra no fuera portadora de ninguna enfermedad contagiosa, ni común ni exótica, pero estaba totalmente ido. Mis preguntas apenas obtuvieron respuesta, pero Chevaucheux tampoco tuvo mejor suerte que yo. Rockaby lo reconoció, a pesar de su locura, y dio la sensación de sentirse en deuda con él, una deuda adquirida hacía ya tiempo, cuando mantenían relaciones más cordiales. “No debería haberlo hecho, Jacky”, le dijo a Chevaucheux. “En realidad no fue culpa mía, pero no debería haberlo hecho. No debería haber dejado correr la sangre; y ahora estoy condenado, con sangre o sin ella. No puedo morir, pero no puedo vivir. Aléjate, muchacho. Vete y mantente alejado”.
»Chevaucheux le preguntó dónde podía encontrar el resto de las piedras. Dudo que, si se hubiese encontrado en mejor estado, nos lo hubiera dicho, pero en esto su situación trabajó a nuestro favor. Chevaucheux tuvo que pelear duro, recordándole constantemente a Rockaby los lazos que les unían de niños y como compañeros de barco, y al final logró sonsacarle una dirección. El nombre del lugar no me dijo nada, y probablemente no signifique nada para cualquiera que no haya recorrido la isla de cabo a rabo con el niño que una vez fue Rockaby, pero Chevaucheux conocía el lugar exacto cerca de los acantilados al que se refería. “Déjalos en paz, Jacky”, suplicó el loco. “No perturbes el terreno. Déjalos en paz. Déjalos que vengan a su debido tiempo. No dejes que se apresuren, te queme lo que te queme”. Por supuesto, no seguimos el consejo.
Mycroft se dio cuenta de que Sherlock parecía arrepentirse ahora de ello.
—Fuisteis a St. Aldhelm’s Head —le espetó—. A los acantilados.
—Fuimos de día —dijo Sherlock con un brillo en los ojos mientras volvía a centrarse en la narración—. El tiempo no acompañaba, el cielo estaba gris y chispeaba, pero era de día. Aunque la luz diurna no duró. Chevaucheux nos condujo rápidamente al lugar, pero la vieja mina que los canteros habían excavado en la cara del acantilado era difícil de alcanzar, puesto que las olas habían desgastado hacía ya tiempo el antiguo camino. La entrada a la mina estaba bloqueada a medias, pues las lajas de piedra se habían erosionado de manera desigual, partiéndose y derrumbándose; pero Rockaby se había abierto un paso, y nos introdujimos por él sin alterar el techo.
»Cuando tus compañeros de club se pusieron a trabajar con ahínco, uno con un pico y el otro con una pala de minero, temí que se nos cayera encima todo el acantilado, pero habíamos penetrado cuarenta yardas en él y las rocas que nos rodeaban no habían sufrido nunca el empuje de las olas. Pero jamás había oído un ruido semejante al que se desató cuando arreció el viento y el mar se encrespó. El chocar de las olas parecía provenir de dentro de las rocas, surgir de las paredes como el gemido de un gigante enfermo; y eso fue antes de que tus hombres comenzaran a sacar las imágenes y levantarlas.
»Tú estudiaste la que te dio Chevaucheux a la luz de la lámpara y bajo el microscopio, pero no puedes ni imaginarte cómo se veían todas esas caras a la luz de nuestras lámparas, en aquel agujero dejado de la mano de Dios. Había bastantes de un tamaño mayor que la que Rockaby le envió al capitán Pye, pero no era solo su tamaño lo que las magnificaba: era su malevolencia. No eran portadoras de ningún tipo de enfermedad de la misma forma en que los harapos de un muerto pueden albergar microbios, pero sí que eran contagiosas, lo irradiaban sus facciones.
»Chevaucheux me había mostrado las caras de piedra de las casas de Worth Matravers, pero estas habían estado expuestas al sol, al viento y a la sal que transportaba el aire durante décadas, o siglos. Se habían convertido en simples caras feas, tan desprovistas de virtudes como de vicios. Estas eran distintas; y si me hubiesen mirado a mí de la forma en la que lo hicieron con el pobre Chevaucheux...
Mycroft sabía que no debía burlarse de esa sorprendente observación.
—Continúa —instó.
—La razón me dice que, en realidad, no es posible que miraran a Chevaucheux, que debió de habérselo imaginado, de forma muy parecida a como uno se imagina que la mirada de un retrato lo sigue por toda la habitación; pero, Mycroft, tengo que decírtelo, yo también me lo imaginé. No percibí que los ojos de esos monstruos me miraban a mí, sino que lo miraban a él... como si lo acusaran de haberlos traicionado. No a Rockaby, aunque fue él quien le dijo a Chevaucheux dónde encontrarlos, ni a ti ni a mí, aunque fuimos nosotros los que le pedimos que los encontrara en beneficio de tu bendito club, sino a él, y solo a él. Sencillamente, la justicia y la lógica no formaban parte de la ecuación.
»“¿Lo ve, señor Holmes?”, me preguntó, y yo tuve que confesarle que sí. “Lo llevo en la sangre”, dijo. “Sam estaba equivocado al considerarse mejor marino que Dan Pye o Jacky Chevaucheux. ¿Sabe?, hay mares más extraños que los siete por los que navegamos nosotros. Existen océanos de mayor tamaño que los cinco a los que hemos puesto nombre. Existen mares de infinito y océanos de eternidad, y su sal es lo más amargo que puede haber en el creación. Los sueños que usted conoce no son más que fantasmas..., fantasmas sin más sustancia que el verso o la razón. Pero son sueños de la carne, señor Holmes. No he hecho nada de lo que deba avergonzarme, pero aun así... no puedo evitar soñar”.
»Mientras hablaba no dejaba de alejarse, de dirigirse a la estrecha ranura por la que habíamos entrado al corazón de la mina. Se introducía en las sombras, y asumí que trataba de escapar de la luz porque intentaba huir de la mirada hostil que le dirigían esas espantosas efigies; pero esa no era la razón. Pudiste ver lo que le estaba pasando a su torso cuando estuvo aquí, pero su rostro estaba intacto. El veneno se había introducido en su hígado y en sus venas, pero no había llegado a sus ojos o a su cerebro. Sin embargo, los ojos vacíos de esas cabezas de piedra estaban fijos en él, no importa lo absurdo que parezca, y... ¿tienes idea de lo que te estoy hablando, Mycroft? ¿Entiendes qué estaba ocurriendo en aquella cueva?
—Ojalá —contestó Mycroft—. Tú, querido hermano, eres posiblemente el único hombre de Inglaterra que puede entender lo intensamente que lo deseo. Al igual que tú, soy maestro de la deducción y de la observación, y tengo muchas razones para desear que mis dones sean realmente adecuados para comprender el mundo en el que nos encontramos. No hay nada que los hombres como nosotros odiemos y temamos más que lo inexplicable. No comparto la opinión de esos idiotas que afirman que existen cosas que se supone que el hombre no debe conocer, pero me veo obligado a admitir que existen cosas que el hombre, hoy por hoy, no puede conocer. Apenas hemos llegado a tratar de igual a igual a esas aflicciones corrientes de la carne que llamamos enfermedades, por no hablar de lo extraordinario. Si existen cosas tales como las maldiciones, y sin duda alguna estarás de acuerdo conmigo en que sería infinitamente preferible que no fuera así, entonces, hoy por hoy, somos impotentes ante ellas y no podemos contrarrestarlas. ¿Dijo Chevaucheux algo más acerca de estos sueños de la carne?
—Ya me había dicho que Dan Pye había tenido razón —continuó Sherlock—. Eran más que sueños, incluso cuando se trataba de espantajos. El opio no los alimenta, me aseguró, pero tampoco puede suprimirlos. Me había contado, con mucha calma que ya había visto los desiertos del infinito, las profundidades de la oscuridad, los horrores que se esconden al borde de la razón... y que había oído los murmullos, la discordancia que subyace bajo toda pretensión de música y de discurso coherente. Pero cuando se introdujo en las sombras de la cueva...
Sherlock hizo un esfuerzo evidente por recobrar la compostura.
—No dejó nunca de hablar —continuó diciendo el gran detective—. Quería que tú lo supieras. Quería ayudarnos y, a través de nosotros, ayudar a otros. «Lo peor de todo», me dijo, «es lo que he sentido. He sentido el caos reptante, y sé qué es lo que tengo ahora. En comparación, el fuego de san Antonio es una simple molestia. He sentido la mano de la revelación sobre mi frente, y la siento ahora, aferrándome como si fuera un torno. Sé que la fuerza gobernante de la creación está ciega, y peor que ciega. Sé que carece de la más mínima inteligencia, la más mínima compasión, el más mínimo sentido artístico. Puede estar usted sorprendido de verme tan tranquilo en una situación como esta en la que me encuentro, señor Holmes, y, para serle sincero, yo también estoy sorprendido, sobre todo después de haber visto a Dan Pye en su lecho de muerte y a Sam Rockaby convertido en una ruina por sus propias acciones; pero he aprendido de usted que los hechos deben aceptarse y ser tratados como tales, y que la locura es una traición de la voluntad. Puede creer que su hermano y usted no me han ayudado, pero sí lo han hecho... a pesar de todo. Llévese esas cosas monstruosas y estúdielas. Aprenda todo lo que tienen que enseñarle, cueste lo que cueste. Eso es mucho mejor que el camino de Sam Rockaby, o que el mío...». —La voz de Sherlock volvió a apagarse.
—El señor Chevaucheux era un valiente —afirmó Mycroft tras un instante de silencio.
En ese momento Sherlock lo miró a los ojos, con una mirada teñida de miedo y fuego.
—¿Estoy condenado, Mycroft? —preguntó con voz áspera—. ¿Estoy incubando la enfermedad, igual que él? ¿Son mis sueños algo peor que sueños?
Mycroft no podía ofrecerle demasiadas garantías, pero negó con la cabeza.
—Chevaucheux, al igual que Pye, tenía algo en su interior que respondió a la maldición. Tú y yo somos de una casta distinta; el arte de nuestra sangre es diferente. No puedo jurarte que seamos inmunes o que seguiremos así, pero estoy convencido de que tenemos mejores medios para enfrentarnos a eso. Esas efigies que le llevaste a Lewes pueden tener el poder de hacer que algunos hombres contemplen una espantosa verdad, y que alguna carne humana traicione a su alma, pero no son omnipotentes, pues de lo contrario haría mucho que la carne humana habría sucumbido a sus efectos. De todas formas, no es seguro esconderlas o esconderse de ellas. Sea cual sea el riesgo que corramos, hay que estudiarlas. Esos estudios son peligrosos, pero eso no es excusa para abandonar nuestros deberes académicos. Debemos intentar entender qué son (qué somos), por muy odiosa que pueda ser la respuesta.
—Entonces, ¿crees que estamos a salvo de su contagio? ¿Tú y yo?
Mycroft nunca había visto a Sherlock tan desesperado por conseguir consuelo.
—Me atrevería a confiar en ello —dijo juiciosamente—. El club Diógenes tiene cierta experiencia en asuntos de esta índole, y de momento hemos sobrevivido. Las entidades que la gente como Rockaby llama los Otros han demostrado en el pasado ser más poderosas que las que él llama los dioses antiguos, pero la sangre de Nodens no está extinguida: sigue en nosotros, y tiene su manera de expresarse. No debe despreciarse el don que se nos ha otorgado a la gente como nosotros. Hay veces en las que sospechas que yo te tengo en menor consideración porque te has hecho famoso en lugar de trabajar oculto a la sociedad de la forma en la que lo hago yo, pero me alegro de que te hayas convertido en un héroe de nuestro tiempos, porque esta época necesita grandemente tu tipo de héroe. Nuestro arte se encuentra en su infancia, y nos esperan muchos más enfrentamientos como este en los años, puede incluso que en los siglos venideros, y en los que quede patente nuestra incapacidad, pero de todas formas debemos alimentarlo y conservar con celo sus recompensas. ¿Qué más podemos hacer si queremos ser merecedores del nombre de humanidad?
Sherlock asintió, aparentemente satisfecho.
—Dime ahora —pidió Mycroft— qué pasó en la cueva. Sé que mis fieles servidores y tú tuvisteis éxito a la hora de llevarle a Lewes los objetos, pero también sé que Chevaucheux no se encontraba con vosotros. Rockaby ha sido trasladado a un asilo para lunáticos, donde uno de nuestros agentes se encargará de investigar su locura, pero, por el tono de tu narración, me parece que Chevaucheux no va a encontrarse disponible para un estudio en profundidad. ¿Te sientes ahora capaz de contarme qué ha sido de él?
—¿Que qué ha sido de él? —repitió Sherlock, y se le llenaron de nuevo los ojos de miedo—. ¿Que qué ha sido? Ah... —Hizo una pausa mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba una botella. Mycroft no tenía forma de estar seguro, pero le pareció que su tamaño encajaba perfectamente con el del bulto que había observado en las ropas de John Chevaucheux unas pocas semanas antes. La etiqueta de la botella, garabateada por la descuidada mano de un médico le confirmó que se trataba de láudano.
Sherlock llevó la mano al corcho, pero se detuvo y colocó la botella sin abrir sobre la mesa auxiliar.
—No sirve de nada —dijo—. Pero solo son sueños, ¿verdad? Simples fantasmas. No hay necesidad alguna de que los transforme en sueños de mi carne. De todos modos, eso es lo que me contó Chevaucheux cuando se adelantó para entregarme la botella, justo antes de huir. Creo que trataba de ser amable; pero habría sido más amable de su parte que hubiera permanecido entre las sombras. ¿Ves?, él tenía fe en mí. Creyó que yo querría ver en qué se había convertido... y tenía razón. Debía tener razón, y así fue. Antes de echar a correr hasta el final de aquel pasillo de piedra improvisado y lanzarse al ingrato mar, donde realmente espero que haya muerto...
»Ese valiente quiso que yo viera lo que le había hecho el caos reptante, al convertir su carne en un sueño bajo los malignos ojos de esas criaturas que sacamos de su escondite...
»Y lo vi, Mycroft.
—Lo sé —le contestó Mycroft—. Pero debes decirme qué es lo que viste, para que podamos llegar a aceptarlo. —Y vio cómo su hermano respondía a esta petición, comprendiendo tanto el sentido como la necesidad de hacerlo. Durante toda su vida, Sherlock Holmes había creído que, una vez eliminado lo imposible, lo que quedara, por muy improbable que pareciese, debía ser la verdad. Ahora había comprendido que, cuando lo imposible era demasiado difuso como para ser eliminado, había que revisar la opinión que se tenía de los límites de lo posible; pero era un hombre valiente en el que aún fluía la sangre de Nodens, aunque algo modificada, que continuaba con su larga e incesante guerra contra la mancillada sangre de los Otros.
—Vi la carne de su rostro —continuó Sherlock, conduciendo tozudamente su historia hasta su inevitable final—, cuya textura se parecía a la de un repugnante y blando cefalópodo, y cuya forma se disolvía en una masa de retorcidos y agoniosos gusanos, todos y cada uno de los cuales se licuaban y supuraban como si hubiesen estado descomponiéndose desde hacía un mes. Y vi sus ojos..., sus brillantes ojos ciegos a la luz normal, que no me miraban a mí sino al infinito y a la eternidad, donde contemplaban un horror tan inenarrable que precisó de toda su fuerza para esperar un instante más antes de arrojarse, en cuerpo y alma, al abismo sin límite.