El geólogo ahogado Caitlin R. Kiernan

10 de mayo de 1898

Querido doctor Watson:

Ante la insistencia de nuestro mutuo conocido, el doctor Ogilvey, del Museo Británico, le escribo en relación con un suceso singular que me acaeció durante un extenso viaje a través de las tierras bajas escocesas y la costa este de Inglaterra, desde el sur hasta el norte de Yorkshire. El propósito del viaje era la adquisición de ciertos especímenes geológicos locales, así como datos estratigráficos, para el Museo Americano situado aquí, en Manhattan, y en el que he estado trabajando estos cuatro últimos años. Como hombre de ciencia que escribe abiertamente a otro, confío en que reciba estas palabras con la intención con la que las envío; de hecho, la única intención con la que realmente se me ocurre presentarlas: como el verdadero y objetivo testimonio de un observador e investigador entrenado que ha sido testigo de una serie de sucesos sumamente peculiares, a los que, incluso ahora, tantos meses después, no logro encontrar explicación. Me temo que, si es usted la mitad del hombre de ciencia y medicina de lo que su reputación me ha hecho creer, cuestionará la veracidad de mi historia y, sin duda alguna, también mi cordura. Y respecto al motivo por el que Ogilvey me ha sugerido que le confíe a usted, caballero, estos hechos, pronto quedará claro. Más aún, si mi voz parece fallar en ocasiones, si mi narración parece titubeante, tenga a bien entender que, a pesar de que ha transcurrido casi un año desde aquellos extraños días junto a la costa, solo mediante la mayor fuerza de voluntad he sido capaz de poner finalmente por escrito este relato.

Los viajes que realicé por su país, que ya he mencionado, comenzaron el pasado mes de junio, cuando llegué a Aberdeen tras pasar un nada problemático y lamentablemente improductivo mes estudiando en Alemania. Pasé todo junio y julio trasladándome en carruaje y por tren, siempre solo y siempre procurando encontrar el medio de transporte más conveniente y económico para mis, a menudo, poco ortodoxos propósitos; siempre hacia el sur, a través de campos de estratos paleozoicos y mesozoicos, por suerte para mí los que quedaban normalmente mejor expuestos, a lo largo de los más inaccesibles acantilados y playas. Así que, a mediados de agosto, la mañana del doce para ser precisos, había llegado a Whitby y me había alojado en un pequeño hotelito con vistas al puerto.

Tras largas semanas de abrirme paso por la dura campiña, por carretera y, a menudo, a pie, incluso este modesto alojamiento me parecía un auténtico lujo, se lo aseguro. Poder disponer de un baño caliente siempre que se quisiera, y de una buena comida caliente, y un tejado que proteja de la lluvia, son pequeñas cosas que se convierten en una extravagancia cuando se ha pasado un tiempo sin ellos, por breve que haya sido. Me instalé en mi habitación individual de Drawbridge Road, nervioso ante la perspectiva de explorar los antiguos esquistos cargados de saurios que se encuentran en la costa, pero también aliviado por librarme de ese maldito clima durante un tiempo. Una quincena antes, había cablegrafiado a sir Elijah Purdy, un compañero de la Sociedad Geológica de Londres, hombre de gran experiencia con los estratos liásicos de Whitby y con los fósiles de huesos y moluscos que se encuentran en la zona, que iba a reunirse conmigo antes de la tarde del catorce, momento en el que comenzaríamos nuestra planeada investigación de las rocas, que duraría una semana. Hasta entonces, yo me dedicaría a examinar los especímenes conservados en el pequeño museo de Whitby, en los muelles, para averiguar de qué tipo de especímenes de amonitas y reptiles disponía la colección de dicha institución.

No lo aburriré relatándole los pormenores del paisaje, pues, gracias a Ogilvey, sé que está familiarizado con la aldea de Whitby, con sus pintorescos tejados rojos y sus paredes encaladas, las ruinas de la abadía en East Cliff, etcétera. Y debo confesar que, en aquel momento, yo ya había visto más paisajes marítimos de los que podía soportar, por lo que no tenía ningún interés o paciencia hacia nada que no fueran los fósiles de conchas y huevos y los estratos llenos de fósiles por los que había recorrido tantos miles de millas.

Tras una buena noche de sueño, que no se vio perturbada por la terrible tormenta que estalló poco antes del amanecer, me vestí y bajé a desayunar, donde me encontré con una excitada discusión entre los allí alojados y el propietario acerca de una goleta rusa, la Deméter, que había encallado pocos días antes en el puerto de Tate Hill. Como ya he indicado antes, yo ya estaba harto de barcos y paisajes, por lo que apenas presté atención a la conversación, aunque sí recuerdo que las circunstancias que hicieron encallar la nave tenían algo de misteriosas, y parecían ser la fuente de bastante ansiedad. De todas formas, mi mente se encontraba totalmente absorta en mi trabajo. Me acabé los huevos con salchichas y una taza de un fuerte café solo y me dirigí hacia el museo. El aire matutino no era ni especialmente cálido ni especialmente frío, y fue un paseo agradable, durante el que apenas me di cuenta de lo que me rodeaba, perdido como estaba en mis pensamientos sobre asuntos paleontológicos.

Llegué a los muelles poco antes de las once y me recibió, tal y como estaba planeado, el reverendo Henry Swales, que llevaba varios años ya actuando como conservador del gabinete, cada vez mayor, del museo. A pesar de que se había establecido originariamente como depósito de fósiles, en las últimas décadas se había ampliado significativamente la función del museo hasta terminar englobando la historia natural, en general, de la región, lo que incluía grandes colecciones de insectos, material botánico, lepidópteros y peces. El reverendo Swales, un tipo alto y amigable que poseía un espeso bigote de color gris y unas cejas a juego, condujo ansioso a su invitado yanqui hasta la modesta galería en la que se exhibían al público muchos saurios colgados de las paredes, así como otros fósiles. Escuché con atención lo que relataba de cada espécimen, como si hablase de la biografía de otro hombre, los detalles de cada uno de ellos, las circunstancias que rodearon su descubrimiento y los detalles de su conservación. Me quedé prendado casi inmediatamente de cierto espécimen de plesiosauro que preservaba entre sus costillas el esqueleto completo de otro plesiosauro de menor tamaño, y pasé gran parte de aquella tarde estudiando este fascinante ejemplar, realizando bocetos y perdiéndome cada vez más en mis fantasías acerca de un perdido mundo antediluviano de monstruosos dragones marinos.

Al cabo de un tiempo, el reverendo Swales regresó y me recordó que el museo cerraba sus puertas a las cuatro, pero que podía quedarme hasta más tarde si así lo deseaba. Así era, pues apenas había empezado a arañar la superficie de esa espléndida colección, pero tampoco quería abusar de la hospitalidad del reverendo. Al fin y al cabo, tenía muchos más días para centrarme en esas reliquias, y me empezaban a picar los ojos después de pasar tantas horas estudiando los plesiosauros y los ictiosauros.

—Gracias —le respondí—. Pero realmente no será necesario. Regresaré mañana por la mañana, temprano. —Me recordó que el museo no abría hasta las ocho y le aseguré que no habría ningún problema. Recogí las notas y dejé que el reverendo Swales cerrara el museo para la noche.

Cuando dejé atrás los muelles decidí dar un agradable paseo por la costa, pues aún era temprano, hacía un buen día y tenía poco en lo que ocupar mi tiempo, excepto por mis libros y mis notas. Mi camino me llevó hacia el norte a lo largo de Pier Road; las oscuras aguas pardas del estrecho del río Esk fluían veloces a mi derecha. Muy por encima del río, evidentemente, se elevaba el East Cliff, con las venerables ruinas de la antigua abadía.

A pesar de que antes no me habían interesado lo más mínimo, me encontré observando, fascinado, esos lejanos muros que se desintegraban, esas arquerías ojivales; tal vez me encontraba más dispuesto a apreciar el «color local», ahora que había saciado una pequeña parte de mi deseo de examinar los famosos saurios de Whitby durante ese día de trabajo. Conocía muy poco de la historia del lugar, tan solo que la abadía original se había construido sobre el acantilado en el 657 d.C., que unos saqueadores vikingos la destruyeron dos siglos después y que las ruinas de la estructura actual eran lo único que quedaba de una abadía normanda que se construyó en el mismo lugar algún tiempo después. Pensé que igual había algún santo relacionado con la abadía; creí haber leído algo sobre eso en alguna parte, pero no lograba recordar los detalles. Pero mientras avanzaba por Pier Road, esas elevadas ruinas comenzaron a producirme unos extraños sentimientos de inquietud que ni fui capaz de explicar entonces ni lo soy ahora, caballero; así que decidí que sería mejor dedicarme a otras visiones menos sobrecogedoras. Así, poco después me encontraba en West Cliff, encima de la playa, allí donde los viejos adoquines de Pier Road giraban bruscamente hacia el sur, de regreso hacia la aldea, formando algo parecido a la ganchuda empuñadura del cayado de un pastor.

Debe disculparme si me he detenido a explicar esos pormenores del paisaje que anteriormente había prometido evitar, pero es importante que, llegados a este punto, comprenda usted mi estado de ánimo, ese extraño e inquietante efecto que había producido en mí la abadía. No estoy acostumbrado a ese tipo de emociones, y me gusta considerarme un hombre nada supersticioso. Me dije que, fuera lo que fuera lo que había sentido, no era más que el efecto acumulativo de la luz y la sombra, al que se unía un cierto grado de agotamiento debido al largo día; además, no se trataba de nada que cualquier otro hombre racional no hubiera sentido al observar esas ruinas.

Cuando llegué a West Cliff, me vi, una vez más, alejado de mi pretendida meta, los esquistos licísicos, debido a la extraordinaria imagen de una goleta embarrancada en la zona este de los muelles, a lo ancho del Esk, y pronto me di cuenta de que, de hecho, estaba contemplando esa misma goleta, la Deméter, de la que oí discutir con tanta excitación y tanto sobrecogimiento durante el desayuno. Le aseguro, doctor Watson, que la naufragada nave rusa constituía un espectáculo peculiar y solitario, varada como estaba entre los dentados guijarros de Tate Hill Pier, a los pies de East Cliff y el viejo cementerio. Sus patéticos y destrozados mástiles y el mascarón de proa me recordaron de forma inmediata las grandes púas de algunos monstruos de la época anterior a Adán, una asociación nada extraña, por supuesto, para alguien de mi profesión. Los cabos enmarañados y las telas desgarradas colgaban sueltos, se agitaban como una masa inanimada de cuero sin curtir y tendones ante la brisa del océano.

Y, una vez más, me asaltó ese sentimiento de inquietud tan poco habitual, solo que esta vez con más fuerza, y debo admitir que pensé regresar de inmediato al refugio que me ofrecía la posada. Pero, como ya he mencionado con anterioridad, me enorgullezco especialmente de permanecer al margen de esas creencias y supersticiones primitivas, por lo que, sabedor de que allí no había nada que temer, y decidido a echarles un vistazo a esos lechos de alumbre y a que esos pensamientos y sentimientos infantiles no lograran disuadirme, comencé a buscar un acceso fácil hacia la playa que se extendía a mis pies, donde podría examinar mejor las rocas.

Pocos minutos después encontré una escalera de caracol de madera adosada al acantilado, cerca del muro de los muelles. De todas formas, el transcurrir de los años y los estragos del mar habían causado gran cantidad de daños en la estructura, y esta crujía de manera alarmante mientras yo descendía con sumo cuidado por los resbaladizos escalones hacia las arenas. Cuando finalmente llegué abajo, hice una breve pausa y miré hacia arriba, contemplé la desvencijada escalera y deseé con todo mi corazón encontrar otra forma de llegar de nuevo a la cima. La marea estaba baja, por lo que dejaba ver una amplia superficie de arena limpia y los habituales restos de naufragios, y supuse, acertadamente, que aún disponía de toda una hora, más o menos, para curiosear por el pie de West Cliff antes de verme obligado a buscar una subida alternativa.

Y entonces, casi de inmediato, me crucé con un ejemplar bastante grande y perfectamente conservado de equinodermo espinoso, o erizo de mar, erosionado, pero completamente libre de esas capas de alumbre que lo habían aprisionado durante tantas eras, que estaba depositado sobre la arena. Lo recogí y lo examiné más detalladamente a la luz del sol, incapaz de determinar a qué género o especie pertenecía, y sospeché que podría hacerlo a alguna especie desconocida hasta entonces por los paleontólogos; deposité mi premio en el bolsillo derecho del abrigo y seguí registrando las afiladas rocas en busca de algún otro fósil igual de excelente. Pero, a medida que transcurría la tarde, no llegué a encontrar nada igual de interesante, tan solo fui consiguiendo algunos ejemplares rotos de amonitas y conchas de mejillones inmersos en nódulos de piedra caliza, unas cuantas raspas de pez y lo que esperaba que fuera uno de esos característicos huesos en forma de reloj de arena propios de las aletas de un ictiosauro. Contemplé el mar y luego aquellas rocas de color gris oscuro, tratando de imaginarme, tal y como he hecho muchas otras veces antes, la increíble cantidad de tiempo que habría transcurrido desde que esas rocas que tenía ante mí no eran más que limo rezumante en el fondo de un mar más antiguo e infinitamente más extraño.

—¿Es usted geólogo? —me preguntó alguien en ese momento, una voz de hombre que me sobresaltó; me volví para ver un varón muy alto y delgado con una fina nariz aguileña y que me observaba a poca distancia. Sonreía ligeramente, de una forma que, aunque parezca extraño, me pareció entonces familiar. Por lo que yo sabía, bien podía llevar allí una hora, pues tengo la costumbre de ensimismarme tanto en la recolecta que a menudo no miro a mi alrededor durante largos períodos de tiempo.

—Sí, caballero —le contesté—. Paleontólogo, para ser exactos.

—Ah —comentó él—. Por supuesto. Podría haberme dado cuenta antes, pero me temo que el naufragio me ha distraído —y señaló hacia los muelles, el Esk y la varada Deméter—. A menos que me equivoque, es usted, además, americano, y neoyorquino para más señas.

—Lo soy —le contesté, aunque debo confesar que, llegados a este punto, el extraño comenzaba a inquietarme de algún modo con sus preguntas—. Doctor Tobias Logan, del Museo Americano de Historia natural —me presenté, y le tendí una mano que él se limitó a mirar con curiosidad; me volvió a sonreír de esa forma tan familiar.

—Anda usted a la caza de los monstruos marinos de Whitby —afirmó él—, y, por lo que veo, no ha tenido demasiada suerte.

—Bueno —contesté, sacando el erizo de mi bolsillo y pasándoselo al hombre—, debo admitir que he tenido mejores días de trabajo de campo.

—Extraordinario —comentó el hombre alto, mientras inspeccionaba meticulosamente el fósil y le daba vueltas en la mano.

—Bastante —le respondí relajándome un poco, pues no estoy acostumbrado a explicarme ante los viandantes curiosos—. Pero sigue sin ser precisamente el descubrimiento que tenía en mente.

—Chapman tuvo mejor suerte, ¿eh? —preguntó, y me guiñó un ojo.

Me di cuenta de inmediato que se refería al descubrimiento que realizó William Chapman, en 1758, de un cocodrilo marino en la costa de Yorkshire, no muy lejos de donde nos encontrábamos.

—Me sorprende, caballero —le dije—. ¿Es usted coleccionista?

—Oh, no —me aseguró mientras me devolvía el erizo—. Nada de eso. Pero leo bastante, ¿sabe?, y me temo que pocas materias han logrado no llamarme la atención.

—No tiene usted acento de Yorkshire —comenté, y él negó con la cabeza.

—No, doctor Logan, no lo tengo —contestó, y me volvió a guiñar un ojo. El hombre se giró y se puso a contemplar el mar, y fue entonces cuando descubrí que estaba empezando a subir la marea y que la playa se había vuelto notablemente más pequeña que la última vez que miré.

—Me temo que si no empezamos a retirarnos, no tardaremos en mojarnos los pies —dije, pero él se limitó a asentir y siguió contemplando la incansable y gris extensión del mar.

—Deberíamos mantener algún día una conversación más larga —dijo—. Existe un objeto de gran antigüedad y dudosa procedencia sobre el que realmente apreciaría escuchar su opinión profesional.

—Por supuesto —le contesté sin dejar de mirar la marea cada vez más alta—. ¿Un fósil?

—No, una tablilla de piedra. Da la impresión de estar cubierta de jeroglíficos tallados que recuerdan los de los antiguos egipcios.

—Lo siento, caballero, pero sería mejor que se la enseñase a un arqueólogo. Yo no sería capaz de proporcionarle demasiada información.

—¿No? —me preguntó, elevando una ceja y examinándome pensativo—. La encontré en los mismos estratos que usted lleva una hora examinando. Se trata de un objeto realmente sorprendente, doctor Logan.

Creo que miré a aquel hombre durante cierto tiempo sin pronunciar palabra, pues era tanta mi conmoción y mi incredulidad como para no saber qué decir. Él se encogió de hombros, recogió un guijarro y lo arrojó al cada vez más cercano mar.

—Discúlpeme —dije, o algo parecido—. Pero o bien me está usted tomando el pelo o es usted víctima de la broma de algún otro. Obviamente, usted ha recibido una buena educación, así que...

—Así que —me interrumpió él— sé que estos estratos son millones de años demasiado viejos como para contener el objeto que le he dicho que encontré enterrado en ellos. Obvio.

—¿Así que está usted bromeando?

—No, buen hombre —contestó él mientras elegía otro guijarro que arrojar a las olas—. Más bien al contrario, se lo aseguro. La primera vez que vi este objeto era tan escéptico como lo es usted, pero ahora estoy bastante convencido de su autenticidad.

—Paparruchas —le aseguré, aunque, en ese momento, lo que tenía en mente eran expresiones mucho más vulgares—. Lo que está proponiendo usted es tan tremendamente absurdo...

—... que no merece ni la más mínima consideración por parte de hombres cultos —me interrumpió por segunda vez.

—Bueno, sí —repliqué con algo de brusquedad, me temo, y entonces me volví a meter el erizo en el bolsillo de mi abrigo—. La idea es totalmente absurda, caballero, si piensa en ello. Va en contra de todo lo que hemos descubierto en el último siglo acerca de la evolución, el desarrollo de la vida y el surgimiento de la humanidad.

—Al principio —continuó diciendo, como si yo no hubiera hablado— sospeché que alguien lo había puesto allí, ¿sabe?, que era posible que hubiese encontrado una broma dirigida a otra persona. Alguien que, al contrario que yo, sí tuviese la costumbre de coleccionar conchas, piedras y huesos antiguos que encontrarse en la costa.

»Pero fui capaz de identificar... Oh, ¿cómo lo llaman ustedes los geólogos? Las impresiones positivas y negativas... Sí, eso es. Las impresiones positivas y negativas de la tablilla se habían grabado, de forma clara e inconfundible, en los esquistos inmediatamente superior e inferior. Tuve también éxito al recuperarlos.

—Estoy seguro de ello —le dije, aún con dudas.

—Pero lo más curioso, doctor Logan, es que este no es el primer artefacto inadecuado que reúne estas características. Hace dos años, un minero encontró una piedra muy parecida a esta en la costa de Saithes, donde, como seguramente ya sabrá, se excavan los esquistos en busca de alumbre. Lo he visto con mis propios ojos, en un gabinete privado de Glasgow. Y existe un tercero, descubierto, creo, en 1865 ó 1866, en Frylingdales. Pero parece que ese ha desaparecido y, lamentablemente, solo se conserva un dibujo.

En ese momento, el hombre dejó de hablar un instante y echó un vistazo a las paredes de los muelles. Desde donde nos encontrábamos se podía distinguir el astillado palo mayor de la desafortunada Deméter, y fue hacia allí hacia donde comenzó a dirigirse.

—Se encuentran aquí en Whitby entidades oscuras, doctor Logan. Ay, cosas más oscuras que aquellas a las que suelo enfrentarme, y le aseguro que no soy ningún cobarde, si se me permite decirlo.

—La marea, caballero —le advertí, pues en esos momentos cada nueva ola acercaba el mar a escasos pies de donde nos encontrábamos.

—Claro, la marea —dijo de forma distraída y algo sorprendida, y volvió a asentir—. Pero puede que podamos volver a hablar de todo esto en otro momento, antes de que usted abandone Whitby. Me alegraría tener la posibilidad de mostrarle la tablilla. Permaneceré aquí otra semana. Aunque preferiría que el asunto se mantuviera entre nosotros.

—Será un placer —le aseguré—. No tengo ningún deseo particular de que me consideren un loco.

—Aun así —contestó, y con esa enigmática afirmación comenzó el peligroso ascenso hacia Pier Road por las desvencijadas escaleras. Yo me quedé allí algo más, observándolo mientras subía, esperando que, en cualquier momento, se vinieran abajo esas resbaladizas y traicioneras planchas y le hicieran precipitarse contra las rocas y la arena a mis pies. Pero aguantaron, y dado que el mar ya se había tragado totalmente la playa al oeste de mi posición y que, al este, solo disponía del alto e inaccesible muro del muelle, hice de tripas corazón y lo seguí. Gracias a una gran cantidad de suerte, yo también sobreviví a la subida, a pesar de que la estructura no paraba de crujir y tambalearse, y yo estaba convencido de que cada paso que daba sería el último.

Estoy seguro, doctor Watson, de que ya habrá empezado a entender por qué Ogilvey me instó a escribirle. He leído en la prensa varios artículos acerca de la extraordinaria muerte del señor Holmes en Suiza, y confío en que la sorprendente posibilidad, que no voy a sugerir aquí de forma explícita, pero que tampoco voy a dejar de señalar en su consideración, no le cause más dolor. Soy muy consciente de la gran amistad que existía entre usted y el señor Sherlock Holmes, y si no hubiese estado tan confuso y perplejo debido a los extraños sucesos acaecidos en Whitby el último agosto, hubiese preferido guardarme el encuentro para siempre. Nunca habría descrito de forma tan pormenorizada al hombre de la playa, un hombre al que creo que habrá reconocido por su aspecto y comportamiento.

Pero debería continuar ahora con mi historia, y debo seguir confiando en que pueda usted considerarla algo más que los delirios de una mente sobresaturada y una imaginación excesiva.

Para cuando terminé mi ascensión y me encontré a salvo en la cima de West Cliff, se acercaban, a gran velocidad, nubes de tormenta desde el suroeste que oscurecían las borboteantes aguas del Esk y se configuraban en un fondo ominoso para las ruinas de la abadía. Como temía perderme en las desconocidas calles si intentaba descubrir un atajo hasta el hotel, me apresuré por Pier Road, desandando el camino hasta la posada, en Drawbridge Road. Pero había avanzado poco cuando empezó a arreciar el viento y a tronar, y poco después cayó un chaparrón fuerte y helador. No me había llevado paraguas, pues pensé que el día permanecería agradable y despejado, y no había planeado de antemano el paseo hasta la playa. Por tanto, me estaba empapando. Realmente debí de mostrar un aspecto terrible y lamentable mientras me abría paso por esas estrechas avenidas barridas por la lluvia.

Cuando finalmente llegué al hotel, me ofrecieron una taza caliente de té y un asiento junto al hogar. A pesar de lo tentadora que era esta última oferta, le dije al posadero que prefería retirarme a mi habitación para ponerme ropas secas y descansar hasta la cena. Cuando ya empezaba a subir las escaleras, él me volvió a llamar, pues se le había olvidado entregarme un mensaje que me habían dejado aquella tarde. Lo habían escrito en una pequeña hoja de papel de escritorio y, por lo que recuerdo, decía:

«Toby, te volveré a llamar mañana a primera hora. Por favor, espérame. He llegado a Whitby antes de lo que esperaba. Tengo mucho que contarte: unos fósiles poco habituales que se han hallado en Devon Lias y que ahora se encuentran a mi cuidado. ¿Te resultan familiares el dios fenicio (?) Dagón o el irlandés Daoine Dombain? Hasta mañana.

Tuyo, E. P.»

A pesar de que la perspectiva de esos nuevos fósiles de Devon que Purdy había mencionado me intrigaba y excitaba de forma adecuada, su pregunta acerca de dioses fenicios y esas dos palabras impronunciables en gaélico me había dejado atónito. Decidí que cualquier misterio que hubiera se solucionaría por la mañana y me retiré a mi habitación, donde lo primero que hice fue cambiarme de ropa, y luego estuve ocupado hasta la cena con algunas notas breves acerca del erizo y otros especímenes de West Cliff.

No dormí bien aquella noche, pues arreciaba la tormenta y las contraventanas no dejaban de dar golpes. No soy demasiado propenso a las pesadillas, pero recuerdo algunos fragmentos de un extraño sueño en el que me encontraba en la costa, en West Cliff, observando cómo la Deméter entraba majestuosa en el puerto. El hombre alto se encontraba en algún lugar a mis espaldas, aunque creo que no llegué nunca a verle la cara, y me hablaba de mi mujer y de mi hijo. Finalmente me desperté por última vez poco antes del amanecer, ante el olor del café recién hecho y el desayuno que se estaba cocinando abajo, así como ante el reconfortante sonido de la lluvia que goteaba de los aleros. La tormenta ya había terminado y, pese a lo mal que había dormido, recuerdo haberme sentido totalmente descansado y listo para pasar un largo día recogiendo especímenes marinos junto a Purdy. Me vestí con rapidez y, armado con mi vara de fresno y mi mochila, mi martillo y mis cinceles, bajé a esperar la llegada de mi colega.

No obstante, a las once seguía esperando, bebiendo mi segunda taza de café y empezando a sentir inquietud por haber derrochado tantas horas del día cuando iba a estar tan poco tiempo en Whitby. Soy casi puritano en lo que respecta a mis hábitos de trabajo y me molesta desperdiciar un sol perfecto, y no podía imaginarme qué estaba haciendo que Purdy se retrasara tanto.

Debo decirle que los espantosos sucesos que pronto acontecerían lo hicieron sin dar la menor pista ni el más mínimo aire sensacionalista o escabroso que suele relacionarse con lo macabro y lo poco usual en las temibles novelas góticas de un penique. Ni siquiera hubo alguna vaga premonición el día anterior. Simplemente ocurrió, caballero, y de alguna forma, eso hizo que fuera aún peor. Tuvieron que pasar largas semanas antes de que empezara a relacionar con los sucesos esa singular trepidación y ese genuino terror que, gradualmente, fueron invadiendo mis pensamientos.

Leía por segunda vez un largo artículo de un periódico de Edimburgo (ahora no logro recordar el nombre del periódico, ni tampoco de qué trataba exactamente el artículo) cuando llegó un niño de unos ocho años de edad y anunció que lo habían enviado a buscarme. Dijo que un individuo le había pagado seis peniques para que me llevara a West Cliff, donde se había ahogado un hombre aquella noche.

—Lo lamento, pero no soy médico —le dije, creyendo que se trataba de un caso de confusión de identidades, pero no, me aseguró de inmediato, le habían pedido que llevase al doctor americano Tobias Logan a la playa de West Cliff lo antes posible. Mientras yo me quedaba allí sentado rascándome la cabeza, el niño empezó a impacientarse y protestó diciendo que debíamos apresurarnos. De todas formas, antes de abandonar el hotel de Drawbridge Road garabateé una rápida nota a Purdy y se la dejé al propietario, por si llegaba en mi ausencia. Luego recogí apresuradamente mis pertenencias y seguí, a través de las estrechas y ventosas calles de Whitby, al nervioso muchacho, que me dijo que se llamaba Edward y que su padre era zapatero, y una vez más descendíamos por West Cliff.

El cuerpo del ahogado yacía sobre la arena y quedaba claro que las gaviotas habían estado bastante tiempo sobre él antes de que un raquero lo encontrase. Y aun así, a pesar de todo el daño causado por los crueles picos de las aves, no tuve ningún problema en reconocer el rostro de Elijah Purdy. Se habían reunido varios hombres a su alrededor, entre ellos el agente de policía y el jefe del puerto, ninguno de los cuales, como pronto descubrí, había sido quien había pagado al chico seis peniques para que me llevara a West Cliff.

—Primero ese maldito barco fantasma ruso —gruñó el policía mientras encendía su pipa—. Y ahora esto.

—Una semana espantosa, sin lugar a dudas —musitó en respuesta el jefe del puerto.

Me presenté de inmediato y me arrodillé junto a los maltratados restos terrenales de aquel hombre al que conocí y al que había apreciado tanto. El policía tosió y exhaló una enorme nube de gris humo de pipa.

—Vaya —dijo—. Así que conocía usted a este pobre tipo.

—Muy bien —le contesté—. Iba a reunirme con él esta misma mañana. Lo estaba esperando cuando este chico vino a buscarme a la posada de Drawbridge Road.

—¿Es eso cierto? —me preguntó el policía—. ¿Qué chico?

Levanté la mirada y no vi rastro alguno del chico que me había conducido hasta la sombría escena.

—El hijo del zapatero —respondí, y volví a centrar la mirada en el arruinado rostro de Purdy—. Me dijo que le habían pagado por traerme hasta aquí. Supuse que fue usted, caballero, el que envió a buscarme, aunque no estoy del todo seguro de cómo iba usted a saberlo.

Al oír eso, el jefe del puerto y el policía intercambiaron miradas de asombro, y este último volvió a dar caladas a su pipa.

—Entonces, ¿este hombre era uno de sus socios? —me preguntó el jefe del puerto.

—Por supuesto —le contesté yo—. Se trata de sir Elijah Purdy, geólogo de Londres. Llegó ayer a Whitby. Creo que alquiló una habitación en Morrow House, en Hudson Street.

Los dos hombres me miraron, el policía le susurró algo a su compañero y los dos asintieron al unísono.

—Usted es americano —afirmó el policía mientras elevaba una ceja y mordisqueaba la boquilla de su pipa.

—Sí —respondí—. Soy americano.

—En fin, doctor Logan, le aseguro que llegaremos al fondo del asunto —me dijo.

—Gracias —le contesté, y en ese momento me fijé en que el ahogado aferraba algo extraño, del diámetro aproximado de un dólar de plata.

—Aquí en Whitby resolvemos los asesinatos.

—¿Qué le hace pensar que fue asesinado? —pregunté al policía mientras investigaba el curioso objeto iridiscente que aferraba Elijah Purdy.

—Bueno, para empezar, el hombre tenía los bolsillos llenos de piedras, para que el cuerpo se hundiera. Puede verlo usted mismo.

Efectivamente, los bolsillos de su abrigo de lana estaban llenos de esquistos, pero tras examinarlos de forma somera pude ver que todos ellos contenían fósiles, así que le expliqué a aquel hombre que lo más probable era que el mismo Elijah Purdy fuera quien los había puesto allí. También había llenado uno de los bolsillos de su chaleco.

—Ah —dijo el policía pensativo, y se retorció el bigote—. Bueno, no importa. Encontraremos al que lo hizo, se lo prometo.

Como no tenía ganas de discutir, respondí unas cuantas preguntas más, le aseguré al policía que podía contar conmigo para lo que necesitase y subí por esa traicionera escalera hasta Pier Road. Me quedé allí brevemente, contemplando la escena de abajo, los hombres reunidos alrededor del cadáver del ahogado, el oscuro mar que lamía incansablemente la costa, el amplio cielo del Mar del Norte sobre todo ello. Tras un rato, recordé el objeto que había cogido de manos de Purdy y lo saqué para examinarlo más detenidamente. Pero no había duda alguna acerca de qué se trataba: una pequeña amonita del género Dactylioceras, un espécimen bastante común en el liásico británico. Nada extraordinario, excepto porque este espécimen, aunque muerto, no estaba fosilizado, y la cabeza del cefalópodo, parecida a la de un calamar, me miraba con ojos plateados mientras sus diez tentáculos colgaban inertes sobre mis dedos.

Me temo que queda poco más que contar, doctor Watson, y al volver a repasar estas páginas puedo ver que lo que he escrito no tiene tanto sentido como había esperado. Regresé al hotel, donde pasé los tres días siguientes, y solo volví a hacer una visita más al museo del reverendo Swales, donde descubrí que mi entusiasmo por el trabajo había desaparecido. Tras la investigación, que determinó que sir Elijah Purdy se había ahogado de forma accidental mientras recogía fósiles por la playa, y que no había habido en ello juego sucio alguno, recogí mis cosas y regresé a Manhattan. Entregue el recientemente muerto Dactylioceras, preservado en alcohol, al conservador de los invertebrados fósiles, quien recibió el descubrimiento con una gran alharaca y me prometió que bautizaría la sorprendente nueva especie con el nombre del hombre de cuya mano la recogí. Un último detalle que puede serle de interés, y que constituye la razón principal por la que le escribo, es una carta que recibí algunas semanas después de regresar a los Estados Unidos.

Se había enviado desde Whitby el doce de septiembre, justo un mes después de mi regreso, no tenía remite y se había escrito a máquina. A continuación reproduciré lo que decía:

«Estimado doctor Logan:

Confío en que su regreso a casa se haya producido sin incidentes. Le escribo para disculparme por no haberme ocupado de la prematura muerte de su amigo y por no haber encontrado tiempo para retomar nuestra conversación. Pero debo implorarle que olvide ese extraño asunto del que le hablé, las tres tablillas de Whitby, Staithes y Frylingdales. Me temo que las tres se han perdido, y me he dado cuenta de que realmente ha sido lo mejor que podía haber ocurrido. Existen aquí poderes ocultos y oscuros, el capricho de seres inhumanos de inconcebibles antigüedad y maldad; y sospecho que pudieron haber intervenido de forma directa en la muerte de sir Elijah. Tómese en serio mis palabras y olvídese de estas cosas. No le beneficiará en absoluto seguir preocupándose por ello. Puede que algún día nos volvamos a encontrar, en mejores circunstancias.

S. H.»

No puedo decirle si realmente el autor de esta carta era su socio, el señor Sherlock Holmes, ni si se trataba del mismo hombre con el que hablé en West Cliff. Tampoco puedo explicar la presencia en aguas de Whitby de un molusco que se creía desaparecido de la faz de la Tierra desde hacía muchos millones de años, ni la muerte de Elijah Purdy, un excelente nadador por lo que me habían dicho. Al no haber visto nunca esas tablillas no puedo dar ninguna opinión sobre ellas, y creo que es mejor no intentarlo. Nunca he sido nervioso, pero he empezado a oír ruidos y voces extrañas durante la noche, lo que, mucho me temo, está empezando a afectarme en el sueño y la paz de espíritu. Sueño con... No, no voy a hablar aquí de mis sueños.

Antes de terminar, debería decirle que el pasado viernes se produjo un robo aquí, en el museo, que la policía aún no ha resuelto. Lo único que robaron fueron la amonita de Whitby y todos los informes escritos sobre ella, aunque se produjeron actos vandálicos contra algunos despachos de paleontología y geología, así como contra el gabinete cerrado en el que se guardaba el espécimen.

Le agradezco su tiempo, doctor Watson, y si alguna vez viene a Nueva York, sería un verdadero placer conocerlo.

Doctor Tobias H. Logan

Departamento de Paleontología vertebrada

Museo Americano de Historia Natural

Ciudad de Nueva York, Nueva York

(Carta sin enviar encontrada entre los efectos personales del doctor Tobias Logan tras su suicidio por ahorcamiento, el 11 de mayo de 1898).