La aventura del manuscrito árabe Michael Reaves

De las muchas y variadas aventuras en las que tuve el privilegio de ayudar a mi colega y amigo Sherlock Holmes, existen varias que no he hecho publicar. La mayoría de esas omisiones fueron por razones relativas a la seguridad del Imperio, o para evitar escándalos o no avergonzar a ciertas partes implicadas. Hasta cierto grado, estas consideraciones también pueden aplicarse a los incidentes que se narran a continuación. No obstante, después de mucho discutirlo, Holmes y yo hemos llegado a la conclusión de que, por interés del Imperio (de hecho, de toda la humanidad), es mejor que queden documentados, a pesar del tremendo dolor que sé que me causará contarlos.

Déjenme comenzar, pues, en un día de primeros de octubre del año de Nuestro Señor de 1898. El sol brillaba pálido y débil en el cielo norteño. El viento soplaba ligeramente frío y las hojas de los árboles reflejaban toda la gama de colores de la naturaleza. Holmes y yo regresábamos de una entrevista en Reading. No había transcurrido demasiado tiempo desde que me había casado por segunda vez, y disfrutaba con la idea anticipada de volver a reunirme con mi flamante esposa tras dejar a Holmes en su residencia de Baker Street.

Nuestro camino nos condujo cerca de los jardines Foubury y, al verlos, mi estado de ánimo se oscureció ligeramente ante ciertos recuerdos. Eran recuerdos agridulces que, para entonces, ya me resultaban familiares, pero seguían siendo dolorosos. Solo fue un instante, pero bastó para obligarme a apartar la mirada de la ventana de la calesa y dirigirla al frente, y en ese momento me di cuenta de la tranquilizadora mirada que me dirigía Holmes.

—Lamento decir que la guerra deja heridas que el tiempo no puede curar —señaló.

Nuestra relación había durado el tiempo suficiente como para que su sorprendente habilidad para adivinar mis pensamientos ya no pudiera asombrarme, aunque yo nunca lograría verlo como algo normal y corriente.

—Como siempre, ha acertado —le contesté—. ¿Cómo sabía que estaba pensando en mi tiempo de servicio en Afganistán?

Mi amigo agitó los dedos en un gesto despectivo.

—Su conducta es demasiado fácil de leer. Mientras pasábamos por los jardines Foubury vi cómo miraba la estatua del león de Maiwand, monumento que se erigió conmemorando la masacre del regimiento de Berkshire en aquella remota aldea afgana en 1880. Se le oscurecieron las facciones, sus dedos se dirigieron ligeramente hacia el hombro en el que recibió la herida y enderezó la postura de una forma más militar; todo ello, sin duda, de forma inconsciente. Incluso alguien menos observador que yo ante la conducta humana no habría tenido problema alguno en saber en qué pensaba usted; por supuesto, en el caso de que conocieran, como yo, su pasado militar.

Asentí con lo que creí que era un gesto que no me comprometía a nada, y al cabo de un rato Holmes volvió a centrarse en las calles por las que pasábamos. Me sentí aliviado. Existían cosas sobre mí que mi amigo, a pesar de toda su perspicacia, no había llegado a deducir, y no me sentía avergonzado, ni creía que se viera afectada la amistad que teníamos, por desear que permanecieran así. Existen secretos que no pueden revelarse ni a tu más íntimo amigo. Además, me dije para confortarme, pasó hacía ya mucho tiempo, en otras tierras; y, excepto por el ocasional sentimiento de nostalgia, lo había dejado totalmente atrás. Al fin y al cabo, ni siquiera Holmes podía intuir un episodio del pasado sin que se lo sugiriera algún tipo de evidencia.

Como me iba diciendo todo esto con gran confianza y satisfacción, solo ahora puedo imaginarme la ironía con la que recibirán mis lectores la siguiente escena. Pues, cuando regresamos al piso de Holmes en el 221B de Baker Street, la señora Hudson le informó de que una joven lo esperaba en el interior. Le entregó la tarjeta de visita de la dama. Holmes le echó un vistazo y me la pasó. La fuente del rectángulo de cartón era pequeña y cursiva, y seguía intentando descifrarla cuando lo seguí a través de la puerta.

La reconocí de inmediato, por supuesto. Fue como si los veinte años que habían transcurrido lo hubieran hecho en un abrir y cerrar de ojos. En esos momentos llevaba una chaqueta cruzada y una falda de paseo, en lugar del khalat de piel de cordero que vestía la última vez que la vi. Su anteriormente sedoso cabello negro lucía algunos mechones grises, y tenía arrugas en los bordes de ojos y boca, debido tanto a los años como al inmisericorde sol tropical. Pero todas esas señales no se debían a la edad, sino a la vida; la vida dura y espartana de los afganos de las colinas.

—Miriam —dije. Apenas era consciente de que Holmes se encontraba a nuestro lado, observándonos, pero eso no me importaba. Lo único que me importaba era la sorpresa y el casi doloroso placer de verla allí. Di un paso hacia ella y ella hacia mí, y entonces recordamos que teníamos audiencia, y además una llena de curiosidad. Miré a Holmes y tosí sobre mi puño.

—Discúlpeme, Holmes —dije—. Solo es que... que ella y yo...

—Estoy seguro de que ni siquiera Lestrade dejaría de darse cuenta de que ustedes dos han tenido algún tipo de relación en el pasado —dijo Holmes con ironía. Le ofreció a Miriam una ligera reverencia—. Sherlock Holmes a su servicio, señorita Miriam Shah.

—Es un verdadero placer conocerlo, señor Holmes —contestó ella. Su voz era tan potente y melodiosa como yo la recordaba. Se giró ligeramente y pude ver que llevaba una única pieza de joyería: un amuleto tallado en lapislázuli con la forma de una mano abierta con un ojo en mitad de la palma. La sorpresa de volver a verla no era lo suficientemente grande como para no apreciar en silencio la originalidad del objeto.

No pude resistirme a hablar; que la decencia se fuera al cuerno.

—Miriam —le pregunté—, ¿cómo es que estás aquí? Es tan maravilloso volver a verte...

—También a ti, John —contestó ella—. Desearía poder decirte que fue el deseo de hacerte una visita después de todos estos años lo que me impulsó a emprender este largo viaje. Pero, por desgracia, eso no es cierto.

—Qué interesante —comentó Holmes—. Por favor, tome asiento, señorita Shah. Tengo curiosidad por saber por qué la hija de un caudillo ha realizado un viaje tan largo desde las regiones montañosas del norte de Afganistán, concretamente, creo, la zona cercana a Mundabad, solo para verme, especialmente existiendo la posibilidad de correr un riesgo mortal para su alma.

La expresión de sorpresa de Miriam no fue, por supuesto, muy diferente de las que había yo observado en los rostros de otros clientes que se habían dirigido a Baker Street durante la última década.

—No han exagerado su reputación, señor Holmes —dijo—. ¿Cómo ha intuido esos hechos?

Holmes levantó una ceja.

—Querida señora, yo no «intuyo». Yo deduzco. Extrapolo. En su caso, El proceso fue muy sencillo. Su acento es suficiente para determinar su nacionalidad. Además, ha estado llevando hasta hace poco el velo tradicional de las mujeres musulmanas, que les cubre la parte inferior del rostro. La parte superior está más bronceada, ligeramente aunque de forma perceptible. En conjunto, las mujeres afganas de las montañas realizan una mayor variedad de tareas, todas ellas más duras, que las que habitan en las zonas más metropolitanas del país. Lo que hace que se encuentren expuestas al sol del desierto durante una mayor cantidad de tiempo. Tiene además líneas de piel más clara en brazos y dedos, lo que indica que está usted acostumbrada a llevar joyas; práctica que pocas pueden permitirse, a excepción de las hijas y las esposas de los líderes tribales. El que conozca a mi amigo y colega la sitúa en la región de Mundabad. Por último, la única pieza de joyería que ha conservado —señaló el amuleto que pendía de la garganta de ella—, es, creo yo, un talismán conocido como hamsa, que protege del mal.

Miriam asintió y se sentó, y no dijimos nada más hasta que todos nos hubimos servido el té que había traído la señora Hudson.

Por supuesto, yo ardía en deseos por saber qué había traído a Londres a esta mujer, que era probablemente la última persona de la Tierra que yo esperaba ver allí. Me contuve (al fin y al cabo, un caballero no puede obligar a una dama a hablar hasta que ella está preparada), pero me supuso un gran esfuerzo. Pues, en una ocasión, Miriam Shah me había salvado la vida. Literalmente.

Miriam dio un largo sorbo a su té y se estremeció.

—Así está mejor —comentó—. Creo entender ahora por qué los ingleses están tan ansiosos por extender su imperio; los mantiene alejados de este clima helador. —Y luego se dirigió a Holmes—: ¿Ha oído usted hablar del Kitab al-Azif?

Holmes se sobresaltó ligeramente; una reacción que creo que nadie notaría excepto yo, que lo conozco desde hace tantos años. Fue una de las pocas veces en las que lo vi demostrar sorpresa.

—He leído algo sobre él. Debo admitir que mis conocimientos son escasos. Por supuesto, kitab es el término árabe para «libro». Al-Azif es, por lo que tengo entendido, un término utilizado por los musulmanes; se refiere al zumbido de los insectos nocturnos, que sus mentes supersticiosas toman por los aullidos de los afrit, o demonios. Se cree que el libro lo escribió un yemení llamado Abdul al-Hazred, alrededor del 700 d.C. Su obra se tradujo posteriormente a otras lenguas; la primera vez la tradujo Philetas al griego y le cambió el nombre por Necronomicón, o Libro referente a los muertos, y, posteriormente, Olaus Wormius la tradujo al latín. Existe también una traducción al inglés realizada a finales del siglo XVI por el doctor ocultista John Dee, que le puso el nombre de Liber Logaeth. Creo que también se han realizado traducciones más recientes. Se supone que lo que contiene el libro es un compendio de antiguas tradiciones y conocimientos prohibidos acerca de diversos seres y criaturas anteriores a Adán. Algunos de ellos de origen extraterrestre, que gobernaron una vez la Tierra y que pretenden volver a hacerlo.

—Su información es correcta —le contestó Miriam.

Y guardó silencio durante un instante, como si tratase de recobrarse. Más que nada para romper ese silencio, intervine:

—Evidentemente, una obra semejante debe de considerarse producto de una mente desequilibrada.

—Si al-Hazred no estaba loco antes de escribir esa obra infernal, seguro que lo estaba después de hacerlo —dijo Miriam—. Aquellos que han hojeado el Necronomicón afirman que se trata del libro más peligroso del mundo, pues proporciona algo más que el simple conocimiento de la existencia de estos Primigenios y de estos dioses antiguos: también ofrece instrucciones al lector para invocarlos de varias formas desde sus lugares de exilio, de suerte que puedan gobernar sobre la Tierra del mismo modo en el que lo hicieron hace eones.

Miré a Holmes, convencido de que él rechazaría de forma inmediata esa grotesca afirmación como el auténtico disparate que era. Estaba llenando de picadura la cazoleta de su pipa y no dejó de hacerlo. Sencillamente dijo:

—Continúe, por favor.

Miriam continuó y yo la escuché, tan sorprendido por su historia que casi olvidé mi sorpresa ante su presencia.

—Según la leyenda, al-Hazred había profundizado en sus estudios acerca de conocimientos prohibidos y antiguos cultos secretos. Había visitado Irem, la temible Ciudad de los Pilares, y otras conurbaciones perdidas aún más peligrosas. Se había comunicado con los djinn, con los afrit y con otros seres sin nombre aún más primitivos y poderosos. Y todo esto lo expresó en pergamino; toda una vida de experiencias enloquecedoras que destrozarían el alma.

»Es un hecho incontestable el que, a medida que cada traductor iba copiando la obra árabe en su propio idioma, resumía cierta cantidad de enseñanzas y secciones; quizá porque consideraban que contenían determinados saberes que la humanidad no debía conocer, o tal vez en aras de la brevedad y de la claridad, o puede que ambas cosas a la vez. Sean cuales fueran las razones, el caso es que las pocas copias que existen del Necronomicón han sido profundamente resumidas. Falta mucho más texto que el que nos han dejado. La edición latina original tenía novecientas páginas; el Liber Logaeth no alcanza las seiscientas. Se asumió que las páginas que faltaban se habían perdido; hace siglos que no se ha visto el al-Azif al completo.

—Hasta ahora, por lo que veo —comentó Holmes. Su voz era plana, casi contemplativa. Ya había terminado de llenar su pipa, pero no la había encendido. Estaba sentado casi inmóvil, sin apartar su atenta mirada de Miriam—. Por favor, continúe.

Mientras Miriam seguía hablando, sentí cómo me recorría un escalofrío involuntario y me pregunté por qué; al fin y al cabo, yo ya estaba acostumbrado al fresco del otoño londinense, y, normalmente, apenas lo habría notado. Pero ahora temblaba. Era como si, de alguna forma, el calor de la chimenea no llegase a penetrar en la habitación, a pesar de que veía arder el fuego en ella.

—Hace dos años, se encontró un gran recipiente cerámico en las profundidades de una de las cuevas que existen en los estrechos cañones cercanos a donde vive mi gente. Los aldeanos más supersticiosos se encontraban algo preocupados por si el abrirlo pudiera desatar una plaga de demonios y mala suerte. Así que se llevó a Kandahar, donde se vendió a un ferengi.

Holmes dejó su pipa y juntó los dedos frente a su cara, con lo que, por un sorprendente instante, dio la impresión de que rezaba.

—Ha mencionado usted que el recipiente estaba sellado. ¿Cómo supo lo que contenía?

—Había una inscripción sobre la arcilla. Y también estaba esto, impreso en el sello de cera. —Se sacó de la chaqueta un trozo de papel doblado y se lo entregó a mi amigo, que lo abrió. Tenía dibujado una especie de símbolo; no puedo describirlo con exactitud, pero cuando Holmes lo levantó para examinarlo, el papel quedó por un instante ante el fuego, y su iluminación me permitió ver, brevemente, el boceto a través de él. Era algo abstracto, pero incluso en ese inadecuado vistazo me dio la impresión de que se trataba de algo... erróneo, como si representara algún tipo de anomalía espacial. No se me ocurre mejor forma de describirlo. Antes de que pudiera pedirle que me permitiera verlo, Holmes había hecho un gurruño con el papel y lo había arrojado al fuego.

—Si no me equivoco, es lo que se conoce como el símbolo de los antiguos —dijo.

—Lo es. Lo que ponía en el recipiente era «al-Azif», en acadio.

—Ah. Era la lengua franca en el mundo árabe hasta, aproximadamente, el 700 d.C.

—Exacto —afirmó Miriam—. Da la impresión de que al-Hazred consideraba que los contenidos del libro eran tan importantes como para realizar una segunda copia del manuscrito al completo, como salvaguardia.

Los dos guardaron silencio durante un momento. Y entonces dijo Holmes:

—Ha seguido al ferengi, al extranjero que compró el manuscrito hasta Inglaterra. ¿Por qué? Comprendo la volátil naturaleza del texto, pero, ¿por qué la eligieron a usted para perseguirlo?

Ella me miró, y luego contestó:

—Me presenté voluntaria. Soy uno de los pocos de mi aldea que hablan francés e inglés, y, desde que puedo recordar, he oído rumores sobre esas antiguas sectas prohibidas, los adoradores de Aquellos que Llegaron Antes. —Se llevó la mano a la garganta y tocó el amuleto que llevaba allí colgado—. Mashallah —murmuró, y luego siguió hablando—: Las copias que existen del Necronomicón están guardadas bajo llave, para que los conocimientos que aún contienen no destruyan nuestra civilización. ¿No será entonces mucho más peligrosa la versión completa? Debe ser encontrada lo antes posible. Esa es la razón por la que he acudido a usted, señor Holmes. —Me volvió a mirar y sonrió—. Y no pude resistir la oportunidad de volver a verte, John, aunque sea brevemente.

Como puede imaginarse, el estado de mi mente tras oír esas palabras era complejo, por decirlo con suavidad. Todo ello me recordaba las febriles fantasías obra del hachís y el opio en muchas mentes orientales, y también en no pocas occidentales. Pero un simple vistazo a la amarga expresión de Holmes me confirmó que él no pensaba que este asunto fuera una fantasía.

—¿Qué puede contarme sobre el comprador del manuscrito?

—Tenía un aspecto fuerte, era alto, con el pelo y la barba negros y unos intensos ojos azules. Me dio la impresión de que se encontraba a mediados de la treintena.

—¿Tenía alguna marca especial, alguna característica o algún rasgo que sirva para ayudar a identificarlo en medio de una multitud?

Ella se lo pensó durante un rato.

—Sí. Tenía una cicatriz en la palma de la mano izquierda, como si se la hubiera cruzado un cuchillo.

—Ah. Qué esclarecedor —comentó Holmes. Se puso en pie—. Muy bien, señorita Shah; ciertamente, la acompañaré en su búsqueda, y espero poder decir lo mismo de mi colega. —Esto último lo dijo mirándome—. Si me disculpa, debo ocuparme de ciertos asuntos. Creo que nuestras pesquisas no nos llevarán más de un día, dos a lo sumo, por lo que deberemos llevar poco equipaje. —Y tras decir esto, Holmes abandonó la habitación.

Durante un tiempo, Miriam y yo nos quedamos juntos, en silencio. Mi mente estaba llena de pensamientos y emociones contradictorios; entre ellos, que mi esposa me esperaba en casa. Claro que ella ya estaba acostumbrada (tal vez «resignada» sería una forma mejor de decirlo) a que yo partiera repentinamente de Londres cuando Holmes me lo pedía. Pero esto era distinto, y no podía predecir su reacción.

O si se lo contaría alguna vez.

Esos desleales pensamientos no hicieron nada por calmar la tormenta que bramaba en mi interior. Me volví hacia Miriam, pues sentía la necesidad de decir algo que rompiera aquel silencio.

—Creo que no llegué a agradecerte de forma adecuada —le dije— el haberme salvado la vida hace tantos años. —Pues, efectivamente, eso era lo que ella había hecho al cuidarme durante los largos meses que duró mi convalecencia en Peshawar, tras resultar herido en el frente. Durante mi larga lucha contra las fiebres, en la que, en muchas ocasiones, me encontré al borde de la muerte, abrí muchas veces los ojos para encontrarme con una joven afgana, hija de uno de los caudillos tribales que se habían aliado con nuestras fuerzas, que me enjugaba la frente o me atendía de cualquier otra forma. Al principio sufrí frecuentes períodos de delirio, y fue Miriam quien escuchó mis balbuceos, quién habló conmigo y me guió con amabilidad de vuelta a mis cabales. Estoy totalmente convencido de que, si no hubiera sido por su presencia, que me anclaba a la realidad, me hubiera vuelto loco. Y una vida sin mente no es vida en absoluto.

Durante los últimos meses de mi convalecencia mantuvimos largas conversaciones. Había recibido una buena educación, pues había estudiado en la universidad de Bombay, y era más inteligente y segura de sí misma que cualquier otra mujer afgana; a decir verdad, que cualquier otra mujer que yo haya conocido. Desarrollamos una fuerte amistad; realmente, era más que amistad. A través de todos estos años, lo que más recuerdo de ello es la sensación de haber conectado profundamente, una intimidad que no he vuelto a compartir con nadie desde entonces, ni siquiera con mi querida Mary. Habíamos hablado Miriam y yo de demasiadas cosas, incluidos asuntos del corazón. Cuando yo ya estaba casi totalmente recuperado, le pedí que me acompañara a Londres. Ella declinó la oferta aduciendo que, al ser hija de un jefe, tenía ciertas responsabilidades que no podía ignorar, ni siquiera por amor.

Los dos teníamos nuestras obligaciones, así que me fui, pero a lo largo de los años me pregunté más de una vez qué habría ocurrido si hubiéramos sido menos leales a nuestras obligaciones.

Y ahora ella se encontraba ante mí; mayor, igual que yo, pero en muchos aspectos seguía siendo la mujer que recordaba. Eso hizo que despertaran en mí cosas que llevaban dormidas mucho tiempo.

—No necesitas darme las gracias —respondió ella ante mi afirmación anterior—. Pues tu presencia enriqueció mi vida al menos tanto como espero que la mía haya enriquecido la tuya. Ojalá tuviéramos tiempo para hablar de esas cosas ahora. Pero no lo tenemos, John, y debemos actuar con rapidez y decisión si queremos asegurarnos de que exista un futuro. Si no lo hacemos así, el mundo podría volver a caer en las garras de los Primigenios.

Su aparente desprecio por nuestro pasado me pareció un poco brusco y me sentí algo decepcionado. Quise hacerle más preguntas, investigar con más detenimiento ese misterioso y aparentemente peligroso embrollo que, como parecía evidente, tenía que ver con la posesión de ese manuscrito árabe, pero ella colocó un dedo sobre mis labios y así me instó a guardar silencio.

—Hablaremos más tarde del pasado —me dijo—. Pero ahora debes prepararte para el viaje, tal y como está haciendo tu amigo.

Hubo algo en su forma de decirlo y en el tono que empleó que pareció asegurarme, de una forma sutil, que, a pesar de la obvia importancia de nuestra misión, no cabía ninguna duda de que todo saldría bien. Pero también sentía un cierto presentimiento: el frío seguía invadiendo la habitación, como si el cálido y alegre fuego se hubiese apagado de improviso. Por un lado, Miriam era la mujer que había encendido la pasión de mi juventud, años atrás y a un mundo de distancia; ahora era mayor y algo distinta, no exactamente como yo la recordaba. No pude evitar sentir una cierta tristeza nostálgica por el camino que no llegamos a tomar. Asentí y me dirigí por el pasillo hacia lo que una vez fue mi dormitorio, para preparar mi equipaje para una noche.

No me llevó mucho tiempo; con los años, me había hecho realmente bueno en meter en una maleta todo lo necesario para un viaje corto. En menos de un cuarto de hora ya estaba listo, excepto por tres objetos que incluí en ese momento. El primero era una piedra pequeña, del tamaño de mi puño, que tenía una superficie oscura y porosa. Si se miraba fijamente, daba la impresión de que se movían diferentes colores oscuros bajo su superficie, de forma parecida a lo que ocurre con los ópalos negros de Queensland, Australia. Me la encontré por casualidad en Afganistán y la guardé todo este tiempo como recuerdo. Llegué a considerarla un amuleto de buena suerte, a pesar de que sabía que Holmes no creía en esas cosas y que se habría burlado de mí por ello. Pero un hombre que ha estado en el campo de batalla rodeado de balas que pasan volando a su alrededor, y que ha sobrevivido mientras todos los que estaban a su alrededor caían muertos, sabe que la dama Fortuna sonríe o frunce el ceño a aquellos a los que ella elige. Me pareció apropiado, con Miriam allí, llevarme la piedra de la suerte.

El segundo objeto que decidí llevar encima era una pequeña bolsita de cuero en forma de lágrima, de unos doce centímetros de largo, llena de balas de plomo. Tenía un lazo de cuero en el extremo más estrecho. Era lo que en el mundo del hampa se conocía como una cachiporra. La sostuve durante un momento, metí el lazo por el pulgar y me golpeé la palma abierta con ella como prueba; luego la metí en el bolsillo de mi abrigo.

Aunque en esos momentos no había necesidad alguna de llevarlo, también incluí en el equipaje mi revólver Webley Bulldog, pues, aunque la mayoría de las aventuras que había vivido con Holmes no habían sido realmente peligrosas, ese presentimiento me instaba a ser más cauteloso de lo normal. Si llegase a darse el caso, prefería tener un arma a mano. Al fin y al cabo, esta vez no solo teníamos que protegernos Holmes y yo.

Cuando salí de la habitación me encontré con él en el pasillo. Parecía más preocupado que de costumbre, así que intenté animarlo con una broma.

—Vaya, Holmes, parece que tenemos otro juego en marcha, ¿eh?

No me devolvió la sonrisa.

—Esta vez no se trata de ningún juego, Watson. —Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir con eso, nos habíamos vuelto a reunir con Miriam y la señora Hudson nos anunciaba la llegada de la calesa.

Mientras esperábamos que el cochero pusiera nuestras maletas en la parte de arriba y nos enfrentábamos a un súbito viento helador y húmedo que amenazaba con arrebatarnos los sombreros, Miriam comentó:

—Señor Holmes, da la impresión de que usted ya tiene un destino en mente.

—Por supuesto, señora, lo tengo. Tomaremos el tren hasta Guilford Station y luego un carruaje con el que cruzaremos el río hasta East Molesey. El hombre que buscamos es el profesor George Coombs, que tiene una casa en las afueras de la ciudad.

Miriam miró a Holmes con una expresión más de curiosidad que de la habitual incredulidad.

—¿Cómo puede saber eso?

—Por la descripción que nos dio usted, señora. El profesor Coombs es un hombre corpulento con el pelo y la barba negros y los ojos azules.

Miriam frunció el ceño.

—Me atrevería a decir, caballero, que debe de haber más de un hombre en Inglaterra que responda a la misma descripción.

Holmes sonrió ligeramente.

—Por supuesto, pero no tantos con una cicatriz de cuchillo que cruza la palma de la mano. El profesor sufrió esa herida cuando se defendía del ataque de un sectario del hachís hace unos años, cuando se encontraba en la India. Los llaman asesinos, por la droga que los conduce a una locura suicida. Normalmente suelen realizar su malvado trabajo con un cordel para estrangular, pero tengo entendido que el profesor, que había sido púgil en sus días de universitario, logró esquivar el ataque inicial, por lo que el aspirante a asesino tuvo que recurrir a una cuchilla. Lo que, obviamente, también falló, puesto que nuestro señor Coombs continúa entre nosotros.

Miriam parecía albergar algunas dudas. Claro que yo sabía que Holmes no hubiese reservado un coche de alquiler basándose solo en evidencias tan débiles; tenía que haber algo más. No tardó en llegar:

—El profesor Coombs es arqueólogo, y su último trabajo fue con la reciente expedición al paso de Khyber realizada por lord Richard Penhurst. Penhurst es un aficionado con muchos dones, y es lo suficientemente inteligente como para buscar ayudantes que posean las credenciales necesarias cada vez que se embarca en una de esas aventuras. Según el Times, el grupo acaba de regresar con un gran número de objetos que ha donado al Museo Británico.

—¿No sería entonces más inteligente comprobar primero el museo?

El ceño del rostro saturnino de Holmes se frunció ligeramente, y yo contuve las ganas de sonreír. No le gustaba demasiado recibir consejos, al menos de aquellos a los que consideraba sus inferiores intelectuales, categoría en la que nos encontrábamos casi todos. Incluso le he oído discutir largo y tendido con su hermano Mycroft, a quien probablemente considera su único superior en cuestiones de capacidad mental, aunque yo tengo mis dudas respecto a ese punto.

—No, señora, pues si se hubiese entregado al museo un documento como el que usted describe, este aparecería en la lista de los objetos donados. Dado que yo he visto esa lista, y dado que el manuscrito no aparece en ella, asumo que lo más probable es que el profesor lo haya conservado para estudiarlo con mayor detenimiento. East Molesey es nuestro destino.

Situada al suroeste de Londres, aproximadamente a una hora en tren, Guilford es una ciudad con una vertiente académica, y la universidad local está bien considerada en ciertos círculos. El profesor Coombs, que era un hombre de Oxford y, por tanto, no estaba vinculado a la universidad local, vivía en las afueras de Molesey; su familia poseía allí una residencia, y el salario de un profesor, incluso cuando provenía de fuentes privadas, no era demasiado elevado.

Todo esto nos lo explicó Holmes en el tren mientras cruzábamos la intermitentemente soleada campiña inglesa. Los colores del otoño (rojos, amarillos y dorados) brillaban de forma bastante agradable sobre el paisaje, si es que estas cosas le importan a alguien. Por supuesto, Holmes nunca demostró tener demasiado interés en la naturaleza per se, aunque sí realizó algunos comentarios acerca de un grupo de cuadradas colmenas blancas que coronaban una colina ante la que pasamos. Siempre le habían causado una especial fascinación la exacta construcción de la sociedad y las colmenas de las abejas. Como yo había visto a hombres que, tras tres días bajo el sol tropical, eran poco más que cadáveres a causa únicamente de las picaduras de las abejas, tenía un cierto interés en los insectos, pero no era nada comparado con la fascinación que ejercían sobre Holmes.

Tras un par de horas de viaje, dio la impresión de que Holmes se quedaba dormido, y una vez más quedé, de alguna forma, a solas con Miriam. Sentí la necesidad de hablar con ella de nuestro pasado.

—Miriam...

—Más tarde John —me interrumpió como si hubiese leído mis pensamientos—. Hablaremos de esas cosas más tarde.

A pesar de lo frustrado que me sentí, me di por vencido. Puede que ella también se diera cuenta de ello, pues me dijo con una sonrisa:

—¿Recuerdas una curiosa piedra que me enseñaste una vez? Me dijiste que la encontraste en el lecho seco de un río, cerca de Khusk-i-Nakhud.

—Sí. Una piedra extraña, seguramente procedente de un meteorito —le contesté—. Qué raro que lo menciones; la considero algo parecido a un amuleto de buena suerte, y la llevo a todas partes.

—¿La has traído ahora?

Saqué la piedra del bolsillo. Se le iluminó la cara con una sonrisa y extendió la mano. Se la di.

Pasó suavemente los dedos por su superficie, con los ojos ligeramente cerrados; daba la impresión de que casi le producía un placer sensual, como si su toque le despertara algún agradable recuerdo táctil. Tras un rato, suspiró y trató de devolvérmela.

—Quédatela —le dije.

—No podría.

—Me gustaría que lo hicieras. Después de todo, procede de tu país.

Sonrió, aunque su expresión estaba, de alguna forma, teñida de misterio.

—Gracias, John —me dijo con suavidad—. Lo aprecio más de lo que puedes imaginar. —Un instante después se llevó las manos detrás del cuello, se desabrochó el amuleto que llevaba colgado y me lo ofreció—. Un regalo por otro. Por favor.

—Miriam, no tienes que...

—Acéptalo, John —insistió—. Nos mantendrá juntos, siempre, sin importar la distancia que nos separe.

Enternecido, acepté. No hablamos más, pero mientras el tren continuaba su marcha nos sumergimos en un silencio cómodo y cómplice.

Los trenes británicos funcionaban como un buen reloj, por lo que llegamos a la estación de Guilford a nuestro debido tiempo, poco antes de que terminara la tarde, y tomamos una calesa. Las nubes que habían tapado parcialmente el sol empezaban a oscurecerse, y la amenaza de lluvia fue haciéndose cada vez mayor a lo largo del trayecto hasta la casa del profesor Coombs, que, como había señalado Holmes, se encontraba en la campiña, más allá de la ciudad propiamente dicha. Para cuando llegamos, ya había comenzado a chispear, y apenas habíamos llegado al porche cuando se abrieron los cielos y cayó un verdadero chaparrón acompañado de todo un vendaval. Mientras cruzábamos el patio azotado por el viento, percibí a través de la lluvia el vago perfil de una montañita o una colina que se elevaba sobre los campos situados detrás de la casa.

Llamamos a la puerta y respondió un mayordomo de aspecto duro que, según mi impresión, se encontraría más a gusto en un carguero pesado que trabajando como el principal sirviente de un hombre. Le caían bien las ropas que llevaba puestas, pero no parecía sentirse demasiado cómodo dentro de ellas. Dado que nuestra visita había sido algo improvisada y que no teníamos cita previa, y como Holmes siempre se impacientaba ante las buenas maneras, fui yo quien hizo las presentaciones y preguntó si el profesor podía atendernos. El mayordomo recogió nuestros sombreros y nuestras maletas, nos condujo a una modesta salita bien acondicionada y se marchó para ir a hablar con su señor.

Nunca estuve, ni creo que llegue a estarlo, al nivel de Holmes en lo que respecta a las dotes de observación; pero hasta yo me di cuenta de lo ansiosa que parecía estar Miriam, que no dejó de cruzar y descruzar los dedos y de ajustarse nerviosamente la ropa mientras esperábamos. Se levantó un par de veces, dio unos pasos en distintas direcciones y se volvió a sentar. Resultaba evidente lo tremendamente preocupada que se encontraba por el peligro que representaba el manuscrito árabe. Debería haber intentado tranquilizarla, pero había algo en su postura (sus movimientos parecían extrañamente formales, casi como si gesticulase siguiendo un guión), junto con su anterior reticencia, que evitó que lo hiciera. Daba la impresión de que Holmes también lo había notado; la observaba con su habitual ojo clínico.

Transcurrió un breve espacio de tiempo durante el que los únicos sonidos fueron el crujido de la crinolina y el fuerte tictac de un reloj de pared. Al cabo de un rato, regresó el mayordomo de aspecto simiesco. A juzgar por las descripciones de Miriam y Holmes, lo acompañaba el profesor Coombs. Lo contemplé con mis ojos de médico. Era alto, robusto, de miembros ágiles a tenor de sus movimientos, de aspecto atlético, y lucía un profundo bronceado.

Una vez más, hice las presentaciones pertinentes. No me dio la impresión de que Coombs se sorprendiera al conocer nuestras identidades.

—El señor Sherlock Holmes y el doctor John Watson. Sus reputaciones los preceden, caballeros. Me siento honrado, aunque algo sorprendido, por su visita. Y la señorita Sha. —Hizo una reverencia—. ¿Nos conocemos? Me resulta usted familiar.

—Sí, caballero; bueno, más o menos. Aunque no pudo verme la cara, puesto que yo llevaba velo.

—Por supuesto. —Se sentó, igual que nosotros, y nos ofreció un burdeos, que rechazamos—. ¿Qué es lo que trae hasta aquí a dos caballeros de Londres? ¿Y a usted, señora, desde las tierras orientales?

—Por favor, profesor —dijo Holmes—. No hay razón alguna para hacerse el ingenuo. Hemos venido para hablar del Kitab al-Azif.

La sonrisa de Coombs resultó un destello de blanco contra la oscuridad de su barba.

—Es usted directo, señor Holmes, tal y como me habían dicho. Déjeme serlo igualmente. ¿Qué es lo que buscan?

Holmes le contestó con suavidad:

—La señorita Shah está preocupada por si se utiliza... mal.

Coombs levantó una ceja.

—¿Y Sherlock Holmes comparte esa preocupación? ¿Un racionalista conocido por sus poderes de deducción? Usted, caballero, es inglés y un intelectual; seguro que no comparte las creencias que aparecen en el al-Azif.

Yo esperaba que Holmes respondiera rápida y afirmativamente a esta pregunta, pero me sorprendió.

—Aún no he completado mis investigaciones sobre el asunto —contestó Holmes con voz tranquila—. De todas formas, no tengo muchos deseos de despreciar sus premisas tan a la ligera.

Coombs asintió mientras se atusaba la barba.

—Es usted más inteligente, caballero, de lo que me habían hecho creer. Existen cosas bajo el cielo de Dios que a una mente decimonónica moderna le parecen imposibles, pero que, de hecho, son muy reales. —Se le oscureció el rostro—. A través de los años y de todos mis viajes, he llegado a contemplar alguna de estas cosas, y me he convertido en un creyente, aunque algo reacio.

Holmes no respondió a esto. Al cabo de un rato, Coombs continuó hablando.

—La señorita Shah puede estar tranquila. Les garantizo que no se hará mal uso del manuscrito. Forma parte de mi colección personal de antigüedades y curiosidades. —Se puso en pie—. Me disculpo si les parezco algo brusco, pero mi agenda de hoy...

—¿Entonces guarda usted aquí el al-Azif? —preguntó Miriam.

Coombs la miró. Mientras él hablaba, ella no había cesado de realizar sus ansiosos movimientos, aunque sí los había disminuido. Fue entonces cuando Coombs dio la impresión de fijarse en ella. Estrechó los ojos y me pareció que se comunicaban de alguna forma, sin palabras. Su rostro se llenó de terror y furia. Vi que Holmes se inclinaba hacia delante, observándolos con suma atención.

—No la esperaba tan pronto —dijo Coombs a Miriam. Elevó la voz—. ¡Bradley!

El mayordomo volvió a aparecer. Llevaba en su gigantesca mano un Webley del 38 Bulldog como el que yo portaba en mi maleta. Me di cuenta de que era exactamente como el mío, pues de pronto reconocí las cachas de marfil que había puesto en el revólver algunos años antes. Evidentemente, ese matón había registrado nuestro equipaje.

Nunca me había considerado un hombre especialmente de acción, a pesar de que el tiempo que estuve al servicio de Su Majestad me expuso a más problemas en tierras extranjeras de los que me correspondían. Y a pesar de que la mayoría de las investigaciones en las que nos habíamos involucrado Holmes y yo habían sido relativamente pacíficas, también había habido momentos en los que necesitamos un corazón atrevido, un rápido ingenio y unos movimientos aún más rápidos para poder sobrevivir. Así que, en el mismo momento en el que vi el arma en manos de ese bruto, deslicé la mano en el bolsillo de mi chaqueta y cogí rápidamente mi porra, la guardé en la mano y, sin dejar de sostenerla, la escondí en el regazo. No me pareció que el mayordomo se diera cuenta de ello.

Mientras tanto, Coombs hablaba con Holmes sin apartar la mirada de Miriam.

—Lo siento, señor Holmes, pero se ha visto usted involucrado en asuntos mucho más complejos de lo que puede llegar a entender. No puedo permitir que el manuscrito abandone mi custodia. Especialmente para caer en manos de alguien como ella.

Pronunció esta última frase con un asco similar al de un blanco que hablara de un negro leproso.

Aunque viviera mil años, nunca podré olvidar lo que pasó a continuación. Miriam (mi querida y dulce Miriam, que me había arrancado de las puertas de la muerte con sus dulces manos) miró a Coombs con una expresión tal de furia y maldad concentradas que parecía inhumana en su propia intensidad. Y entonces habló, pronunció una corta y brusca expresión formada por dos palabras de un idioma que yo no pude reconocer. El timbre discordante de su voz me taladró dolorosamente los oídos.

—¡N’gêb Yalh’tñf!

De pronto, Coombs se inclinó hacia un lado, se aferró el pecho y se desplomó tal y como haría un hombre que sufriese un ataque fatal al corazón.

Bradley, el mayordomo, se acercó y apuntó a Miriam a la nuca con mi revólver. Tenía intención de disparar; vi cómo su dedo apretaba el gatillo, vi cómo se elevaba el percutor, vi cómo comenzaba a girar el cilindro para introducir la bala en la cámara, listo para disparar. Todo ello ocurrió lentamente, como si el tiempo se hubiese alargado de alguna forma. En ese instante prolongado, lo único que pude oír fue el tictac del reloj de pared, que de pronto parecía ser lo suficientemente potente como para pertenecer a un reloj del tamaño del Big Ben.

Y entonces los sonidos y el movimiento se apresuraron a llenar el vacío. Me di cuenta de que me había puesto en pie de un salto. Oí gritar a Holmes: «¡Watson, no!». Pero yo ya había saltado hacia el mayordomo y le había golpeado con la porra en el brazo, justo por encima de la muñeca. Oí claramente cómo se partía el hueso. Me encontré pensando: eso ha debido de ser el radio.

Bradley aulló de dolor y soltó el arma. Pero era un auténtico bruto, y a pesar de tener el brazo roto se volvió para luchar conmigo.

Me considero capaz de manejarme tan bien en una lucha a puñetazos como cualquier hombre civilizado, pero no nos encontrábamos en ningún cuadrilátero de boxeo. Ese matón me doblaba el tamaño, y resultaba obvio que se trataba de un luchador que nunca había oído hablar del marqués de Queensbury. No dudé en volver a emplear la porra.

La ventaja que tiene un doctor en medicina en una pelea es su conocimiento de la anatomía. Mi siguiente golpe acabó con el nervio del codo y le paralizó el brazo izquierdo; y aun así tuve que agacharme para evitar que me arrancara la cabeza con un gancho lanzado con su derecha rota. El tercer golpe con la porra lo alcanzó en la sien derecha. Eso lo atontó, pero tuve que volver a golpearlo en la cabeza para completar el proceso. Bradley se desplomó, inconsciente.

Holmes se arrodilló al lado de Coombs, que intentaba decir algo. Miré ansioso a mi alrededor en busca de Miriam, pero no había ni rastro de ella. Al parecer, había huido de la habitación mientras yo me encargaba del mayordomo.

Me acerqué a Holmes, que sostenía la cabeza del profesor con una mano. Coombs nos miró con unos ojos colmados de un terror como yo no había visto jamás, ni siquiera en los hombres que morían en el frente.

—De... detrás de la casa —logró decir—. ¡En el crómlech! ¡Deprisa!

Esas fueron sus últimas palabras, pues lo que se oyó a continuación fueron los inconfundibles estertores de la agonía.

Holmes se giró para enfrentarse a mí.

—¡Watson! ¿Tiene ella la piedra?

Debo admitir que en ese momento yo me encontraba conmocionado.

—¿Qué?

—¡El amuleto de buena suerte que lleva a veces! —Había una intensidad en su expresión que nunca antes había visto, y que nunca más he vuelto a ver—. ¿La tiene ella?

—Yo..., sí. ¿Qué ocurre, Holmes?

Pero ya se había puesto en pie y corría hacia la puerta de la salita.

—¡A la puerta de atrás! —Me miró por encima del hombro—. ¡Dese prisa, si quiere que el mundo contemple otro amanecer! ¡Y traiga su revólver!

Confuso y bastante asustado, cogí el revólver de la mano inmóvil del mayordomo y lo seguí.

Salí por la puerta de atrás de la casa unos pasos por detrás de Holmes. En esos momentos, llovía con una fuerza casi tropical y ya era noche cerrada. Un relámpago me mostró nuestro destino: un crómlech, un antiguo enterramiento probablemente neolítico. Holmes cruzó a toda velocidad el ventoso camino y se refugió bajo la enorme piedra. Cuando llegué a su lado, él ya había encendido una cerilla y había prendido con ella una antorcha improvisada, que no era más que un palo de madera con el extremo plano envuelto en pajas y hierba seca. Gracias a su parpadeante luz pude ver que se trataba de una entre las muchas que había en el suelo frente a la entrada de la tumba. Holmes cogió una segunda antorcha, la prendió con la suya y me la pasó.

—Mantenga lista el arma —me susurró—. Y rece para que sirva de algo. —Con ese enigmático comentario, se introdujo por el estrecho pasillo.

El techo apenas nos dejaba espacio para caminar erguidos. Los muros eran de piedra seca, en la que se abrían de cuando en cuando oscuras entradas a varias cámaras funerarias interiores. El pasillo central descendía bruscamente y giraba de cuando en cuando para mitigar esa cuesta tan empinada. Tuve que tragar saliva en varias ocasiones para igualar la presión de mis tímpanos con la de la húmeda atmósfera de la tumba.

Por fin llegamos al nivel inferior. Unos pocos pasos más y el pasillo acababa en la entrada de una enorme cámara excavada en la roca subterránea. La luz de nuestras antorchas reveló dentro de aquella cámara una escena que, al principio, mi mente se negó a aceptar.

Miriam se erguía ante lo que parecía ser un altar de piedra flanqueado por stelae. Esos pilares de piedra estaban cubiertos por petroglifos, sellos que, ante la difusa luz, parecían retorcerse y bailar sobre las rocosas superficies. Sobre el altar se encontraban dos altas pilas de pergaminos antiguos, una de ellas más alta que la otra. Apenas pude descifrar esa desvaída y críptica escritura que hablaba sobre los pensamientos, las experiencias y los miedos del árabe loco que los puso por escrito por su propia mano, siglos atrás. Me di cuenta de que ese debía de ser el Kitab al-Azif al completo; el libro del que el Necronomicón no era más que un mero fragmento.

Ante él, sobre el altar, estaba mi piedra de la suerte, aunque apenas la reconocí. Brillaba con una sorprendente luz parpadeante que cambiaba de color a través de un oscuro espectro cuyos tonos no puedo ni nombrar.

Al principio, Miriam no se dio cuenta de nuestra presencia; se encontraba ocupada salmodiando frases en ese idioma que taladraba los tímpanos y que ya había utilizado arriba, hacía tan solo unos momentos. Mis sentidos se estremecieron mientras trataba de entender la fantasmagórica escena. Daba la impresión de que el propio aire estaba vivo y se hacía visible, se retorcía como la niebla y el humo de una fría mañana de invierno en Londres, mientras aquellas extrañas sílabas reverberaban sobre nosotros con una cadencia totalmente inhumana:

—Wyülgn mefh’ngk fhgah’n r’tíhgl, khlobå lhu mhwnfgth...

Me di cuenta de que Holmes me estaba hablando, con urgencia, en una voz apenas audible por encima del cántico de Miriam.

—¡Dispare, Watson, dispare!

Miré a mi alrededor, confundido. ¿Dispararle a qué? Lo que estaba viendo era tan extraño e increíble como una de las fantasías de Julio Verne, pero no había ninguna amenaza inmediata...

—Ahora, hombre, ¡antes de que acabe el hechizo y sea demasiado tarde! ¡Debe hacerlo!

Lo miré al darme cuenta, horrorizado, de que lo que pretendía era que disparara a Miriam. En ese momento yo sabía que uno de nosotros se había vuelto loco, pero, para ser honestos, no estaba seguro de si se trataba de Holmes o de mí.

El asombro me había dejado paralizado, y Holmes debía de haberse dado cuenta, pues levantó su bastón y se lanzó a por Miriam.

Pero ella percibió su presencia antes de que él pudiera recorrer la mitad de la distancia que los separaba. Interrumpió su salmodia y lo perforó con esa misma mirada espantosa que había dirigido antes a Coombs. Musitó entonces esa orden de dos palabras que yo ya había oído antes, y Holmes se detuvo como si hubiera chocado contra un muro de piedra.

Cayó de rodillas.

Dios mío, pensé. Pero estaba claro que allí no se estaba invocando a ninguna deidad benigna. Dejé de observar la temblorosa forma de Holmes y posé la vista en Miriam, y vi la crueldad en sus facciones, la feroz diversión de un gato que atormenta a un ratón. Miriam, que me había cuidado durante meses, que me había sacado del abismo. Miriam, una mujer extranjera a la que, en contra de todas las convenciones sociales, habría hecho mi esposa. Parecía totalmente ajena a mi presencia; toda su atención se centraba en Holmes.

—¡Holmes! ¡Ya voy! —grité.

Di un paso al frente, pero entonces me embargó un extraño letargo. Seguía siendo consciente de lo que ocurría, pero de una forma cada vez más propia de los sueños, como si estuviera sonámbulo. Me sentía de alguna manera ajeno a todo, como si me hubieran drogado. La mano con la que sostenía el revólver cayó inerte a mi costado. Me acordé de los experimentos de Mesmer sobre la concentración y la sugestión, pero al tiempo que pensaba en ellos se me antojaban falsos. Empecé a entender que la escena que se desarrollaba ante mí no era en absoluto de mi incumbencia; más aún, que mi mente humana no era adecuada en absoluto para empezar a entender lo que allí se estaba desarrollando. Era mejor, mucho mejor, no interferir.

El aire se espesaba y se iluminaba cada vez más; daba la impresión de que, de algún modo, se estaba fusionando en uno de los extremos de la cámara. Como si algo empezara a tomar forma allí donde no había nada.

Holmes, con lo que obviamente le supuso un enorme y titánico esfuerzo, se giró para mirarme. Su rostro se estaba volviendo gris. Una parte de mí, lejana y difusa, se dio cuenta de que estaba viendo cómo moría mi amigo.

Holmes se estaba muriendo. Y Miriam lo estaba matando.

No puedo explicar lo que hice a continuación; realmente, no parece existir ninguna razón lógica para ello. Solo puedo sentirme agradecido por el hecho de que mi cuerpo reaccionara ante el peligro de una forma tan atávica y primitiva. Si me hubiera parado a pensar, si hubiera dudado, todo se habría perdido.

Metí la mano izquierda en el bolsillo, cogí el talismán que Miriam me había dado y lo saqué. También parecía brillar ligeramente, pero puede que solo fuera en mi imaginación. Lo puse sobre el suelo de piedra de la cámara y lo pisé hasta reducirlo a polvo.

Tal y como había ocurrido antes en la sala de Coombs, dio la impresión de que la realidad volvía de repente. La laxitud que me envolvía desapareció. Inspiré profundamente y levanté el revólver.

—¡Miriam, detente! —grité.

Vi claramente cómo recorrían su rostro la sorpresa y la incertidumbre.

—No puedes dispararme, John —me dijo—. Aún me amas.

Me di cuenta de que era verdad. Aún la amaba. A pesar de que sabía que me había atrapado con algún tipo de lazo mental, a pesar de que seguía matando lentamente de algún modo a Holmes desde lejos, yo aún la amaba.

—Únete a mí, John —me dijo. Incluso sin la ayuda del hechizo, su voz seguía siendo fascinadora, convincente—. Los secretos del árabe pueden proporcionarnos una vida más allá de este mundo, más allá de la carne, más allá de la imaginación... El cosmos será nuestro, John; mundos que crear, que gobernar, que destruir...

El ruido de mi arma al disparar fue probablemente el más potente que jamás haya oído.

Miriam, su rostro lleno de incrédula sorpresa, me miró atónita mientras se desplomaba. Al mismo tiempo, Holmes pareció recuperar sus fuerzas. Corrimos los dos hacia delante. Recuerdo que me pregunté si mis conocimientos de medicina podrían salvarla, si mi lealtad hacia la humanidad, hacia la vida misma, me permitiría...

Elevé la antorcha y obtuvimos respuesta a mis preguntas.

Fuera lo que fuera eso, ya no era Miriam Shah; si es que alguna vez lo había sido. Obviamente, no estaba vivo en el sentido que nosotros le damos a la palabra, ni su muerte fue como la de cualquier ser material. O eso me han dado a entender. Por fortuna, lo he olvidado; mi memoria ha borrado ese recuerdo, algo por lo que, según Holmes, debería estar profundamente agradecido. Es él quien me ha proporcionado la descripción de nuestros últimos instantes en la cámara subterránea. Lo último que recuerdo es haber apretado el gatillo. El sonido del disparo sigue reverberando en mi interior.

Lo que viene a continuación a mis mientes es la vuelta a Londres en tren, al día siguiente. Del tiempo que tardamos en regresar a la superficie, solo recuerdo breves destellos intermitentes.

—Usted lo sabía —le dije a Holmes—. Usted sabía lo que era ella. Me pidió que me detuviera cuando yo traté de evitar que Bradley le disparara.

Él asintió con gravedad.

—Había intentado evitar que usted lo supiera, viejo amigo. Deseaba enfrentarme a ella solo, pero debo confesar que subestimé su poder. Si el hombre de Coombs podía acabar con ello en ese momento, yo estaba dispuesto a permitírselo.

Me sentía totalmente vacío; el dolor seguía estando allí, pero era como una ola lejana que rompía sobre una playa distante.

—¿Cómo lo supo, Holmes?

Por primera vez en nuestra relación, Holmes pareció reacio a mostrar sus habilidades deductivas.

—La pista más evidente fue el talismán —dijo finalmente—. Ninguna buena musulmana portaría algo parecido, pues su fe no permite llevar amuletos y el profeta prohíbe expresamente toda representación artística de la forma humana, aunque solo sea una mano. Pero creí que no se trataba más que de una parte de su disfraz. Debí suponer que poseía ciertos elementos magnéticos que le permitirían hipnotizarlo a usted.

»Pero lo que me proporcionó más información fue su comportamiento. Aunque nunca me había hablado de ella, hace mucho que deduje que usted había conocido a alguien mientras prestaba servicio en el Oriente. Se me confirmó este dato hace cuatro años, cuando establecí una discusión acerca de la campaña de Maiwand con un antiguo soldado de infantería que había sido asistente de un médico en el mismo regimiento que usted. Por favor, créame cuando le digo que no le pregunté nada acerca de su estancia allí; él me contó voluntariamente que usted y una mujer afgana habían demostrado tener un cierto... afecto mutuo.

Esta vez me tocó asentir a mí. Afecto. Al menos, Holmes me permitía aferrarme a cualquier resto de orgullo que me pudiera quedar.

—Me di cuenta de que algo había cambiado en ella desde que usted la conoció. Su actitud era distante, a pesar de que sonreía y hablaba educadamente; supuse que tendría algún motivo oculto para ello. No mostró una auténtica sorpresa cuando anuncié nuestro destino, simplemente me preguntó por el razonamiento que me había llevado a esa conclusión. Resultaba obvio que ya conocía la identidad del profesor Coombs.

—Y entonces, ¿por qué involucrarnos? ¿Por qué no dirigirse directamente hacia su casa?

—Necesitaba dos cosas de nosotros. La primera era el fragmento de meteorito que usted tenía. La frecuencia de vibración de los elementos que lo componen era una parte imprescindible del ritual. La segunda era una forma de enfrentarse a cualquier oposición que el difunto profesor hubiera organizado contra ella. Él ya había anticipado que tratarían de reclamarle de algún modo el manuscrito, a pesar de que no estaba seguro de la forma en que se haría.

—Sigue pareciéndome una locura —le dije débilmente—. Libros mágicos..., una mujer poseída por un espíritu antiguo...

—No es magia, Watson. Mis investigaciones me han dejado claro que los poderes de los Primigenios se basan en la ciencia, aunque en una ciencia mucho más avanzada que la nuestra. Hay teorías acerca de la posibilidad de la existencia de diferentes realidades que entran en contacto con la nuestra, como si se tratase de una baraja de cartas. Y, si se invocan ciertas fuerzas, esas realidades pueden llegar a fundirse. Creo que eso es lo que estaba tratando de hacer esa cosa que había asumido la identidad de Miriam Shah: eliminar los límites que existen entre nuestro mundo y otro distinto. —Hizo una pausa, y luego añadió—: Creo que su personalidad quedó totalmente absorbida por la otra consciencia. Tal vez pueda consolarse si sabe que el alma de la mujer que una vez conoció ya se había ido.

Asentí. Lo entendí. Incluso llegué a creérmelo, a pesar de lo absurdo que sonaba. Y aun así, no me sentí mejor al saber que no había matado a Miriam, sino a un ser que había usurpado su identidad para sus propios y malvados objetivos. Holmes afirma que ese extraño vórtice que había empezado a formarse en la cámara mientras esa cosa (no puedo llamarla Miriam) realizaba el ritual había desaparecido en el mismo momento en que este se interrumpió. Pero incluso saber que salvamos al mundo de ser infestado por un enemigo exterior me sirve de poco consuelo. Aquella bala había atravesado mi corazón exactamente igual que el de ella.

Puede que fuese cierta la teoría de Holmes de que la esencia de Miriam se había extinguido aun antes de que llegara a Londres. Pero me seguiré llevando a la tumba la expresión de dolor y traición que se reflejó en su rostro cuando la bala disparada por mi mano le arrebataba la vida en el suelo de aquella húmeda caverna.

Mientras trataba de recobrar la compostura, me vino súbitamente un recuerdo: la imagen de Holmes ante el altar, con la antorcha en alto, contemplando ese abominable montón de páginas.

—¿Qué ocurrió con el manuscrito árabe, Holmes? ¿Qué hizo usted con él?

No dijo nada durante un tiempo. Y entonces contestó:

—El pergamino antiguo arde bastante bien.

Hubo algo extraño en su tono de voz que hizo que levantara la vista hacia él. Miraba por la ventana. No había nada que ver allí excepto la campiña inglesa, algo que yo sabía perfectamente que, normalmente, no le interesaba para nada.

—Así que lo destruyó —comenté.

Una vez más volvió a dudar. Durante un instante, casi temí por él. Y entonces me miró y sonrió.

—Sí, Watson —me dijo, y esta vez era la voz del Sherlock Holmes que yo conocía y en el que confiaba—. Le prendí fuego con la antorcha. En cuestión de segundos, del Kitab al-Azif no quedaban más que cenizas. Y el mundo es un lugar mejor gracias a ello.

Me sentí inmensamente aliviado. Al fin y al cabo, Holmes valoraba el conocimiento más que ninguna otra cosa, sin importar de dónde proviniera. ¿Cuánto habría resistido una tentación semejante, incluso con su enorme fuerza de voluntad? Al destruirlo, había actuado adecuadamente, con cordura.

Holmes volvió a mirar por la ventana. Yo eché un vistazo por encima de su hombro. Una vez más, pasábamos frente a las colmenas de abejas.

—Unas increíbles criaturas, las abejas —musitó—. Cada una de ellas forma parte de un conjunto mayor. Todas sus acciones, todos sus movimientos y comunicaciones están finamente orquestados, ritualizados..., casi predestinados. Fascinante.