El caso de la ondulada daga negra Steve Perry
Holmes estaba sentado en su silla de cuero acolchada, preparando su pipa de raíz. La habitación se encontraba más o menos silenciosa. Un pequeño fuego de carbón ardía en el hornillo de hierro situado sobre el ladrillo que había frente a la chimenea; el metal crepitaba ligeramente debido al calor. Dos lámparas de aceite con buenas mechas proporcionaban suficiente luz como para poder leer, y al estar la ventana solo ligeramente abierta, los vientos invernales y el frío se mantenían lo bastante a raya. Un chal de lana sobre los hombros completaba la defensa contra el menor soplo de viento helado que pudiera abrirse paso hasta la habitación. Desde la pieza adyacente, que tenía la puerta entreabierta, se oían los ronquidos de Watson, no tan altos como para impedirle la concentración, pero sí lo suficiente como para señalar la posición del médico con absoluta precisión.
No resultaba tan cómodo como el 221B de Baker Street, pero era un refugio más que suficiente para su breve visita a la ciudad de Nueva York. Desde luego, había estado en lugares peores.
Holmes introdujo un buen pellizco de tabaco húmedo en la cazoleta de su pipa de raíz. No se trataba de su meerschaum favorita, a la que los años habían vuelto de color dorado, pero esa belleza era demasiado valiosa como para arriesgarse a perderla o dañarla en un viaje a la salvaje América. Compactó el tabaco, utilizando para ello un sello de oro macizo que le regalara Su Majestad Victoria Regina años atrás, debido a su valiosa ayuda en el asunto de las cartas de amor robadas. Cuando estuvo seguro de que produciría suficiente humo, encendió una cerilla, permitió que se desvanecieran los vapores de la apestosa ignición del sulfuro y luego, con cuidado, bajó la llama hasta la cazoleta e inhaló hasta que se produjo un alegre resplandor y un fragante humo azulado le cubrió el rostro.
Ah...
Dio otra calada, exhaló el humo y asintió.
Ahora la noche podía volverse interesante.
—Buenas noches —dijo, mirando a la pipa—. Sé que se esconde ahí. ¿Por qué no sale y se une a mí?
Transcurrieron unos segundos. Y entonces, desde la oscura sombra del alto ropero de madera en el que guardaba su ropa de viaje, apareció una mujer.
Era alta, esbelta como un junco y, al igual que el sucio ropero de roble, su piel era oscura. Llevaba puesta una blusa verde de lana de manga larga y una falda negra de lana cuyo dobladillo rozaba las punteras de unos bonitos zapatos. Llevaba su brillante pelo negro recogido en lo alto de la cabeza. Si se lo dejara suelto probablemente le llegaría a la cintura, o eso supuso Holmes. Cuando sonrió, sus dientes brillaron blancos y puros, en contraste con sus facciones café au lait. A pesar de que él no solía disfrutar de los placeres sensuales que podían encontrarse en la mayor parte de las compañías femeninas, tenía que admitir que se trataba de una mujer atractiva; extraordinariamente atractiva.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo ella.
Él dio otra profunda chupada a su pipa y permitió que el humo saliera culebreando de su delgada nariz y de su boca, rodeándole la cabeza.
—¿Nos ponemos a ello? —preguntó él. Señaló con la mano que tenía libre la silla que se encontraba frente a la que ocupaba, una que permitiría que la cara de la mujer quedara iluminada por la lámpara más cercana.
Ella asintió y se dirigió hacia la silla. Poseía la gracia felina de una tigresa.
—Allí tiene un decantador de oporto, y otro de güisqui en la mesita auxiliar. Por favor, sírvase lo que quiera.
—Muchas gracias, pero no suelo beber ese tipo de bebidas espirituosas.
Él sonrió. En ocasiones se lo ponían criminalmente fácil.
Se trataba de una prueba acerca de sus habilidades, por supuesto, y excepto por el hecho de entrar a hurtadillas y por lo de esconderse entre las sombras, no era algo demasiado poco frecuente. Ya se había acostumbrado a semejantes aventuras. Ocurrían con mayor frecuencia desde que Watson había comenzado a relatar sus casos, y tenía que admitir (incluso a pesar de que nunca permitiría que Watson lo supiera) que disfrutaba con esos pequeños desafíos.
El ingenio, igual que si fuera una cuchilla, necesitaba afilarse de cuando en cuando para no embotarse. La lástima era que hubiese tan poca gente que pudiera igualarse con una mente como la suya. Mycroft nunca estaba cerca cuando lo necesitaba. La mujer difícilmente suponía una amenaza, y, si llegara él a temer algo semejante, tenía a mano un revólver Webley, uno de los varios que Watson poseía, justo en el bolsillo de la chaqueta de su esmoquin. Al fin y al cabo, estaban en América.
Holmes dio otra calada a la mezcla deliciosamente aromatizada de su pipa. Debía admitir que allí tenían un buen tabaco.
Y ahora, a los negocios.
—Déjeme ver. Usted es... una sacerdotisa de una fe exótica, y ha venido hasta aquí desde muy lejos. Yo diría que del trópico, de las islas de las Especias, con una misión de gran importancia. Recobrar un objeto perdido...; no, robado. Ese objeto no posee en sí mismo un gran valor, aunque tampoco es ninguna baratija, pero tiene una gran importancia religiosa y se necesita para realizar un importante ritual. Se la escogió a usted para esta misión debido a que conoce ciertas disciplinas tanto físicas como mentales, y desea mi ayuda para recobrar el tesoro perdido. Existe algún peligro dentro de esta búsqueda, y, a pesar de que el peligro no le asusta, está siendo cauta porque sabe que un paso en falso resultaría fatal.
La sonrisa de diversión volvió a iluminar el rostro de la mujer, a pesar de la débil luz. Él reprimió sus ganas de sonreír. Sabía que esos comentarios casuales y llenos de confianza siempre impresionaban a los que querían ponerlo a prueba. Inclinó la cabeza en un breve saludo militar, aceptando la sonrisa de ella. Ese era el punto en el que siempre preguntaban, y ese sería el momento en el que él le ofrecería una inteligente aunque elemental reconstrucción de las pistas que lo habían llevado a semejante razonamiento deductivo.
Inspiró profundamente para empezar a hablar, pero ella lo sorprendió.
—Bien dicho, caballero, pero realmente no es tan impresionante, ¿verdad?
Casi se le escapó la pipa. Holmes frunció el ceño, volvió a compactar el tabaco y aspiró otra bocanada de aire, lo que intensificó el brillo ya existente en la cazoleta.
—Podría ofrecerle dos líneas de pensamiento que podrían explicar cómo averiguó usted todas esas cosas —continuó ella—. En primer lugar, mi aspecto. A pesar de que voy vestida como una mujer del lugar, debido a mi complexión y a mis rasgos resulta obvio que soy de ascendencia india, y no europea o africana. Mi inglés, aunque es bastante bueno, aún posee algo de acento nativo, y seguro que a un hombre como usted le resultará familiar la lengua malaya, por lo que no parece tan difícil realizar una suposición amplia acerca de mi lugar de origen. Las islas de las Especias cubren una amplia porción de océano, señor Holmes. ¿Le importaría ser un poco más preciso?
Holmes lo pensó por un momento.
—Bali —contestó. No permitió que su rostro revelara nada.
—Exacto, es verdad. Pero, de nuevo, tampoco es una deducción tan difícil, ¿verdad? Para un oído entrenado, el acento balinés es fácil de detectar. Aunque no es esa la razón por la que usted lo ha averiguado.
Él asintió, cada vez más intrigado.
—Continúe.
—Me ha visto caminar hasta la silla, desde un lugar en el que estuve escondida durante un tiempo antes de que usted se diera cuenta de mi presencia, a pesar de que pretende que lo sabía desde el principio, por lo que ha podido averiguar que poseo un cierto entrenamiento, tanto físico como en cuestiones... de sigilo.
Él volvió a asentir. La mujer resultaba fascinante.
—Por favor, continúe, continúe.
—Dado que el noventa por ciento de los habitantes civilizados de las islas de las Especias profesan la fe islámica, y que tradicionalmente no se admite a las mujeres en los círculos clericales musulmanes, resulta evidente que, con un entrenamiento semejante, debo profesar otra religión, una que sí admita mujeres entre sus adeptos. Bali sigue teniendo más seguidores del budismo y el hinduismo que Java, por no hablar de algunos cuantos reductos de animismo aquí y allá.
Él aspiró más humo. Realmente estaba disfrutando en gran medida de esa conversación. ¡Qué magnífica criatura!
—Y, claro está, la parte más fácil de averiguar es la razón por la que me encuentro aquí. ¿Por qué iba yo a acercarme al renombrado Sherlock Holmes si no fuera para pedirle ayuda respecto a algún asunto que solo él podría solucionar? Tendría que ver con algún tipo de conducta criminal, una persona o un objeto que hubiese desaparecido. Y si simplemente se hubiera cambiado de lugar, no se encontraría a medio mundo de distancia, ¿verdad? Y si estuviese buscando a una persona, un hombre o una mujer de raza india llamaría más la atención y sería más fácilmente identificable en los Estados Unidos que en muchos otros países; en cuyo caso, ¿por qué iba yo a necesitar a un gran detective? De modo que lo que busco debe ser algún objeto difícil de encontrar, y además robado.
—Usted y yo, señora, somos almas gemelas —dijo él, dándose cuenta de que era cierto.
Ella hizo una leve inclinación de cabeza, sin dejar de sonreír.
—Esos juegos de palabras, aunque divertidos, no prueban nada.
Holmes enarcó una ceja.
—Por supuesto, señora...
—Sita Yogalimari —se presentó ella. Ante la mirada interrogante de él, añadió—. Mis abuelos procedían de Java.
—Ah. —Ella había sabido que él se daría cuenta de que los nombres no eran balineses. ¡Qué maravillosa criatura, que se daba cuenta de que él la comprendería inmediatamente! Había conseguido toda su atención de una forma que jamás había logrado ninguna mujer, con la posible excepción de Irene Adler. Mycroft se habría enamorado de ella. Puede que fuera mejor que jamás se la mencionara a su hermano, precisamente por esa razón...
—¿Puede usted decirme algo más, señor Holmes?
—¿La prueba final, señorita Yogalimari? —Miró la cazoleta. Vacía. Le dio la vuelta, hizo caer los restos sobre el cenicero y colocó la pipa de raíz sobre su soporte con gran precisión. Sabía exactamente qué era lo que ella quería, y, por supuesto, sabía más cosas de las que iba a decir—. Lleva un cuchillo bastante largo oculto bajo la ropa. —Lo pensó un instante, y al final no pudo resistirse—. Un... «kris», creo.
De nuevo, un destello de dientes perfectos. La mujer se llevó la mano a la espalda e hizo algo con el dobladillo de su falda. Cuando volvió a dejar la mano a la vista, sostenía un cuchillo con una vaina de madera tallada de forma intrincada, con un tubo de plata que cubría la mayor parte de su longitud de más de treinta centímetros. La parte superior del arma y de la tallada vaina recordaban a un barco de proa elevada.
Ella se levantó, cruzó la escasa distancia y se la ofreció.
Holmes cogió el arma, poniendo cuidado de hacerlo con las dos manos. Desenvainó la cuchilla, que era ondulada, y la levantó hasta tocarse levemente con ella la frente; la mayor parte de la asimétrica cruz de acero sobre el pomo en forma de pistola apuntaba hacia la derecha. Del metal se elevó un aroma a aceite de madera de sándalo, rico e intenso.
—Qué interesante, señor Holmes. No se esperaría de un inglés que conociera el saludo ritual adecuado para cuando se desenvaina e inspecciona un keris.
Él se encogió de hombros.
—Algo sencillo, señorita Yogalimari, para cualquiera que lea aunque sea un poco el holandés. Han escrito profusamente acerca de estos temas. Incluso el gobernador Raffles lo menciona en su excelente historia de las islas. —Examinó la hoja. El acero hacía aguas, tenía marcas de un negro oscuro, con un diseño damasquinado de hebras brillantes de níquel que se retorcían entretejidas entre el hierro—. Pamor —dijo—. ¿No es así como llaman a los diseños del acero?
—Sí.
—Y el color oscuro procede de un lavado realizado a base de zumo de limón y arsénico.
—Y secado bajo el sol tropical. El níquel no adquiere la pátina, de ahí los distintos diseños. Sus conocimientos son realmente formidables, señor Holmes. Existen cientos de diseños pamor, cada uno de ellos imbuido de su propia magia. A este, que pertenece a la variedad retorcida, se lo conoce como buntel mayit, el «sudario de la muerte». Es muy poderoso.
Él asintió, acercando la hoja a la luz para examinar el diseño más de cerca. El cuchillo (la daga) tenía cinco ondas que se iban estrechando desde el mango a la punta, y era de doble filo. Se había grabado una pequeña runa en el acero de la base, que reconoció como el símbolo malayo para dexter, la mano derecha. Asintió. Por supuesto. Pero lo dejó correr; resultaba demasiado delicioso. Volvió a mirarla.
—Este kris forma parte de una pareja idéntica —explicó ella—. Fue fabricado hace ciento cincuenta años por un maestro empu, un herrero balinés, a partir de hierro mágico que cayó del cielo.
—Un meteorito.
—Sí. —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, bajó mucho la voz—. ¿Ha oído hablar usted de... los Primigenios, señor Holmes?
Un escalofrío recorrió los hombros del detective, a pesar del chal.
Ella se dio cuenta de forma inmediata.
—Ya veo que conoce las historias. No había duda respecto a que un hombre de su erudición tendría algún conocimiento de los antiguos textos prohibidos. Existen muchas de estas criaturas de leyenda; entre ellas, una que apareció en Bali, eones antes de que el hombre fuera a vivir allí. Su verdadero nombre no debe pronunciarse en voz alta, pero en ocasiones se lo conoce como el Devorador de almas, otras como el Devorador de niños, y otras veces, simplemente como la Naga Negra. La leyenda cuenta que la Naga Negra se despierta cada mil años para comer y que, antes de volverse a dormir, cientos de personas se han convertido en su alimento. Solo busca a los más puros entre los puros y cualquier hombre que se interpone en su camino es destruido, pues se afirma que la Naga Negra posee seis brazos y nueve piernas, y que exhala un vapor venenoso tan nocivo que su toque provoca que la madera arda instantáneamente, e incluso que la roca se funda. Sus dientes, que se cuentan por un centenar, son más largos que los dedos humanos, y puede arrancarle un brazo a un hombre de un mordisco en un abrir y cerrar de ojos. —Hizo una pausa antes de continuar—. Y se dice que tiene dos corazones.
Holmes no dijo nada, pero no apartaba los ojos centelleantes del rostro de ella.
—Sí, ya veo que lo entiende. Es esa la razón para los dos kris. Deben atravesarse los dos corazones a la vez para conseguir la muerte verdadera. Aunque los kris se prepararon y forjaron hace siglo y medio, la próxima hora de la Naga Negra tan solo acaba de comenzar. En menos de un año se sacudirá la tierra y las telarañas de encima y se levantará, surgirá de su cueva escondida para matar y alimentarse de sus víctimas.
—Y usted cree en la existencia de ese monstruo. —No era una pregunta.
—Sí.
—Pero, ¿quién se atrevería a enfrentarse a una criatura tan temible, si es que realmente hay alguien, señorita Yogalimari?
—Solo alguien a quien se hubiera entrenado desde el nacimiento para un enfrentamiento semejante, caballero. Entrenado rigurosamente en las artes malayas y balinesas del pukulan y el pentjak silat, experto en el sistema de boxeo propio de China, conocido como kun-tao.
—¿Y una persona así podría confiar en derrotar a la Naga Negra?
—Si estuviese armada con los kris mágicos diseñados y encantados precisamente con ese propósito, sí. Una persona así podría confiar en obtener la victoria. Aunque, por supuesto, nunca sería una certeza.
—Ese hombre sería realmente formidable.
Apenas la vio moverse. En un momento estaba en la silla, sonriéndole benignamente, y al siguiente se encontraba a su lado, con una mano tocándole ligeramente la cabeza y lo que parecía ser una aguzada uña presionándole con suavidad un lado del cuello.
—Antes de que usted pueda desenfundar su revólver, señor Holmes, yo podría, si así lo deseara, seccionarle la carótida de tal forma que ni el doctor Watson con toda una cohorte de los mejores cirujanos de campaña de Inglaterra sería capaz de detener la hemorragia a tiempo de salvarle la vida.
Más allá del respingo inicial debido a la sorpresa, Holmes no reaccionó de modo alguno a su repentina amenaza. Ella retrocedió ligeramente, y lo que él había pensado que era una uña resultó ser un pequeño cuchillo en forma de garfio, no mucho más largo que un dedo.
Habiendo mantenido, más o menos, la compostura, volvió a coger su pipa de raíz y su bolsa de tabaco. Mientras volvía a llenar la cazoleta, se fijó en que la mujer tenía unos cuantos mechones de cabello fuera de lugar, y dedujo dónde había ocultado la cuchilla. Frunció los labios sorprendido, pero sin sentir miedo. ¡Era magnífica! Semejante mente, y en un cuerpo tal... Resultaba difícil de creer.
Realmente iba a tener que replantearse su opinión acerca de las mujeres.
Ella regresó a su silla con la gracia de una acróbata y se volvió a sentar.
Holmes encendió su pipa y se puso a fumar, dando reflexivas caladas. Con calma (o al menos así se lo pareció a él), dijo:
—Pero usted habló de dos líneas de pensamiento, señora.
Esperó a que ella sonriera, y no se vio defraudado.
—Oh, sí. La segunda forma en la que usted habría podido explicar rápidamente su revelación expositiva es mucho más sencilla, a pesar de que estoy segura de que sus dotes de observación son tan agudas como las del más perspicaz de los... hombres.
Él se dio cuenta del énfasis con el que pronunció la última palabra, y supo que ella así lo había querido.
—¿Y sería...? —preguntó, gesticulando suavemente con la pipa de raíz, a pesar de que sabía lo que ella le iba a decir. ¡Qué juego tan maravilloso estaba resultando! Nunca había participado en algo tan intrigante.
De nuevo, no quedó decepcionado.
—Usted esperaba a alguien como yo, caballero. Porque ya había visto el compañero de este kris diseñado para acabar con la Naga Negra. Y, de hecho, esa arma está en su poder. Una vez llegué y me di a conocer, usted supo de forma inmediata quién era yo y por qué estaba aquí.
Holmes sintió que empezaba a formársele en el rostro una sonrisa tan genuina como ninguna otra.
—¡Bravo, señorita Yogalimari, bravo! ¿Cómo dio conmigo?
Ella se inclinó ligeramente, y él se dio cuenta por primera vez de que se le marcaban los pechos bajo el tejido de la blusa.
—El ladrón fue Setarko, un malayo con conexiones en Hong Kong —contestó—. Robó la pareja de dagas hace unos veinte años.
»Los responsables de su cuidado las buscaron a lo largo y ancho del mundo durante dos décadas. La cuchilla para la mano derecha fue encontrada arrinconada en un almacén del Royal Dutch Museum, en Batavia. —Señaló la daga que Holmes tenía en el regazo—. La otra daga, la que estaba marcada como sinister, continuó desaparecida.
»Pero antes de que... falleciera, se supo que Setarko el ladrón había hecho negocios con el difunto profesor Moriarty, que coleccionaba esos objetos. Setarko admitió que le había vendido una de las hojas a su némesis. Cuando Moriarty murió se vendió gran parte de sus pertenencias, pero esa colección no llegó a salir a la luz.
—¿Y asumió que la tenía yo?
—Consideré esa posibilidad.
—Pero difícilmente podría estar totalmente segura.
—No hasta esta noche.
—¿Y qué fue lo que se lo confirmó? —Lo sabía, pero quería oírlo de boca de ella.
—Un hombre lo bastante experto como para darse cuenta de que escondía una daga bajo mi camisa también debería serlo como para saber que llevaba otras armas escondidas por todo el cuerpo. No se dio cuenta del kerambit, la garra del tigre que usaba como pasador.
Cierto. Pero dijo:
—No puede estar segura de eso.
—Sí puedo. Un luchador con suficiente entrenamiento como para descubrir el tipo de armas que llevo encima no me habría permitido situarme dentro del radio de ataque con ellas, puesto que sabría que puedo utilizarlas con habilidad mortal. Usted no es un luchador habilidoso, señor Holmes, excepto en combates de ingenio. Por tanto, la única forma en la que pudo saber que yo llevaba el kris es que sospechara que portaba el compañero del suyo. ¿Un hombre que posee un kris tan finamente labrado como estos, marcado con la palabra malaya que significa sinister, un hombre con un intelecto como el suyo? Por supuesto que habría sospechado que, en alguna parte, habría un dexter. En cuanto me vio, una mujer balinesa, estableció la conexión. Fue algo realmente inteligente de su parte dar ese paso. Casi propio de la intuición femenina.
—Nunca pensé que una mujer pudiera ser tan brillante —reconoció Holmes, posiblemente de forma algo brusca—. Haber seguido un camino tan largo, haberme encontrado y haber descubierto todo lo que quería saber, así como todo lo que yo sabía... Y todo ello en tan poco tiempo. Estoy impresionado.
—Se me considera la menos inteligente de todas mis hermanas, señor Holmes. Mis talentos se encuentran principalmente en habilidades más brutales.
—Eso he visto —replicó él—, aunque sospecho que es usted demasiado modesta. —Ella sonrió ligeramente ante el cumplido. Holmes se puso en pie—. En fin, permítame que vaya a buscarle el kris. —Fue hasta la caja de madera en la que guardaba la reliquia y la abrió. Sacó el arma, la envolvió en seda negra, cruzó la habitación y se la ofreció.
Ella la cogió reverentemente, con una ligera inclinación.
—¿No va a examinarla?
—No es necesario. Usted es un hombre de honor, ¿no es así?
Él asintió, complacido por el uso que hacía ella del término.
—¿Y qué va a hacer usted una vez se encargue de la Naga Negra, señorita Yogalimari? ¿Cuándo toda una vida de entrenamiento mortal ya no sea necesaria? Asumiendo, por supuesto, que sobreviva al enfrentamiento.
—Regresaré con mis hermanas y enseñaré mi arte a las jóvenes. Siempre se necesitarán mujeres que posean estas habilidades. Y esperaré a ver lo que me depara la vida.
Él sopesó con mucho cuidado sus siguientes palabras.
—¿Y se les permite recibir visitas?
Ella volvió a sonreír de esa forma tan suya, y él sintió una extraña calidez al verla.
—Normalmente no. Pero puede haber excepciones. A usted no necesito decirle dónde encontrarme, en caso de que vaya a viajar a la zona, ¿verdad, señor Holmes?
Él sonrió. Otra prueba.
—Ha sido todo un placer haberle servido de ayuda, señora. Espero que algún día nos volvamos a ver. —Le hizo una reverencia. No era necesario desearle que tuviera un viaje seguro; ella podía encargarse perfectamente de ello.
La mujer asintió.
—Hasta que nos volvamos a encontrar, señor Holmes, buena suerte.
Salió de la habitación como una sombra, como un espectro, y desapareció.
Holmes se volvió a sentar en su silla y trató de retomar la lectura de las estadísticas del cultivo de cereal en Sudáfrica, pero su concentración era menor de lo que debería ser. Al cabo de un rato, oyó cómo los ronquidos de Watson se detenían de forma abrupta. Segundos después su amigo apareció en la puerta, vestido con su gorro de dormir y su camisón, y arrastrando sus raídas zapatillas por el suelo de madera. Metió la cabeza en la habitación, echó un vistazo a su alrededor y frunció el ceño.
—Yo diría, Holmes, que lo he oído hablar con alguien.
El detective volvió a echarse el chal sobre los hombros; a pesar del fuego, la habitación estaba mucho más fría. A lo largo de los años había pocas aventuras suyas (realmente muy pocas) que no hubiesen encontrado un hueco en los relatos de Watson. Normalmente se debía a razones de seguridad nacional. E incluso, más raras veces, por la seguridad de la humanidad.
Respondió a la pregunta que le hacía su viejo amigo.
—Tan solo con la mujer de mis sueños, Watson.
—Mmf. —Watson le echó un vistazo y luego bostezó, se giró y se volvió a la cama—. Bueno, pues entonces buenas noches, Holmes.
Holmes sonrió. Sí. La verdad es que había resultado una noche realmente buena.